sábado, 25 de febrero de 2012

UN INSTANTE EN LA VIDA DEL DOMADOR DE LEONES


Solamente alguien que viniera de fuera olería el aire a bestia confinada, apolillada, antiguamente claustrofóbica; pero el viejo domador ya ni nota la peste que enfebrece el ambiente junto a las jaulas: raídos leones, rotosos, anémicos, desgarrados, como recortes de alfombras cluecas, tirados sobre las chapas, sin esperanza ni candado; una de cada dos veces pestañean para espantarse las moscas que abrevan la densa humedad de sus córneas: algún sentimental dirá que acaso lloran, o están a punto de hacerlo; pero nosotros sabemos que son casi ciegos y toda glándula de sus almas está cauterizada por esa especie de suspensión temporal que opera en ellos como una desgana espiritual.

El domador magrea con una mano su verga, mientras con la otra vierte en una taza de esmalte azul el agua para su té. Ya casi nada le da placer, excepto la perspectiva de una fiera joven, una pantera negra que el dueño del circo le tiene prometida para hoy: todos los días le dice lo mismo, hace meses que lo camina con la historia del animal salvaje capturado en el medio exacto de la selva, sus ojos rebalsados por la sangre; ya no sabe qué pensar, pero le gusta creer que alguna vez será.

El cielo es de una materia imprecisa, indiferente y dolorosamente azul también, un cielo de mierda. El viejo domador adora las tormentas, le gusta la sensación de fin de mundo que a veces conciertan; la gente refugiándose, saliendo de su vista, adorables, como hormigas asustadizas: le gustaría pisotearlas con las botas de caña alta que casi nunca se quita; mientras espera por su infusión y se gallinea a mansalva, sin pensar en nada en particular, quizá un poco, un eco apenas, en el redropelo de su mano sobre el cuero de la pantera joven que su mente exagera como corresponde.

Hace años que dejó de entender muchas cosas, algo menos de tiempo que dejó de querer entenderlas, y vive más o menos bien con el asunto, o sin ese asunto en la cabeza; a veces le pinta una pequeña nostalgia por el antiguo mundo que exigía ser comprendido, arremetido con la conciencia como un toro sumerge los cuernos en los intestinos de un hombre; como cuando se interrogaba respecto de su afición a introducir turistas engañados, o vagabundos, a la jaula de sus hambreadas bestias, y con la cabeza en la almohada intentaba dilucidar por qué gustaba de presenciar la carnicería, o simplemente cerrar los ojos y oír la concertina de su horror; ah, cómo aullaban esos hombrecitos masticables.

Luego dejaron de interesarle las preguntas, y la sal de los remordimientos, ese venenito dulce, como ponerse los polos de una batería en la lengua; después dejaron de interesarle los turistas y aún los lujosos vagabundos: los animales ya no toleraban, además, esa carne o bien demasiado perfumada o extremadamente inmunda.

La perspectiva de la pantera puso otra vez pimienta en la llaga, como un pipazo de base; tiene la secreta esperanza de dejarse devorar por ella, una hembra briosa y sin ninguna paciencia. Ahhhh. Bebe un poco de su té áspero y rojo, con labios que hace años no besan a nadie; el sabor tarda en llegar desde las terminales nerviosas de la lengua hasta la ceniza en que su cerebro se ha transformado, y cuando llega es apenas una maqueta del gusto, una imitación infinitamente degradada.

Por un momento se le hace que tiene el látigo en la mano y juega: su boca produce el sonido de los chicotazos que aciertan el espacio junto a la constelación timpánica de las fieras furiosas, imaginarias, encaramadas a sus repintadas plataformas. Se arroja boca abajo, en el sofá desventrado del remolque donde mora –entre el de los enanos concupiscentes y el de la écuyère calientapava- cruza por su cabeza el recuerdo de una mujer que había resultado dotada de un vergajo semejante al suyo, sino mejor tejido y más largo. La había encontrado comprando un cartón de vino en el almacén de una ciudad que no consigue recordar, y no se engañó en ningún momento respecto del componente masculino de sus facciones peruanas; pero algunas piezas fundamentales de su alma se acomodaron al verla y la convidó a picar alguna cosita en su remolque. Fue extraño y de alguna manera, inesperada, natural también, lo que pasó dentro de ese espacio enlatado del planeta tierra.

Habían chupado todo lo que había en las botellas y en algún punto del tiempo cayeron rendidos. A la mañana ella ya no estaba y él domador había tenido algo muy parecido a un sueño, donde la entregaba dormida a la gula infinible de sus bestias. Esa posibilidad sigue torturándolo y piensa en ella como en el amor de su vida; aunque se siente un idiota al imaginarse a sí mismo contándoselo a alguien; al Hombre bala, por ejemplo, o al Payaso malhumorado que tose sin descanso la santa noche, y ni qué hablar de esas hembras trapecistas que no dejan títere con cabeza y viven sacándole el cuero a medio mundo, chúcaras. Pero la extraña como un perro la extraña.

Se pone un pantalón cuando tocan la puerta: es el pelotudo del dueño, con cara de feliz cumpleaños, anunciando que le tiene una sorpresa. Se lo lleva medio aturdido, tomándolo del hombro, casi colgado, es muy petizo y el domador muy alto.

Llegan justo cuando el hombre delgado con un pucho en la comisura acaba de desclavar la tapa de una caja con respiraderos, haciendo palanca con su barreta negra; libera al animal que sale como un esputo de brea, hacia el interior de la jaula que le está destinada.

Se acerca el domador como un poseso, un enamorado; la pantera lo observa con la porfía natural de sus especie, realiza varias advertencias sonoras y posturales que el beluario desoye sistemáticamente. Un zarpazo rápido de su mano navajienta tajea la cara del viejo y lo priva de uno de sus ojos; él sangra y ríe, sangra copiosamente y ríe como un demonio; siente que bajo sus pies, otra vez, la tierra se conmueve; ah, esa sensación de cosa viva, de criatura latiente, vertiendo sus jugos en espasmos como una fuente, no tiene comparación en el reino entero de los hombres. Ríe como para asustar a un dios pequeño y entra en la jaula; con alegría entrega el combo de su cuerpo en devocional holocausto; su alma hecha tiritas como esas cortinas para las moscas que hacen ese ruidito tan agradable cada vez que se entra y se sale de una carnicería de barrio.

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