lunes, 23 de enero de 2012

GUANTES MÁGICOS


Es raro que yo, precisamente yo, cuente un sueño; es raro porque en general (iba a decir “no sueño”, pero ya me corrigieron tantas veces: “lo que pasa es que no te acordás, pero todos soñamos”) no recuerdo mis sueños y aún si los recordara, qué motivos tendría para andar ventilándolos cada vez que aparecen.

Lo que parece gustarnos de los sueños es que sentimos que se hacen solos, a nuestras expensas; como no interviene la voluntad propiamente, se nos hace que se trata de cuentos confusamente relacionados con cosas nuestras, que alguien nos contara. Pero la verdad es que es el soñador quien aporta las fibras con que se teje su canasto.

Bueno, vamos directo al sueño, porque si la hago larga no lo cuento nada; tengo esa sensación en el cuerpo de estar yéndome de boca, como quien revela un secreto que debería permanecer oculto, y eso es raro, porque tampoco tengo secretos (seguro hay alguno pensando: “sí los tenés, lo que pasa es que no te acordás”, está bien, si no los recuerdo no los tengo, a ver si nos dejamos un poco de joder):

“Ando al costado de la ruta, es de noche, apenas pasan autos, cuando vienen de atrás alargan mi sombra y me permiten ver dónde camino; cuando vienen de frente me encandilan. Hace un rato largo que ando y tengo la agradable sensación de no estar haciéndolo solo; como si una presencia benigna me protegiera de algo, como, por ejemplo, de estar caminando solo, de noche, al costado de una ruta apenas transitada. Casi percibo el perfume de su amistad. A un lado veo árboles más oscuros que el cielo, su silueta de cartulina negra. Paso por un sembradío minado de luciérnagas como hacía cuántos años que no veía, parece un árbol de navidad acostado. Paso (casi digo “pasamos” el ángel y yo) por tramos iluminados; los alambrados de las casas, cuando las hay, están agujereados y de los agujeros salen perros grandes que se acercan hostiles, pero yo creo que el ángel los serena hablándoles despacito para que comprendan que sólo estamos de paso y no abrigamos segundas intenciones.

Otra vez en la noche cerrada se oyen relinchos: qué será que aprieta el gañote de los caballos para que rechiflen en lo oscuro; son como sueños de diamantes superdentados, cristalerías invisibles, estallando. A los tobillos se me prenden toda clase de estrellitas de madera, muy puntiagudas, venidas del cielo; las arranco con cuidado, no quisiera pincharme. Pasan bichos por los fragmentos de luz del aire, aparecen, revolotean en el ajazminado perfume silvestre de la hierba pisoteada, y retornan a su nada aparente. Uno se me pega a la humedad de la boca, me lo quito con desesperación; queda maltrecho en el suelo, su mecanismo hace ruiditos extraños y larga chispas; me apena haber estropeado algo tan hermoso y plateado como una polilla (siempre que no se la vea de cerca).

Llego (llegamos) a una plaza –tengo la sensación de que este fragmento del sueño está mal puesto acá, como si debiera ir al comienzo, si es que hay otro inicio para los sueños que no sea la más pura leche de la vigilia- Hay luz, pero oscurece a medida que nos hamacamos. Cuando el ángel se hamaca fuerte alcanzo a ver a mi amiga; no necesariamente son alas lo que tiene, pero sí una sonrisa deslumbrante de niña; eso sí lo veo claramente, como si se proyectara tal cual es en mi cabeza y por una intrincada serie de espejos rebañara con su luz el rectángulo de la hoja donde el sueño está siendo contado.

Subimos alto, casi damos la vuelta completa, las cadenas se curvan adorablemente (contradiciendo la imagen negativa, que tienen en la lengua) a un lado y al otro. Mi compañera deja una estela de purpurina dorada y blanca cuando va y cuando viene. Tomamos suficiente envión, volamos, proyectados hacia delante y seguimos volando, luego, a voluntad; como si siempre hubiera sido cosa de intentarlo. Mientras vuelo pienso, o piensa el soñador, de cuántas otras cosas seríamos capaces si supieramos los secretitos merced a los cuales funcionan. Volamos entre las luces de la ruta, pasamos cerca, sentimos su calor, dispersamos el bicherío que allí se concita. El viento zumba en mis orejas y no me deja escuchar bien, pero me parece que mi ángel canta una cumbia.

Volamos un montón pasando por vientos blanqueados por la cal de las casas, corrientes cálidas y fragantes como crines de caballos o guedejas de leones. A veces silbo, a veces bailo, a veces me duermo en el sueño y sueño mar adentro otro sueño como de cajas chinas y no podría recordarlo ni en un millón de años. Descendemos en un bosquecillo, está amaneciendo, caminamos hasta el afluente de un río que murmura apaciblemente su trenza de agua; sumergimos los pies descalzos, se levanta un humito como de metales calientes. Ah, era necesario, sonreímos porque era necesario un descanso y el agua opera milagros, esa agûita canora.

Me duermo otra vez dentro del sueño, pero en esta ocasión para despertar en el cuerpo que lo cuenta; sabiendo que el ángel guía mi mano, o más que guiarla la acompaña, porque su mano es amiga de mi mano, como suavísimos puentes de amistad profunda; como un hermoso par de guantes de luz -cuál guante de quién- porque yo también contengo las suyas como un guante, mágico.”

Eso es todo lo que tengo para contar, si sueño alguna otra cosita, me la reservo.

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