lunes, 16 de julio de 2012

BALDIO




Echo dios de mi
Almácigo
Dos tiros en las patas
Respiro el aire helado
El dejo a pólvora
Tengo los borceguíes
Mojados
Y los pájaros reanudan ya
El canto de la inocencia
¡Vieron que no era necesario!
Sé que cayó unos lotes más allá
Porque lo encontraron
Los caranchos que no pierden
El tiempo
Siento el rumor de lo que
Crece: el maíz,
Los tomatales milagrosos
Como bombas inestables
El verdor, el sol magistral
Oftálmico
Y yo, de pie acá, como un hombre
Todo
El corazón realizando su
Faena nocturna
Y casi el sabor de una mujer
Que creo recordar
En la boca, casi
Que creo tener
Lleva un dedo metálico
Terminado en punta
Lo hunde cada vez más
Profundamente en la carne
De su muslo
Gira sin disfrutarlo
Me tortura sin placer…

domingo, 24 de junio de 2012

QUÉ SE CURTAN


Los ojos de ese color apenas de los pétalos de las dalias secas, atravesados por el sol enfrascado de la cocina, fuma sentada mientras observa la tierra infértil, fea, del piso del patio levantado por los albañiles esa mañana. Estas últimas semanas son ahora una sustancia nebulosa, no cierta, probablemente el último tramo de esa vida con posibilidad de fuga- no que la puerta esa se haya cerrado definitivamente, pero sí la especulación permanente con su uso inmediato al primer conflicto que surgiera con él- cuando el bailarín que compró el sótano vino con el planteo y la cuestión de las manchas de humedad, las filtraciones y las cucarachas grandes como platos, y la arquitecta trajo las muestras de baldosones con que  reemplazar los originales, su cuerpo ingrávido, elástico y fácilmente mudable, se vio sujeto como una mosca en el aire; todos, la arquitecta, él, el bailarín, la interpelaban o interpelaban algo que se suponía ella ponía frente a sus bocas como cuerpo de alguien, como su representante en la tierra, en el suelo levantado; era hora de instalarse en su propia forma o huir, no ser vuelta a ver jamás de los jamases.
La decisión de inmiscuirse en la elección de unas baldosas alternativas, mejores, que mantuvieran el valor de la casa, unas con zarcillos art Nouveau –esos últimos días se había vuelto una experta en la porcelana jerga- tejía unos hilos más profundos que aquellos que delataban las  magras evidencias: era una experiencia solitaria, su vida siempre había sido una experiencia solitaria, su fantasía de salvoconducto, algo mágico que la sacara de un juego que podía volverse más monótono y podrido; y seguía siendo así mientras observaba esos cuadrados de cemento pintado que le mostraba la vendedora y cotejaba precios y los consultaba con él, porque el bailarín se hacía cargo de los baldosones feos, pero ella quería un suelo para echarse, un suelo para duplicar con ojos de una miel más pura la profunda insensibilidad de esos cielos que irían rotando a partir de entonces, sobre su cabeza, con aire de mutantes e ínfulas de eternos.
 El amigo le había contado la tarde anterior cosas de años, y ambos las habían contemplado con incredulidad y amnesia; no podían creer en ellas, ni siquiera que hubieran sucedido del todo como esas cosas que se quiere definitivas; eran poros de información, guarismos precarios, fuera de forma; quiere decir que los músculos que los mantenían funcionando, roídos, o pasados por alto, se habían ido desintegrando en pequeñas implosiones de olvido, dejando esas entidades inválidas por todo saldo: recuerdos, datos, falsificaciones del sueño y la memoria, demasiado sofisticados para el juego de la vida diaria.
 Con los ojos como pétalos secos y el suelo levantado, a través del humo asiático de su cigarro ella sonríe con  amargura suficiente para crear un mundo novedoso y estable; el buraco para escapar tapado con estantes de libros y chucherías que se fueron juntando. Se pasa la mano por los párpados cuando oye la llave de la puerta, borra esas pupas de luz que delatarían el lugar donde se encuentra, el pozo donde su transparencia se esconde de caricias y de fantasmas.

jueves, 7 de junio de 2012

ARRANCAR




 “Porque a vida, a vida, a vida,
A vida só é possível
Reinventada”
                     Cecília Meireles


Qué espera el tesoro de carne latiente
Del invierno que afelpa los vidrios con su piel
Aisladora y transparente
Oh músculo de la felicidad, desollado
Un zorro de sarna caliente un ovillo de pelos
Húmedos con olor de animal
Infamado
Ardo en poemas para recalentarme estas manos
Incipientes
Qué esperan de mí los sabores
Las texturas que las cosas y las criaturas
Ostentan como espinas disfrazadas
Oh trillada espera de las maneras trilladoras
De cada mañana
Innominable
Qué quiere la sangre que aún chorrea
Melodramática de esos dos cuerpos
Encofrados en su auto
Arrollados desde anoche por un tren en
Ciudadela
Qué quiere el gran ojo ciego del cielo
Que clarea
Qué esperan los fragmentos blancos del cuadro
Sin terminar que están ahí con su reproche neutro
Mucilaginoso cepo
De una alma improbable
Qué espera la música que suena con arte de
Moscardón neural en mi oreja de greda
Qué espera el filoso balasto bajo los pies desnudos
Del ciruja que fui que soy
Si se vive, lo adivino en cada respiración que
Podría ser última
Como si alguna vez, realmente, fuéramos a volar
O a hacer esas locuras que sabemos necesitamos
Hacer porque si no para qué tanto respirar
Qué quieren quiénes
Para empezar tendríamos
(oh mayestático plural)
Que pararnos en cuatro patas, abandonar esta hoja insípida
Y correr, correr sin detenernos jamás
Más rápido que esas balas que nadie va a disparar
Porque realmente y es inmundo y liberador
A nadie le importa tanto lo que podamos hacer
Llegado el remoto remotísimo caso de que hagamos algo
Alguna vez
Por ejemplo arrancar, transformarnos en esas mierdas gloriosas
Que todos buscan para coger o asesinar

martes, 5 de junio de 2012

CUANDO OIGO LA PALABRA CULTURA SACO MI PISTOLA




Que estás ahí sol ya lo sé
Pero tu silencio no me toca:
Cuánta delicadeza para ser esa bola roja
De excrementos nada más
Sin embargo, yo lo veo
Los pajaritos se incineran en el aire
Están hechos con hilos de verdad
No como yo
Pensado en oros de placer y acabar
Y realizado en flojo de barro
Y fleco de hiedra
Cantado como fue mi cagamiento
Por todas las
Aborteras del baile
Bendecido de cuerpo entero con nylon
De mozzarella y flujo de perra
Dónde estabas cuando estos ojos de vidrio
Vieron por primera vez vieron
Digo bien
La luz negra del futuro
En que siempre viviría
Ni siquiera riéndote
De mí estarías
O confiándome apenas
Que en el futuro nada se dejaría
Acariciar por dedos concientes
O que lo manipulado perdería
(Me hubieras alvertido)
Como chinchillas asustadas
Los pelos nomás pulsarlo
Pero lo cierto es que como lindo es lindo
Este día
Y  digan lo que digan
Y como quieran decirlo
La realidad es de una materia prolija
Y no se viaja con poemas al presente
Qué estúpido el que lo siguiera creyendo
Otra vuelta de calesita nomás
Dando con la cabeza
En lo expuesto de su ruina
Pero cuando oigo la palabra cultura
Y con perdón de la rima
Me  toco instantáneamente 
La pija.   

miércoles, 30 de mayo de 2012

SU AVE


SU AVE


Y así la fertilidad me encuentre como bacterias
Su cuerpo muerto
Como hongos la buena leña amaneciente
Y cante yo el mundo renovado de mis ojos
Que ven la clara y afelpada desnudez de una mujer
Perfumada por su propio deseo
Sobre mí que soy un perro tantas veces acariciado
Yo el biológico
El que acuna su cabeza nimbada de pelo prolijamente
Separado
El que besa su boca hibridada por los floricultores
Del sueño
Derríbese, entonces,
El milagro de esta calma nocturna nuestra
Sobre la triste materia que nos sobra
Y deje esto en el aire del ámbito el ruido del ala
Del ave de los pasadizos
Al desprenderse de toda la curtiembre de su forma
A mí que contemplo silente el vino de sus
Ojos reposados, pénsiles de sombra
Que huelo el limón ligero de sus sobacos
Con aire de connoisseur
Que la muerdo apenas como quien tienta una magnolia
En lo alto y peligroso de su árbol
A mí, hombre, humano de esta tierra absolutamente
Mancillada e hidropónica
El arrullo venga de toda la incredulidad del cosmos
Y la vea fosforecer de amor
Así, tan simple
Como el fuego fatuo de los cementerios

lunes, 16 de abril de 2012

LA RISA FOSFORESCENTE DE LO NIÑOS SUBTERRÁNEOS


“El futuro no es más que un muerto que, extendiéndose, vuelve.”

Xavier Forneret

Después de la tormenta las casas que quedaron en pie comenzaron a sufrir toda clase de calamidades. Las estructuras definitivamente modificadas, grietas profundísimas en el suelo de los baños, que había que saltar para no caer en abismos virtualmente sin fin; habitaciones separadas del cuerpo general de las construcciones, que dejaban ver a cualquiera que paseara de madrugada su perro, o lo que fuera, el sueño desordenado de los durmientes, adentro de esa cáscara de nuez; zonas electrificadas por cables chispeantes que emitían destellos a toda hora, obnubilando las corneas de los distraídos, y deteniendo momentánea o permanentemente el corazón de los arriesgados; televisores y radios transmitiendo collages de programas venidos quién sabe de qué puntos distantes del planetoide; rincones de las viviendas donde hacían varios grados bajo cero lindando con otros en los que había que quedarse literalmente en cueros para tolerar la calor; agua barrosa saliendo de las canillas; borborigmos extraños, casi mensajeros, en las descargas de los inodoros y en los desagotes. Y si a todo esto le sumamos las plagas que asolaron por entonces al barrio LA PROPIEDAD, podemos hacernos una pálida idea del estado de desequilibrio nervioso en que se hallaban los vecinos, agravado por la confusión de los medicamentos, el desencuentro de los blisters con sus cajas correspondientes y aun la desaparición de los botiquines, a los que, como a oráculos, acudían los fieles químicos, para paliar el sufrimiento de sus almas e inducir a sus cuerpos a adoptar un estadio vegetativo de la conciencia y soportar, así, las desavenencias climatológicas, como verdaderas plantas.

Muchas personas se vieron instaladas en familias que no recordaban como propias -y lo bien que hacían, porque no lo eran- probablemente transportadas en la suavísima hamaca paraguaya de uno de los tantos tornados que visitaron el barrio esa noche fatídica. A nadie le parecieron particularmente extrañas estas mudanzas, por la sola razón de que TODO era extraño, todo había cambiado y la identidad, la pertenencia a un núcleo familiar determinado, era apenas un dato más, una minucia junto a lo verdaderamente estructural del caso.

Así que, como acertadamente aconsejaba la guardia civil, nadie toco nada, o tocaron lo menos posible, porque una cosa más que cambiara de lugar, podía desencadenar un reordenamiento sin fin, y los objetos, si bien en distinto orden que aquel que guardaban las memorias de sus propietarios, parecían haberse estabilizado en cierta precaria forma y los familiares intercambiados prefirieron quedarse en el molde, tratando de encariñarse lo antes posible con sus familias protéticas, igual a como sus anfitriones hacían la vista gorda respecto de su, digámoslo así, naturaleza extranjera.

Algunos niños, siempre eran niños, habían quedado bajo los escombros, sin daño aparente; los maestros -tampoco ellos iban a alterar la posición de ninguna de las piezas que componían el derrumbe- seguían educándolos a domicilio, casa por casa, porque a los estudiantes sepultados en vida se les complicaba y bastante el expediente de trasladarse a un establecimiento del que por otro lado no quedaba más que una nube de polvo; y recibían las respuestas, a veces erradas, a sus preguntas, a veces difíciles, a través de los bloques de mampostería siniestrada.

Algunas personas hablaban no se sabía desde dónde que se habían metido; y sus voces salían de los calefones, de los almohadones del sillón o de un cajón de la cómoda; parecían haber mudado de dimensión.

Las primeras en llegar, en nubes negras que ocultaban el sol, fueron las Moscas; venidas de algún lugar a posarse sobre toda cosa: allí donde se mirara había una lamiendo sus patas o simplemente detenida en espera de la mano que inútilmente la espantara. Entraban en las bocas de los que dormían, en las narices, resbalaban en la convexa y húmeda superficie de los ojos abiertos, desorbitados, como pistas de patinaje hemisféricas: moscas en la sopa, clásicas; pero también en los rejuntes culinarios y en los platos de tiesísima polenta, esos frisbees incomibles, anaranjados. Racimos de moscas colgando de las lámparas, de crochet negro, vendimiados por los revueltos cabellos de los seres traslaticios, las personas, que, aún sin para qué, se empeñaban en seguir haciendo cosas. Moscas, moscas, más moscas que cosas, moscas siempre volando, moscas impertérritas.

Hubo Invasión de Libélulas: aeroplanos crocantes, como cornalitos fritos, dando cabezazos contra las pocas ventanas que quedaban sin romper; allí donde hubiera un vidrio estaban ellas chocando, rebotando y persistiendo en su error; esperando, talvez, el milagro de la traspasabilidad; eran apenas hojita autumnales, papel de armar cigarrillos de precarísima autonomía de volar: ideas fijas con élitros.

Hubo La Noche de las Luciérnagas, había tantas que parecía de día y hubo que salir, los que tenían jardines, con anteojos negros, para poder ver algo; porque se dieron casos de ceguera permanente entre los que salieron a los guapo, o con los brazos en alto, rogando que los abdujeran los extraterrestres a quienes adjudicaban tamaña luminiscencia; que vinieran, por fin a desenquistarlos de este mundo de mierda por el cuál no abrigaban ya ninguna esperanza: entonces las que rebotaron fueron las gentes, las gentes chocadoras.

Hubo La Tardecita de las Mariposas, que pintaron el cielo de amarillo-fin-del-mundo; el Mediodía de los Bichos Bolita hubo también, personas resbalando en esas canicas que llenaban el suelo y sus agujeritos, microarmadillos grises, acordeonados, telescópicos.

La Media Hora de los Bichos Verdes del Melón debió durar más, pero nadie prestaba atención al tiempo, tan lindos eran, esos tipitos curiosos, con sus pompones rojos en las antenas y la elegancia con que aterrizaban sobre todo lo que guardara alguna relación con su fruta dilecta; y eso incluía el pechamen de las comadronas, el de las hembritas prematuramente siliconadas y las calvas lustrosas de algunos hombres apesadumbrados por todo, y mañosos como diez teros.

Hubo el Amanecer de las Arañas: una como bruma por todos lados, se quedaba pegada a las caras; las viejas y las encajeras aprovecharon el hilván resistente como el acero (o más) para conseguir esos pespuntes traslúcidos con los que siempre habían soñado: una desgracia con suerte, murmuraban, al contemplar satisfechas los dobladillos tanto tiempo adeudados a polleras mil veces restañadas.

Finalmente vinieron ellas, las marciales, las N/N, las supernumerarias, la marabunteas Hormigas, las que ponían los pelos de punta. Llegaron en oleadas rojas y negras, que traían flotando las cosas que arrastraban; flujo y reflujo de obreras hambrientas, recortando y recortando el collage espurio de todo lo recortable; hacían agujeros hasta en los cristales de los anteojos de los que se habían dormido leyendo; con sus tenazas de diamante arremetieron contra todo lo que estuviera forrado de piel viviente, y pronto dieron con los niños sepultados bajo los escombros, por los finísimos intersticios entre las piedras. Cortaban a las criaturas en piezas transportables y las llevaban el hileras sinuosas, establecidas mediante secreciones ácidas; volvían a armarlos como a rompecabezas en el increíble hervidero que era el hormiguero que formaban bajo tierra. Niños perfectos hasta en el mínimo detalle, niños inertes, que pronto eran cubiertos, en los alvéolos que los cobijaban, por la filigrana blanca del hongo que era el verdadero sustento del formicario. Ejércitos de embalsamadores mantenían a los niños en su forma humanoide, limpiándolos de hongos indeseables y de toda clase de bacterias, con antibióticos específicos perfeccionados durante milenios.

Los insectos acabaron llevándose todo y a todos, no se salvó nadie; no quedaron ni los muebles, ni las piedritas del camino dejaron, desapareció hasta el cartelón de entrada del barrio privado. Hay la presunción de que el complejo habitacional La Propiedad, lleva una segunda vida subterránea, una especie de pantomima de títeres familiares digitados por las hormigas mediante cabestros y poleas: hombres que hacen como que conversan de cosas intrascendentes, niños que simulan jugar en las puertas de las casas restauradas con camioncitos de juguete llevando falsa tierra, mujeres cocinando cenas fantasmagóricas, u hojeando revistas pasadas de moda; todo alumbrado por las fosforescencia del omnisciente dios hongo.

No se sabe con seguridad qué hicieron estos ajetreados insectos con la tierra que hubo que sacar para que todo eso cupiera en las entrañas cálidas del suelo y, como nadie se acuerda de nada ni de nadie y las tormentas van y vienen cumpliendo su labor extraña, ha comenzado, encima de este, la construcción de un nuevo barrio, destinado, según el enorme letrero ubicado al frente de los terrenos arrasados, a hacer felices a un sinnúmero de familias jóvenes: los dibujos muestran personas efectivamente sonrientes, ignorantes del cumplimiento de las leyes naturales de la devastación general y cíclica que reina sobre todo lo viviente, hay perros expectantes que mueven sus colas a la espera de las genialidades que harán a continuación esos dueños que no piensan soltar la sonrisa que atraparon en sus bocas, como hacen los osos con los salmones en su parábola contracorriente.

De noche, en los terrenos húmedos del sereno, entre las palas mecánicas y a la luz de aisladas lamparitas que penden de cables, bailan los niños que escapan de sus confinamientos subterráneos, hacen una ronda que resultaría macabra si no fuera tan hermoso verlos sonreír, mostrar ese tesoro de fosforescencia telúrica que esponja sus dientes. No es dado a todo el mundo contemplar su danza, por eso lo cuento, yo, testigo privilegiado, laburante demorado en su siesta larga, para que puedan, por lo menos, imaginarlo.

lunes, 9 de abril de 2012

DEL MAR


“La hermosa nadadora que tenía miedo del coral

Esta mañana se despierta” Robert Desnos.

Dábamos una fiesta en casa, me acuerdo, y ya era la hora en que empezaba a lamentar haberla organizado; Fátima estaba en su salsa, la veía, a través de los ventanales, reír entre los invitados, reír como hacía rato no se reía; bebía su daikiri de durazno; escuchaba las ocurrencias de esos imbéciles que la rodeaban rápidamente como moscas y reía con algunos cristales de azúcar húmeda brillando en sus labios; por ese lado me alegraba de dar la fiesta; contento de verla otra vez contenta, qué se yo, no hay mucho más para explicar; ¿no iba a saber yo lo bueno que era estar cerca de ella, cerca nada más? Preferí quedarme afuera, en lo oscuro, con la botella de ron en una mano y el vaso en la otra, ornamental, y que la fiesta se hiciera sola.

El mar estaba un poco picado y su sonido me serenaba; no había luna así que no podía verlo, sólo lo escuchaba: Miré hacia la luz, hacia la fiesta como quien observa la vida en un acuario: Fátima tocaba el brazo de un sujeto mientras hablaban, había hecho su elección y con caricias solapadas lo marcaba, como hacen los perros cuando mean los árboles. Sé que mi comparación no es del todo justa, no lo es con ella; pero puedo permitirme esta clase de licencias cuando estoy solo.

Me adentré un poco más en lo oscuro; el mar rugía desde su inmenso costillar de león, y yo era una liebre alcoholizada, incauta. Me atrajo un perfume, como de crema para manos, algo así, no sé con qué compararlo; venía con la brisa del mar, era difícil decir de dónde. Cuando dejé de olerlo, oí un rumor, un quejido, me acerqué y ví una silueta blanca, su piel fosforecía como un hongo; una mujer en traje de baño enterizo, rojo, con una gorra de látex azul con lunares blancos, se examinaba un rasguño en la pierna izquierda hecho con las espinas de esos matorrales que eran lo único que se daba entre los arenales; lamió la sangre de su dedo antes de levantar la cabeza y mirarme: era de una belleza paranormal y clásica a un tiempo, a lo Audrey Hepburn. Esperé que sonriera en consonancia con el símil cinematográfico que mi cerebro sumergido en ron había establecido para ella; pero su cara fue la del horror absoluto y donde miré, luego de parpadear una breve vez, ya no estaba. Seguí el impulso de correrla, de alguna manera veía sus huellas en la arena, como si me asistiera la luz señera de una estrella surgida para la ocasión. Las pisadas se adentraban en el mar, las últimas rebozaban de una espuma que el viento desmenuzaba como barbas de enanos; me parecía verla entre las olas grises, pero creo que fue más mi imaginación que otra cosa.

Desperté con el sol en la cara, mojado y aterido, con la botella vacía a un costado. El mar estaba más calmo, y seguí la costa buscando el cuerpo sin vida de la Nadadora, pero no ví más que aguasvivas, algas y pecios de pequeños naufragios. Me imaginé reanimándola, ella escupiendo agua, abrazándome, su salvador, y sonriendo por fin a lo Audrey Hepburn. No podía quitarme la imagen de su cara de la cabeza, como si la sintiera, tatuada, sobre la mía.

Mientras volvía a casa apareció Fátima buscándome, dónde te metiste, me fui por ahí, me quedé dormido en la arena, qué tonto, te perdiste la fiesta, está toda en tu cara, mirá, le dije y la besé, besé su boca de mujer feliz, desconcertada; estaba realmente bella, deslumbrante, me conmovía ese rostro cuando estaba cundido de dicha física, de plenitud corporal, la amaba, carajo, y mi corazón enloquecido, como la aguja imantada de las brújulas de los barcos que se acercan al Polo Norte, giraba sin dirección; todo yo me desgobernaba en su proximidad, y se me despelotaba la sintaxis. Me abrazó con fuerza, como sabía que me gustaba, la subí a mis espaldas y fuimos así hasta la casa, riendo ambos, ella espoleándome con los talones como a un caballo.

Me dí la ducha hirviendo que necesitaba, comí algo y dormimos hasta bien entrada la tarde.

Pasaron unos cuántos días en que buscaba excusas para quedarme sentado en la cocina mirando el océano por la ventana; hojeando los diarios por si había noticias de ella en alguna costa remota, la foto en blanco y negro de algunos pescadores junto a su cuerpo mordido por los escualos. Pero nada. Salía a dar paseos solitarios por la playa, cada vez más prolongados, con la linterna en la mano: lo más parecido a ella que encontré fue a dos chicos cogiendo en una depresión de la arena y a una tortuga gigantesca desovando en las sombras; todas escenas que la naturaleza quería secretas y que avergonzaron la luz que inoportunamente revelaba su materia aun sin cuajar.

Había dejado de buscarla y una noche, en que ciertas urgencias me condujeron al baño, me entretuve, como solía, mirando por la ventana la parte del jardín que permanecía iluminada; cuando la imagen de ella corriendo me cortó el chorro; pasó por la luz como alma que lleva el diablo; parecía huir de algo. No abandoné mi puesto de vigilancia, y ella volvió a aparecer, corriendo, pero se detuvo esta vez donde podía verla; olió unas rosas, pero curiosamente se inclinó por las dalias; de alguna manera me gustó su elección, siempre había sentido una rara enemistad por las rosas, quizá por molestarme su reinado indeclinable junto a las otras especies subalternas; las dalias, en cambio, eran más salvajes, más desmesuradas, más punks. La Nadadora tenía toda la cara hundida dentro de esos suavísimos pompones bordó. Llevado por uno de esos estúpidos impulsos que a veces comandan, como baldazos, mi sangre, bajé corriendo las escaleras, salí por la puerta de atrás y me acerqué sin ser oído. Ella parecía haberse dormido inclinada sobre las flores; cuando estuve junto a su cuerpo olímpicamente blanco, sentí en todas las células de mi nariz el fuerte olor a pez fresco que venía de ella, era reconfortante y salobre. Por un momento pensé que vería tras sus orejas o intercalada con las costillas, la hilera de branquias abriéndose y cerrándose.

No lo había notado, pero entre las dalias había un ojo y estaba mirándome; no se atrevía a mover un músculo de su cuerpo. Retrocedí dos o tres pasos, tal vez más, para darle confianza y se enderezó rápidamente, sin dejar de mirarme en ningún momento, sobre todo las manos. En ese puro instante de contemplación mutua, ese interregno de las biologías encontradas, yo era un monstruo de deseo, hasta con el pelo de mi cabeza la deseaba; mis ojos debían ser de un agua fiera, estancada; el corazón golpeaba como una piedra un pedazo de chapa: mi cuerpo; todo yo cimbreaba al ritmo galopante de su tam-tam ; era y no era algo sexual, parecía introducirse en toda esa ecuación el deseo de comérmela; eso sí que era nuevo para mí. Dí un paso hacia ella, fascinándola con la mirada como un encantador de serpientes; dí otro paso y el tercero que nos separaba; sujeté sus brazos fríos; sabía que de haber querido liberarse no habría tenido inconvenientes: era alta, fuerte y su espalda doblaba a la mía en tamaño. Su boca roja, como de niña con escarlatina, fue besada, se diría que por primera vez, a juzgar de la torpeza inicial con que gesticulaba; las rodillas se le aflojaron cuando colé una mano entre el elástico y la costura de su maya roja. Sus piernas tenían la fuerza de las de un luchador grecorromano y varias veces estuve a punto de perder el conocimiento bajo su increíble presión; el placer le arrancaba unos alaridos agudísimos que debían oírse a unos cuántos kilómetros de distancia, y sus dientes lastimaban mi boca; de pronto era yo el fascinado por la música de su gozo y con gusto habría dejado que me devorara, sin oponer resistencia. Sus tetas parecían moverse a voluntad, como gordos tentáculos y los pezones me acariciaban de una forma adorable. No sé por qué me acordé de un verso en que Leopardi se preguntaba, creo que era Leopardi, QUAND´É COM´OR, LA VITA? Cuándo es como oro la vida; y resolví que entonces, que entonces era, con ella, sobre el césped verde, superiluminado y el desparramo de pétalos de dalia.

Eones permanecimos trenzados en esa coreografía de algas; los cerebros introducidos en dulce vinagre, viajando por el cosmos como rocas meteóricas; el mundo era apenas la estela vaporosa de aquello que pasaba.

Sé que en un momento ví la cara de Fátima en la ventana del baño, me miraba, sin expresión, y en algún punto la Nadadora se desmontó y corrió con la maya en la mano; lo último que ví fueron sus nalgas poderosas hundiéndose en la luz porosa y azul del aire que había amanecido sin que nos diéramos cuenta.

No supe más de ella, y, en comparación con ese instante, qué ha sido, si no morir, la vida desde entonces.