miércoles, 11 de enero de 2012

SECRETO PERFUME


“El camino de quien teme llegar a la meta trazará fácilmente un laberinto.”

Walter Benjamín

Siempre fui una criatura dada a los caprichos de la concupiscencia, desde chico mi cuerpo era arrebatado por impulsos de una sensualidad extrema, que se traducían, a veces, en necesidad de ocultación; el deseo desmadejado y la privacidad producían, necesariamente, el refinamiento de esa pasión que tan bien resumía el interior de los placares.

Escarbar los cajones, descubrir esos objetos celosa o casualmente guardados por sus dueños, empezando por los primeros propietarios que conocí -mis padres- tenía la sapidez de la profanación. Recorría el espacio entre la ropa colgada de sus perchas; los sonidos nítidos que mi vida producía allí dentro, el rozamiento de la madera y el perfume íntegro, baudeleriano, de la naftalina, abrían un interregno en el tiempo cotidiano. Eran esos pasillos donde los monstruos de “El Laberinto del Terror” salían a fumarse un pucho e intercambiar comentarios banales.

Anteriormente le había dado otro uso a los placares: había trepado a sus altos y saltado de allí a la cama con cimbreante elasticidad y un buen par de huesos de rana. Pero acá estoy hablando de muy otra cosa, y más que nada del descubrimiento que hice una vez en uno de esos interiores repletos de disfraces consuetudinarios, a veces apolillados o pasados de moda. Antes aún de este descubrimiento principal, que ya tendrá su debida relación, hubo otro que podría llamar fundamental para mi formación espiritual: el hallazgo afortunado de una revista porno en el placard de mis padres. Por supuesto notaron que la había tocado, y más que tocado, porque yo nadaba en los placeres de forma aparatosa y las aguas quedaban inequívocamente revueltas. Los progenitores me llamaron y me obligaron a jurar que no me había gustado lo que había visto en el interior de esas páginas; quise reírme en sus caras de liebres, y pensar que había evaluado la posibilidad de que quisieran arrancarme esas imágenes inolvidables mediante algún procedimiento arcano. Iba a ser tan fácil como besar dos veces un dedo, no una cruz sino el signo +. Sí, lo juro, sí, lo juro, lo juro. Pero aquello que reseteaba todo el contenido de mi mente, tenía un poder inajenable, indeleble.

La desnudez de los cuerpos en acción siempre ha comportado en mí su efecto sobrenatural, la materia mesmerizada por misteriosas corrientes que inesperadamente se despiertan.

La primera vez que todo eso se fundió para siempre en un único, epifánico, haz de elucidación, fue de mano de la hermana de un compañero de colegio –quinto o sexto grado-; la madre y él habían salido de compras y ella me llevó de la mano a revisar los cajones de la cómoda de sus padres; de los relojes, los gemelos dorados con horribles piedras azules engastadas, los pañuelos de organza , los forros y los pastilleros rotulados, pasamos al plato principal de nuestro pecaminoso banquete: el placard. Cuando lo abrió, de golpe, aspiré el perfume de la ropa con los ojos cerrados, me invitó a entrar, cerramos las puertas desde adentro. Se reía y me hacía cosquillas, yo a ella, algo en mí se multiplicaba, una especie de potencia del alma, un cambio de norma, todo tendía a ella, a su risa de nácar fosforescente; la respiración de ambos se había vuelto otra, acomodando su ritmo a los requerimientos de esa nueva naturaleza que los cuerpos adoptaban. La mano se quedó en su cara, lentamente la tocaba, con fuerza, los ojos, la saliva de la boca entreabierta, las nervaduras del cuello; llevó mi otra mano hacia la novedad de sus pechitos incipientes; respiraba agitadamente con la boca en mi cuello; nos besamos; por las lenguas secretas, en el palacio esférico de las bocas encontradas, Oh fruto hueco, inesperado, circulaba un rayo dulce y elástico, un amor de moluscos.

Caímos, pero no era caer, sino dejarse chupar contra la ropa y realizamos una tarea torpe y maravillosa sin quitarnos, en ningún momento, lo que llevábamos puesto. El recuerdo de lo que cuento es una de esas cosas que devuelve a mis ojos la capacidad de desleírse en llanto. Lloví paraíso, yo vi.

El descubrimiento tampoco fue ese (y aunque vaya si lo fue, no se trató de algo que no supiera de antes, de alguna manera había nacido sabiéndome continente de esa lúbrica tormenta); se trató de lo que sigue: una noche de verano en que todos se habían dormido, me quedé viendo una película en la tele, era tarde y daban El bebé de Rosemary; no tengo que decir que la impresión y el terror que me causó fueron tremendos; pero lo que más me impactó, siempre hay detalles que operan individualmente, fue la escena en que ella descubre lo que hay detrás del placard, no sólo que el mundo no terminaba ahí, sino que más allá moraba el espanto en caras amables.

La idea quedó picando en mi cabeza toda la noche y al día siguiente, con un hacha pequeña, destrocé los paneles del fondo del placard de mis padres. Primero pensé que había un espejo, porque veía lo que parecía el reflejo de la ropa colgada; pero yo había corrido las perchas para la faena destructiva, de manera que lo que allí había era MÁS ropa. La pregunta era quién la había colgado y cómo se llegaba hasta allí; deduje que los remodeladores de la casa no se habían molestado en quitar el placard original para agregar el nuevo. Me introduje en ese más allá del placard y entonces comenzó El descubrimiento (en realidad todos fueron importantes, bordar de realce uno entre todos es poco menos que un capricho de la memoria) comenzó enotnces: el interior no terminaba ahí, no terminaba nunca (y uso a propósito esta palabra y su sesgo temporal) en ningún lado; se trataba de un laberinto de estrechos pasajes tabicados, recorridos por un tubo a la altura de la cabeza, donde millones y millones y más millones de prendas permanecían colgadas, en hilera, de sus perchas individuales. El calor era insoportable, y las lanas y las alpacas y las panas (no así las sedas frescas) aumentaban la sensación térmica. Los recorridos a veces divergían, separados por un panel, y era menester elegir entre ambos; algunos descendían abruptamente, otros parecían subir; todo en la oscuridad absoluta, el corazón de una estrella de terciopelo negro.

En un punto me quedé quieto, mi cuerpo, tímpano todo él, pareció percibir un sonido: el ruido no sólo se repitió, sino que se hizo más intenso, algo se aproximaba. Yo estaba aterrorizado, segregaba el aceite de un miedo atávico, cerval; por todos los poros hedía a pánico; y aquello que necesariamente pertenecía al reino animal, era, como pensaba un animal salvaje; imaginé, no sé por qué, un jabalí verrugoso o un enorme tapir y ya me había olido, con toda seguridad. Lo que no conseguía imaginar era cómo aquello tan grande podía correr en semejantes estrechez y oscuridad. Cuando me pareció que estaba muy cerca, pegado a mí casi y su ruido se detuvo más estrepitosamente que si hubiera continuado con la desaforada carrera, cerré los ojos -que igual no servían de nada allí, pero que habían venido buscando desesperadamente luz, desorbitándose- como intentando encerrar todo lo que era yo, mi integridad física, lo más profundo y escondido que se pudiera, en espera de la dentellada luminosa que me sobrevendría de uno a otro momento. –Había visto en un documental la mirada de un mono que tenía el cráneo atrapado en las fauces de un cocodrilo que lo llevaba, reculando, hacia el agua en cuya orilla lo había sorprendido abrevando; el cuerpo del mono intentaba agarrarse del suelo, se retorcía, pero la cabeza estaba fija como una piedra en esa prensa poderosa; sus ojos miraban con un conocimiento profundo del miedo a la muerte, eran algo líquido, ambarino, que se sabía condenado; el cuerpo se revelaba, pero en los ojos había esa increíble resignación ante lo inevitable, una sustancia inenarrablemente preciosa y pura como el veneno de cobra- El cuerpo se me endureció cuando sentí el primer contacto con aquella materia, pero era una mano que, a tientas, me buscaba, me había encontrado, tomó la mía y se transformó en una mano que me arrastraba.

Nos asomamos a la puerta de muchos placares en muchas viviendas y con la luz que venía de esos exteriores que se habían vuelto interiores para mí, pude corroborar lo que sospechaba, mi acompañante era una niña de palidez fantasmal pero de una belleza rayana el milagro, definitivo y estético a la vez, su non plus ultra.

Desde entonces vivimos juntos, comimos las comidas de las heladeras y alacenas (oh angelotes malditos, oh Verlaines) de las casas donde desembocaba el laberinto (todas) matamos a los perros que se colaban en nuestro mundo y se los dejábamos a cualquiera, ¡total, qué importaba!; dormíamos a veces en sus camas y gozábamos del lujo inaudito de vernos desnudos, expuestos como desollados vivos, mientras nos amábamos, como dos roedores en celo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario