martes, 29 de noviembre de 2011

KARAOKE


No son todas las palabras palabras las que tengo que repetir, y no sé por qué tengo tengo que repetirlas; hay como una ley secreta que gobierna gobierna las, muchas veces, molestas duplicaciones. Pero pero ese no es el asunto, aunque los más grandes se impacienten y desde tiempo inmemorial hayan tratado de arrastrarme psicólogo tras psicólogo, y a clínicos y a foniatras (raro que las especialidades médicas estén exentas de las DOBLES) por supuesto sin éxito, no tiene nada nada que ver, es una necesidad misteriosa hasta hasta para mí, y sé que soy, de alguna manera manera un benefactor de la humanidad, cumplo una una función si se quiere mágica. Las palabras son representaciones simbólicas, como los bonos del tesoro o los billetes billetes de curso legal, y las pulsiones y las cosas que representan son su hiperbóreo respaldo en oro oro en la bóveda de un dios, digámoslo, bastante desacreditado. Entonces entonces, estoy improvisando un razonamiento, la duplicación duplicación lleva a cabo el cometido secretamente acariciado por muchos muchos (entre los que me cuento) o por todos todos (entre los que ya no diría tanto) de la falsificación:esa facultad de duplicar virtualmente hasta el infinito nuestra capacidad de gasto, de adquisición.

La cuestión radicaría en saber cuál cuál de las palabras (si la primera que digo es la original y la otra su mera repetición o o si la original es la segunda idéntica y la primera no es otra otra cosa que su anticipación, su propiciación, su presciencia) cuál, digo, carece del áureo respaldo y por tanto se transforma en la ficticia, falaz falaz o aun en la mentirosa (sinonimia Larousse) y cuál sería la utilidad de saberlo, porque sé que no es, aunque intervenga el azar una cuestión aleatoria.

Palabras coevas sólo al final de la frase frase , una de las cuales no cumple la función de la otra aun siendo siendo idéntica. Tengo que hacer un esfuerzo demasiado grande para depurar de ellas las líneas de mi discurso y nunca nunca sé si dejé fuera las falsas o las verdaderas verdaderas.

En los sueños es más fácil reconocerlas, o diferenciarlas porque son, representantes ellas mismas, representadas por diferentes estereotipos de fantasma, en general agregados barrocos como esas enormes ballenas ballenas del Mar de Behring, llenas de cristales de cuarzo en el lomo, fomaciones formaciones facetadas que refractan la luz, la descomponen con sus infinitos encajes de cuarzo cuarzo negro.

No crean que no sé que estoy guitarreando, yo no sé sé más que ustedes, en realidad abrí el micrófono micrófono para cantar algo de “Tachame la Doble”, esa bonita banda charrúa, pero bien puedo puedo contarles sobre mi Bolita de Las Mil Maravillas: una vez arranqué una flor, que no no sé ni como se llama, de la entrada de una casa ruinosa de mi cuadra, y con la flor se vino, merced a lo suelto suelto del suelo, la planta entera, y entre sus raíces expuestas estaba estaba La Bolita de Las Mil Maravillas en cuatión, la lavé con saliva y resultó la más linda que hubiera visto visto jamás: transparente como el agua, sin burbujas, y portadora de unos derrames de humo quieto anaranjados en su interior. Jugué todo el día con ella, olvidándome olvidándome hasta de comer y sobre todo de la flor para mamá, la belleza de la bolita excluía de del panorama de mis actividades todos los temas que no fueran ella. Fui derecho al baño al llegar para evitar evitar el “mirá la mugre que tenés”, me quité la cáscara de todos los juegos, comí sin saber y me fui a dormir dormir. En mitad de la noche, más o menos (tengo una tía que dice “maomeno”, y ¡me da una envidia!) me despertaron unos “extraños resplandores”, como diría una novela de aventuras, y petardeos. Abrí los ojos (“jojoh” diría la suertuda de mi tía que habla habla como quiere quiere) y sobre la Bolita de Las Mil Maravillas (sólo entonces entonces descubrí que lo era) se abría en abanico, con eje en ella, todo el espectro de las luces de ese día, reconocí sus variaciones, sólo que iban de las más oscuras hasta las más obnubilantes, ví borroneado el banco verde de la plaza, chicos jugando a la pelota sobre nubes de polvo polvo en el fondo de la imagen, me ví a mí mismo primero jugando con algo que no alcanzaba a verse verse por que aquello con lo que jugaba era lo que absorbía las las imágenes y luego surgiendo a la claridad con la planta en la mano, dejando la bolita en las raíces, en su secreto otra vez, y la oscuridad al depositar la planta en el pozo de tierra suelta, todo doble, duplicado pero al revés. Quizá acaso demasiado parco parco y huyente público, que aguardan su turno para cantarse alguna cosita divertida y tonta, yo no sea mas que facsimil de aquel revertido niño de la imagen imagen que está nada más que para contar el cuento cuento ( esta última estuvo de más, la puse de vicioso.) y poco más que cerrar de una vez la boca antes antes de que me alcancen los hombres de seguridad…los quiero quiero, chau, un saludito para para todos los que me conocen…

jueves, 24 de noviembre de 2011

LA ROSA MASTICABLE


Hasta el instante de sacudirme Lorna había estado soñando despierto, en la perezosa roja, con una piedra caliente en la mano-la había recogido del pasto, cundida por el sol quemante de la siesta, y, aún después del sueño, conservaba algo del calor que rápidamente, como un perfume, se disipaba-Qué, qué, fue lo único que alcancé a decir, sin poder ocultar el fastidio de que me arrancaran, como un fruto promisorio y aún verde, de mi ensimismamiento.

Ese es el perro, dijo Lorna señalando con su dedo largo, acusador, de uña prolija, corta, que ahora brillaba tímida, opacamente saludable y que alguna vez, de chica, había cubierto de pétalos de malvón rojo-increíble para que pareciera pintada, esa y las demás, según atesoraba ella el recuerdo, e intentaba transmitirlo para que conociera algo de la etapa dorada, inimaginable, del tiempo previo a que nos conociéramos, su paraíso perdido, salvaje, de uñas pintadas; el recuerdo, indirecto, ascendía por el aire, frente a mi nariz, en espiral, como el viento acarrearía, según la leyenda personal de mi novia, el falso esmalte de sus uñas, como aún perdía calor la piedra.

Qué perro, pregunté sabiendo que era estúpido, veía UN perro, pero quería saber de que carajo me estaba hablando, con qué se venía ahora…

El que se come las rosas, Gabriel, dónde estás…

Recordé vagamente algo sobre un cierto perro lotófago, pero pervivía en los destellos eléctricos de mi memoria, en descargas erráticas y extemporáneas, y podía tratarse, en igualdad de rangos, de hilachas de un sueño tenido cuándo, de algo leído en alguna página perdida de un millar de libros de los que apenas conservaba algo, o pura imaginación instantánea, o nada de eso y todo lo contrario, cómo podía saberlo, así, de sopetón, podía ser, como era, una preocupación de Lorna (prefiero usar su nombre que llamarla novia o mujer, aunque a veces se me escape, o caiga en las trampas de las convenciones)

Ah, el perro, dije por decir algo, ¿qué querés que haga? ¿Qué lo corra?, era un perro como cualquier perro, y estaba ahí, a diferencia de otros que no estaban, estacionado mas que parado, sus ojos parecían de un vidrio pegajoso (como frasco que tuvo miel) y nos borraban completamente del paisaje: había el fondo del jardín, el nogal mecido por una brisa tímida, la perezosa roja, la lona liviana que ondeaba como queriendo librarse de los clavos con que mi abuelo la había fijado a los listones como una mariposa -ese abuelo que al fin, como una trufa gigante y secreta, se descomponía ocioso en su tumba- el banquito con las cosas para el mate, los libros, los cuadernos, las hojas dibujadas sobre las que el viento de vez en cuando tenía alguna conquista, pero nadie, nadie había o parecía haber para ese perro que quería ser de cerámica estacionado ahí.

Levanté la piedra para asustarlo y no se le movió un bigote, no pestañeó siquiera, Dejalo en paz al perro, dije, no le hace mal a ninguno….

Se come los rosales de tu abuela, Gabriel, no de la mía…

Qué manía, Lorna, la de engastar mi nombre en cada frase, si hubiera mucha gente, todavía, pero descontando al perro estábamos solos y quería decirle que los rosales ya no existían porque mi abuela, sí, la mía, ya no existía; estábamos ahí, en la casa de los veranos infinitos de mi infancia (qué poco y qué falsa me suena esta palabra para definir aquello) para ultimar los arreglos para la venta de todo aquello que se había soltado de la órbita de su protección al morir ella; los rosales y mi abuela habían estado unidos por una relación íntima, simbiótica e incomunicable y esas criaturas retorcidas, quebradizas, anquilosadas que veíamos a los costados del sendero de baldosones, podían escupir de cuando en cuando una rosa anaranjada, blanca o roja, pero de ninguna manera llamarse SUS rosales.

Esta noche me quedo fuera, dije, para ver por dónde se mete (tenía ganas de decir se dentra)

A mí me da miedo, miralo, dijo ella.

Se le ven las costillas, Vida, es un cusquito sin nadie que le pase la mano por el lomo, como decía el poema, no creo que pudiera, aunque quisiera, hacerle daño a nadie…

La piedra en la mano, ya a la temperatura de la sombra de la nuez, me recordó lo que había estado soñando, distante, con los ojos abiertos y enmielados, como el perro ese estacionado: el tipo al que había llamado padre cuando era chico, el hijo de la abuela que regaba los rosales, caminaba delante, no se trataba de un ámbito definido, era al aire libre, la orilla de algo; yo le pegaba en la nuca con otro algo, o ese mismo que llevaba en la mano, el duplicado hipnagógico de esa piedra que había sostenido el tiempo que duró el sueño y más allá también; el tipo caía hacia delante, el pelo empapado de sangre oscura como el Kero, era algo que tenía que hacerse y yo lo sabía bien; las sacudidas de Lorna evitaron que acabara definitivamente con aquello que tenía que hacerse…lo que me rompe las pelotas de los sueños, es ese airecillo psicologista que queda en la boca al contarlos, o en la inteligencia, como si la intensión hubiese sido en realidad torturarles un significado, acusación falsa en mi caso.

Tarde, después de cenar en la mesa de mis abuelos, alimentos cocinados en sus sartenes y sus ollas y puestas en esos platos desconchados de una forma familiar, como las arrugas de la mano que veo mientras escribo de estas cosas, un día después de todo, bajo la misma nuez, entonces oscura, apenas visible en su trasfondo de estrellas, me fumo un Tickson (como lo llamaban unos amigos de otra vida) sentado en el banco de azulejos partidos que antes había en cada casa. Sin haberlo notado estaba siguiendo desde hacía un rato la labor de masticación del perro flaco, amarillento, ebúrneo de luna, junto a las rosas. Comía lentamente, con ausente delectación, había un cierto perfume que la trituración que sus muelas apenas audibles hacían con los pétalos, liberaba en el aire puro, purísimo, de la noche.

Cuando el canuto me quemó las yemas lo tiré entre unas dalias sombrías y hermosas del cantero, contemple la extinción de su brasa que tardo lo que el led de un aparto desenchufado en apagarse.

Extemporáneamente corrí hacia el fondo, profiriendo gritos aterradores, con la misma piedra asombrosamente en la misma mano; el perro comenzó a correr antes de saber muy bien qué pasaba, había estado soñando despierto, mientras con delectación ausente masticaba las rosas de mi abuela. Salió por un agujero en al alambre, invisible tras el laurel.

Seguí gritando un rato, riéndome, riéndome como un chico, no podía parar de reírme, ni siquiera cuando vi asomada a Lorna por el mosquitero de la casa, con un plato en una mano y un repasador en la otra; lo cierto es que no podía parar de reírme, era algo que tenía que ser, reír hasta que todas las estrellas parpadearan al mismo tiempo.