viernes, 26 de marzo de 2010

CAPITULO II

"Diré a mi alma:"sáciate""

M.P.Shiel : " la nube púrpura".



Dolor de panza, dolor de panza: ahora la cosa negra que hace su nido en mí, adoptó la forma de ese atávico dolor de panza, que viaja, haciendo fechorías, por el universo somático, en connivencia con el dolor- taladro de la cabeza.

Alguna vez fuí un veterinario de cierta reputación por estos andurriales, huido de la ciudad por causas que no importan, dí con este pueblo infecto enclavado en la mismísima concha de su madre; traía diploma de la universidad: ante su vista las autoridades ponían sus bocas en "O", se prosternaban y estiraban las pieles maleables de sus caras de lobos;¡ el asco que sus rodillas escaradas me daban!, el disfrazado, encarnizado odio hacia todo lo que quién sabe por qué abstrusa razón envidiaban, en definitiva un cartón de mierda con la rúbrica borracha de un idiota doctorado: nada.

Enseguida me hice una posición, con sus majadas, sus tropillas, sus vacas hediondas y sus inenarrables porquerizas. Metía mano sin guante en la vulva de las yeguas y sacaba un potrillito en su gelatina amniótica, como lo menudos de un pollo decapitado; eso les gustaba, que no tuviera melindres, que tratara a sus animales como ellos, con rudeza:¡Venga ese nacimiento! y a los bifes. Yo estaba secretamente harto de la vida, aunque la palabra era, me parece, a la distancia, desencanto, algo le había matado el brillo, y sin embargo ahí estaba, igual a sí misma, pero deslucida infinitamente.

"Sin cuerda, no canta. Sin cuerda nadie canta" decía en un libro de Rubem Fonseca que birlé un día de un estante de la vieja, a propósito de un ave mecánica.

Y levantarse hastiado por la mañana, con toda esa belleza estacionada en la puerta como patrulleros en llamas, era por lo menos una experiencia curiosa, sin contar el fantasma, la cosa negra, eso cuya fórmula simplista sería :"la muerte", aunque ni siquiera la rozaran las burdas nomenclaciones: su promesa grabada en cada célula como el sello árabe que encierra un Ifrit, era la bronquítis asmatiforme crónica, el tirón en la ingle izquierda, el pus que a veces hacía un globo en la encía sobre la muela verde: La cosa negra (volvámosla a su vago nombre), me sabe de memoria, me repasa, me repite como una lección demasiado aburrida, y a veces, simplemente por diversión, me arrincona, y me tiene un rato, ahí llorando, contra las cuerdas, como a un chico, hipando, a grito pelado, suspirando, haciéndo horribles gestos con la boca del torturado: le gusta picarme con su palo como a un pez hallado muerto, flotando; creo que así me da a entender que ella también metió la mano ( la cola) sin guante en la vulva de mi paridora; que me viene criando de potrillo, engordándome para la faena absurda: el mismo cagazo le tengo que cuando la primera vislumbre, bajo el sol fluorescente de la sala de obstetricia.

"Todos somos basura, pero de distintas maneras" dice mas o menos uno de los libracos de la vieja, esta vez de H. Brodkey. Hay frases que se me quedan pegadas como bichos de ruta y que tienen cierta correspondencia misteriosa con los paisajes momentáneos. Siempre tuve, por ejemplo, la certeza de que sería capaz de mata antes que pasar vergüenza. Vivo con un pie puesto en el ridículo, habito un desfasamiento, hago ingentes esfuerzos por mantener el equilibrio; a mi lado pasan los bailarines volatineros, haciendo cabriolas en el cable, existiendo con una soltura pasmosa; un ejército de panchos por su casa, ellos viven simplemente; yo en cambio esquivo los agujeros negros que minan el queso informe y pútrido del espacio.

La belleza (y "aquí se me cairán unas palabras de Platón" Quevedo :"la hora de todos") es un estado de ánimo.

Ese presentimiento de que voy a cagar la fruta de una forma escandalosa, de que dolores de naturaleza indomeñable van a ponerme en evidencia como radiografías hechas con fuegos de artificio, me arrastró al bosque, al aislamiento como el loco de Bedlam en "El rey Lear", a la VRAI VIE del anacoreta. Quería volvera la fuente, al espejo prístino del salvajismo. La cosa negra me daba además un poder, el de la indiferencia hacia mis congéneres, y la soledad era su única condición, dónde podía mantenerla en suspensión criónica. Debía ocultarme, procurarme los alimentos, pendieran o no de los árboles, de los instantes, debía sacar la cabeza del globo de latex de las oscuras cronologías.

Y sucedió con naturalidad, no sin algunas intoxicaciones no del todo graves en el medio, abigarradas bayas, hongos alucinantes, pequeñas alimañas que aprendí a saborear sosas y crudas: nada decían del sabor las lecciones veterinarias: en ningún libro (qizá en China lo hubiera) se dijo jamás que el ojo del gato es amargo, al igual que algunas benditas cortezas antibióticas, o que las entrañas del perro mejor enterrarlas y bailar una chacarera sobre el montículo de tierra. Sabía, sí, de un hombre que aconsejaba, para conocer la toxicidad o no de una cosa, cortarla en cachitos pequeños: comer uno, esperar quince minutos, si no hay síntomas negativos comer dos, volver a esperar, y así hasta estar seguros. Hice lo propio, en esa etapa de transición aún podía valerme de consejos humanos, arrastrarlos conmigo en la segregación de mi metamorfosis.

Pasé días extraños, de fiebres intensas, alucinando, como si me purgara, toda la imaginería fantasmática sapiens-sapiens. Horas de euforias locas, incontrolables, corriendo como Orlando desnudo entre los árboles, de cabeza como Don Quijote en su penitencia amorosa, saltando, trepando, aullando, fortaleciendo la callosidad de mis pies descalzos. Bailando hasta perder la última gota de agua bajo la clepsidra infinita de las hojas después de las lluvias. Perdiendo y retomando, sin importancia el hilo de mi conciencia, como si fuera fragmentos de una narración destinada a no ser tenida en cuenta.
Cuando ya era "la bestia perfecta", y cazaba como si me hubieran enseñado mis madres las hienas, descubrí, en un pequeño calvero, una escena portadora de un pathos fulminante, las gotas esenciales de una puesta humana, la belleza en su esplendor básico.
"QUAND´E´, COM´OR, LA VITA?"- decía en ese instante la vieja calva, un momento antes de besar la boca del niño sentado junto a ella en la piedra oscura y abrirle la garganta en canal con su cuchillito dorado, sin separar de los suyos los labios grises y apergaminados en ningún momento de la operación. Cuando el niño dejó de temblar, ella lo sostuvo de su pelo sudado, y con un movimiento giratorio , como quien revuelve un caldero, munida aún del mismo cuchillo, cortó el cuero cabelludo del que el cuerpo blando del niño se desprendió como un racimo pútrido y vendimiado.
Guardó, incorporándose, la reliquia sagrada en su faltriquera para escalpos y se dirigió a la cabaña con tal indiferencia que se habría dicho que el resto, incluidos el niño y el bosque entero, se habían borrado para ella, perdida toda su eficacia.
Mis sentidos agudizados olieron enseguida la fragante ráfaga de sangre que ya atraía sobre el cráneo desollado un enjambre de moscas verde metalizadas. Me acerqué con cautela, como si temiera que tanta suerte fuera una trampa, no del todo ajeno a la fascinación que me embargaba, sabiéndome a punto de quebrantar el tabú inmemorial de la antropofagia, el último paso para la metamorfosis definitiva, el alejamiento moral de esa especie guacha.
El chico había sido particularmente hermoso, sus rasgos, aún sin cuajar, entre ambos tajos, tenían un dejo de indecisión femenino que un poco me exitó. El hambre y la erección se confundían, se entorpecían como piernas desacompasadas en un mismo cuerpo que camina. Olisqueé el cráneo sanguinolento, sucio de tierra, pero mi voracidad se centraba por alguna razón en su cara dificilmente masticable, casi de chicle: se podía estar quince minutos rumiando que su trama no aflojaba ni un poco. Alrededor de la cabeza horripilada fueron juntándose los bollitos de piel regurgitada como flores de una tiara rota. Mis dientes no estaban hechos para esa tarea, ni siquiera para desgarrarla, tironeaba y tironeaba y la piel demostraba sus obliterados rostros futuros, prolongándose con una elasticidad fantástica, mutando la gestualidad del infante.
Fingiendo enojarme, mordí el abdomen con todas mis fuerzas, me dediqué, las encías sangrando, directamente a la deglución de la carne, dura pero no tanto.
En estas faenas me encontró la vieja, que volvía silenciosa, seguramente a esconder los restos. Tenía una pala fina y larga en la mano y me observaba más escrutadora que asombrada, como calculando algo. YO, descubierto in fraganti, otra vez dentro del marco de referencias de una conciencia humana, su ojo de buey, no sabía si obedecer a la alarma que sonaba en mi sangre, galopaba en mis sienes soplandome "¡Corré!, ¡Rajá turrito, rajá!, o quedarme donde estaba, con un cacho de aquella cosa muerta aún entre los dientes, sin decidirme a tragar.
"Hola"- dijo la calva con una voz que no siendo dulce sugería la posibilidad de un pasado infinitamente remoto donde ponde pudo serlo-"Soy Listerine, vivo por allá"- señalando, con el dedo largo terminado en uña, un sector del bosque, mientras se quitaba el pelo inexistente que se le metía en los ojos y se secaba el sudor de la frente, como si realmente hubiera estado cavando.-"hay trabajo para vos, si te interesa. Seguí mienrtas con lo que estabas, cuando termines escondé los huesos bajo algún arbusto y vení a verme."- giró olvidando decirme algo-"No te preocupes no tengo perros". Sólo atiné a pensar que en el estado en que se hallaba mi espíritu, habrían sido los perros los que debían andar con el rabo entre las patas, cuidarse de mi presencia en el páramo.

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