miércoles, 29 de febrero de 2012

NUESTRA PRIMERA TORMENTA


Ya llovía cuando llegamos a esa casa que tenía fama de maldita, no es que fuera una de esas mansiones hórridas de las películas de terror ni nada por el estilo, pero desde siempre pasar frente a ella producía un repelús; el vello de los brazos se erizaba como cuando nos acercamos a un televisor encendido. Hasta no tener que poner un pie en ella no nos hicimos mayor problema. Pero la tormenta que se desató cuando íbamos (Kamándula y yo) camino de una fiesta, nos obligó a guarecernos en su tétrico soportal, y el ver que la lluvia no aflojaba y no aflojaría nos decidió a entrar; qué fuera lo que dios quisiera, estábamos cagados de frío; Kamándula temblaba como cien hojas de distintos álamos, y mi ropa estaba empapada como para que le sirviera de algo la intentona caballeresca de quitármela. La casa, adentro, era eso, una casa, mediocre, ni demasiado acogedora ni lo tétrica que imaginábamos. Encendimos un fueguito en el hogar, con hojas de libros viejos y algunas maderitas del cajón que habría cumplido alguna vez la función de guardar la leña, nos sacamos la ropa, la colgamos de sillas y nos cubrimos con unos acolchados polvorientos que había sobre los sillones. Nos adormecimos abrazados después de una sesión de besos de seres desalojados, y comenzó la ebullición de sonidos extraños, propios de una casa que uno no conoce y tanto más si se trataba de una que había estado abandonada quién sabe cuántos años, desatendida. El primero en parar la oreja, fui yo, me parecía que algo caminaba afuera, se diferenciaba lo suficiente del repiqueteo de la lluvia en los charcos, era como algo que se desplazaba con dificultad, succionadas sus extremidades por el barro chirle y aceitado del jardín. Inmediatamente mis músculos se tensaron en un reflejo atávico de animal de presa. Está bien que la casa me predisponía a ese estado de ánimo, pero podía tratarse de un perro o de otro merodeador como cualquiera podría haber pensado que fuéramos nosotros. Lentamente fui sacando mi brazo de alrededor de Kamándula y era una pena porque estábamos tan bien así, calientes, pegados, y el choque con el ambiente helado (el fuego no había durado nada) fue demasiado abrupto para mi cuerpo recorrido por los galgos enloquecidos en la adrenalina del temor. Caminé despacio también, después de cubrir bien el cuerpo de la hermosa mujer que me acompañaba aun en sus sueños. La miré como si no fuera a verla más, y fui, como quien no quiere –no quería- a investigar. El sonido era discontinuo, a veces se detenía y otras se precipitaba. Pero se trataba indudablemente, aunque no pudiera verlo, de algo con vida, algo que vivía lo provocaba; quedaba por saber qué clase de algo era. Si había que ponerse a gritar como un enajenado con la espuma del más puro terror en la boca o sentirse un idiota por haber temido por nada. Por supuesto prefería la segunda opción a quedar como una rata asustada frente a Kamándula.

Era nuestra primera tormenta juntos y no quería arruinarla, las tormentas son lugares propicios para el amor, uno parece estar siempre más dispuesto, mientras duran, a dejarse querer o al menos sosegar con caricias que de otra forma quizá no hubiese aceptado de tan buena gana. Me acerqué más a la ventana, y espié por entre las maderas que la condenaban, algunos clavos estaban medio salidos como si alguien hubiera intentado forzarlas alguna vez. Mi ojo, mi ojo amarilleado por la luz de afuera, el meo de los faroles, como senos de pezones pesados de bichos muertos, habría preferido no ver lo que vio, ni enviar a mi cerebro la información que se imprimió en sus células como la impronta de un latigazo en la piel de la espalda: unas criaturas, especie de hombres con la consistencia de caracoles gigantes salían de debajo de la tierra, entre los rosales, rodeados de maleza y otras señales de abandono, asomaban las caras largas que iban tomando forma de rostro con los segundos que llevaban fuera, pero rostros extraños, inmundos, molusquientos, los ojos eran como de barro y el cuerpo se retorcía como si le dolieran los huesos que parecían faltarles, la piel eran unas arrugas que semejaban escamas de imperfecto diseño, estaban mal hechos para la superficie, se veía enseguida eso, no había que ser entomólogo para adivinarlo, me recordaron las películas de zombies de los ochenta, los tipitos esos comían cerebros para aplacar el dolor que les producía el nada sencillo expediente de estar muertos, pero estos no estaban muertos y eran reales, reales como las manos de Kamándula dándome un susto de muerte al tomarme de improviso por la espalda. Reprimí la voluntad inicial de mi esfínter de sacar todo afuera como la primavera, qué lindo cagarme en la patas durante nuestra primera tormenta. Atajé justo su cara, antes de que viera lo que yo había estado mirando que pasaba. No mires, no se te ocurra mirar, nena. Le dije. Y me miró fijo, no le gustaban las órdenes, y yo la respetaba por eso, no me gustan las chicas que se dejan gobernar por los pelotudos que dicen quererlas. Le dije: por favor, y la tensión creciente de su cara se aflojó inmediatamente, sabía también que la cortesía la desarmaba. No que fuera estúpida, sino que era su punto delicado, flojo, como algunas mujeres se descalabran todas al tocarles las orejas, o pasarles la boca por la pelusa de la nuca, mujeres y hombres, porque acabo de dar una clave erógena sobre mi propia persona, aunque a quién carajo puede importarle el dato con esas cosas saliendo de la masa primigenia, del emplasto humeante de la tierra sin nombre; nacían con ruido de sopapa y echaban a andar sobre el suelo, y ni la lluvia torrencial, alcanzaba a limpiar la materia miasmática que los corrompía y que azulaba la luz de los relámpagos.

Nos adentramos en la sala, sin saber muy bien qué hacer ni para dónde rumbear. Las cosas se arrastraban afuera, ya rozaban las paredes como los tentáculos de esa niebla de King. Había atizadores y esas mierdas que agarran los que van a morir en esas películas pedorras, casi cedo a la tentación de armarme con ellos, pero ni siquiera sabía si aquellas cosas desprovistas de caparazón eran hostiles o no, empecé a gritarle ordenes absurdas a Kamándula que me miraba entre divertida y azorada, pero este pibe resultó ser un taradito, qué carajo le pasa. Qué viste, nene, me preguntó. Y yo le dije unas cosas, unas cosas que no querés saber. Si te pregunto es porque quiero saber, no te pongas paternalista, que viejo ya tengo uno y me alcanza y me sobra. Bueno, son como caracoles, hombres-caracol, sin antenitas ni nada. Comenzó a reírse en el momento preciso en que aquellas cosas hicieron su entrada estrepitosa por la puerta, las ventanas –todas- y el techo que no habíamos visto abombarse. El contacto de su piel era aun más repugnante que su aspecto desmañado. No se podía forcejear ni nada, eran densos, eran una carne espesa que tenía en cada milímetro la capacidad de reptar en una ola minúscula que se transmitía a todo el resto del cuerpo y salía como un coletazo por un pequeño rabo que remataba sus grupas. Cuando pude asomarme, despavorido como no imagino pueda estarlo otra criatura que un hombre en esas condiciones, vi como uno de los caracoles abría una boca mucilaginosa, con dientes como de aloe vera, y devoraba la cabeza de Kamándula como al corazón de una alcachofa. La masticó un buen rato y la escupió al suelo en un estado que no voy a poder borrar de mis retinas mientras viva. En seguida todos comenzaron a recular, me soltaron, se iban, solo habían querido probarnos, y resultó que teníamos mal sabor.

He llegado a pensar que quizá fuera ese perfume árabe que usaba Kamándula, y que era tan rico, lo que les desagradó y me salvó una vida que mucho ya no quiero. No sé, igual lo compro siempre que puedo, o hago que me lo traiga alguien si viaja; me cubro con él por las dudas de que vuelvan y me pongo a pensar en la bella Kamándula, y nuestra primera tormenta juntos, la extraño casi constantemente, a todas horas, incluso me despierto en la noche, llamándola. Hoy prendí la radio y había una canción de Francisco Bochatón: “Hojas de alcaucil/ hojas de alcaucil/ hojas de alcaucil…” Me quedé con los ojos puesto en nada.

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