miércoles, 23 de febrero de 2011

NECROSALIDA

Siempre y cuando no contemple directamente el nada raro fenómeno, puede uno percibirlo en una de sus fases iniciales, merced al revuelo y la excitación que su puesta en marcha genera alrededor. Humanos moviendo los brazos de manera de no realizar con ellos ningún trabajo efectivo, sino como un silente, mímico pedido de socorro, una alarma que se vuelve sonora recién con el estallido de gritos o lamentaciones y hasta de asombro e incredulidad de sus circunstantes; porque, si bien es esperable que semejante vida misérrima genere esta calaña de trasmutaciones, no deja de ser una sorpresa que caiga como la devastación de un meteoro en el seno de la propia familia y aún de la pequeña localidad donde uno pasea sus huesos flojos de tanto bailarle alrededor esquivando sus guadañazos. -¡Se tira!, ¡Se cayó!- se oye, y por supuesto lo segundo es una atenuación, un eufemismo, porque la necrosálida se fabrica con carne humana suicidada, arrojadiza, que cae al vacío (otro palabrezco disfraz) por, seamos piadosos esta vez, propia voluntad y hubo necesariamente en su salto, si no fue un mero dejarse en las manos sedosas de la hermana gravedad, un ánimus de cambiar de forma, de estado, hacia la nada de la idea insustancial.
Una vez el montón de estropajosa malograda carne humana salta, el propio impulso de su precipitación bólida genera la energía necesaria para formar el negro capullo de nylon a su alrededor, y el golpe en sí hace las veces de interruptor doble, que por un lado apaga y por el otro enciende: la caída, resumiendo, hace un dedo enorme.
Los espamentos humanos, ya sea de paseantes meros que adquieren ipso facto la calidad de testigos presénciales o de los mismísimos sospechados parientes que podrían o no haber arrojado aquello al parche gigante del ojo público o impulsádolo mediante maniobras aviesas a hacer su clavado multifloro y mortal hacia ese límite infinitamente sólido la trompada increíble de lo inmóvil contra todo su cuerpo a la vez; son en sí un simple y señalizador cacareo, vengan y vean, señores, donde ha ido a poner la muerte su huevo.
Se inicia el armado del paquete, luces de teléfonos celulares que se abren como la flama de la curiosidad repartida en distintas manos, para, como luciérnagas o noctilucas, hacer registro morboso o rastreramente heroificarse llamando a las autoridades competentes.
La fluencia de mirones se intensifica en gentes que acuden al foco, a calentar las manos en la hoguera negra, abierta en el lugar inopinado de siempre, y en persianas que se abren, su chirrido extemporáneo, y de las que eclosionan cabezas y más cabezas que se apiñan y malamente se informan; algunas sacan conclusiones siempre apresuradas merced a la conducta de los humanos de la planta baja, porque en general la hoguera negra es ocluida por frondosas cicáceas o por una vistosa y espigada palmera; otras cabezas, desde su palco de privilegio observan directamente la fase inicial de este consuetudinario prodigio y comunican al resto de su familia, en una versión mejorada del teléfono descompuesto, las novedades del caso. Que si llegan los patrulleros y la ambulancia subsiguiente. Cada uno abrigando la cálida y tranquilizadora certeza de ser el único en no agregar un grano de morbosidad a la lustrosa y húmida córnea de la muerte que, no siendo nada, como un espejo, nos contempla; de ser aún una usina de radiaciones, una bomba de vida.
Pero está el expediente de la proyección en esa impactante pantalla de la propia mortalidad, de que alguna vez, en el mejor de los casos, uno también saldrá en una bolsa negra y será peritado- carne de la más pura indefensión- por yemas extrañas, abierto al medio como un durazno por uñas guitarreras, ahuecadas, largas.
Entran corriendo los camilleros y tras la palmera ocurren cosas que no sabemos pero podemos imaginarnos con cierta garantía de exactitud; observamos, por si se ve, el lucir de la hoguera en la cara de los que tienen su sitial de privilegio. Luego de un rato los camilleros salen sin llevar nada, con aire de acostumbrada resignación, nadie con cuello ortopédico y algunas conexiones cortadas que lo excluyan de combustible de la flama negra y sabemos que el gusano ha tenido éxito-CARO DATA VERMIBUS- y está en sazón el fruto dulzón de la necrosálida. Todo se ralentiza, los tiempos morosos, caniculares, y alrededor se extiende una ola de ineluctable color. Los curiosos se declaran abiertamente carroñeros y liban la última linfa de calor que ya hila como un huso hipepálido (colijo) la oscura supuración que sólo temporalmente lo envolverá luego. Algunas cabezas de las ventanas ya han desaparecido, mágicamente, como hongos, tan hechos de casi nada que los vaivenes de la curiosidad tan pronto las traen como la llevan hacia otros entretenedores menesteres; el cotilleo en la calle se anima un poco, para suplir la falta de ritmo de la muerte, después de todo es una reunión social, casi como haber ganado el mundial, por un rato, o la navidad, ya resuenan risas, se olvidan del muerto al que todo el tiempo imagino como MUERTA.
Después –yo también estoy asomando u hurtando mi cabeza todo el tiempo- me pregunto si no será un niño, pero nadie ha llorado desgarradamente como dicta el protocolo en esos casos, así que, en mi magín, sigue teniendo más que nada la forma de una mujer y en especial de una entrada en años, muy vieja, defraudada por los abriles de sus vida que a fin de cuantas no fueron tantos tampoco, o la invalidez parcial.
Mágicamente miramos y ya estaba ahí, silencioso, con su aire de eficiencia el arratonado furgoncito de la morgue municipal, tosco como debe ser, y con las puertas abiertas para recibir, como la barca de Caronte, el bocadito de la concluida necrosálida.
Un policía saca del baúl de su patrullero una bolsa negra- nada de cuerina y cierre relámpago como en las películas- como esas de consorcio grandes que se compran en el supermercado, la despliega en el aire, de un sacudón para inflarla, camina con paso seguro de ilusionista que ha practicado demasiadas veces ese truco, hacia el epicentro de todas las miradas que aguantando pacientemente la maduración variable del capullo merecen el premio de contemplar la gracia infinita del postrer vestimiento.
La camilla sale, el bulto es corto, o lo parece, y ancho, como una enana gorda o un niño enorme, o una mujer sin piernas. Hay dos bultos raros angulosos a la altura de los hombros, anfractuosidades, como si las piernas estuvieran realmente colocadas allí y no donde deberían. Las puertas del furgón no hacen el ruido esperado, primero una luego la otra, después de todo no son rejas de cadalso.
Precedido y secundado por la policía, más o menos a las doce menos cuarto de la noche, desaparece bajo el puente de 2 de Abril; lentamente la multitud, como los dones, se disipa, ya no hay nada que ver, ningún sombrío rescoldo, sólo el lugar.

II

Arriba los caranchos
Y abajo la chica de los Reynoso es la comidilla de todo losotro; van llegando, por goteo, dudosos los datos, quedó, al parecer su cabeza incrustada en la reja de planta baja. Se va rearmando la historia, sin tope, con el santo y seña de falsas lamentaciones y justificaciones mezquinas sobre “drogas”.
Mi sobrino dice que había dos pibes en cueros contra una patrulla; serían chorritos, descuidistas, que aprovechaban la revoluta del río para hacerse de lo que aunque ajeno y acaso por eso mismo, les pertenecía por derecho de ratería.
Todo es esta historia, hasta los gatos que sobre la casilla del gas, dando muestras de una inverosímil elongación, se lamían las partes esta mañana, como si tocaran, con los dientes, un instrumento.
Qué edificio de este barrio construido entre 1975 y 1980 y aparentemente diseñado por un laureado francés, no es en sí mismo un trampolín; quién no un clavadista en potencia. Todos, señores y señoronas del jurado, comburente carroña de la hoguera negra.


III

La Hoguera Negra arde, es una dulce pestilencia que olemos con la conciencia.
Esto que hago escribiendo sobre ella es transformarla en carroña, pecio estelar, una basura rodante. Hago votos por exhumar con su cuerpo mi sucia verborrea.