martes, 30 de marzo de 2010

Capítulo IV

"En cuanto a él, su dicha data de su caída, porque entonces ha sido cuando se ha conocido a sí propio, y ha gozado la felicidad de vivir oscuro" Shakespeare " Enrique VIII-acto IV/II.



"Casa y comida", dijo la vieja con seriedad, otro habría sonreído ante la ironía de la segunda palabra, y aún del atrevimiento de llamar casa a ese gabinete de machimbre, casi una cucha, pero no ella, cuya compostura parecía ser un expediente constitutivo de su personalidad: hablaba con una bestia y como tal me trataba; no le interesaba mi nombre, eso acabó de decidirme en su favor, o al menos en el del "trabajo" que me ofrecía. Necesitaba llamarme de alguna forma, como a un perro, a cuyo sólo efecto me bautizó Calibán.

Cuando los niños raleaban me tiraba un disco de polenta resquebrajada en una lata de dulce oxidada. Sólo me prohibió, "terminantemente", como alguna vez hizo Barbazul con su nueva esposa, o esas mujeres del cuento de Las mil y una noches, que traspusiera la puerta del granero donde pasaba largas y misteriosas horas- a veces días enteros- en actividades que sólo ella conocía y a nadie interesaban.

Yo aún no había metido el hocico en la región condenada, pero ella comenzó a maliciar que nadie podía resistir la curiosidad y por tanto a desconfiar de sus certidumbres contrarias al respecto -núnca le había dado motivos-; raro en ella, le costó un poco decidirse a hablarme, aquello le quitaba el sueño, dió vueltas y vueltas hasta que al fín con un desparpajo fingido vino a mí con la propuesta de colocarme una cadena y un collar de ahorque. Yo sopesé la idea, que me pareció favorable desde el vamos, imaginé que aquello me trasformaría automáticamente en un animal de cuidado, aunque también podía pasarme de rosca y convertirme en el león viejo y comatoso de una compañía circense; se me ocurrió que la privación de la libertad me haría valorar más los espacios abiertos hacia los que mi imaginación resuscitada tendería naturalmente, las distancias imposibles, salvables.

Dije que sí con la cabeza; al rato ella volvió con una cadena de transatlántico que me obligaba a caminar en cuatro patas favoreciendo el simil. Hube pulgas, garrapatas, chinches, bichobolitas, hormigas, arañuelas rojas, casi en cada hebra; catalogué los insectos que andaban rastreros por esa selva diminuta ("... debes saber-decía un Polaco en uno de los libros que le mexicaneaba a la vieja-que la guerra no es ni un ápice más terrible de lo que ocurre en tu jardín un día apacible.") no menos espantosa que aquella de cuyos árboles se descolgaba el dorado tigre con sus ojos de bengala.

De vez en cuando aparecía la vieja asperjada de sangre, salida del bosque con ojos inexpresivos, y me señalaba una dirección con el dedo largo rematado en uña, me quitaba el candado y yo corría desbozalado, espumajeante de dicha a rastrear mi racimo de proteínas, calcio e hierro.

Cierto día, viéndome comer, las dificultades que yo tenía para desgarrar algunas partes de los cuerpos de que ella me proveía, sugirió la conveniencia de "sacarles punta" a mis dientes. Como si hablara sola me contó que de chica, en el cine, había visto un documental sobre los aborígenes de borneo, donde se mostraba que a los jovenes, alcanzada cierta edad, como paso a la adultez, se les afilaba la dentadura. Otra vez hice que sí con la cabeza; ella por supuesto ya tenía todo preparado, trajo de los fondos una silla arrastrando dos de sus patas por el polvo, un cortafierro y un pequeño mallo de madera de palosanto. Tomó asiento junto a mí, se alisó la falda, ubicó mi cabeza entre sus piernas consumidas casi hasta los huesos; yo sonreí al cielo azul y ella comenzó a picapedrearme la boca, como habrá comenzado Miguel Angel alguna vez el David, un golpe por vez, dos y ya el diente se volvía temible como el de una piraña. A veces se quebraba más de la cuenta y el aire frío que chupaba en grandes cantidades acariciaba violentamente el nervio y yo daba alaridos que espantaban las aves de los árboles, escupía sangre como la de las manos del escultor junto con el agua continua que impedía que se levantara el polvo de marmol, de hueso en este caso ("la habla de los huesos"- dijo Quevedo en alguna parte). Ella hacía caso omiso a mis lamentos y "mariconadas", jamás se le habría ocurrido dejar a medias un trabajo.

Ese día me limité a lamer los restos de un niño, no podía morder sin que me nublara los ojos el llanto. Con los días comencé a masticar tímidamente esa carne reblandecida por la podre, y a la semana ya estaba desgarrando las duras dermis de los señoritos como mis santas patronas las hienas.

La vieja solía pasarse horas sentada en su casa, yo la veía a través del amplio ventanal que daba al comedor, las manos, una sobre otra, encima de la mesa, y la mirada perdida en lo lueñe ( antigualla dilecta de Juanele), iluminada por una vela de sebo, cuya llama temblaba en su pabilo al ritmo de la acompasada respiración de la dueña, nimbada su calva por la inextensa cabellera de la sombra que, superado el orbe de escasaluz, allí reinaba.

Yo me entretenía en demostrar que mi cautiverio no era tal, o al menos que era voluntario, aflojando la espernada de mi cadenamen. Salía por ahí, daba una vuelta y volvía. En una de esa incursiones inútiles descubrí, por joder, que el granero vetado tenía unas maderas flojas, arrancadas la cuales, dejarían una abertura por la que fácilmente habría cabido mi cuerpo y los de varias personas más también.

"...abismos, abismos. Y hubiese querido envolverme en sus cabellos para morir allí, muy dulcemente." Alphonse Allais.

En la penumbra el interior olía a bencina, Suprabond, bosta de camello y spray fijador Robby. Algunos rayones de luz cruzaban el inestable ámbito, amenazando encender los gases de esa mixtura de sustancias volátiles, cosmos de pulvísculos plateados vivian en esa luz y desaparecían después en la nada de las sombras que los rayones cortaban como a panes de jabón.
En el centro, encendí una lamparita que colgaba inútil como una idea desperdiciada, había una criatura inverosimil, un animal de una quietud pavorosa; el hecho de que no se moviera, ni pareciera respirar era, de todo, lo peor: su olor a curtiembre, su pelambre de distinto color. Era, literalmente, una montaña de pelos, una reunion de mares divergentes.
Me fuí acercando sin darme cuenta, como aquel que espera ser devorado, fascinado por las circunstancias inéditas: es un hechizo ser la presa, impelido por la noche hacia las aguas negras.
Mi cerebro remozado estableció nuevas conexiones, constru-yó algunos puestes provisorios con las distintas memorias, para salir del paso, produjo algunos chispazos de emergencia y en mis pupilas pareció brillar, iluminandolo todo, el ángel del reconocimiento: aquello no era otra cosa que una peluca gigantesca, un pelucón retaceado de cueros cabelludos de ingentes cantidades de niños muertos, de alguno de cuyos últimos cuerpos mi hambre inextinguible había dado cuenta. Supe al contemplar aquel prodigio de la técnica que la vieja había comenzado hacía muchos años con su pasatiempo, e imaginé el bosque lleno de deliciosos cadaveres soterrados como trufas fluorescentes. Su peso en oro del sueño, sus insomnes ojos de diamante demente.
El tal pelucón estaba puesto sobre un medio maniquí forrado de terciopelo negro fijado a un yunque; a su alrededor proliferaban las tuberías de un complejo sistema de andamiaje, atestado de escaleras, fijadas en las direcciones más complicadas en que imaginarse pueda a alguien manteniendo el equilibrio, bajándolas o subiéndolas, hacia dónde qué. Había centenares de poleas, cabrestantes, arneses y cordajes como lianas de una selva virgen. De delgadas tansas´transparentes pendían tijeras, gruesas agujas de colchonero enhebradas con todo tipo de filamentos, carreteles, frascos con diversas soluciones, tubos de distintas sustancias gaseosas, lanzaperfumes, cisnes de polvera, cepillos y peines, planchitas eléctricas, amasijos de conexiones y de cables; y nada, aunque todo la detentara, alcanzaba a tocar la peluca; eran más bien, como infinitas tímidas mariposas -renombradas carniceras- alrededor de la flor de la quitina, vergonzosas hasta la fijeza total, jugaban con ella a las estatuas, esperando a que se reanudara la música de sus olas de rizos caoba, sus inmateriales epumas doradas como rompientes fotográficas, sus cafetales de apretada mota, y así reanudar el baile de San Vito a su alrededor, como derviches coiffeur.
Yo me sentía de alguna manera enamorado de aquel objeto sagrado, aquel totem: el corazón me latia como un motor fuera de borda en el mar picado de la taquicardia (sic.), me había quitado el collar de ahorque y andaba como un mono tití por esas escaleras salidas de un grabado alemán cuyo autor su me escapaba entonces como se me escapa ahora. Subí a lo más alto, allì un tablón hacía las veces de plancha de barco pirata o trampolín de natatorio; ya pisaba en falso, ya perdía pie, ya caía con el vértigo comprimiendome a la vez el ano y la boca del estómago, como para que no se filtrara ni un átomo del miedo increible que sentía, todo en mí se quedara; ya sentía el roce de las olas más altas, y enseguida sus volúmenes envolviéndome, sepultándome, llevándome de un lado a otro; a veces veía haces de luz, ramalazos, pantallazos, de, por ejemplo, el techo del granero, que no llegaban a cuajar en imágenes definitivas, podían ser lo que había entrevisto en una probóscide de la ola, como totalmente lo contrario e incluso otra cosa, producto o no de mi imaginación en un intento por domeñar los materiales de sentido incompleto; de cualquier forma, todo era real, incluso cuando creí ver a la vieja mirándome, qué importaba que fuera o no cierto, aquel fotograma quedaría rebotando en mi mente, como una luz láser, para siempre, con su tamaño y su peso en el archivo de las cosas existentes.
Al rato de reflotar al antojo de las olas, descubrí que podía tomar alguna que otra decisión en lo referente al rumbo que adoptara el cuerpo en ese mar de cabellos animado por mi contacto; podía, y quizá no sea exagerada la palabra, nadar en él.

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