martes, 23 de marzo de 2010

Nuestra Señora de la Calva.

"Abriéndose en nosotros, hay no obstante un camino que no existe; es el bueno y el único. ¡Tómalo y llevate!" Jean-Perre Duprey "Spectreuses"



Nací calva, eso sí que sí, como tantos, apenas la pelusa de un durazno sobre el cascarón de calcio del cráneo, (recuerdo la uña tosca de alguien rascando mi mollera, su resonancia en los jugos eléctricos que tesaurizaban mi cerebro)- luego tuve mis años de fronda: un pelo divino, un sol de rizos rubeos a lo Rita H., resortes con vida propia, la trillada cascada de seda sobre la desnudez de los hombros. Después vino la araña inmensa de la tragedia, con la miríada hilandera de sus arañitas subsidiarias. La calvicie es, en la mujer, un huevo del que podría esperarse la eclosión de casi cualquier clase de monstruo, y yo los conocí a todos en secuencia. Una cara ovalada, mi cara dibujada en un plato, en el fondo de una fuente demasiado limpia, nada en los bordes, la silueta perfecta del enlosado, y después la nada lampiña y que imagino negra, como el petróleo en que se resume el caldo de todas las cosas cuya oportunidad se ha perdido para siempre. Se adivina en mi sintaxis atropellada que soy una coqueta.

"La vida es posible sólo gracias a sus fantasmas estéticos" es la frase de Nietszche que leía en un parque cuando la mirada de un niño me dió una idea luminosa: porque los chicos siempre me miraban, naturalmente, con esa preocupación curiosa, que les impedía obedecer el mandato de las madres avergonzadas, presas de una piedad aviesa; yo, con mi cabeza de huevo, era, después de todo, una rara avis, tenía su lógica (su zoo-lógica) que me observaran, y prefería mil veces eso a la comedia estúpida, económica, canallesca de sus madres; los pendejitos eran humanos crudos, y me gustaban, aún cuando naturalmente y a espaldas de sus custodias, nos sacáramos mutuamente las lenguas. La idea, decía, me vino de un chiquito rubio, todo despeinado al antojo del viento, de quién percibí, a pesar de mi olfato deficiente, el perfume delicioso del Shampoo Jhonsons para niños (ese que en la friega de los mayores, aseguraba no irritar las córneas). El coso me sonrió desafiante, era una medición de fuerzas entre monstruos, tenía chocolate en las muescas de sus dientes nuevos- instrumental secreto recién salido de sus fundas color chicle- Se pensó vencedor cuando le mostré la lengua en toda su extensión (creía haber quebrado la adustez de un Grande, obligándolo a reintegrarse al juego de las formas) y me la sacó a su vez, acaso sin esperar que yo comenzara a girarla chupándome lascivamente los labios; vi en sus ojos que de alguna manera entendía lo que le estaba sugiriendo, se puso blanco, y empezó a tropezar con casi cualquier piedra, real o no, que se le interpusiera en el senderito del parque, lleno a su vez de ramas de jacarandá derribadas por el temporal de la noche antes, con sus ostras semilleras, carnívoras, de bordes sinuosos y cortantes. Antes de la derrota total que significaba girar la cabeza y volver al orbe de percepción de su madre, tragó saliva de forma clásica y aparatosa. Me sentí reconfortada, tanto, que olvidé en el banco verde el librito que el alemán escribiera casi exclusivamente para vengar algunas cuentas familiares.

Empecé a entrenarme en ese contrabando de señales con los niños que como perritos sacados a pasear, tenían la voluntad restringida por el millón de zarcillos, de invisibles tentáculos que los unían como arterias a la provisión de órdenes de sus custodios como si fueran sangre.
No hubo animosidad, tampoco algo que pueda señalarse como un momento de decisión, estaban ahí, como material disponible, locos habitantes de la velocidad, viajeros del vértigo, del cambio de tema y de forma, con un permiso temporario para la demencia, dentro de sus cotos, como el arenero por ejemplo, podían despanzurrar insectos, poner petardos en los culos de los perros, patear sapos, protegidos por el campo de fuerza de una anuencia tácita, la salvaje indiferencia del " con tal que no me rompan por un rato las pelotas", eran los dioses de la vista gorda, habitaban la linde del ojo, el submundo boscoso del rabillo; y yo metería una larga y vieja pierna en su cuento para niños, una pierna cubierta con la real piel de la seducción, sería la bruja del bosque desencantado y obtendría de ellos, mediante mis maniobras sesgadas la recompensa truculenta de su escalpo.

1 comentario:

  1. Si eres capaz de narrar en semejante prosa (digna del divino Marquès o del no menos divino e ilustre Montevideano) "al correr de la pluma" no quiero pensar lo que podrìas llegar a hacer pelàndote el culo en una silla como Dios manda. Un abrazo. Magoo.

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