lunes, 9 de enero de 2012

NUBE NUESTRA DE NOSOTROS NUBE


“regiones que cambian de lugar cuando se nombran”

O.Orozco.

Olga decía que dormía sus siestas en las nubes, y que llevaba a los muñecos con ella para no estar sola; porque a veces subía a una nube que desde abajo parecía chiquita, no más grande que un almohadón de plumas, pero que al llegar era inmensa como un glaciar de espuma blanca, sintética.

Las nubes, decía Olga, eran producto de la industria, un desecho neutro, como cualquiera, que salía a chorros de las chimeneas de las fábricas, allá donde una bruma densa y permanente no dejaba ver el lugar exacto en que el intercambio con la atmósfera se producía.

Olga (no me sale dejar de nombrarla) era una mujer ya vieja, y prácticamente una enana; nos contaba a veces, y era una de las historias que repetía con más frecuencia, como especie de fábula favorita de su propia existencia, que cuando era joven solía ser alta como una jirafa, pero las patas y el luengo cogote se le habían gastado de tanto andar y balancearse a lomo de sus nubes amaestradas. Se vestía con ropa semejante a la que usaba para sus muñecos (ella misma se la confeccionaba, como ella misma también fabricaba sus muñecos, rellenándolos, cuando se apelmazaban y se venían chatos, con crines de sus nubes buenas). En ocasiones, no sé porqué lo hacía, pero se rascaba uno de sus arrugados senos mientras nos hablaba.

Tenía un revolver (al que llamaba “Revuelver”) que disparaba un gancho y una soga hasta la nube, y por la soga, tirante, izaba una escalera delgada en cuyos peldaños de tela sólo cabía uno (por vez) de sus pequeños pies acharolados. Para bajar a veces tenía que cambiar de nube, porque algunas viajaban muy rápido y muy lejos y otras, se desmenuzaban, inesperadamente. Pero valía el riesgo, nos contaba; cada siesta pasada en la anatómica comodidad de sus nubes, era un milagro inolvidable.

La veíamos resurgir, con la cara alucinada, y relatar de manera extraña lo que había vivido, como si la felicidad le hubiese trastornado el habla y la sintaxis, mudado de sentido las palabras; por ejemplo decía: “Veréis, chicajos, alfajores de alma rumiante, buenas, buenísimas calandrias; tanto las semillas de calabaza, como las auroras, soy un reloj sin cuerda, una exposición atómica; veréis, abrazaré esa lagartija de allá, qué alegría es, como yo.” Y así siempre, pero con palabras nuevas, casi todas; creo que sólo calabaza y calandria se repetían en sus oraciones de recién llegada, algunas veces.

Un día le preguntamos si podíamos ir con ella, nos dijo que claro que sí, cómo no íbamos a poder-le extrañaba que no se lo preguntáramos nunca- pero nada de consultarlo con sus padres, nos advirtió, esos permisos eran como plomo en el alma; había que subirse en alas de lo ilícito, saltar sobre su trampolín, remontar el pecado sumario de desobedecer la oscura ley parental, y tomar la cosa volante por el rabo. Así, nada más. Fijamos entonces una fecha unánime y fulminante: ¡Ya!

Justo pasaba una nube gorda y espaciosa, llena de cavernas. Metió rápidamente los muñecos en una bolsa de red, empuño el “revuelver”, cerró un ojo y proyectó su cuerda al cielo; el rollo de entre sus pies se deshizo rápidamente; izó la escalera y uno a uno fuimos subiendo a la nube que, con su prisa por recorrer distancias, tensaba más y más nuestro hilo de Ariadna, era como si hubiésemos lazado un caballo desesperado por rajar la tierra. Olga subió última.

Se tardaba en llegar arriba, alguno estuvo a punto de caerse, no recuerdo cuál.

La nube era distinta e igual a como la habíamos imaginado, era como pisar nieve y no, algodón de azúcar y tampoco. Nuestros zapatos habían quedado en la tierra, no se debía mancillar la nube como habían hecho con la luna, con la pobre luna, dijo Olga, que tan bien estaba antes de conocernos y recibía tan claramente las alabanzas de los poetas, que sí ponían los pies de pluma en sus mares de piedra y polvo: Ningún astronauta pisó el satélite nunca, nadie la tocó allí con la piel de su dedo; sería, con sus botas, como acariciar con gato con los guantes puestos, nos dijo Olga, con algo de esa tristeza profunda que se le adivinaba a veces; una estupidez sería.

Dentro de la nube había pasadizos y, todo, hasta el centro, estaba inundado de una luz austral, como del corazón de un témpano; de algún lado venía una melodía elusiva, como de cajita de música, que cuando prestabas más atención que la debida y la descuidada, no estaba más, como si se hubiese tratado de una hilacha de sueño, o una ilusión muy pura; dejabas de buscarla y reaparecía dotada de todo el staccato y la dulzura de lo que puede no ser cierto pero sin embargo te lame el espíritu con su lengua negra de loro disecado.

Corríamos, rebotábamos y nos subíamos a los redondos vellones que a veces se desprendían de sus faldeos, nos llevaban flotando y corcoveando. Jugábamos carreras o a quién subía más alto por los lados. Algunos llegamos a la cima, abrimos la trama y caminamos por la superficie, recibiendo en la cara todo el viento de la velocidad que traía la nube; era un vértigo, vimos el cielo sobre el cielo, tan claro era; nos arrimamos al borde, abajo las cosas eran diminutas, como grabadas en granos de arroz, molinos y graneros, las vacas que parecían pulgas de gallinas miniadas, y la enorme sombra de la nube que andaba sobre todo como una babosa de celofán azul.

Agarrados de la nube flameamos tras ella, estirados los brazos, mirando la tierra -mi corazón está envuelto en esa sensación todavía, como un pez dorado en una bolsa con agua-soltándonos de una mano nos mirábamos unos a otros las caras, teníamos los ojos húmedos y la sonrisa blanda, estúpida en la boca; éramos compañeros en ese milagro; movíamos los pies como si nadáramos, como si fuéramos nosotros, y no el viento, lo que propulsaba esa peluca encalcada.

Vimos a Olga, por última vez, sentada en un claro, dentro del claro interior donde viajábamos, entre sus muñecos, jugando a las visitas; nos dijo que bajáramos primero, ¿Cómo?, cada uno debía tomar una pelota de espuma, estirarla y tomarse de los extremos, el descenso no podía, sino, ser agradable -¡Ojo con los árboles!-(nos mostró unos cuantos arañazos en las piernas) también pueden dejarse caer dentro de una bola de nube y rebotar, pero es más peligroso; les recomiendo el paracaídas, mejor. Bajamos todos de la forma segura, saltando al mismo tiempo, para animarnos.

Lo último que nos dijo fue que no le contáramos nada de lo que habíamos visto a nadie (ella tenía un permiso especial, según arguyó, pero yo creo que el permiso era su don para comunicarlo de una forma natural, como sube por la barba de una cabra el agua por capilaridad) porque se borraría de nuestra memoria, hasta el menor vestigio de ese recuerdo que parecía imposible de degradar a categoría de olvidable; que no lo habláramos ni entre nosotros, para mayor seguridad. Descendimos, apaciblemente entonces, como los plumones que muda una paloma en primavera, y ya la sábana de nube se había deshecho en nuestras manos al tocar el suelo.

Ni volvimos a ver a Olga, ni tocamos el asunto; sobre todo eso, no tocarlo, como a cristales de nieve virgen a los que el menor rasguño de una sugerencia pudiera lastimar; pero llevamos para siempre todo aquello tatuado en los ojos.

Pasamos por períodos de negación e incredulidad, pero no pasaba mucho hasta que volvíamos a nuestra vieja fe, ese pacto de Caballeros de la Orden de los Nefelibatas.

Y esto que escribo no ha de ser leído hasta después de la muerte del último de los sobrevivientes de la Orden; y pierdan cuidado los profanadores, en el suelo, dos metros bajo pesada tierra, en una caja de cedro, en la oscuridad más cerrada que imaginarse pueda, estará mi sonrisa brillando como un alma de eterna, como la nube en que habrán tornado mis dientes innecesarios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario