jueves, 30 de diciembre de 2010

A MÍ, BONNARD



Realizar mi pequeña , humilde y enamorada versión de "Desnudo en la bañera" de Bonnard (1935), me permite acercarme un poco, si bien valiéndome de lápices y tintas (no de óleos), a los problemas del cuadro más que a su belleza evidente; me refiero a los problemas que resolvió.
Para nada me deshechiza del impacto inicial, porque simplemente ni siquiera se acerca a la alegría que debió haber sentido cuando tuvo toda esa idea bailándole en el ojo y después mordiéndole prepotent las yemas desde adentro.
Ahora que lo veo en la pantalla noto que falta la gradación de azules entre uno y otro lado de las baldosas, es muy abrupta la falencia.
Algo mágico que sucedió hoy a la mañana: ya concluido el tabajo con los lápices (ayer), emprendí la tarea, con la reproducción delante, de entrarle a las tintas, pero sólo cuando utilicé el blanco para suavizar e iluminar algunas zonas pudo verse el motivo del cuadro, antes prácticamente era imposible adivinar, desde lejos, que se trataba de una mujer en una bañadera. Pero luego de eso y de algunas estratégicas pinceladas negras (aún faltan algunas, la pantalla me sirve para verlo, así como miro mis dibujos en un espejo para encontrarles defectos) todo se reveló en bloqué, cobró cierta prestada armonía (excepto las baldosas, quisiera dejar de escribir para solucionar esa basurita en la córnea) y delató la sensibilidad increible de Bonnard, capaz de sobrevivir a las más inhábiles traducciones.
Al mediodía debí sacar las patas del dibujo, tánto había estado haciéndo lo mío en él, usándo el suyo como patrón, hacía mi cuadro, es mío, me reconozco en él, veo el sucio milagroso pulso de mi mano derecha. Desde chico, como a todos me gustaban los libritos para pintar, y encontrar el diseño, a veces demasiado obvio, ay, que se escondía trás los encadenamientos de los números. Creo que sobrevive algo de eso, pinto mis dibujos como si los hubiera hecho otro, pero a veces tiemblo ante la idea de perjudicarlo con errada paleta, de que desaparezca su osamenta de trazos dubitativos bajo el colorinche innecesario. Fué el riezgo más grande que tomé al respecto, en cada ocasión mandarme, aún con el monstruito negro, acaso insignificante de la posibilidad de estropearlo. Empecé a pintar de grande, siempre dibujé, siempre, y núnca soy más feliz que con una hoja blanca y un lápiz afilado entre las garras, pero el color enloqueció todo aquello que pareció ser no otra cosa que las peleas preparatorias, medio jugando del cachorro de león, para poner los músculos del futuro adulto en forma. Es una broma por supuesto.
Siempre se va a notar el lapiz debajo en mis dibujos, es una desprolijidad que cobró entidad propia, tributo a la devoción por esa casualidad primigenia que saca las cosas de la nada y su galera multiforme.
Copiar cuadros de otros es un entrenamiento sobre cómo deshacerme de la prepotencia de la línea negra para ver. Romper la membrana protoplasmática del fantasma que conlleva cada color.
Dejo de hablar porque por todos lados hace agua la prosa. ¡Salve, Bonnard!- aunque sólo sea por que me calle.

martes, 28 de diciembre de 2010

lunes, 27 de diciembre de 2010

ESCRITO EN LA PIEL DE UNA RAYA

En el cuerpo del extraño se siluetean flores
apenas un trazo, un rasguño los pétalos
luego violados como motores
¡Violetas!
Si, pero carnívoras
que nada esperan para abrir en su complexión
los escapularios babeantes de sus bocas que golpean desde adentro
¡El trueno!
Con sus dientes de acero
flexibles
Lamparones de ácido
que inutilizan cualquier cosa que el extraño pretenda ponerse
A veces las bocas simplemente se pelean
como mastines, unas con otras
y el sujeto baila con la gracia de un espástico
Vive cubierto de toda clase de enfebrecidos insectos que lo pretenden
y se entregan a la disolución en holocausto
caen en los toboganes encerados de sus orejas
hacia los jugos gástricos que reemplazan su cerebro
Lo nutren por goteo
lo sostienen
en el aire
como esporas locas de amor en un aplauso
Los ojos aún le sirven para mirar el cielo incomprensible

Y los sesos mandan un torrente de energía azul
remanente
A su pija que busca como el bastón de un ciego
la oculta carnadura de los espárragos
A veces simplemente juega a aguantar la corrosión
hundiéndola hasta la virola en uno de esos agujeros violeta que lo minan
Cada uno con una estrella adentro
En sueños el tae-kwondista entrena con su bolsa de conchas
las patea hasta transformarse en un caballo de carreras
agotado de muerte
las exprime
y con su jugo salado, marítimo, se refala
cae
se rompe la cabeza
Con la última sangre, la primera, no escribe un poema
¡Este!
Dibuja mejor la sonrisa de su madre
atravesada por la verija del extraño
En cada depresión en los infinibles playones del silencio
anida una cucaracha
Los sonidos de tus pasos que o vienen o se alejan
son la eclosión de los huevos que esta deja
en el cascarudo maple de mis labios.

A XAVIER FORNERET


"Tenemos tu vicio y mi vicio y mi canto maldito,/ ¡Todo lo demás es cero!" Nicolás Olivari.

jueves, 23 de diciembre de 2010

PRESCIENCIA Y NARANJA


La naranja telepática...

...obliga a Bonnard.

CREMA DE ENJUAGUE Y TÉ DE BOLDO

"L´air et le monde point cherchés. La vie." Rimbaud-"Veillées-


"...moi pressé de trouver le lieu et la formule." Rimbaud-"Vagabonds"

miércoles, 22 de diciembre de 2010

DOS DIBUJOS ESTA MAÑANA


"...lo que más me fascina no son los gestos ritualizados mismos, porque, en cierto sentido, ningún gesto es original, ni puede serlo, sino más bien ese extraño fenómeno secundario que crea la repetición, la estilización abierta de los gestos: a saber, esos misteriosos espacios INTERMEDIOS." R.Coover-"La fiesta de Gerald"-

PROSAS APOTROPAICAS I (b)

Desnudó la lata nomás/ degolló al patrón que andaba por ahí haciéndose el desentendido/ con un gesto redondo del brazo/ como si señalara extensiones de tierras con el filo del caso. Vido que hubo que los parroquianos permanecían en su inmutable estadio de ebrios/ procedió a saltar en rango el mostrador y ahorcajarse a la hembra/ gorda/ buscando el hoyo con desespero de amante subitáneo/ otra que embreado en agua fresca/ era de ver cómo se refocilaba/ nomás el rostro retorcido de gusto bastaba como botón de muestra./ La Santa, La Lucía/ era toda ella un abrojarse toda/ había agarrado desde el vamos y aún denantes lo venía desiando./ Y ahora sí, que tenía literalmente de las bolas agarrada la oportunidad/ como agradeciéndole/ se meneaba como una posesa, como un perro escurriéndose lo mojado. Resulta que el Patrón años hacía que no la tocaba ni con un palo/ un mamporro de cuando en cuando era todo el cariño que le daba./ Así es que venía arrastrando la calentura la pobre / paliándola imperfectamente con el pico de una "Carlos Gardel" caña quemada, con la etiqueta torcida en un rictus poco menos que monstruoso-maomeno como debió quedarle la geta a Don Carlos después de su itinerario colombiano.-Me maldigo, no vayan a crer, por hablar del desta suerte-Pero no había, para una dueña robusta y aguantadora, dureza comparable a la torcida enhiesta de un hombre macho por donde se lo mirara, forzando una prienda ajena; y bien valía toda esa berenjena la muerte de alguien tan insignificante como ese gallego amarrete. La paica arpovechó, en medio de los arrebatos y las pias exclamaciones para manotear las llaves del bolsillo de su dijunto marido/ ahora podría, y eso era parte de la gratitud somática que evidenciaba la condenada al orgásmo, liberar de todo cautiverio a la hija pequeña de entrambos, que el viejo sorete se reservaba, bajo cinco candados, de tranquera, los grandes, para todas las noches un rato. Solía garcharla a hora de la siesta, cuando las nubes, como suave algódon pinchando la mano de un negro transpirado, daban tregua a la horneada que se pegaba uno bajo los techos de cinc en las dependencias del rancho.
Soñaba, haciéndose sangre en la mano de tanto que sujetaba las llaves, curarla con mimos y cataplasmas y agua frasquita de cisterna, de todos esos repetitivos vejámenes, de las paspaduras permanentes, incluso sonsacárle los recuerdos a trompadas de la memoria, si fuera necesario.
Los Gatos Fiambreces, por qué no, tambié hinchaban las bolas y comían mientras tanto, atascándose de tucas de los puchos aplastados contra el suelo, brilloso y apisonado, con sus suelas de soga pulida por el tránsito. De vez en cuando recibiéndo la imperfecta patada de un borracho, resucitado quién supo núnca por mor de qué abstrusas filtraciones, y que se la tomaban con esos pobres y desflecados animalitos de Bosnia/ uno negro otro no tanto/ creyéndolos la encarnación maniquea del Majuijua, el demonio de los caminos, el que agarraba a los empedados y se los llevaba de las patas a mascárselos en la cueva umbría que tenía por casa./ ¡Gatos de mierda!/ era el aserto típico, la sentencia/ por si alguien los había visto chingarle/ pero es que los Fiambreces estos eran expertos en transmutar cualquier golpe, por sobrio que estuviera el tipo, en una mera, inelegante finta apenas. El borracho rumbeaba pa´las casas, descaminando su sueño, epantándose lerdos los tábanos, poníendose en pie si se había caido, propiamente como resorte, y enfilando otra vez lo seguro de la huella, acaso lo único seguro que le había tocado en suerte en esa vida de perros./ ¡Gatos de mierda!/ se iba salmodiando.

lunes, 20 de diciembre de 2010

KILOTONES DE AMOR


"¡SÉ SIEMPRE EXTRAÑO!" W. Gombrowicz.

POMPAS


"Veo cómo comienzan las naranjas/ a nadar por el aire, a perfumarlo,/ girando velozmente en su semilla" H.Viel Temperley.

ALOE

"QUAND´È, COM´OR, LA VITA?" Leopardi.

domingo, 19 de diciembre de 2010

sábado, 18 de diciembre de 2010

PERFUME DE LA PURALUZ


Facu en olor de santidad.

MAGNA NOLIA


Yirando por el barrio, los tres. Ari toda machucada y cardenalicia, tanto que me sentía un golpeador, de su mano-(ayer, huyendo de otros niños hiperkinéticos, departamentales, aterrizó de trompa, como un pajarito muerto en el aire, sobre las losas de cemento)-Yo, que estallé en una tormenta de puteadas instantáneas, contra todo, no supe comportarme.

Hoy, yirando por el barrio como decía, nos decidimos a intentar el rescate de las princesas magnolias en lo alto de las torres a que estaban sujetas, dando señales visuales en la noche y odorosas a toda hora, desde hacía sus buenas semanas; trepé el alambre de la fábrica de la Av. Piedrabuena al fondo, y corté sus tallos gruesos y quebradizos como alas de mariposas mutantes.

No las cerradas que queríamos, pero si un tesoro venido de alturas imposibles: lo supimos por los codiciosos y enamorados ojos que nos seguían cuando pasabamos, dejando con su ruloso pubis de estatua, una estela de limones, esas eran gentes pedestres, y nosotros, apenas angeles primerizos, rampantes.



viernes, 17 de diciembre de 2010

GUARDA EL OJO


"...piedras (armas primeras del mundo)" Quevedo.

PROSAS APOTROPAICAS

I
Más tarde ese mismo día el gaucho renegado Lorenzo Bolastristes pidió, cosa de saciar su sed, cualesquiera sea de tomar. La Pulpera de Sta Lucía sacó de entre sus enaguas un pequeño y enroñado dedal rebosante de sus aguas-"Aquí tiene compadre"- mandàndolo a la de su madre para sus adentros. Lorenzo era de cairle torcido a la gente/ para esos imponderables le sobraba cuchillo en los pantalones/ cuando cuadraba era cobarde y sólo entonces mariconear evitaba trances mayores, pensaba, como cobrarse la vida de un crestiano a ojos de toda la gente/ ese infinito estorbo de los testigos, esas cosas que hacen bulto en medio de la ilusiones/tal era el caso de La Pulpera, entre su sed y los alcoholes/ pero conociendo de sobra la chaucha íntima de sus intensiones/ y la calaña aún más íntima de los destilados que le ofertaba/ apuró de un trago la bebida caliente y golpeando el dedal en el estaño derrobló la apuesta-"¡Otra, vieja Urraca, a ver si sos tan guapa!"- le dijo nomás con lo jojos y no hizo falta otra cosa para teledirigir a voluntá el cair de sus micciones. Se acomodó entretanto la verija/ solía tener cáida a la izquierda/ como una media agua en mentirosa escuadra y pa´ sentarse le amolestaba. La mano de La Pulpera saliendo de los bajos de sus rasgadas vestiduras se la había espabilado/ aunque de natural un poco zonza/ remoloneante/ morronga, podía adjudicar su actual tumescencia a la hormonas femeninas anejas al trago.
Se enjugó la barbas ralas/ sopratutto las comisuras de la boca/ apenas una linea roja que transmitía concupiscencia a varias leguas de distancia. Estrenó una mueca monstruosa/ que habría querido ser una sonrisa a medias/ mientras venía del desierto/ pero no hubo espéculo donde constatarla, menos con el culo a cuatro manos, juyendo de la autoridá-("La carcajada de lo visible multiplicada en los charcos"-Pierre Michón-)- Así que la largó ahí nomás en seco, el estreno de su mueca inhumana, horrenda, como de insecto. Los parroquianos, La Pulpera, todos, quedaron helados, de una pieza como dicen los cascotes de la lengua. Él tenía todavía en la cabeza, bailandole una contradanza, la imágen del desierto/ legua tras legua/ no había llovido en mil años/ los extraños poliedros de tierra seca daban a esa zona la pinta de ser un enorme animal fósil arrojado allí sin conciento. Pero enseguida Bolas ya estaba en otros tratos con su mente, y pensaba con seriedad- quiero decir que iba a hacerlo- en pasarse a La Pulpera por la sierra/ venía largo arreglándoselas con el upite de las mulitas que desorbitaban lo jojo como en medio de una epifanía de anatomía con-parada. Sin ánimos de contrariar/ porque lo otro que había en el boliche eran puros tapes perdidos que dejaban mucho que desiar/ amás de que ya había visitado, en tiempos de seca, esos cardales de inafeitable nobleza, esas caras faquirescas
como guante de acariñar caballos/ pero no habían sido tantas ni la necesidá ni la ocación y no había visitado esos fondeaderos dende entonces/ la rivera polaca allá en Buenos Aires/ y ahí estaba La Pulpera para no dejarlo/ para darse en sacrificio. Sólo esperaba poder desfogarse antes de que viniera a prepiarlo uno de esos logis que núnca faltan/ obligándolo a desnudar la lata y hacerle más hojaldres en el cuero que una torta milhojas. Cierta perdida vez, había hundido la chota en uno de esos agujeros de sangre en el costado del defunto/ y sentido gratitud hacia la tibieza humana del sebo que acompasadamente se escondía y se mostraba, pensando en desorejadas de otros años mejores que ese, más prósperos que la miseria que le andaba siquiendo el rastro/ para despertar cundido por el relámpago del huso astillado que se le había hincado en la pitufresa, la glándula.
Afuera menudeaban las moscas, abombadas por el desmedido sol de la siesta, y detentando la humedad en lo jojo de los matungos babeantes de anestésia que se defendían como podían con sus hermosas pestañas sarracénas o contando con que los tábanos cayeran en la encerada corola carnívora de sus grandes orejas fastidiadas. Andaban sueltos- es un decir "andaban", quiero significar que podían huir si quisieran-sic- pero estaban mesmerisados a la desidia -ande rascarse-de sus palenques. Bolastristes sintió la respiración trabajosa/ el concomerle la espalda/ soño con caudales de agua-/("Agua risueña y dulce de las fuentes"-Quevedo-)/-de vino caliente, de uva chinche, con soda/de meo de Dueña.
Lo que Desiara le sería negado/ estaba escrito en alguna parte/así que no quedaba más otra cosa que tomarlo con violencia.

jueves, 16 de diciembre de 2010

NO REBUZNEN SOBRE EL GOCE

"..Una especie de palacio.../ digo yo, como el mejor/ de los que he visto pintados/ en estos TITILIMUNDIS/ que amuestran los italianos/ de noche, en la VEREDA ACHA/ en cajones alumbrados/ y con vidrios por fuera/ cada vidrio como un plato.
H. Ascasubi-Santo Vega-

A LA VIOLETA


"Y al lado del corazón/ ¡ hasta la mesma VIROLA,/ el cuchillo le sumió!" Ascasubi.
La delictiva vida de mis placeres se hizo entonces ancha y pampa, con el oxígeno proporcionado por el caballo a rajacinchas de la vez, auspiciosa y primera. El cobanaje andaba a los bandazos comprando un retrato aproximativo de mis particulares señas dictadas de memoria, hasta con el detalle de las piedras que pisara camino de las alucinadas víctimas, una tras otra en mi retahila siniestra. Tenían el identi-kit tan pegado, máscara, a las jetas que eran más yo que yo y yo, invisible para ellos, me les parecía: buscaban alguien nervioso por el número, y me les había vuelto, de risa, transparente. ¡Me duele la panza!¡pará!¡pará!, me desatornillo,¡Quijos-deputa!.
Y las nenitas cayendo literalmente de los árboles, los pechitos incipientes, like brevas, goteantes, una almíbar de infantiles efervescentes sales en la lengua. En remojo o compota, entalcadas o en atmósfera de inciensos incendiarios, lampiñas o con mocos eternos, mal limpiados los culitos o con anillos de un rosa interno de ensueño, apretando las cachas como en un puño de oro un dinar.
Ahí estaba yo para todas, el contrabajista de las rompientes, el no llores o te mato. Con cuántos veladores amenazándoles la cabezas, con cuántos chorros de aceite Johnson silenciándoles las boquitas enllenadas de arcadas y de lloros.
La vida y sus posibilidades de hueso y carne. Las madres extremando las precauciones, shortcitos debajo de las polleras indefectiblemente tableadas y cortas, gritá si alguien te toca acaso; una bellísima incitante histeria general por el pobre violador del barrio, los escándalos inesperados como geiseres.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

TAREA FINA

Madre/ tamadre/ una ves visto l´horror/ no hay tu vuelta/ malandrina/ no hablo de la sóla/ y/ taria paridora/ ; nola,/ habolo la pur/ aparición sin la A/ el escupimiento/ la entrada barrosa/ en la mentirosa materia/ misteria/ falansteria/ barata lúgubre bricidad/ petardo en el momento/ sedimento de pólvora/ después/ perla falsa/ impureza de carne la carne/ emolumento a la pedigûeña nada negra/ ujero del diome./ Como un queso me parto. L´orto roto/ enjuto en su lumpen bolero/ qué fue toda esa arenita de alegre sangría/ toda esa vislumbre inconclusa/ demediada/ abras en las bienales de la luz: mala./ Salto/ como lagarto/ brillo como rastrillo/ segando gañote de grillo/ guarda el pestillo, que se marte/ rollizo./ Todo fue en vano: triste sentenciosa lápida de mentiras gazmoñas/ yo el continente amargo, pajero, la ocasión autopunible, go-sosa, de aquello que no lo fue y pudo de mil maneras. Limpié el facón en los pastos.

lunes, 13 de diciembre de 2010

KLIMT-KLAMT-KLUMT

Sin poder escapar a la tiranía de la línea negra, el trabajo está terminado. Nada que decir.

viernes, 10 de diciembre de 2010

LA CARAMELERA CRANEANA

Zombie, lector, o lo que sea, come de mí, come de mi carne.

LAS BONDADES DEL ORO Y LA ESCASEZ DE CICLAMEN

Trabajo en una copia de la Danae de Klimt. Este es el primer paso, sólo lápices de colores, despues vendrá la locura de las tintas. No me interesa el mejunje mitológico del asunto, pero le dió cierta dimensión enterarme de que lo que tiene entre las piernas es la lluvia de oro en que se transformó Zeus para poseerla en el encierro impuesto por el padre de Danae; y que de esta unión nacería Perseo. Siempre adoré esa pierna que yo musculé de más, exageré para asomar las tumescencias de mi alma-eso lo invento ahora- en la manía del exorno. Cuando uso el rojo-un ciclamen belga que conseguí de pedo entre los rezagos de una tienda-pienso en el esmalte de los ceramistas, y por qué no, en el esmalte húmido aún sobre las uñas de mi atorranta. Cuando pienso en el dorado, y antes no se me habría ocurrido usar ese metal hermoso y pecuniario -depositario, históricamente, de casi toda la mierda del mundo- pienso en Klimt, él con su Beso y su Retrato de Adele Bloch-Bauer reconvirtió alquimicamente el oro, para mí, me lo entregó hermoso y resignificado. Salve !

NADA DE NADA


Llueve y las cucarachas se alborotan: algo en el alambre de cobre de su sistema nervioso millonario les dicta el arrojo y la revuelta. Caen dando vueltas carnero sobre cualquiera como si fueran leones, creo que les gustaría borrarnos de la faz de la tierra que tarde o temprano y lo saben, como en un principio, acabarán gobernando solas. Caminan por debajo de mis pantuflas, vuelan de un lado a otro en la cocina cual colibries mecánicos, galvánicos engendros de la devoración total.
Las admiro y las odio. Confesamente les temo. Si una se introdujera en mi cuarto y esperara ladinamente la noche para entrarle a un pote de telgopor con restos de helado, no podría, como Maldoror, jamás, jamás, pegar un ojo, ni mover un brazo en cualquier dirección de la rosa de los vientos. La lluvia....rica cuando recien baña el mundo y después esa peste a gorda mojada.

martes, 7 de diciembre de 2010

MOI ET ZOMBIE

URDIMBRE MELANCÓLICA/RETAZOS DE NIEBLA/ VOLADURA DE ZOMBIE.
Son dos mitades de un imán roto las capacidades mutantes que me otorgó este superpoder: la vida;
Frente a la caída siempre
más
y
Más
en la degradación.
Hablo con mi herramienta de Eco
o pasa un carro
Las cuatro son sus ruedas sobre el convulsivo abdomen del reanimado.
II
A imitación de las películas case B que se queda hasta tarde mirando, intentó comerse un cerebro que alguien llevaba, al descuido, como un sombrero, funcionando.
Lo emboscó como Van Gogh a Gauguin,
pero torpemente, más torpe y desapasionado;
No sólo porque no tuviera ni siquiera una navaja,
sino porque tropezó
y gustó, apenas, el zumo de sus encías de dragón,
Y dejó, en la vereda, el souvenir de una que otra pieza dentaria:
las niñas ya estarán haciendo agujeros en ellas, a través de ellas
y collares después,
Los cogotes circundados por la sierra de cadena
de la horrísona sonrisa del Zombie.
Pero sin navaja, sin la navaja de los lóbulos alucinantes,
gordos,
sobresaltados en la miel de las hormas.
Le llevé, en su convalecencia de cadaver,
al pie de su lecho,
el cerebro pequeño y espejado
que se había caído, del cráneo
de un niño paquero, como la pera arrebolada de una frutera,
al chocar su sueño como un camión con acoplado,
(la maqueta de ese camión, descalcificada como un huevo trasluciendo la yema),
contra la guillotina granítica del cordón,
lo recogí como a un ave lastimada, refaloso como un jabón Lux,
junto a la rumorosa trenza del agua desperdiciada,
como la musculatura de un trabajador fiduciario;
Ni aún con todos estos mimos y cuidados
le gustó el manjar; no era un carroñero,
había sido irremediablemente seducido
por la idea de cazar su propio fomento.
Amén del polvo de vidrio y los grumos alcaloides
que ni la sangre cruda ni la provenzal
pudieron disimular.
Puto, que a veces Zombie;
Ni nada que te venga bien.
¡Salve, Videlá!

lunes, 6 de diciembre de 2010

COMMONPLACE BOOK


Refloto el viejo proyecto de Riñas de zombies:
-Cómo se cría de potrillo un Zombie de riña.
-Su alimentación.
-Su equipo (mejor o peor) de hipermotricidad.
-Las formas en que se ve afectada la vida del criador (una especie aparte) : ama, en general, más al Zombie que a la familia que irremediablemente lo abandonará, si no sucumbió ya a la necesidad de transmutar en sustento para la infinita gula del espécimen- Una infinitud permanente en el Zombie, permanente.
Vida hueca, repleta hasta el apàtico vòmito de desesperanza, el criador se aferra a su Zombie como a una tabla de salvación.
El Zombie se compra, se roba o, raramente, se alquila (¿qué clase de inmunda alimaña alquilaría su Zombie y a quién? ¿qué referencias puede traer álguien para hacerse acreedor a tu Zombie?).
-SI, GASTOS INGENTES DE MATERIA PARA TRANSFORMARLA EN ENERGIA LETARGICA.
"Y (...) encontraron consuelo en la autobiografía." (Richard Yates "El salvaje viento que pasa" p 215).
-Sólo se quita el bozal al Zombie y aún la funda de cada precioso diente putrefacto cuando se lo "lanza" al reñidero. Uno para que no muerda a otros, a su dueño e incluso a sí mismo y las otras para que no estropee las piezas óseas de su boca en la muda e infinible elocuencia de su bruxismo.
-Su arraigado deseo de masticar es semejante al del bebé que succiona pezones en el aire o al de aquel gran masticador de Faulkner (un Snopes, ¡cuándo no!) que para economizar tabaco mascaba la misma nada día y noche, el grandísimo hijo de una gran puta, ¡Dios lo tenga en la gloria!- Que el esfuerzo no produzca un manantial de carne, leche o nicotina es para ellos una anécdota.
-La mochila que el Zombie carga es semejante a las radios que según las películas algunos soldados soportaban en Vietnam: hay cables que entran con diodos en el cráneo, para imprimir impulsos eléctricos externos a las estancadas células nerviosas de ese cerebro stand by. Hay toda clase de poleas y relés para desentumecer brazos y piernas, ejercitando ganchos y patadas y aún un dispositivo para la mandíbula y otro más ornamental que otra cosa, para la casi inexistente verga, en el caso de tratarse de un ejemplar macho, los menos eficientes.
-SU SEXO INDISTINGUIBLE A SIMPLE VISTA, OJO PELADO, LOS CONVIERTE EN ANGELES PRACTICAMENTE.

viernes, 3 de diciembre de 2010

BORRADORES PARA LAS RIÑAS DE ZOMBIE


BRAIN
Zombie del orto
paloma del poniente
palmera de la resurrección enferma
Lázaro deforme que te levantas
y a duras penas
andas.
Te espero, estoy esperándote
en el lugar de siempre
ignorado por ambos.
Blanca florecilla de morrón
estrella de los gauchos magos
desmonta mi esfinter azul con tu gancho
de nombrar la carne.
Nada de nada, pantallasos de existencia,
nada transitoria antes de la reactivación polvorienta
de la fenecida cala.
En esta foto ví quien eras, lo que habías sido
venido con el meteoro colisionante de la memoria
que estalla en luces de incertidumbre plena
malsana.
Intento dibujarte
pero sólo puedo zombie en la hoja
y ojalá así sea.
II
Zombie del orto
oh pequeña suspensión de las ineptitudes de la muerte
escasa, escasa
en el amplio espectro
de la materia multiforme
dame, oh, un beso de lengua.

viernes, 9 de abril de 2010

VIDA DE UNO

Una rata como cualquiera/ ni siquiera la mecha húmeda de un remordimiento, Qué me importan en lo desconocido de sus vidas. Llevo el anticipo contante y sonante en el bolsillo de la campera/ al final del arcoiris está el resto de la teca/ me refiero a SU final/ cuando yo reine sobre su bulto sin sentido ni remedio/ levantando un pie para evitar el viene de la sangre/ que cruce/ cual suele/ como un espejo de alondras roto/ un azar ilegible/ sobre el empolvado de la baldosas/ una última opinión de laja/ lasa/ y córnea.
Lo perdí al dentrar nomás el barrio/ apenas el resguardo de la casualidad/ no creo que sepa lo que sigo/ ni quelo.
He supe/ amorosamente en la paciencia/ esperar sin fumar/ relajando el núcleo de su furor./ Al comienzo, en los albores de mis trabajos, me mordía los muñones hasta dar hueso con hueso/ pero la salud que se regala o rifa ni quién te la devuelva. Tengo junados un par de aguantatrices deros en que dentra a ponerla. Me hace cosquillitas pensar que por vez última se desfoga/ su inmenso placer/ entre los muslos elásticos de una pibita. Y que tristes los ojos cuando se enfriente al últimatum del 38 largo/ cuando le vea la cuenca negra/ ese instante en que se caen de las manos las tablitas de marfil del ábaco de los polvos/ nostalgia de los dejado sin el desamparo de uno/ lo he visto cuántas veces/ todo ese cielo azul/ para quiénes/ hasta el gallo de plomo deforme de velocidad/ asperjando al día su cerebro/ escupido en menos que parpadear.
Yo supe que se muere en forma de finitiva/ sin transmigración ni una mierda/ de tanto verles el pavor en los ojos/ ellos también eran de mi opinión/ y por unas cuantas circunstancias, que no vienen al caso, que me pusieron a un tris de entregar junto al ojete mis razones. Nadie ví que se encomendara al espíritu santo/ a menos que fuera para mantener cerrado el culo al tráfico de sus heces. Caquita de condenado/no hay quién deje/ yo almenos no conocí/ que deje/ lo único/ sin patalear. Aún con todo y lo inexorable/ no parece estar morir en los planes de naides. Asesino a morlacos/ por la plata baila el mono/ y allá se van mis quinientos otros pesos/ las rodillas flojas/ enfilando el senderito postrero/ si me disculpan.

lunes, 5 de abril de 2010

Capítulo VI

"A"
"Cubrid vuestras pobres cabezas calvas con despojos de muertos, pues no importa que hayan sido ahorcados." Shakespeare "Timón de Atenas"IV-iii.

"¿Sigue estando ahí el bosque?" F.Kafka "Diarios"



Al final el retozo diario en la peluca me volvió al ámbito de mi anterior naturaleza. También los perros exponían sus partes mientras giraban en el polvo; pero yo había renunciado y aquello era, de la boca para afuera, una renuncia a mi renunciamiento. Pero nadar, nadar, nadar era en sí mismo una naturaleza: "nosotros los anfibios", un cosmos, un espacio cerrado que se mordía, en puridad, la propia cola; el gozo pelado, silvestre; la Hermosa de nomás vivir alegría plena; tener el pellejo sensible sobre el músculo eléctrico, montado al hueso consumido, roido por el ansia anónima, toda encias.

Pero un buen día comenzaron a correr rumores-era inevitable que sucediera- sobre la pisible localización del asesino serial de niños.

Todo parecía indicar -trazadas las directrices en un mapa con chinches de colores en un panel de corcho- un sector acotado cercano al bosque de Tupac. Ese mismo día pareciendo que el cielo se venía abajo, la vieja, quizá advertida por una mutación imperceptible en las moléculas del aire-una descompensación de los valores habituales- pareció presentir el advenimiento de la turba iracunda, su kit de infaltables antorchas, horquillas que mantenían oxidadas ex profeso y jaurías hidrofóbicas para linchamiento de esos "monstruos" que una comunidad, capaz de semejante expediente, necesariamente generaba, como se crían liebres para las sueltas cinegéticas, una necesidad de entretenerse en algo que llenara sus hueras vidas los arrojaba al bosque en cantidades increibles para otro evento que no fuera ese- la jodita les había costado una ponchada de niños en buen estado- a infestar los alrededores con sus espumajosas y fayutas exigencias de justicia, por otro nombre: picadura de carne. La vieja salió del granero, luego de infinitos y ruidosos preparativos, rechinidos escalofriantes, engranes oxidados, bufidos de frenadas, silbos de arranque; erguida en lo posible, temblequenate merced al enorme peso de la protesis que ocultaba su vergüenza, además de la mitad del hangar donde había sido ensamblada. Entre el esfuerzo y la voluntad de fingir que lo soportaba con comodidad se le formaba en la boca el hongo de espuma de un rictus esperpéntico. Ella creía sonreir, estaba segura, como la reina de la primavera y nó como la alegoría de la senectud. Los míos eran los primeros ojos, y un par no eran suficientes, aunque a ella la hicieran tambalear como si todo el mundo los fijara en ella para hacerla caer en la tierra del ridiculo de la cual no se volvía ni con el yuyo verde...etc.
Mientras las hordas revanchistas de la plebe enardecida se aproximaban clavándose ramas secas en los ojos y largos tragos de vino de sus damajuanas invertidas, vidrios en las plantas de los pies, alambres de pua en las bocas y los sexos, dando alaridos aberrantes, la vieja avanzaba por el camino real con toda la pinta de handar haciendo equilibrio en un cornisamento. Había llovido, pero ¿cuándo había llovido? y sus pequeños pies del número 43 resbalaban que era, verla, contemplar un elefante sosteniendo con la trompa copas con tragos de nitroglicerina. Para completar el cuadro me dejé llevar de una correa roja; con los callos que había desarrollado en codos y rodillas arrastrándome durante los últimos meses, pude sostener en forma convincente el trotecito de un elegante lebrel. Algunos perros me ladraban como a una piel de león y yo les sonreía ,"mostrando el colmillo", como dice Larralde, sin dejar de vigilar atentamente los suyos, traperos. Mi ama calva, mi decadente Venus de las Pieles, caminaba con la gracia apolillada de dos ciervos embalsamados en un museo en llamas, una rama seca a punto de quebrantarse en cualesquiera de sus quichicientas partes, un petardo de pequeños astillamientos.
Algunos vecinos, zombies recién surgidos de la siesta, se quedaban contemplando su paso con los ojos bovinos: no había, en la historia de la humanidad, con qué parangonar aquel adefesioso despiplume salido del infierno. Era como un pavo real mutante que quisiera, a pesar de su extremada fealdad, exponer al mundo, espadañados, los atributos que lo volvían estéticamente inaguantable a los ojos del hombre de su tiempo. Algunos, simplemente, estallaban en una risa histérica que te regalo el ululato de la hiena hirsuta.

"B"
"...y lacia estaba su cabellera de jerez." Marcelo Cohen "Donde yo no estaba".

Miríada de insectos, incluida la alternativa luciérnaga, quedaba presa en la malla inextricable de sus cabellos como filtro de café, como cernidor de impurezas; y el estridor de sus llamadas nupciales rodeaba a la vieja como un campo de insonoridad. Hablaba, hacía algún comentario, yo le veía la boca diciendo; pero hasta mí no llegaba más que esa mímica trunca, esquelética de sus labios quebradizos como hojaldre de violetas. Aquellos que le espetaban algún insulto de grueso calibre que parecían haber estado mascando durante décadas, no sólo no conseguían atrvesar esa barrera invisible, sino que además recibían como perdigones redoblados lo que habían arrojado en plena cara deforme, desde entonces y hasta lo que quisieran decir con "siempre". Atajaba el bicherío como desflecada cortina de carnicero. Caminaba, desfilaba enhiesta, marchaba, y dejaba sus enormes huellas de yeti en los veinticinco centímetros de regolito postapocalíptico, sus piernas eran tan delgadas como la navaja andaluza que permanentemente se asentaba en la piedra giratoria de los ojos de los circunstantes tan crueles como lo que veían.
Llegó,eso solo parecía un milagro, al pueblo propiamente, había sido vaciado flagrantemente y la única actividad parecía ser el drapear de las lonas listadas, de todos colores, de las perezosas colgadas al frente del negocio de artículos de camping. Eran banderas de naciones inventadas, ecuménicas, y en su proximidad se creaba la ilusión de que no podía suceder nada malo con ese mundo, o más bien todo lo opuesto. Ella se detenía, con el esfuerzo de un tren a gran velocidad, clavaba las guampas frente a cada negocio, deformaba su rostro en lo que se imaginaba una sonrisa destinada a despertar la sensación de confianza en los dependientes que imaginabla en la tiniebla de los sucuchos donde sin embargo nadie moraba. Al cabo se dió perfecta cuenta de que nadie figuraba en la comitiva de recepción. Tantas veces lo había craneado, casi gustado con la lengua su sabor a gloria, tocado con la punta fantasmal de sus dedos soñados su intransferible luz. Y a pesar de todo, de que nadie hubiese ido, llevado por un impulso migratorio inexplicable, a contemplarla a la luz de su propio fenómeno, de su esplendor hecho a medida, sastre, aun así, parecía haber valido la pena.
De haberle quedado un músculo que no estuviera implicado en el esfuerzo sobrehumano que exigía llevar ese armatoste de pelo cadaver sobre su cabeza, habría llorado la lágrima suelta, salobre, por todo, por todos, inexplicable. Pero apenas podía respirar, acarrear el carbón del aire a sus pulmones , no había lugar para las viejas chiquillerías, los lujosos melindres.

"C"
"Era una niña entre los cuarenta y los sesenta, calva y con una peluca negra en su cráneo exangüe." Pierre Drieu La rochelle "El fuego fatuo"

Los "perroparias" mientras tanto me chupaban por todas partes, como pirañas indecisas, terrestres, detentando mis garrones como hacen los silentes murciélagos con las vacas que duermen.
Rendida, la vieja había decidido finalmente sentarse en el hall de la estación, acaso el único ámbito donde cabía su cabestro, y los perros teniéndome cercado en su palacio, su casa mendiga de la moneda, me acometían a tarascones: un hombre desnudo, sucio y en cuatro patas los sublevaba, era más de lo que podían soportar sin volverse locos, y además, ese perfume a niño en la boca.
Mientras me defendía como podía de sus ataques, no sabía cómo quitarme a uno que, rampante, combado su espinazo, se solazaba en mi ojete; me tenía aprisionado con sus patas anteriores, y pegaba su cabeza a espalda cubierta de baba, mientras me cosía el culo con su vela fluorescente como si fuera una Singer.

"D"

"Nada debe escapar a la múltiple policía. Nada debe sustraerse al omnipresente Ordenamiento." Henri Michaux.

En ese momento, como mas o menos luego supe, la turba iracunda encontraba nuestros indicios en el bosque, daba con la cabaña, la cucha y el último niño, por quién suscribe, comido a medias. Paso seguido, y como es de rigor, incendiaban todo lo incendiable, incluida la matriz de la bestia: el establo. Pero, claro, no era de ninguna forma suficiente con eso, necesitaban ellos tambien carne humana para llevar a cabo el sacrificio ritual. Volvían en grupos, cabizbajos, arrastrando sus alpargatas de yute agujereadas por donde asomaban las afiladas uñas de sus dedos gordos. Alguno "alvertido" por el revuelo de la perrada se asomó a la estación oliendo algo extraño. No sé cómo, pero sin que nadie dijera una palabra, como reguero de fuego, se fue corriendo la bola y al punto ya estaban todos ahí, peleándose por un lugar en la puerta, descreidos de su suerte.
La vieja, en su planeta, tardo en volver la cabeza, hilachas de ensoñación le nublaban los ojos, vió la comitiva, ¡se había retrasado nada mas!, ¡eso era!, la admiraban con un amor de quijadas inconexas y un pasmo inédito. Ella rasgo, como una concesión a su público, el escote de su vestido negro, quería profundizar la impresión que ya causaba en esa punta de pretendientes dispuestos a rifarse los ojos por un centímetro cuadrado de su pelambre. Cuando intentó acomodarse un rizo que rompía, a suparecer, la simetría que pretendía observar, la multitud agolpada, y como si su hipnotizador hiciera tronar los dedos pulgar y mayor, estalló en una bomba de fragmentación que arrojaba horquillas y patadas sobre la vieja, clavándose y reclavándose en las gentilezas de un cuerpo que se reveló el de una gallina cagada a palos. Caída sobre el ovillo enorme de pelos al que al parecer su cuero cabelludo estaba fuertemente unido por hilos de sutura, recibió como un banderín en la borrasca, los embates de todos esos fanáticos tenaces en el expediente de odiarla.
Pero la peluca, doy fe, no pudieron arrancársela, era su victoria póstuma. Una vez hecha paté, deliberaron y decidieron sanjar el asunto, enterrarlo, juntando los restos con una pala para viruta y embutiéndolos en un cajón de la más toraba madera, olvidarse del brote catártico de su esporádica demencia -el permitido de la década- la represalia de masa innúmera, impersonal, anónima. Nadie iba a andar reclamando los cuatro pelos locos de su descendencia, así que metieron también la peluca en el jonca. Como, evidentemente, no cerraba por ningún costado, gañanes y ganapanes saltaron sobre la tapa hasta que pudieron hundirle el centenar de clavos que como a un payaso sorpresa con resorte consiguieron mantenerla en su sitio. Rizos cimbreantes desbordaban por todos lados, se chorreaban, como en ese grabado surrealista.
En tanto yo, me escabullía con los perroparias, advertido de naides, me quitaba el collar, y remolcaba a mi amante abotonado hasta las afueras del pueblo, por lo menos mientras capeaba el temporal.
La sepultaron en una poza anónima a la que de tanto en tanto acudo a rendir mi homenaje, lo poco que puedo, la pedrería efímera y dorada como es la vida, que surge a chorros cada vez que levanto como la hiena, la hirsuta pata de mi micción.

Fine Sine Die.

Capítulo V

"El polvo restañaba los pelados cráneos húmedos de los escalpados, quienes con el reborde del pelo por debajo de la herida y tonsurados hasta el hueso yacían como monjes desnudos y mutilados sobre el polvo ahogado en sangre." Cormac Mc Carthy "Meridiano de sangre."

Con el segundo empecé a tomarle el gustito, fuí más dueña de la situación esta vez, lo llevé con una soltura que me asombró, primero a mí que a nadie, y ocurrió de una forma natural, como siempre los amores inesperados. El chico estaba en el camino que sube al monte, cubierto del polvo que puede acumularse hasta la rodilla de un granjero que se durmiera en la puerta de su rancho; esperaba a su padre, enseguida me dí cuenta de que el tal no vendría, que lo había estado esperando un tiempo increible, y a todas luces había sido, como tantos, abandonado: se habían desecho de él como de un pedazo de basura, escoria, lastre. Sus párpados estaban ampollados, sus labios hinchados y rajados, como un erial requemado por el sol y dividido en dos por el temblor del silencio mejor guardado: sus exámetros imperfectos. Me dió la mano como si yo formara parte de una alucinación colectiva, la luz producida por la fritanga de su cerebro en suspensión, uno de esos fantasmas que acosan la razón en un grabado de Goya.
Lo introduje en el bosque, en sus letras de molde, tropezaba incluso con ramas que bien pudieron haber estado alguna vez allí, pero que ya no estaban. De vez en cuando gimoteaba, no había lágrimas en sus glándulas cauterizadas. ¡Upalalá!, lo senté en la piedra, el pelo hecho de alambre cenicientos no se movía, como el de esas estátuas del parque municipal que robamos una noche con Calibán ( mi sirviente) y que emplazamos en diversos parajes agrestes, endiabladamente inaccesibles, del bosque. Me senté junto a él, lo incliné hacia mí, le acaricié la entrepierna a través de la tela acartonada de su pantalón- olía orines superpuestos de un baño público, la superdorada micción del deshidrato- le ofrecí un poco de agua de mi cantimplora, le ensalivé los labios cuarteados con la lengua, la suya era una espuma pastosa, inconsistente, como foie gras. Su cadera comenzó con los indefectibles espasmos fornicatorios, y llevada acaso por un impulso de una crueldad químicamente pura, venida del meollo de mi espíritu, lo tonsuré hasta el hueso, con un movimiento quirúrgico de la muñeca izquierda, como quien abriera una calabaza; apenas se quejó, me miró horrorizado, comprendiendo, en ese sólo haz de luz, la totalidad de los fenómenos del mundo, la pupila plateada, e implacable que incinera sin razón: la renuncia de su padre, incalculable, la naturaleza del hombre, incluso la raigambre aviesa de su infinita bondad.
Una corona de pelo y sangre, el huevo amarillento del cráneo asomando del cuello de esa polera de carne, cuando descargué sobre su cuerpo impertérrito el resto de mi provisión de agua. Los ojos apenas mudaron algo su gesto inolvidable; berreaba afónicamente cuando al ver el hollejo grumoso de su cabellera en mis manos, atinó a tocar, por primera vez en su vida el hueso de su cabeza: Le corté, limpiamente, la gargánta, como para echarlo de una vez de ese mundo no hecho para él ni para nadie. Su poco convincente papel de víctima - como sucede con todos los que realmente lo son- me tenía harta, esgunfia. El gato tiene la dignidad de apartarse para morir, diñarla, como dicen en la península, pero estos seres hermosos y lesivos- lepismas- que son los hombre, gustan del escándalo y las últimas palabras; a qué, me pregunto yo, para quién, tanta celebridad.

martes, 30 de marzo de 2010

Capítulo IV

"En cuanto a él, su dicha data de su caída, porque entonces ha sido cuando se ha conocido a sí propio, y ha gozado la felicidad de vivir oscuro" Shakespeare " Enrique VIII-acto IV/II.



"Casa y comida", dijo la vieja con seriedad, otro habría sonreído ante la ironía de la segunda palabra, y aún del atrevimiento de llamar casa a ese gabinete de machimbre, casi una cucha, pero no ella, cuya compostura parecía ser un expediente constitutivo de su personalidad: hablaba con una bestia y como tal me trataba; no le interesaba mi nombre, eso acabó de decidirme en su favor, o al menos en el del "trabajo" que me ofrecía. Necesitaba llamarme de alguna forma, como a un perro, a cuyo sólo efecto me bautizó Calibán.

Cuando los niños raleaban me tiraba un disco de polenta resquebrajada en una lata de dulce oxidada. Sólo me prohibió, "terminantemente", como alguna vez hizo Barbazul con su nueva esposa, o esas mujeres del cuento de Las mil y una noches, que traspusiera la puerta del granero donde pasaba largas y misteriosas horas- a veces días enteros- en actividades que sólo ella conocía y a nadie interesaban.

Yo aún no había metido el hocico en la región condenada, pero ella comenzó a maliciar que nadie podía resistir la curiosidad y por tanto a desconfiar de sus certidumbres contrarias al respecto -núnca le había dado motivos-; raro en ella, le costó un poco decidirse a hablarme, aquello le quitaba el sueño, dió vueltas y vueltas hasta que al fín con un desparpajo fingido vino a mí con la propuesta de colocarme una cadena y un collar de ahorque. Yo sopesé la idea, que me pareció favorable desde el vamos, imaginé que aquello me trasformaría automáticamente en un animal de cuidado, aunque también podía pasarme de rosca y convertirme en el león viejo y comatoso de una compañía circense; se me ocurrió que la privación de la libertad me haría valorar más los espacios abiertos hacia los que mi imaginación resuscitada tendería naturalmente, las distancias imposibles, salvables.

Dije que sí con la cabeza; al rato ella volvió con una cadena de transatlántico que me obligaba a caminar en cuatro patas favoreciendo el simil. Hube pulgas, garrapatas, chinches, bichobolitas, hormigas, arañuelas rojas, casi en cada hebra; catalogué los insectos que andaban rastreros por esa selva diminuta ("... debes saber-decía un Polaco en uno de los libros que le mexicaneaba a la vieja-que la guerra no es ni un ápice más terrible de lo que ocurre en tu jardín un día apacible.") no menos espantosa que aquella de cuyos árboles se descolgaba el dorado tigre con sus ojos de bengala.

De vez en cuando aparecía la vieja asperjada de sangre, salida del bosque con ojos inexpresivos, y me señalaba una dirección con el dedo largo rematado en uña, me quitaba el candado y yo corría desbozalado, espumajeante de dicha a rastrear mi racimo de proteínas, calcio e hierro.

Cierto día, viéndome comer, las dificultades que yo tenía para desgarrar algunas partes de los cuerpos de que ella me proveía, sugirió la conveniencia de "sacarles punta" a mis dientes. Como si hablara sola me contó que de chica, en el cine, había visto un documental sobre los aborígenes de borneo, donde se mostraba que a los jovenes, alcanzada cierta edad, como paso a la adultez, se les afilaba la dentadura. Otra vez hice que sí con la cabeza; ella por supuesto ya tenía todo preparado, trajo de los fondos una silla arrastrando dos de sus patas por el polvo, un cortafierro y un pequeño mallo de madera de palosanto. Tomó asiento junto a mí, se alisó la falda, ubicó mi cabeza entre sus piernas consumidas casi hasta los huesos; yo sonreí al cielo azul y ella comenzó a picapedrearme la boca, como habrá comenzado Miguel Angel alguna vez el David, un golpe por vez, dos y ya el diente se volvía temible como el de una piraña. A veces se quebraba más de la cuenta y el aire frío que chupaba en grandes cantidades acariciaba violentamente el nervio y yo daba alaridos que espantaban las aves de los árboles, escupía sangre como la de las manos del escultor junto con el agua continua que impedía que se levantara el polvo de marmol, de hueso en este caso ("la habla de los huesos"- dijo Quevedo en alguna parte). Ella hacía caso omiso a mis lamentos y "mariconadas", jamás se le habría ocurrido dejar a medias un trabajo.

Ese día me limité a lamer los restos de un niño, no podía morder sin que me nublara los ojos el llanto. Con los días comencé a masticar tímidamente esa carne reblandecida por la podre, y a la semana ya estaba desgarrando las duras dermis de los señoritos como mis santas patronas las hienas.

La vieja solía pasarse horas sentada en su casa, yo la veía a través del amplio ventanal que daba al comedor, las manos, una sobre otra, encima de la mesa, y la mirada perdida en lo lueñe ( antigualla dilecta de Juanele), iluminada por una vela de sebo, cuya llama temblaba en su pabilo al ritmo de la acompasada respiración de la dueña, nimbada su calva por la inextensa cabellera de la sombra que, superado el orbe de escasaluz, allí reinaba.

Yo me entretenía en demostrar que mi cautiverio no era tal, o al menos que era voluntario, aflojando la espernada de mi cadenamen. Salía por ahí, daba una vuelta y volvía. En una de esa incursiones inútiles descubrí, por joder, que el granero vetado tenía unas maderas flojas, arrancadas la cuales, dejarían una abertura por la que fácilmente habría cabido mi cuerpo y los de varias personas más también.

"...abismos, abismos. Y hubiese querido envolverme en sus cabellos para morir allí, muy dulcemente." Alphonse Allais.

En la penumbra el interior olía a bencina, Suprabond, bosta de camello y spray fijador Robby. Algunos rayones de luz cruzaban el inestable ámbito, amenazando encender los gases de esa mixtura de sustancias volátiles, cosmos de pulvísculos plateados vivian en esa luz y desaparecían después en la nada de las sombras que los rayones cortaban como a panes de jabón.
En el centro, encendí una lamparita que colgaba inútil como una idea desperdiciada, había una criatura inverosimil, un animal de una quietud pavorosa; el hecho de que no se moviera, ni pareciera respirar era, de todo, lo peor: su olor a curtiembre, su pelambre de distinto color. Era, literalmente, una montaña de pelos, una reunion de mares divergentes.
Me fuí acercando sin darme cuenta, como aquel que espera ser devorado, fascinado por las circunstancias inéditas: es un hechizo ser la presa, impelido por la noche hacia las aguas negras.
Mi cerebro remozado estableció nuevas conexiones, constru-yó algunos puestes provisorios con las distintas memorias, para salir del paso, produjo algunos chispazos de emergencia y en mis pupilas pareció brillar, iluminandolo todo, el ángel del reconocimiento: aquello no era otra cosa que una peluca gigantesca, un pelucón retaceado de cueros cabelludos de ingentes cantidades de niños muertos, de alguno de cuyos últimos cuerpos mi hambre inextinguible había dado cuenta. Supe al contemplar aquel prodigio de la técnica que la vieja había comenzado hacía muchos años con su pasatiempo, e imaginé el bosque lleno de deliciosos cadaveres soterrados como trufas fluorescentes. Su peso en oro del sueño, sus insomnes ojos de diamante demente.
El tal pelucón estaba puesto sobre un medio maniquí forrado de terciopelo negro fijado a un yunque; a su alrededor proliferaban las tuberías de un complejo sistema de andamiaje, atestado de escaleras, fijadas en las direcciones más complicadas en que imaginarse pueda a alguien manteniendo el equilibrio, bajándolas o subiéndolas, hacia dónde qué. Había centenares de poleas, cabrestantes, arneses y cordajes como lianas de una selva virgen. De delgadas tansas´transparentes pendían tijeras, gruesas agujas de colchonero enhebradas con todo tipo de filamentos, carreteles, frascos con diversas soluciones, tubos de distintas sustancias gaseosas, lanzaperfumes, cisnes de polvera, cepillos y peines, planchitas eléctricas, amasijos de conexiones y de cables; y nada, aunque todo la detentara, alcanzaba a tocar la peluca; eran más bien, como infinitas tímidas mariposas -renombradas carniceras- alrededor de la flor de la quitina, vergonzosas hasta la fijeza total, jugaban con ella a las estatuas, esperando a que se reanudara la música de sus olas de rizos caoba, sus inmateriales epumas doradas como rompientes fotográficas, sus cafetales de apretada mota, y así reanudar el baile de San Vito a su alrededor, como derviches coiffeur.
Yo me sentía de alguna manera enamorado de aquel objeto sagrado, aquel totem: el corazón me latia como un motor fuera de borda en el mar picado de la taquicardia (sic.), me había quitado el collar de ahorque y andaba como un mono tití por esas escaleras salidas de un grabado alemán cuyo autor su me escapaba entonces como se me escapa ahora. Subí a lo más alto, allì un tablón hacía las veces de plancha de barco pirata o trampolín de natatorio; ya pisaba en falso, ya perdía pie, ya caía con el vértigo comprimiendome a la vez el ano y la boca del estómago, como para que no se filtrara ni un átomo del miedo increible que sentía, todo en mí se quedara; ya sentía el roce de las olas más altas, y enseguida sus volúmenes envolviéndome, sepultándome, llevándome de un lado a otro; a veces veía haces de luz, ramalazos, pantallazos, de, por ejemplo, el techo del granero, que no llegaban a cuajar en imágenes definitivas, podían ser lo que había entrevisto en una probóscide de la ola, como totalmente lo contrario e incluso otra cosa, producto o no de mi imaginación en un intento por domeñar los materiales de sentido incompleto; de cualquier forma, todo era real, incluso cuando creí ver a la vieja mirándome, qué importaba que fuera o no cierto, aquel fotograma quedaría rebotando en mi mente, como una luz láser, para siempre, con su tamaño y su peso en el archivo de las cosas existentes.
Al rato de reflotar al antojo de las olas, descubrí que podía tomar alguna que otra decisión en lo referente al rumbo que adoptara el cuerpo en ese mar de cabellos animado por mi contacto; podía, y quizá no sea exagerada la palabra, nadar en él.

lunes, 29 de marzo de 2010

Capítulo III

" Las caravanas se bambolearon y su peinado me hizo pensar en una de esas pelucas francesas que usaban las condenadas a la guillotina." Gloria Alcorta "En la casa muerta".

La primera vez estuvo viciada de impericias. Había olvidado las artes de la seducción en un hotelucho de tiempos remotos y a gatas sabía manejar el cuchillo. LLevé conmigo una foto en sepia de cuando era joven y desnuda, no más esbelta que en ese momento, es cierto, aunque tenía, eso sí, más firmes las carnes, como si desobedecieran, henchidas del gas superliviano del deseo, briosas, los dictámenes de la gravedad más elemental que, infinitamente paciente, como si tuviera para sí todo el tiempo del mundo, acabaría por triunfar de la derrota definitiva y total.
Llevé en mi faltriquera un cuchillo de oro ( en realidad un abrecartas), antes que nada porque me gustaba su simbología obvia, ritual, facil; además , una cuchara de alpaca con la que creía, mídase con esto el tamaño de mi ingenuidad factica, que podía hacer un hoyito en la tierra del tamaño de un bocadito Hollanda, donde ocultar los cuerpos infinitamente pequeños, ¡ tanto!, ¡tanto!, de las victimas que ya entonces, antes de comenzar, de siquiera imaginarlo, calculaba por miles: como si fueran lagartijas muertas, sin las colas o vaquitas de San Antonio capturadas eln el zapallal.
Temí se velara mi realidad al poner un pie fuera del bosque; el propósito había vuelto mi realidad del lado de las historias que postumamente se cuentan: yo era el núcleo, siempre el mismo, de incontados, maleables relatos que no tendrían por qué, jamás, jamás, ajustarse a algo tan estrecho como la verdad presencial: permitiría, tal mi responsabilidad, esponjarse la elocuencia de juglares inexpertos, policias roñosos, doñas en enaguas de viejas menstruaciones, que andarían hasta los últimos rincones de la tierra rumiando sus habladurias, rimando las supuestas novedades de una vida pretérita. La historia acabaría por inficionar hasta la más recóndita de las células nerviosas dela curiosidad malsana de la especie: se celebrarían justas de veracidad, se cotejarían datos, exhumaciones, bajo amenaza de mandoble, a cuál más infiel, más truculenta, y correrá sangre en honor de mi supuesta crueldad, a vuestra salud, putos de mierda. Bah!
Al primero de los pibitos, lo encontré detrás de la Shell, hostigando en el polvo un sapo verde que más parecía una rana -se limpiaba un ojo con la lengua, después el otro, ya parecía que lloraba- se había aventurado allí después de la lluvia, sin sospechar siquiera que existiera en el mundo algo como el diluvio de palos que el chico le asestaba, ¡duro el sapo!, pertinaz en su revelión pacfífica, estarse ahí, después de todo, era su desafía máximo. El chico sujetaba el garrote con ambas manos y gritaba con samurai enajenado. Yo llevaba un vestido negro, de noche, a esa hora del mediodía (el resistero, diría Quevedo) sobrenatural, una aparición bajo el rayo del sol que hacía hervir la linfa dentro de las agostadas rudas que crecían al acaso como única caminera vegetación y que incensaban el aire reverberado de forma irritante. Me quedé quieta, descalza- treinta y ocho el talle de mi pie- sobre el oblongo batracio y salté hasta que confesó al día de qué estaba hecho (resultó que de tripas y humores hediondos como todo el mundo). El chico me miraba con la boca abierta como el negativo de un plato volador en la noche blanquísima.
"-Trae mala suerte molestar a un sapo"- le dije-"dejémoslo en paz, ¿dale?"- mientras estiraba la mano hacia él; me ayudó a descender del animal, como ayuda un galan a una hetaira a sortear un escalón demasiado alto. Le mostré mi foto desnuda; tardó en darse cuenta de que era yo, sobre todo por la calva que siempre confundía las cosas: "EL PELO ES EL MARCO DE LA CARA" rezaba por entonces una publicidad de shampoo. Seguía sus ojos mirando esas tetitas blancas con sicalíptica avidez; los niños, contra lo que se supone, habitan la carne más pura del sexo, son sátiros en emergencia, con esa pulsión desordenada, salvaje, ignorada de sí misma, y el gozo de los sentidos, en maremagnum, es lo más natural del mundo para ellos. Le dije que tenía una caja llena de fotos como esa, pero que había que ir al bosque a buscarla, podíamos sentarnos en una piedra enorme - de sacrificio- a mirarlas todo lo que nos permitiera la luz del día. Aceptó sin vacilar, presa del embrujo como estaba, pobrecito, creía en la bondad de los extraños, los grandes, los que supuraban los valores de la generalidad, nunca habrían ejercido el mal, según él. Tarde comprobaría lo contrario.
Yo, que temporáriamente había hurtado mi cuerpo a la protección mítica del bosque ( "Vor Diesem Baum, Diesem Wald." dice Paul Celán), había ingresado en el reino de la escoria, el detritus de los hombres ( lo subproduzcan o lo paran), y ahora embutía un niño, lo engastaba, en el aire de la fábula; cuando lo ví seguirme, semejante mansedumbre, entrar de lleno en la fronda, cuyo material nunca llegaría a modelar una pesadilla- no le daría el tiempo-, sentí una emoción que casi me deja sin rodillas, me pesaron de pronto, como mesmerisadas por el suelo. Veía claramente, como en el sueño de un pez insomne en la fluorescencia de su acuario, a una criatura adorablemente destinada al suplicio arbitrario del que yo sería la oficiante. Esa carne se movía, funcionaba, como un artilugio mecánico, una bomba de tiempo incapaz de resistirse, de desairar a un grande, aunque olisqueara el muere en el aire.
Llegamos a la piedra donde había dejado la caja con las fotos (aún no había perfeccionado el mecanismo que me permitiera prescindir de ella) de una antigua vida de hembra deseable; en todas, como fragmentos discordantes de una secuencia, ese pelo, ahora de connotaciones siniestras, aparecía sobre mi cabeza como dotado de vida independiente, y como si, a su vez, su sóla existencia hubiera constituido la excusa para la transmisión de un mensaje que sólo las lagrimas del presente podían decodificar. Ayudé al pibe a encaramarse y le fuí pasando de uno en uno los cartones de bordes serrados a los cuales él levantaba con delicadeza temblorosa el velo de papel transparente. Observaba la criatura in púribus, la albura de envés de pez, la mancha del pubis, como tachado con birome negra, y después a mí, realizando anatomía comparada entre especímenes de tiempos diferentes, buscando, quizá, un antiguo parentesco. Pero la cabeza de huevo del presente lo despistaba cada vez.
Aproveché el exámen de una de las fotos para abrirme dos botones del vestido y poner un pecho fuera. Cuando me miró para cotejar, quedó confuso, algo había cambiado, el globo desinflado de paleozoicos cumpleaños lo turbaba, era un hollejo indecente con la carne colgante, inútil, de un pezón coriáceo, con la sangre negra, reseca, en el alfilerazo. En la espuma de la ola de su confusión yo ya había posado mi manos en su bragueta abotonada: el aceptaba con maravillada anuencia el milagro del masaje. La cara fue desliéndosele, embobandose, renunciando a los detalles, los ojos se desplazaban como acitunas en un plato, como hielos blancos, aborregaban el bosque. Cualquier lanza clavada en su costado habría avergonzado con su labilidad la seda secretada por el gusano infecto, la muda de la cobra demente.
-CARO DATA VERMIBUS-
Le saqué la pijita fuera de los pantalones, los botones saltaron como semillas estériles: era una cosita de nada, el asa del mundo, el glande que alternativamente alcanzaba a verse, (el pene se doblaba como un clavo fallido en una ereción imperfecta), era una piedrita violeta, unida a la piel del prepucio por un nervio estrafalario que parecía el nexo entre un músculo y la parte biónica de un ciborg. Esa vez, y fué la única, violenté el encantamiento, agrieté el retablo, y me incliné a chupársela, a riesgo de hacer saltar en pedazos el cuadro sagrado que se estaba gestando. El chico se derritió sobre mi cabeza como un dedo de cera señalando el incendio iniciático de un cosmos. Era trabajoso hacer correr la piel sobre el apéndice blando. El babeaba mi nuca bruñida como el espejo de la leucofobia, la lamía sin darse cuenta como un mordillo de silicona, el sonajero de las parcas. No supe en qué momento mi mano había empuñado el cuchillo dorado, yo también era transportada por la escena, ambos estábamos naciendo a algo. Expuse su cabeza, casi un ánfora de llanto subitáneo, tomándola del pelo opacado de sudoración- las copas de los álamos bailoteaban como locas a uno y otro lado, cambiando lentamente a direcciones imprevistas como bandadas de sueños- y seccioné su cuello con un sentimiento cercano al amor , la hiperdulía.
"Suplicando por ese susurro de flores en el misterio de la / aorta (...)" se me vino a la cabeza ese fragmento de E. Molina; ví deslizarse sordamente los chicotazos orgásmicos de su sangre, caía como un telón silente, y, dañando mi recompensa, separé el tesoro al final del arcoiris agónico -un caldero con el peluquín de un duende hirviendo en su centro- con tajos idiotas, cortes histéricos, como los que en mis arrebatos mordientes infligía a las naranjas de mi huerto, pacientes increibles diosas que suspendidas en esos árboles pequeños, como soles de pigmento, entregaban, para nada, el zumo detenido de su explosión.

viernes, 26 de marzo de 2010

CAPITULO II

"Diré a mi alma:"sáciate""

M.P.Shiel : " la nube púrpura".



Dolor de panza, dolor de panza: ahora la cosa negra que hace su nido en mí, adoptó la forma de ese atávico dolor de panza, que viaja, haciendo fechorías, por el universo somático, en connivencia con el dolor- taladro de la cabeza.

Alguna vez fuí un veterinario de cierta reputación por estos andurriales, huido de la ciudad por causas que no importan, dí con este pueblo infecto enclavado en la mismísima concha de su madre; traía diploma de la universidad: ante su vista las autoridades ponían sus bocas en "O", se prosternaban y estiraban las pieles maleables de sus caras de lobos;¡ el asco que sus rodillas escaradas me daban!, el disfrazado, encarnizado odio hacia todo lo que quién sabe por qué abstrusa razón envidiaban, en definitiva un cartón de mierda con la rúbrica borracha de un idiota doctorado: nada.

Enseguida me hice una posición, con sus majadas, sus tropillas, sus vacas hediondas y sus inenarrables porquerizas. Metía mano sin guante en la vulva de las yeguas y sacaba un potrillito en su gelatina amniótica, como lo menudos de un pollo decapitado; eso les gustaba, que no tuviera melindres, que tratara a sus animales como ellos, con rudeza:¡Venga ese nacimiento! y a los bifes. Yo estaba secretamente harto de la vida, aunque la palabra era, me parece, a la distancia, desencanto, algo le había matado el brillo, y sin embargo ahí estaba, igual a sí misma, pero deslucida infinitamente.

"Sin cuerda, no canta. Sin cuerda nadie canta" decía en un libro de Rubem Fonseca que birlé un día de un estante de la vieja, a propósito de un ave mecánica.

Y levantarse hastiado por la mañana, con toda esa belleza estacionada en la puerta como patrulleros en llamas, era por lo menos una experiencia curiosa, sin contar el fantasma, la cosa negra, eso cuya fórmula simplista sería :"la muerte", aunque ni siquiera la rozaran las burdas nomenclaciones: su promesa grabada en cada célula como el sello árabe que encierra un Ifrit, era la bronquítis asmatiforme crónica, el tirón en la ingle izquierda, el pus que a veces hacía un globo en la encía sobre la muela verde: La cosa negra (volvámosla a su vago nombre), me sabe de memoria, me repasa, me repite como una lección demasiado aburrida, y a veces, simplemente por diversión, me arrincona, y me tiene un rato, ahí llorando, contra las cuerdas, como a un chico, hipando, a grito pelado, suspirando, haciéndo horribles gestos con la boca del torturado: le gusta picarme con su palo como a un pez hallado muerto, flotando; creo que así me da a entender que ella también metió la mano ( la cola) sin guante en la vulva de mi paridora; que me viene criando de potrillo, engordándome para la faena absurda: el mismo cagazo le tengo que cuando la primera vislumbre, bajo el sol fluorescente de la sala de obstetricia.

"Todos somos basura, pero de distintas maneras" dice mas o menos uno de los libracos de la vieja, esta vez de H. Brodkey. Hay frases que se me quedan pegadas como bichos de ruta y que tienen cierta correspondencia misteriosa con los paisajes momentáneos. Siempre tuve, por ejemplo, la certeza de que sería capaz de mata antes que pasar vergüenza. Vivo con un pie puesto en el ridículo, habito un desfasamiento, hago ingentes esfuerzos por mantener el equilibrio; a mi lado pasan los bailarines volatineros, haciendo cabriolas en el cable, existiendo con una soltura pasmosa; un ejército de panchos por su casa, ellos viven simplemente; yo en cambio esquivo los agujeros negros que minan el queso informe y pútrido del espacio.

La belleza (y "aquí se me cairán unas palabras de Platón" Quevedo :"la hora de todos") es un estado de ánimo.

Ese presentimiento de que voy a cagar la fruta de una forma escandalosa, de que dolores de naturaleza indomeñable van a ponerme en evidencia como radiografías hechas con fuegos de artificio, me arrastró al bosque, al aislamiento como el loco de Bedlam en "El rey Lear", a la VRAI VIE del anacoreta. Quería volvera la fuente, al espejo prístino del salvajismo. La cosa negra me daba además un poder, el de la indiferencia hacia mis congéneres, y la soledad era su única condición, dónde podía mantenerla en suspensión criónica. Debía ocultarme, procurarme los alimentos, pendieran o no de los árboles, de los instantes, debía sacar la cabeza del globo de latex de las oscuras cronologías.

Y sucedió con naturalidad, no sin algunas intoxicaciones no del todo graves en el medio, abigarradas bayas, hongos alucinantes, pequeñas alimañas que aprendí a saborear sosas y crudas: nada decían del sabor las lecciones veterinarias: en ningún libro (qizá en China lo hubiera) se dijo jamás que el ojo del gato es amargo, al igual que algunas benditas cortezas antibióticas, o que las entrañas del perro mejor enterrarlas y bailar una chacarera sobre el montículo de tierra. Sabía, sí, de un hombre que aconsejaba, para conocer la toxicidad o no de una cosa, cortarla en cachitos pequeños: comer uno, esperar quince minutos, si no hay síntomas negativos comer dos, volver a esperar, y así hasta estar seguros. Hice lo propio, en esa etapa de transición aún podía valerme de consejos humanos, arrastrarlos conmigo en la segregación de mi metamorfosis.

Pasé días extraños, de fiebres intensas, alucinando, como si me purgara, toda la imaginería fantasmática sapiens-sapiens. Horas de euforias locas, incontrolables, corriendo como Orlando desnudo entre los árboles, de cabeza como Don Quijote en su penitencia amorosa, saltando, trepando, aullando, fortaleciendo la callosidad de mis pies descalzos. Bailando hasta perder la última gota de agua bajo la clepsidra infinita de las hojas después de las lluvias. Perdiendo y retomando, sin importancia el hilo de mi conciencia, como si fuera fragmentos de una narración destinada a no ser tenida en cuenta.
Cuando ya era "la bestia perfecta", y cazaba como si me hubieran enseñado mis madres las hienas, descubrí, en un pequeño calvero, una escena portadora de un pathos fulminante, las gotas esenciales de una puesta humana, la belleza en su esplendor básico.
"QUAND´E´, COM´OR, LA VITA?"- decía en ese instante la vieja calva, un momento antes de besar la boca del niño sentado junto a ella en la piedra oscura y abrirle la garganta en canal con su cuchillito dorado, sin separar de los suyos los labios grises y apergaminados en ningún momento de la operación. Cuando el niño dejó de temblar, ella lo sostuvo de su pelo sudado, y con un movimiento giratorio , como quien revuelve un caldero, munida aún del mismo cuchillo, cortó el cuero cabelludo del que el cuerpo blando del niño se desprendió como un racimo pútrido y vendimiado.
Guardó, incorporándose, la reliquia sagrada en su faltriquera para escalpos y se dirigió a la cabaña con tal indiferencia que se habría dicho que el resto, incluidos el niño y el bosque entero, se habían borrado para ella, perdida toda su eficacia.
Mis sentidos agudizados olieron enseguida la fragante ráfaga de sangre que ya atraía sobre el cráneo desollado un enjambre de moscas verde metalizadas. Me acerqué con cautela, como si temiera que tanta suerte fuera una trampa, no del todo ajeno a la fascinación que me embargaba, sabiéndome a punto de quebrantar el tabú inmemorial de la antropofagia, el último paso para la metamorfosis definitiva, el alejamiento moral de esa especie guacha.
El chico había sido particularmente hermoso, sus rasgos, aún sin cuajar, entre ambos tajos, tenían un dejo de indecisión femenino que un poco me exitó. El hambre y la erección se confundían, se entorpecían como piernas desacompasadas en un mismo cuerpo que camina. Olisqueé el cráneo sanguinolento, sucio de tierra, pero mi voracidad se centraba por alguna razón en su cara dificilmente masticable, casi de chicle: se podía estar quince minutos rumiando que su trama no aflojaba ni un poco. Alrededor de la cabeza horripilada fueron juntándose los bollitos de piel regurgitada como flores de una tiara rota. Mis dientes no estaban hechos para esa tarea, ni siquiera para desgarrarla, tironeaba y tironeaba y la piel demostraba sus obliterados rostros futuros, prolongándose con una elasticidad fantástica, mutando la gestualidad del infante.
Fingiendo enojarme, mordí el abdomen con todas mis fuerzas, me dediqué, las encías sangrando, directamente a la deglución de la carne, dura pero no tanto.
En estas faenas me encontró la vieja, que volvía silenciosa, seguramente a esconder los restos. Tenía una pala fina y larga en la mano y me observaba más escrutadora que asombrada, como calculando algo. YO, descubierto in fraganti, otra vez dentro del marco de referencias de una conciencia humana, su ojo de buey, no sabía si obedecer a la alarma que sonaba en mi sangre, galopaba en mis sienes soplandome "¡Corré!, ¡Rajá turrito, rajá!, o quedarme donde estaba, con un cacho de aquella cosa muerta aún entre los dientes, sin decidirme a tragar.
"Hola"- dijo la calva con una voz que no siendo dulce sugería la posibilidad de un pasado infinitamente remoto donde ponde pudo serlo-"Soy Listerine, vivo por allá"- señalando, con el dedo largo terminado en uña, un sector del bosque, mientras se quitaba el pelo inexistente que se le metía en los ojos y se secaba el sudor de la frente, como si realmente hubiera estado cavando.-"hay trabajo para vos, si te interesa. Seguí mienrtas con lo que estabas, cuando termines escondé los huesos bajo algún arbusto y vení a verme."- giró olvidando decirme algo-"No te preocupes no tengo perros". Sólo atiné a pensar que en el estado en que se hallaba mi espíritu, habrían sido los perros los que debían andar con el rabo entre las patas, cuidarse de mi presencia en el páramo.

martes, 23 de marzo de 2010

Nuestra Señora de la Calva.

"Abriéndose en nosotros, hay no obstante un camino que no existe; es el bueno y el único. ¡Tómalo y llevate!" Jean-Perre Duprey "Spectreuses"



Nací calva, eso sí que sí, como tantos, apenas la pelusa de un durazno sobre el cascarón de calcio del cráneo, (recuerdo la uña tosca de alguien rascando mi mollera, su resonancia en los jugos eléctricos que tesaurizaban mi cerebro)- luego tuve mis años de fronda: un pelo divino, un sol de rizos rubeos a lo Rita H., resortes con vida propia, la trillada cascada de seda sobre la desnudez de los hombros. Después vino la araña inmensa de la tragedia, con la miríada hilandera de sus arañitas subsidiarias. La calvicie es, en la mujer, un huevo del que podría esperarse la eclosión de casi cualquier clase de monstruo, y yo los conocí a todos en secuencia. Una cara ovalada, mi cara dibujada en un plato, en el fondo de una fuente demasiado limpia, nada en los bordes, la silueta perfecta del enlosado, y después la nada lampiña y que imagino negra, como el petróleo en que se resume el caldo de todas las cosas cuya oportunidad se ha perdido para siempre. Se adivina en mi sintaxis atropellada que soy una coqueta.

"La vida es posible sólo gracias a sus fantasmas estéticos" es la frase de Nietszche que leía en un parque cuando la mirada de un niño me dió una idea luminosa: porque los chicos siempre me miraban, naturalmente, con esa preocupación curiosa, que les impedía obedecer el mandato de las madres avergonzadas, presas de una piedad aviesa; yo, con mi cabeza de huevo, era, después de todo, una rara avis, tenía su lógica (su zoo-lógica) que me observaran, y prefería mil veces eso a la comedia estúpida, económica, canallesca de sus madres; los pendejitos eran humanos crudos, y me gustaban, aún cuando naturalmente y a espaldas de sus custodias, nos sacáramos mutuamente las lenguas. La idea, decía, me vino de un chiquito rubio, todo despeinado al antojo del viento, de quién percibí, a pesar de mi olfato deficiente, el perfume delicioso del Shampoo Jhonsons para niños (ese que en la friega de los mayores, aseguraba no irritar las córneas). El coso me sonrió desafiante, era una medición de fuerzas entre monstruos, tenía chocolate en las muescas de sus dientes nuevos- instrumental secreto recién salido de sus fundas color chicle- Se pensó vencedor cuando le mostré la lengua en toda su extensión (creía haber quebrado la adustez de un Grande, obligándolo a reintegrarse al juego de las formas) y me la sacó a su vez, acaso sin esperar que yo comenzara a girarla chupándome lascivamente los labios; vi en sus ojos que de alguna manera entendía lo que le estaba sugiriendo, se puso blanco, y empezó a tropezar con casi cualquier piedra, real o no, que se le interpusiera en el senderito del parque, lleno a su vez de ramas de jacarandá derribadas por el temporal de la noche antes, con sus ostras semilleras, carnívoras, de bordes sinuosos y cortantes. Antes de la derrota total que significaba girar la cabeza y volver al orbe de percepción de su madre, tragó saliva de forma clásica y aparatosa. Me sentí reconfortada, tanto, que olvidé en el banco verde el librito que el alemán escribiera casi exclusivamente para vengar algunas cuentas familiares.

Empecé a entrenarme en ese contrabando de señales con los niños que como perritos sacados a pasear, tenían la voluntad restringida por el millón de zarcillos, de invisibles tentáculos que los unían como arterias a la provisión de órdenes de sus custodios como si fueran sangre.
No hubo animosidad, tampoco algo que pueda señalarse como un momento de decisión, estaban ahí, como material disponible, locos habitantes de la velocidad, viajeros del vértigo, del cambio de tema y de forma, con un permiso temporario para la demencia, dentro de sus cotos, como el arenero por ejemplo, podían despanzurrar insectos, poner petardos en los culos de los perros, patear sapos, protegidos por el campo de fuerza de una anuencia tácita, la salvaje indiferencia del " con tal que no me rompan por un rato las pelotas", eran los dioses de la vista gorda, habitaban la linde del ojo, el submundo boscoso del rabillo; y yo metería una larga y vieja pierna en su cuento para niños, una pierna cubierta con la real piel de la seducción, sería la bruja del bosque desencantado y obtendría de ellos, mediante mis maniobras sesgadas la recompensa truculenta de su escalpo.

domingo, 21 de marzo de 2010

Dos.

Estoy empezando a manear este asuntillo, apure delantero buey, siga la huella:por ahora al menos. IIIIIIIIIIIIIIIIJJJJJJJJJAAAAAAAAAAAAAA.

Inaugural

Sólo por escribir algo, por averiguar cómo actualizar un blog que inauguré, sin éxito en 2005.
Por no dejarlo vacío como blog guacho que no tenga un chancho que por él vele.