domingo, 22 de enero de 2012

EL PLACER LA IMAGINACIÓN


Yo soy un hombre común y corriente, siempre creí eso; nada que pudiera sucederme haría cambiar mi opinión: me afeito una vez por semana, me baño varias veces al día, si puedo, y me gustan bastante los perros. Pero a veces parece que no soy todo lo común y corriente que se espera de mí, acaso porque, como ahora, me recuesto en la cama del cuarto de huéspedes, sobre la mantita infantil de cachorritos azules, apoyado en un codo y en hojitas blancas, semejantes a esta, escribo mi vida como si fueran cuentos y cuentos como si fueran mi vida, sin faltar a la verdad en ninguno de los casos.

Pero mi vida qué es.

Escucho a Leon Redbone y eso me pone un poco melancólico, pero enseguida la historia levanta, como esa estrepitosa bandada de cotorras que pasa inopinadamente por la ventana y se fusiona con la voz que parece que canta mordiéndose el bigote.

La imaginación podría ser un superpoder humano que algunos relegan al mundo de los sueños; pero yo no soy nada sin la imaginación; he realizado junto a ella toda clase de prodigios; no me imagino haber amado sin la imaginación; qué clase de cosa horrible sería el amor sin los adornos que aproximan nuestro cuerpo al volumen esencial del objeto de nuestra pasión-por ponerle un nombre- sin esa multiplicación de las posibilidades que el cuerpo mero presenta; sin ella preparando el lecho de los amantes con total devoción; apenas una cáscara sería, un evento de consunción maquinal: coger.

Ah, pero qué cosa no hacen la imaginación y el amor con el pelo de ella, que se enreda en uno como un manto sedoso y perfumado del más infalible preparado de su sudor; o qué sería de sus manos pasando por mi cara si no soñara con paisajes tras los ojos cerrados, si no me transportara como en una alfombra mágica hacia el sitio donde realmente la amada mora. Nada sería, casi.

La imaginación es amor en acción, es reino y potestad del hombre y, a veces, también, un poco su maldición, porque fabrica fantasmas (como dijo Goya) y el terror inaguantable de que, a aquellos a los que amamos, les sucedan cosas que no podamos remediar, que estén fuera de nuestra insignificante capacidad de auxilio. Trato de mantener atados esos fantasmas, porque no consigo hacerlos desaparecer, como a perros malos, les tiro zapatos, desde lejos, para no verles los ojos punzantes y amarillos, y para que acallen ese ladrido escalofriante a toda hora. Siempre me pareció que lo que mejor explica esa facultad negativa de la imaginación es la tendencia de las madres a acercar el oído a la boca de sus hijos para cerciorarse de que aun respiran.

Lo amado es tan poderoso en nuestros corazones como frágil en el mundo real que incluye esos corazones de que hablo; y somos un montoncito de temores al respecto. Casi se quisiera construir una ciudad china alrededor de la amada, que ella fuera el centro de una fortaleza infinitamente custodiada, pero la amada no soportaría esa sujeción absurda; nosotros mismos no la toleraríamos, porque nuestra imaginación exige que la suya se desarrolle también, que realice análogos dibujos en el aire, como las colas de los barriletes o los aviones a chorro. Qué nuestras imaginaciones se trencen en el cielo como una coreografía de pájaros, con las alas desplegadas, girando.

Cuando las imaginaciones sin ser iguales (nunca, nunca, horror sería) coinciden y se complementan, ocurre la proliferación de la maravilla. Y en la Tierra, esos dos cuerpos afincados pero celestes, no dejan de decirse: ¡hola!, ¡hola!, ¡hola!, ¡hola!, como en el cuento de Cheever. Porque siempre están encontrándose con los ojos desnudos del otro, los ojos casi desollados de la mundanal herrumbre que vuelve ciegos a los que no lo sienten, ciegos y acorazados, tortugos invulnerables. Siempre preferí que me entraran las balas a enchalecarme como un policía.

No tenía ninguna intención al escribir esto, como cada vez no sabía qué saldría de esta actividad aleatoria de casi todos los días, pero sucede con frecuencia que pienso escribiendo, me ordeno un poco a fuer de caligrafía.

A veces levanto los ojos de la hoja y vuelvo como de un sueño, porque los ojos que se fijan en el correr de la birome son apenas un foco hipnótico de lo que está ocurriendo y se despliega en abanico dentro de la misma mente que le da forma.

La imaginación vuelve la vida posible-porque imposible es por sí sola- un poco más practicable, y acerca a la amada a nuestro corazón profundo, recóndito, apenas morfológicamente distinto al de un cerdo. La imaginación crea lo real-odio ponerme taxativo- lo real-real, más allá del humo de las apariencias, de la mera bruma visual. Hablo, despejo el aire, extiendo mis manos, la tomo, la abrazo, la beso con total delicadeza, como si pudiera romperse porque la imagino tal cual la amo y la realizo con mi canto, con mi cuento, con mi llamamiento de ave.

Me veo obligado a dejar por hoy, ella dice: “¿comemos?” y yo levanto hacia donde está su cuerpo infalible, verdadero, estos ojos soñados.

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