martes, 30 de marzo de 2010

Capítulo IV

"En cuanto a él, su dicha data de su caída, porque entonces ha sido cuando se ha conocido a sí propio, y ha gozado la felicidad de vivir oscuro" Shakespeare " Enrique VIII-acto IV/II.



"Casa y comida", dijo la vieja con seriedad, otro habría sonreído ante la ironía de la segunda palabra, y aún del atrevimiento de llamar casa a ese gabinete de machimbre, casi una cucha, pero no ella, cuya compostura parecía ser un expediente constitutivo de su personalidad: hablaba con una bestia y como tal me trataba; no le interesaba mi nombre, eso acabó de decidirme en su favor, o al menos en el del "trabajo" que me ofrecía. Necesitaba llamarme de alguna forma, como a un perro, a cuyo sólo efecto me bautizó Calibán.

Cuando los niños raleaban me tiraba un disco de polenta resquebrajada en una lata de dulce oxidada. Sólo me prohibió, "terminantemente", como alguna vez hizo Barbazul con su nueva esposa, o esas mujeres del cuento de Las mil y una noches, que traspusiera la puerta del granero donde pasaba largas y misteriosas horas- a veces días enteros- en actividades que sólo ella conocía y a nadie interesaban.

Yo aún no había metido el hocico en la región condenada, pero ella comenzó a maliciar que nadie podía resistir la curiosidad y por tanto a desconfiar de sus certidumbres contrarias al respecto -núnca le había dado motivos-; raro en ella, le costó un poco decidirse a hablarme, aquello le quitaba el sueño, dió vueltas y vueltas hasta que al fín con un desparpajo fingido vino a mí con la propuesta de colocarme una cadena y un collar de ahorque. Yo sopesé la idea, que me pareció favorable desde el vamos, imaginé que aquello me trasformaría automáticamente en un animal de cuidado, aunque también podía pasarme de rosca y convertirme en el león viejo y comatoso de una compañía circense; se me ocurrió que la privación de la libertad me haría valorar más los espacios abiertos hacia los que mi imaginación resuscitada tendería naturalmente, las distancias imposibles, salvables.

Dije que sí con la cabeza; al rato ella volvió con una cadena de transatlántico que me obligaba a caminar en cuatro patas favoreciendo el simil. Hube pulgas, garrapatas, chinches, bichobolitas, hormigas, arañuelas rojas, casi en cada hebra; catalogué los insectos que andaban rastreros por esa selva diminuta ("... debes saber-decía un Polaco en uno de los libros que le mexicaneaba a la vieja-que la guerra no es ni un ápice más terrible de lo que ocurre en tu jardín un día apacible.") no menos espantosa que aquella de cuyos árboles se descolgaba el dorado tigre con sus ojos de bengala.

De vez en cuando aparecía la vieja asperjada de sangre, salida del bosque con ojos inexpresivos, y me señalaba una dirección con el dedo largo rematado en uña, me quitaba el candado y yo corría desbozalado, espumajeante de dicha a rastrear mi racimo de proteínas, calcio e hierro.

Cierto día, viéndome comer, las dificultades que yo tenía para desgarrar algunas partes de los cuerpos de que ella me proveía, sugirió la conveniencia de "sacarles punta" a mis dientes. Como si hablara sola me contó que de chica, en el cine, había visto un documental sobre los aborígenes de borneo, donde se mostraba que a los jovenes, alcanzada cierta edad, como paso a la adultez, se les afilaba la dentadura. Otra vez hice que sí con la cabeza; ella por supuesto ya tenía todo preparado, trajo de los fondos una silla arrastrando dos de sus patas por el polvo, un cortafierro y un pequeño mallo de madera de palosanto. Tomó asiento junto a mí, se alisó la falda, ubicó mi cabeza entre sus piernas consumidas casi hasta los huesos; yo sonreí al cielo azul y ella comenzó a picapedrearme la boca, como habrá comenzado Miguel Angel alguna vez el David, un golpe por vez, dos y ya el diente se volvía temible como el de una piraña. A veces se quebraba más de la cuenta y el aire frío que chupaba en grandes cantidades acariciaba violentamente el nervio y yo daba alaridos que espantaban las aves de los árboles, escupía sangre como la de las manos del escultor junto con el agua continua que impedía que se levantara el polvo de marmol, de hueso en este caso ("la habla de los huesos"- dijo Quevedo en alguna parte). Ella hacía caso omiso a mis lamentos y "mariconadas", jamás se le habría ocurrido dejar a medias un trabajo.

Ese día me limité a lamer los restos de un niño, no podía morder sin que me nublara los ojos el llanto. Con los días comencé a masticar tímidamente esa carne reblandecida por la podre, y a la semana ya estaba desgarrando las duras dermis de los señoritos como mis santas patronas las hienas.

La vieja solía pasarse horas sentada en su casa, yo la veía a través del amplio ventanal que daba al comedor, las manos, una sobre otra, encima de la mesa, y la mirada perdida en lo lueñe ( antigualla dilecta de Juanele), iluminada por una vela de sebo, cuya llama temblaba en su pabilo al ritmo de la acompasada respiración de la dueña, nimbada su calva por la inextensa cabellera de la sombra que, superado el orbe de escasaluz, allí reinaba.

Yo me entretenía en demostrar que mi cautiverio no era tal, o al menos que era voluntario, aflojando la espernada de mi cadenamen. Salía por ahí, daba una vuelta y volvía. En una de esa incursiones inútiles descubrí, por joder, que el granero vetado tenía unas maderas flojas, arrancadas la cuales, dejarían una abertura por la que fácilmente habría cabido mi cuerpo y los de varias personas más también.

"...abismos, abismos. Y hubiese querido envolverme en sus cabellos para morir allí, muy dulcemente." Alphonse Allais.

En la penumbra el interior olía a bencina, Suprabond, bosta de camello y spray fijador Robby. Algunos rayones de luz cruzaban el inestable ámbito, amenazando encender los gases de esa mixtura de sustancias volátiles, cosmos de pulvísculos plateados vivian en esa luz y desaparecían después en la nada de las sombras que los rayones cortaban como a panes de jabón.
En el centro, encendí una lamparita que colgaba inútil como una idea desperdiciada, había una criatura inverosimil, un animal de una quietud pavorosa; el hecho de que no se moviera, ni pareciera respirar era, de todo, lo peor: su olor a curtiembre, su pelambre de distinto color. Era, literalmente, una montaña de pelos, una reunion de mares divergentes.
Me fuí acercando sin darme cuenta, como aquel que espera ser devorado, fascinado por las circunstancias inéditas: es un hechizo ser la presa, impelido por la noche hacia las aguas negras.
Mi cerebro remozado estableció nuevas conexiones, constru-yó algunos puestes provisorios con las distintas memorias, para salir del paso, produjo algunos chispazos de emergencia y en mis pupilas pareció brillar, iluminandolo todo, el ángel del reconocimiento: aquello no era otra cosa que una peluca gigantesca, un pelucón retaceado de cueros cabelludos de ingentes cantidades de niños muertos, de alguno de cuyos últimos cuerpos mi hambre inextinguible había dado cuenta. Supe al contemplar aquel prodigio de la técnica que la vieja había comenzado hacía muchos años con su pasatiempo, e imaginé el bosque lleno de deliciosos cadaveres soterrados como trufas fluorescentes. Su peso en oro del sueño, sus insomnes ojos de diamante demente.
El tal pelucón estaba puesto sobre un medio maniquí forrado de terciopelo negro fijado a un yunque; a su alrededor proliferaban las tuberías de un complejo sistema de andamiaje, atestado de escaleras, fijadas en las direcciones más complicadas en que imaginarse pueda a alguien manteniendo el equilibrio, bajándolas o subiéndolas, hacia dónde qué. Había centenares de poleas, cabrestantes, arneses y cordajes como lianas de una selva virgen. De delgadas tansas´transparentes pendían tijeras, gruesas agujas de colchonero enhebradas con todo tipo de filamentos, carreteles, frascos con diversas soluciones, tubos de distintas sustancias gaseosas, lanzaperfumes, cisnes de polvera, cepillos y peines, planchitas eléctricas, amasijos de conexiones y de cables; y nada, aunque todo la detentara, alcanzaba a tocar la peluca; eran más bien, como infinitas tímidas mariposas -renombradas carniceras- alrededor de la flor de la quitina, vergonzosas hasta la fijeza total, jugaban con ella a las estatuas, esperando a que se reanudara la música de sus olas de rizos caoba, sus inmateriales epumas doradas como rompientes fotográficas, sus cafetales de apretada mota, y así reanudar el baile de San Vito a su alrededor, como derviches coiffeur.
Yo me sentía de alguna manera enamorado de aquel objeto sagrado, aquel totem: el corazón me latia como un motor fuera de borda en el mar picado de la taquicardia (sic.), me había quitado el collar de ahorque y andaba como un mono tití por esas escaleras salidas de un grabado alemán cuyo autor su me escapaba entonces como se me escapa ahora. Subí a lo más alto, allì un tablón hacía las veces de plancha de barco pirata o trampolín de natatorio; ya pisaba en falso, ya perdía pie, ya caía con el vértigo comprimiendome a la vez el ano y la boca del estómago, como para que no se filtrara ni un átomo del miedo increible que sentía, todo en mí se quedara; ya sentía el roce de las olas más altas, y enseguida sus volúmenes envolviéndome, sepultándome, llevándome de un lado a otro; a veces veía haces de luz, ramalazos, pantallazos, de, por ejemplo, el techo del granero, que no llegaban a cuajar en imágenes definitivas, podían ser lo que había entrevisto en una probóscide de la ola, como totalmente lo contrario e incluso otra cosa, producto o no de mi imaginación en un intento por domeñar los materiales de sentido incompleto; de cualquier forma, todo era real, incluso cuando creí ver a la vieja mirándome, qué importaba que fuera o no cierto, aquel fotograma quedaría rebotando en mi mente, como una luz láser, para siempre, con su tamaño y su peso en el archivo de las cosas existentes.
Al rato de reflotar al antojo de las olas, descubrí que podía tomar alguna que otra decisión en lo referente al rumbo que adoptara el cuerpo en ese mar de cabellos animado por mi contacto; podía, y quizá no sea exagerada la palabra, nadar en él.

lunes, 29 de marzo de 2010

Capítulo III

" Las caravanas se bambolearon y su peinado me hizo pensar en una de esas pelucas francesas que usaban las condenadas a la guillotina." Gloria Alcorta "En la casa muerta".

La primera vez estuvo viciada de impericias. Había olvidado las artes de la seducción en un hotelucho de tiempos remotos y a gatas sabía manejar el cuchillo. LLevé conmigo una foto en sepia de cuando era joven y desnuda, no más esbelta que en ese momento, es cierto, aunque tenía, eso sí, más firmes las carnes, como si desobedecieran, henchidas del gas superliviano del deseo, briosas, los dictámenes de la gravedad más elemental que, infinitamente paciente, como si tuviera para sí todo el tiempo del mundo, acabaría por triunfar de la derrota definitiva y total.
Llevé en mi faltriquera un cuchillo de oro ( en realidad un abrecartas), antes que nada porque me gustaba su simbología obvia, ritual, facil; además , una cuchara de alpaca con la que creía, mídase con esto el tamaño de mi ingenuidad factica, que podía hacer un hoyito en la tierra del tamaño de un bocadito Hollanda, donde ocultar los cuerpos infinitamente pequeños, ¡ tanto!, ¡tanto!, de las victimas que ya entonces, antes de comenzar, de siquiera imaginarlo, calculaba por miles: como si fueran lagartijas muertas, sin las colas o vaquitas de San Antonio capturadas eln el zapallal.
Temí se velara mi realidad al poner un pie fuera del bosque; el propósito había vuelto mi realidad del lado de las historias que postumamente se cuentan: yo era el núcleo, siempre el mismo, de incontados, maleables relatos que no tendrían por qué, jamás, jamás, ajustarse a algo tan estrecho como la verdad presencial: permitiría, tal mi responsabilidad, esponjarse la elocuencia de juglares inexpertos, policias roñosos, doñas en enaguas de viejas menstruaciones, que andarían hasta los últimos rincones de la tierra rumiando sus habladurias, rimando las supuestas novedades de una vida pretérita. La historia acabaría por inficionar hasta la más recóndita de las células nerviosas dela curiosidad malsana de la especie: se celebrarían justas de veracidad, se cotejarían datos, exhumaciones, bajo amenaza de mandoble, a cuál más infiel, más truculenta, y correrá sangre en honor de mi supuesta crueldad, a vuestra salud, putos de mierda. Bah!
Al primero de los pibitos, lo encontré detrás de la Shell, hostigando en el polvo un sapo verde que más parecía una rana -se limpiaba un ojo con la lengua, después el otro, ya parecía que lloraba- se había aventurado allí después de la lluvia, sin sospechar siquiera que existiera en el mundo algo como el diluvio de palos que el chico le asestaba, ¡duro el sapo!, pertinaz en su revelión pacfífica, estarse ahí, después de todo, era su desafía máximo. El chico sujetaba el garrote con ambas manos y gritaba con samurai enajenado. Yo llevaba un vestido negro, de noche, a esa hora del mediodía (el resistero, diría Quevedo) sobrenatural, una aparición bajo el rayo del sol que hacía hervir la linfa dentro de las agostadas rudas que crecían al acaso como única caminera vegetación y que incensaban el aire reverberado de forma irritante. Me quedé quieta, descalza- treinta y ocho el talle de mi pie- sobre el oblongo batracio y salté hasta que confesó al día de qué estaba hecho (resultó que de tripas y humores hediondos como todo el mundo). El chico me miraba con la boca abierta como el negativo de un plato volador en la noche blanquísima.
"-Trae mala suerte molestar a un sapo"- le dije-"dejémoslo en paz, ¿dale?"- mientras estiraba la mano hacia él; me ayudó a descender del animal, como ayuda un galan a una hetaira a sortear un escalón demasiado alto. Le mostré mi foto desnuda; tardó en darse cuenta de que era yo, sobre todo por la calva que siempre confundía las cosas: "EL PELO ES EL MARCO DE LA CARA" rezaba por entonces una publicidad de shampoo. Seguía sus ojos mirando esas tetitas blancas con sicalíptica avidez; los niños, contra lo que se supone, habitan la carne más pura del sexo, son sátiros en emergencia, con esa pulsión desordenada, salvaje, ignorada de sí misma, y el gozo de los sentidos, en maremagnum, es lo más natural del mundo para ellos. Le dije que tenía una caja llena de fotos como esa, pero que había que ir al bosque a buscarla, podíamos sentarnos en una piedra enorme - de sacrificio- a mirarlas todo lo que nos permitiera la luz del día. Aceptó sin vacilar, presa del embrujo como estaba, pobrecito, creía en la bondad de los extraños, los grandes, los que supuraban los valores de la generalidad, nunca habrían ejercido el mal, según él. Tarde comprobaría lo contrario.
Yo, que temporáriamente había hurtado mi cuerpo a la protección mítica del bosque ( "Vor Diesem Baum, Diesem Wald." dice Paul Celán), había ingresado en el reino de la escoria, el detritus de los hombres ( lo subproduzcan o lo paran), y ahora embutía un niño, lo engastaba, en el aire de la fábula; cuando lo ví seguirme, semejante mansedumbre, entrar de lleno en la fronda, cuyo material nunca llegaría a modelar una pesadilla- no le daría el tiempo-, sentí una emoción que casi me deja sin rodillas, me pesaron de pronto, como mesmerisadas por el suelo. Veía claramente, como en el sueño de un pez insomne en la fluorescencia de su acuario, a una criatura adorablemente destinada al suplicio arbitrario del que yo sería la oficiante. Esa carne se movía, funcionaba, como un artilugio mecánico, una bomba de tiempo incapaz de resistirse, de desairar a un grande, aunque olisqueara el muere en el aire.
Llegamos a la piedra donde había dejado la caja con las fotos (aún no había perfeccionado el mecanismo que me permitiera prescindir de ella) de una antigua vida de hembra deseable; en todas, como fragmentos discordantes de una secuencia, ese pelo, ahora de connotaciones siniestras, aparecía sobre mi cabeza como dotado de vida independiente, y como si, a su vez, su sóla existencia hubiera constituido la excusa para la transmisión de un mensaje que sólo las lagrimas del presente podían decodificar. Ayudé al pibe a encaramarse y le fuí pasando de uno en uno los cartones de bordes serrados a los cuales él levantaba con delicadeza temblorosa el velo de papel transparente. Observaba la criatura in púribus, la albura de envés de pez, la mancha del pubis, como tachado con birome negra, y después a mí, realizando anatomía comparada entre especímenes de tiempos diferentes, buscando, quizá, un antiguo parentesco. Pero la cabeza de huevo del presente lo despistaba cada vez.
Aproveché el exámen de una de las fotos para abrirme dos botones del vestido y poner un pecho fuera. Cuando me miró para cotejar, quedó confuso, algo había cambiado, el globo desinflado de paleozoicos cumpleaños lo turbaba, era un hollejo indecente con la carne colgante, inútil, de un pezón coriáceo, con la sangre negra, reseca, en el alfilerazo. En la espuma de la ola de su confusión yo ya había posado mi manos en su bragueta abotonada: el aceptaba con maravillada anuencia el milagro del masaje. La cara fue desliéndosele, embobandose, renunciando a los detalles, los ojos se desplazaban como acitunas en un plato, como hielos blancos, aborregaban el bosque. Cualquier lanza clavada en su costado habría avergonzado con su labilidad la seda secretada por el gusano infecto, la muda de la cobra demente.
-CARO DATA VERMIBUS-
Le saqué la pijita fuera de los pantalones, los botones saltaron como semillas estériles: era una cosita de nada, el asa del mundo, el glande que alternativamente alcanzaba a verse, (el pene se doblaba como un clavo fallido en una ereción imperfecta), era una piedrita violeta, unida a la piel del prepucio por un nervio estrafalario que parecía el nexo entre un músculo y la parte biónica de un ciborg. Esa vez, y fué la única, violenté el encantamiento, agrieté el retablo, y me incliné a chupársela, a riesgo de hacer saltar en pedazos el cuadro sagrado que se estaba gestando. El chico se derritió sobre mi cabeza como un dedo de cera señalando el incendio iniciático de un cosmos. Era trabajoso hacer correr la piel sobre el apéndice blando. El babeaba mi nuca bruñida como el espejo de la leucofobia, la lamía sin darse cuenta como un mordillo de silicona, el sonajero de las parcas. No supe en qué momento mi mano había empuñado el cuchillo dorado, yo también era transportada por la escena, ambos estábamos naciendo a algo. Expuse su cabeza, casi un ánfora de llanto subitáneo, tomándola del pelo opacado de sudoración- las copas de los álamos bailoteaban como locas a uno y otro lado, cambiando lentamente a direcciones imprevistas como bandadas de sueños- y seccioné su cuello con un sentimiento cercano al amor , la hiperdulía.
"Suplicando por ese susurro de flores en el misterio de la / aorta (...)" se me vino a la cabeza ese fragmento de E. Molina; ví deslizarse sordamente los chicotazos orgásmicos de su sangre, caía como un telón silente, y, dañando mi recompensa, separé el tesoro al final del arcoiris agónico -un caldero con el peluquín de un duende hirviendo en su centro- con tajos idiotas, cortes histéricos, como los que en mis arrebatos mordientes infligía a las naranjas de mi huerto, pacientes increibles diosas que suspendidas en esos árboles pequeños, como soles de pigmento, entregaban, para nada, el zumo detenido de su explosión.

viernes, 26 de marzo de 2010

CAPITULO II

"Diré a mi alma:"sáciate""

M.P.Shiel : " la nube púrpura".



Dolor de panza, dolor de panza: ahora la cosa negra que hace su nido en mí, adoptó la forma de ese atávico dolor de panza, que viaja, haciendo fechorías, por el universo somático, en connivencia con el dolor- taladro de la cabeza.

Alguna vez fuí un veterinario de cierta reputación por estos andurriales, huido de la ciudad por causas que no importan, dí con este pueblo infecto enclavado en la mismísima concha de su madre; traía diploma de la universidad: ante su vista las autoridades ponían sus bocas en "O", se prosternaban y estiraban las pieles maleables de sus caras de lobos;¡ el asco que sus rodillas escaradas me daban!, el disfrazado, encarnizado odio hacia todo lo que quién sabe por qué abstrusa razón envidiaban, en definitiva un cartón de mierda con la rúbrica borracha de un idiota doctorado: nada.

Enseguida me hice una posición, con sus majadas, sus tropillas, sus vacas hediondas y sus inenarrables porquerizas. Metía mano sin guante en la vulva de las yeguas y sacaba un potrillito en su gelatina amniótica, como lo menudos de un pollo decapitado; eso les gustaba, que no tuviera melindres, que tratara a sus animales como ellos, con rudeza:¡Venga ese nacimiento! y a los bifes. Yo estaba secretamente harto de la vida, aunque la palabra era, me parece, a la distancia, desencanto, algo le había matado el brillo, y sin embargo ahí estaba, igual a sí misma, pero deslucida infinitamente.

"Sin cuerda, no canta. Sin cuerda nadie canta" decía en un libro de Rubem Fonseca que birlé un día de un estante de la vieja, a propósito de un ave mecánica.

Y levantarse hastiado por la mañana, con toda esa belleza estacionada en la puerta como patrulleros en llamas, era por lo menos una experiencia curiosa, sin contar el fantasma, la cosa negra, eso cuya fórmula simplista sería :"la muerte", aunque ni siquiera la rozaran las burdas nomenclaciones: su promesa grabada en cada célula como el sello árabe que encierra un Ifrit, era la bronquítis asmatiforme crónica, el tirón en la ingle izquierda, el pus que a veces hacía un globo en la encía sobre la muela verde: La cosa negra (volvámosla a su vago nombre), me sabe de memoria, me repasa, me repite como una lección demasiado aburrida, y a veces, simplemente por diversión, me arrincona, y me tiene un rato, ahí llorando, contra las cuerdas, como a un chico, hipando, a grito pelado, suspirando, haciéndo horribles gestos con la boca del torturado: le gusta picarme con su palo como a un pez hallado muerto, flotando; creo que así me da a entender que ella también metió la mano ( la cola) sin guante en la vulva de mi paridora; que me viene criando de potrillo, engordándome para la faena absurda: el mismo cagazo le tengo que cuando la primera vislumbre, bajo el sol fluorescente de la sala de obstetricia.

"Todos somos basura, pero de distintas maneras" dice mas o menos uno de los libracos de la vieja, esta vez de H. Brodkey. Hay frases que se me quedan pegadas como bichos de ruta y que tienen cierta correspondencia misteriosa con los paisajes momentáneos. Siempre tuve, por ejemplo, la certeza de que sería capaz de mata antes que pasar vergüenza. Vivo con un pie puesto en el ridículo, habito un desfasamiento, hago ingentes esfuerzos por mantener el equilibrio; a mi lado pasan los bailarines volatineros, haciendo cabriolas en el cable, existiendo con una soltura pasmosa; un ejército de panchos por su casa, ellos viven simplemente; yo en cambio esquivo los agujeros negros que minan el queso informe y pútrido del espacio.

La belleza (y "aquí se me cairán unas palabras de Platón" Quevedo :"la hora de todos") es un estado de ánimo.

Ese presentimiento de que voy a cagar la fruta de una forma escandalosa, de que dolores de naturaleza indomeñable van a ponerme en evidencia como radiografías hechas con fuegos de artificio, me arrastró al bosque, al aislamiento como el loco de Bedlam en "El rey Lear", a la VRAI VIE del anacoreta. Quería volvera la fuente, al espejo prístino del salvajismo. La cosa negra me daba además un poder, el de la indiferencia hacia mis congéneres, y la soledad era su única condición, dónde podía mantenerla en suspensión criónica. Debía ocultarme, procurarme los alimentos, pendieran o no de los árboles, de los instantes, debía sacar la cabeza del globo de latex de las oscuras cronologías.

Y sucedió con naturalidad, no sin algunas intoxicaciones no del todo graves en el medio, abigarradas bayas, hongos alucinantes, pequeñas alimañas que aprendí a saborear sosas y crudas: nada decían del sabor las lecciones veterinarias: en ningún libro (qizá en China lo hubiera) se dijo jamás que el ojo del gato es amargo, al igual que algunas benditas cortezas antibióticas, o que las entrañas del perro mejor enterrarlas y bailar una chacarera sobre el montículo de tierra. Sabía, sí, de un hombre que aconsejaba, para conocer la toxicidad o no de una cosa, cortarla en cachitos pequeños: comer uno, esperar quince minutos, si no hay síntomas negativos comer dos, volver a esperar, y así hasta estar seguros. Hice lo propio, en esa etapa de transición aún podía valerme de consejos humanos, arrastrarlos conmigo en la segregación de mi metamorfosis.

Pasé días extraños, de fiebres intensas, alucinando, como si me purgara, toda la imaginería fantasmática sapiens-sapiens. Horas de euforias locas, incontrolables, corriendo como Orlando desnudo entre los árboles, de cabeza como Don Quijote en su penitencia amorosa, saltando, trepando, aullando, fortaleciendo la callosidad de mis pies descalzos. Bailando hasta perder la última gota de agua bajo la clepsidra infinita de las hojas después de las lluvias. Perdiendo y retomando, sin importancia el hilo de mi conciencia, como si fuera fragmentos de una narración destinada a no ser tenida en cuenta.
Cuando ya era "la bestia perfecta", y cazaba como si me hubieran enseñado mis madres las hienas, descubrí, en un pequeño calvero, una escena portadora de un pathos fulminante, las gotas esenciales de una puesta humana, la belleza en su esplendor básico.
"QUAND´E´, COM´OR, LA VITA?"- decía en ese instante la vieja calva, un momento antes de besar la boca del niño sentado junto a ella en la piedra oscura y abrirle la garganta en canal con su cuchillito dorado, sin separar de los suyos los labios grises y apergaminados en ningún momento de la operación. Cuando el niño dejó de temblar, ella lo sostuvo de su pelo sudado, y con un movimiento giratorio , como quien revuelve un caldero, munida aún del mismo cuchillo, cortó el cuero cabelludo del que el cuerpo blando del niño se desprendió como un racimo pútrido y vendimiado.
Guardó, incorporándose, la reliquia sagrada en su faltriquera para escalpos y se dirigió a la cabaña con tal indiferencia que se habría dicho que el resto, incluidos el niño y el bosque entero, se habían borrado para ella, perdida toda su eficacia.
Mis sentidos agudizados olieron enseguida la fragante ráfaga de sangre que ya atraía sobre el cráneo desollado un enjambre de moscas verde metalizadas. Me acerqué con cautela, como si temiera que tanta suerte fuera una trampa, no del todo ajeno a la fascinación que me embargaba, sabiéndome a punto de quebrantar el tabú inmemorial de la antropofagia, el último paso para la metamorfosis definitiva, el alejamiento moral de esa especie guacha.
El chico había sido particularmente hermoso, sus rasgos, aún sin cuajar, entre ambos tajos, tenían un dejo de indecisión femenino que un poco me exitó. El hambre y la erección se confundían, se entorpecían como piernas desacompasadas en un mismo cuerpo que camina. Olisqueé el cráneo sanguinolento, sucio de tierra, pero mi voracidad se centraba por alguna razón en su cara dificilmente masticable, casi de chicle: se podía estar quince minutos rumiando que su trama no aflojaba ni un poco. Alrededor de la cabeza horripilada fueron juntándose los bollitos de piel regurgitada como flores de una tiara rota. Mis dientes no estaban hechos para esa tarea, ni siquiera para desgarrarla, tironeaba y tironeaba y la piel demostraba sus obliterados rostros futuros, prolongándose con una elasticidad fantástica, mutando la gestualidad del infante.
Fingiendo enojarme, mordí el abdomen con todas mis fuerzas, me dediqué, las encías sangrando, directamente a la deglución de la carne, dura pero no tanto.
En estas faenas me encontró la vieja, que volvía silenciosa, seguramente a esconder los restos. Tenía una pala fina y larga en la mano y me observaba más escrutadora que asombrada, como calculando algo. YO, descubierto in fraganti, otra vez dentro del marco de referencias de una conciencia humana, su ojo de buey, no sabía si obedecer a la alarma que sonaba en mi sangre, galopaba en mis sienes soplandome "¡Corré!, ¡Rajá turrito, rajá!, o quedarme donde estaba, con un cacho de aquella cosa muerta aún entre los dientes, sin decidirme a tragar.
"Hola"- dijo la calva con una voz que no siendo dulce sugería la posibilidad de un pasado infinitamente remoto donde ponde pudo serlo-"Soy Listerine, vivo por allá"- señalando, con el dedo largo terminado en uña, un sector del bosque, mientras se quitaba el pelo inexistente que se le metía en los ojos y se secaba el sudor de la frente, como si realmente hubiera estado cavando.-"hay trabajo para vos, si te interesa. Seguí mienrtas con lo que estabas, cuando termines escondé los huesos bajo algún arbusto y vení a verme."- giró olvidando decirme algo-"No te preocupes no tengo perros". Sólo atiné a pensar que en el estado en que se hallaba mi espíritu, habrían sido los perros los que debían andar con el rabo entre las patas, cuidarse de mi presencia en el páramo.

martes, 23 de marzo de 2010

Nuestra Señora de la Calva.

"Abriéndose en nosotros, hay no obstante un camino que no existe; es el bueno y el único. ¡Tómalo y llevate!" Jean-Perre Duprey "Spectreuses"



Nací calva, eso sí que sí, como tantos, apenas la pelusa de un durazno sobre el cascarón de calcio del cráneo, (recuerdo la uña tosca de alguien rascando mi mollera, su resonancia en los jugos eléctricos que tesaurizaban mi cerebro)- luego tuve mis años de fronda: un pelo divino, un sol de rizos rubeos a lo Rita H., resortes con vida propia, la trillada cascada de seda sobre la desnudez de los hombros. Después vino la araña inmensa de la tragedia, con la miríada hilandera de sus arañitas subsidiarias. La calvicie es, en la mujer, un huevo del que podría esperarse la eclosión de casi cualquier clase de monstruo, y yo los conocí a todos en secuencia. Una cara ovalada, mi cara dibujada en un plato, en el fondo de una fuente demasiado limpia, nada en los bordes, la silueta perfecta del enlosado, y después la nada lampiña y que imagino negra, como el petróleo en que se resume el caldo de todas las cosas cuya oportunidad se ha perdido para siempre. Se adivina en mi sintaxis atropellada que soy una coqueta.

"La vida es posible sólo gracias a sus fantasmas estéticos" es la frase de Nietszche que leía en un parque cuando la mirada de un niño me dió una idea luminosa: porque los chicos siempre me miraban, naturalmente, con esa preocupación curiosa, que les impedía obedecer el mandato de las madres avergonzadas, presas de una piedad aviesa; yo, con mi cabeza de huevo, era, después de todo, una rara avis, tenía su lógica (su zoo-lógica) que me observaran, y prefería mil veces eso a la comedia estúpida, económica, canallesca de sus madres; los pendejitos eran humanos crudos, y me gustaban, aún cuando naturalmente y a espaldas de sus custodias, nos sacáramos mutuamente las lenguas. La idea, decía, me vino de un chiquito rubio, todo despeinado al antojo del viento, de quién percibí, a pesar de mi olfato deficiente, el perfume delicioso del Shampoo Jhonsons para niños (ese que en la friega de los mayores, aseguraba no irritar las córneas). El coso me sonrió desafiante, era una medición de fuerzas entre monstruos, tenía chocolate en las muescas de sus dientes nuevos- instrumental secreto recién salido de sus fundas color chicle- Se pensó vencedor cuando le mostré la lengua en toda su extensión (creía haber quebrado la adustez de un Grande, obligándolo a reintegrarse al juego de las formas) y me la sacó a su vez, acaso sin esperar que yo comenzara a girarla chupándome lascivamente los labios; vi en sus ojos que de alguna manera entendía lo que le estaba sugiriendo, se puso blanco, y empezó a tropezar con casi cualquier piedra, real o no, que se le interpusiera en el senderito del parque, lleno a su vez de ramas de jacarandá derribadas por el temporal de la noche antes, con sus ostras semilleras, carnívoras, de bordes sinuosos y cortantes. Antes de la derrota total que significaba girar la cabeza y volver al orbe de percepción de su madre, tragó saliva de forma clásica y aparatosa. Me sentí reconfortada, tanto, que olvidé en el banco verde el librito que el alemán escribiera casi exclusivamente para vengar algunas cuentas familiares.

Empecé a entrenarme en ese contrabando de señales con los niños que como perritos sacados a pasear, tenían la voluntad restringida por el millón de zarcillos, de invisibles tentáculos que los unían como arterias a la provisión de órdenes de sus custodios como si fueran sangre.
No hubo animosidad, tampoco algo que pueda señalarse como un momento de decisión, estaban ahí, como material disponible, locos habitantes de la velocidad, viajeros del vértigo, del cambio de tema y de forma, con un permiso temporario para la demencia, dentro de sus cotos, como el arenero por ejemplo, podían despanzurrar insectos, poner petardos en los culos de los perros, patear sapos, protegidos por el campo de fuerza de una anuencia tácita, la salvaje indiferencia del " con tal que no me rompan por un rato las pelotas", eran los dioses de la vista gorda, habitaban la linde del ojo, el submundo boscoso del rabillo; y yo metería una larga y vieja pierna en su cuento para niños, una pierna cubierta con la real piel de la seducción, sería la bruja del bosque desencantado y obtendría de ellos, mediante mis maniobras sesgadas la recompensa truculenta de su escalpo.

domingo, 21 de marzo de 2010

Dos.

Estoy empezando a manear este asuntillo, apure delantero buey, siga la huella:por ahora al menos. IIIIIIIIIIIIIIIIJJJJJJJJJAAAAAAAAAAAAAA.

Inaugural

Sólo por escribir algo, por averiguar cómo actualizar un blog que inauguré, sin éxito en 2005.
Por no dejarlo vacío como blog guacho que no tenga un chancho que por él vele.