lunes, 5 de abril de 2010

Capítulo VI

"A"
"Cubrid vuestras pobres cabezas calvas con despojos de muertos, pues no importa que hayan sido ahorcados." Shakespeare "Timón de Atenas"IV-iii.

"¿Sigue estando ahí el bosque?" F.Kafka "Diarios"



Al final el retozo diario en la peluca me volvió al ámbito de mi anterior naturaleza. También los perros exponían sus partes mientras giraban en el polvo; pero yo había renunciado y aquello era, de la boca para afuera, una renuncia a mi renunciamiento. Pero nadar, nadar, nadar era en sí mismo una naturaleza: "nosotros los anfibios", un cosmos, un espacio cerrado que se mordía, en puridad, la propia cola; el gozo pelado, silvestre; la Hermosa de nomás vivir alegría plena; tener el pellejo sensible sobre el músculo eléctrico, montado al hueso consumido, roido por el ansia anónima, toda encias.

Pero un buen día comenzaron a correr rumores-era inevitable que sucediera- sobre la pisible localización del asesino serial de niños.

Todo parecía indicar -trazadas las directrices en un mapa con chinches de colores en un panel de corcho- un sector acotado cercano al bosque de Tupac. Ese mismo día pareciendo que el cielo se venía abajo, la vieja, quizá advertida por una mutación imperceptible en las moléculas del aire-una descompensación de los valores habituales- pareció presentir el advenimiento de la turba iracunda, su kit de infaltables antorchas, horquillas que mantenían oxidadas ex profeso y jaurías hidrofóbicas para linchamiento de esos "monstruos" que una comunidad, capaz de semejante expediente, necesariamente generaba, como se crían liebres para las sueltas cinegéticas, una necesidad de entretenerse en algo que llenara sus hueras vidas los arrojaba al bosque en cantidades increibles para otro evento que no fuera ese- la jodita les había costado una ponchada de niños en buen estado- a infestar los alrededores con sus espumajosas y fayutas exigencias de justicia, por otro nombre: picadura de carne. La vieja salió del granero, luego de infinitos y ruidosos preparativos, rechinidos escalofriantes, engranes oxidados, bufidos de frenadas, silbos de arranque; erguida en lo posible, temblequenate merced al enorme peso de la protesis que ocultaba su vergüenza, además de la mitad del hangar donde había sido ensamblada. Entre el esfuerzo y la voluntad de fingir que lo soportaba con comodidad se le formaba en la boca el hongo de espuma de un rictus esperpéntico. Ella creía sonreir, estaba segura, como la reina de la primavera y nó como la alegoría de la senectud. Los míos eran los primeros ojos, y un par no eran suficientes, aunque a ella la hicieran tambalear como si todo el mundo los fijara en ella para hacerla caer en la tierra del ridiculo de la cual no se volvía ni con el yuyo verde...etc.
Mientras las hordas revanchistas de la plebe enardecida se aproximaban clavándose ramas secas en los ojos y largos tragos de vino de sus damajuanas invertidas, vidrios en las plantas de los pies, alambres de pua en las bocas y los sexos, dando alaridos aberrantes, la vieja avanzaba por el camino real con toda la pinta de handar haciendo equilibrio en un cornisamento. Había llovido, pero ¿cuándo había llovido? y sus pequeños pies del número 43 resbalaban que era, verla, contemplar un elefante sosteniendo con la trompa copas con tragos de nitroglicerina. Para completar el cuadro me dejé llevar de una correa roja; con los callos que había desarrollado en codos y rodillas arrastrándome durante los últimos meses, pude sostener en forma convincente el trotecito de un elegante lebrel. Algunos perros me ladraban como a una piel de león y yo les sonreía ,"mostrando el colmillo", como dice Larralde, sin dejar de vigilar atentamente los suyos, traperos. Mi ama calva, mi decadente Venus de las Pieles, caminaba con la gracia apolillada de dos ciervos embalsamados en un museo en llamas, una rama seca a punto de quebrantarse en cualesquiera de sus quichicientas partes, un petardo de pequeños astillamientos.
Algunos vecinos, zombies recién surgidos de la siesta, se quedaban contemplando su paso con los ojos bovinos: no había, en la historia de la humanidad, con qué parangonar aquel adefesioso despiplume salido del infierno. Era como un pavo real mutante que quisiera, a pesar de su extremada fealdad, exponer al mundo, espadañados, los atributos que lo volvían estéticamente inaguantable a los ojos del hombre de su tiempo. Algunos, simplemente, estallaban en una risa histérica que te regalo el ululato de la hiena hirsuta.

"B"
"...y lacia estaba su cabellera de jerez." Marcelo Cohen "Donde yo no estaba".

Miríada de insectos, incluida la alternativa luciérnaga, quedaba presa en la malla inextricable de sus cabellos como filtro de café, como cernidor de impurezas; y el estridor de sus llamadas nupciales rodeaba a la vieja como un campo de insonoridad. Hablaba, hacía algún comentario, yo le veía la boca diciendo; pero hasta mí no llegaba más que esa mímica trunca, esquelética de sus labios quebradizos como hojaldre de violetas. Aquellos que le espetaban algún insulto de grueso calibre que parecían haber estado mascando durante décadas, no sólo no conseguían atrvesar esa barrera invisible, sino que además recibían como perdigones redoblados lo que habían arrojado en plena cara deforme, desde entonces y hasta lo que quisieran decir con "siempre". Atajaba el bicherío como desflecada cortina de carnicero. Caminaba, desfilaba enhiesta, marchaba, y dejaba sus enormes huellas de yeti en los veinticinco centímetros de regolito postapocalíptico, sus piernas eran tan delgadas como la navaja andaluza que permanentemente se asentaba en la piedra giratoria de los ojos de los circunstantes tan crueles como lo que veían.
Llegó,eso solo parecía un milagro, al pueblo propiamente, había sido vaciado flagrantemente y la única actividad parecía ser el drapear de las lonas listadas, de todos colores, de las perezosas colgadas al frente del negocio de artículos de camping. Eran banderas de naciones inventadas, ecuménicas, y en su proximidad se creaba la ilusión de que no podía suceder nada malo con ese mundo, o más bien todo lo opuesto. Ella se detenía, con el esfuerzo de un tren a gran velocidad, clavaba las guampas frente a cada negocio, deformaba su rostro en lo que se imaginaba una sonrisa destinada a despertar la sensación de confianza en los dependientes que imaginabla en la tiniebla de los sucuchos donde sin embargo nadie moraba. Al cabo se dió perfecta cuenta de que nadie figuraba en la comitiva de recepción. Tantas veces lo había craneado, casi gustado con la lengua su sabor a gloria, tocado con la punta fantasmal de sus dedos soñados su intransferible luz. Y a pesar de todo, de que nadie hubiese ido, llevado por un impulso migratorio inexplicable, a contemplarla a la luz de su propio fenómeno, de su esplendor hecho a medida, sastre, aun así, parecía haber valido la pena.
De haberle quedado un músculo que no estuviera implicado en el esfuerzo sobrehumano que exigía llevar ese armatoste de pelo cadaver sobre su cabeza, habría llorado la lágrima suelta, salobre, por todo, por todos, inexplicable. Pero apenas podía respirar, acarrear el carbón del aire a sus pulmones , no había lugar para las viejas chiquillerías, los lujosos melindres.

"C"
"Era una niña entre los cuarenta y los sesenta, calva y con una peluca negra en su cráneo exangüe." Pierre Drieu La rochelle "El fuego fatuo"

Los "perroparias" mientras tanto me chupaban por todas partes, como pirañas indecisas, terrestres, detentando mis garrones como hacen los silentes murciélagos con las vacas que duermen.
Rendida, la vieja había decidido finalmente sentarse en el hall de la estación, acaso el único ámbito donde cabía su cabestro, y los perros teniéndome cercado en su palacio, su casa mendiga de la moneda, me acometían a tarascones: un hombre desnudo, sucio y en cuatro patas los sublevaba, era más de lo que podían soportar sin volverse locos, y además, ese perfume a niño en la boca.
Mientras me defendía como podía de sus ataques, no sabía cómo quitarme a uno que, rampante, combado su espinazo, se solazaba en mi ojete; me tenía aprisionado con sus patas anteriores, y pegaba su cabeza a espalda cubierta de baba, mientras me cosía el culo con su vela fluorescente como si fuera una Singer.

"D"

"Nada debe escapar a la múltiple policía. Nada debe sustraerse al omnipresente Ordenamiento." Henri Michaux.

En ese momento, como mas o menos luego supe, la turba iracunda encontraba nuestros indicios en el bosque, daba con la cabaña, la cucha y el último niño, por quién suscribe, comido a medias. Paso seguido, y como es de rigor, incendiaban todo lo incendiable, incluida la matriz de la bestia: el establo. Pero, claro, no era de ninguna forma suficiente con eso, necesitaban ellos tambien carne humana para llevar a cabo el sacrificio ritual. Volvían en grupos, cabizbajos, arrastrando sus alpargatas de yute agujereadas por donde asomaban las afiladas uñas de sus dedos gordos. Alguno "alvertido" por el revuelo de la perrada se asomó a la estación oliendo algo extraño. No sé cómo, pero sin que nadie dijera una palabra, como reguero de fuego, se fue corriendo la bola y al punto ya estaban todos ahí, peleándose por un lugar en la puerta, descreidos de su suerte.
La vieja, en su planeta, tardo en volver la cabeza, hilachas de ensoñación le nublaban los ojos, vió la comitiva, ¡se había retrasado nada mas!, ¡eso era!, la admiraban con un amor de quijadas inconexas y un pasmo inédito. Ella rasgo, como una concesión a su público, el escote de su vestido negro, quería profundizar la impresión que ya causaba en esa punta de pretendientes dispuestos a rifarse los ojos por un centímetro cuadrado de su pelambre. Cuando intentó acomodarse un rizo que rompía, a suparecer, la simetría que pretendía observar, la multitud agolpada, y como si su hipnotizador hiciera tronar los dedos pulgar y mayor, estalló en una bomba de fragmentación que arrojaba horquillas y patadas sobre la vieja, clavándose y reclavándose en las gentilezas de un cuerpo que se reveló el de una gallina cagada a palos. Caída sobre el ovillo enorme de pelos al que al parecer su cuero cabelludo estaba fuertemente unido por hilos de sutura, recibió como un banderín en la borrasca, los embates de todos esos fanáticos tenaces en el expediente de odiarla.
Pero la peluca, doy fe, no pudieron arrancársela, era su victoria póstuma. Una vez hecha paté, deliberaron y decidieron sanjar el asunto, enterrarlo, juntando los restos con una pala para viruta y embutiéndolos en un cajón de la más toraba madera, olvidarse del brote catártico de su esporádica demencia -el permitido de la década- la represalia de masa innúmera, impersonal, anónima. Nadie iba a andar reclamando los cuatro pelos locos de su descendencia, así que metieron también la peluca en el jonca. Como, evidentemente, no cerraba por ningún costado, gañanes y ganapanes saltaron sobre la tapa hasta que pudieron hundirle el centenar de clavos que como a un payaso sorpresa con resorte consiguieron mantenerla en su sitio. Rizos cimbreantes desbordaban por todos lados, se chorreaban, como en ese grabado surrealista.
En tanto yo, me escabullía con los perroparias, advertido de naides, me quitaba el collar, y remolcaba a mi amante abotonado hasta las afueras del pueblo, por lo menos mientras capeaba el temporal.
La sepultaron en una poza anónima a la que de tanto en tanto acudo a rendir mi homenaje, lo poco que puedo, la pedrería efímera y dorada como es la vida, que surge a chorros cada vez que levanto como la hiena, la hirsuta pata de mi micción.

Fine Sine Die.

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