" Las caravanas se bambolearon y su peinado me hizo pensar en una de esas pelucas francesas que usaban las condenadas a la guillotina." Gloria Alcorta "En la casa muerta".
La primera vez estuvo viciada de impericias. Había olvidado las artes de la seducción en un hotelucho de tiempos remotos y a gatas sabía manejar el cuchillo. LLevé conmigo una foto en sepia de cuando era joven y desnuda, no más esbelta que en ese momento, es cierto, aunque tenía, eso sí, más firmes las carnes, como si desobedecieran, henchidas del gas superliviano del deseo, briosas, los dictámenes de la gravedad más elemental que, infinitamente paciente, como si tuviera para sí todo el tiempo del mundo, acabaría por triunfar de la derrota definitiva y total.
Llevé en mi faltriquera un cuchillo de oro ( en realidad un abrecartas), antes que nada porque me gustaba su simbología obvia, ritual, facil; además , una cuchara de alpaca con la que creía, mídase con esto el tamaño de mi ingenuidad factica, que podía hacer un hoyito en la tierra del tamaño de un bocadito Hollanda, donde ocultar los cuerpos infinitamente pequeños, ¡ tanto!, ¡tanto!, de las victimas que ya entonces, antes de comenzar, de siquiera imaginarlo, calculaba por miles: como si fueran lagartijas muertas, sin las colas o vaquitas de San Antonio capturadas eln el zapallal.
Temí se velara mi realidad al poner un pie fuera del bosque; el propósito había vuelto mi realidad del lado de las historias que postumamente se cuentan: yo era el núcleo, siempre el mismo, de incontados, maleables relatos que no tendrían por qué, jamás, jamás, ajustarse a algo tan estrecho como la verdad presencial: permitiría, tal mi responsabilidad, esponjarse la elocuencia de juglares inexpertos, policias roñosos, doñas en enaguas de viejas menstruaciones, que andarían hasta los últimos rincones de la tierra rumiando sus habladurias, rimando las supuestas novedades de una vida pretérita. La historia acabaría por inficionar hasta la más recóndita de las células nerviosas dela curiosidad malsana de la especie: se celebrarían justas de veracidad, se cotejarían datos, exhumaciones, bajo amenaza de mandoble, a cuál más infiel, más truculenta, y correrá sangre en honor de mi supuesta crueldad, a vuestra salud, putos de mierda. Bah!
Al primero de los pibitos, lo encontré detrás de la Shell, hostigando en el polvo un sapo verde que más parecía una rana -se limpiaba un ojo con la lengua, después el otro, ya parecía que lloraba- se había aventurado allí después de la lluvia, sin sospechar siquiera que existiera en el mundo algo como el diluvio de palos que el chico le asestaba, ¡duro el sapo!, pertinaz en su revelión pacfífica, estarse ahí, después de todo, era su desafía máximo. El chico sujetaba el garrote con ambas manos y gritaba con samurai enajenado. Yo llevaba un vestido negro, de noche, a esa hora del mediodía (el resistero, diría Quevedo) sobrenatural, una aparición bajo el rayo del sol que hacía hervir la linfa dentro de las agostadas rudas que crecían al acaso como única caminera vegetación y que incensaban el aire reverberado de forma irritante. Me quedé quieta, descalza- treinta y ocho el talle de mi pie- sobre el oblongo batracio y salté hasta que confesó al día de qué estaba hecho (resultó que de tripas y humores hediondos como todo el mundo). El chico me miraba con la boca abierta como el negativo de un plato volador en la noche blanquísima.
"-Trae mala suerte molestar a un sapo"- le dije-"dejémoslo en paz, ¿dale?"- mientras estiraba la mano hacia él; me ayudó a descender del animal, como ayuda un galan a una hetaira a sortear un escalón demasiado alto. Le mostré mi foto desnuda; tardó en darse cuenta de que era yo, sobre todo por la calva que siempre confundía las cosas: "EL PELO ES EL MARCO DE LA CARA" rezaba por entonces una publicidad de shampoo. Seguía sus ojos mirando esas tetitas blancas con sicalíptica avidez; los niños, contra lo que se supone, habitan la carne más pura del sexo, son sátiros en emergencia, con esa pulsión desordenada, salvaje, ignorada de sí misma, y el gozo de los sentidos, en maremagnum, es lo más natural del mundo para ellos. Le dije que tenía una caja llena de fotos como esa, pero que había que ir al bosque a buscarla, podíamos sentarnos en una piedra enorme - de sacrificio- a mirarlas todo lo que nos permitiera la luz del día. Aceptó sin vacilar, presa del embrujo como estaba, pobrecito, creía en la bondad de los extraños, los grandes, los que supuraban los valores de la generalidad, nunca habrían ejercido el mal, según él. Tarde comprobaría lo contrario.
Yo, que temporáriamente había hurtado mi cuerpo a la protección mítica del bosque ( "Vor Diesem Baum, Diesem Wald." dice Paul Celán), había ingresado en el reino de la escoria, el detritus de los hombres ( lo subproduzcan o lo paran), y ahora embutía un niño, lo engastaba, en el aire de la fábula; cuando lo ví seguirme, semejante mansedumbre, entrar de lleno en la fronda, cuyo material nunca llegaría a modelar una pesadilla- no le daría el tiempo-, sentí una emoción que casi me deja sin rodillas, me pesaron de pronto, como mesmerisadas por el suelo. Veía claramente, como en el sueño de un pez insomne en la fluorescencia de su acuario, a una criatura adorablemente destinada al suplicio arbitrario del que yo sería la oficiante. Esa carne se movía, funcionaba, como un artilugio mecánico, una bomba de tiempo incapaz de resistirse, de desairar a un grande, aunque olisqueara el muere en el aire.
Llegamos a la piedra donde había dejado la caja con las fotos (aún no había perfeccionado el mecanismo que me permitiera prescindir de ella) de una antigua vida de hembra deseable; en todas, como fragmentos discordantes de una secuencia, ese pelo, ahora de connotaciones siniestras, aparecía sobre mi cabeza como dotado de vida independiente, y como si, a su vez, su sóla existencia hubiera constituido la excusa para la transmisión de un mensaje que sólo las lagrimas del presente podían decodificar. Ayudé al pibe a encaramarse y le fuí pasando de uno en uno los cartones de bordes serrados a los cuales él levantaba con delicadeza temblorosa el velo de papel transparente. Observaba la criatura in púribus, la albura de envés de pez, la mancha del pubis, como tachado con birome negra, y después a mí, realizando anatomía comparada entre especímenes de tiempos diferentes, buscando, quizá, un antiguo parentesco. Pero la cabeza de huevo del presente lo despistaba cada vez.
Aproveché el exámen de una de las fotos para abrirme dos botones del vestido y poner un pecho fuera. Cuando me miró para cotejar, quedó confuso, algo había cambiado, el globo desinflado de paleozoicos cumpleaños lo turbaba, era un hollejo indecente con la carne colgante, inútil, de un pezón coriáceo, con la sangre negra, reseca, en el alfilerazo. En la espuma de la ola de su confusión yo ya había posado mi manos en su bragueta abotonada: el aceptaba con maravillada anuencia el milagro del masaje. La cara fue desliéndosele, embobandose, renunciando a los detalles, los ojos se desplazaban como acitunas en un plato, como hielos blancos, aborregaban el bosque. Cualquier lanza clavada en su costado habría avergonzado con su labilidad la seda secretada por el gusano infecto, la muda de la cobra demente.
-CARO DATA VERMIBUS-
Le saqué la pijita fuera de los pantalones, los botones saltaron como semillas estériles: era una cosita de nada, el asa del mundo, el glande que alternativamente alcanzaba a verse, (el pene se doblaba como un clavo fallido en una ereción imperfecta), era una piedrita violeta, unida a la piel del prepucio por un nervio estrafalario que parecía el nexo entre un músculo y la parte biónica de un ciborg. Esa vez, y fué la única, violenté el encantamiento, agrieté el retablo, y me incliné a chupársela, a riesgo de hacer saltar en pedazos el cuadro sagrado que se estaba gestando. El chico se derritió sobre mi cabeza como un dedo de cera señalando el incendio iniciático de un cosmos. Era trabajoso hacer correr la piel sobre el apéndice blando. El babeaba mi nuca bruñida como el espejo de la leucofobia, la lamía sin darse cuenta como un mordillo de silicona, el sonajero de las parcas. No supe en qué momento mi mano había empuñado el cuchillo dorado, yo también era transportada por la escena, ambos estábamos naciendo a algo. Expuse su cabeza, casi un ánfora de llanto subitáneo, tomándola del pelo opacado de sudoración- las copas de los álamos bailoteaban como locas a uno y otro lado, cambiando lentamente a direcciones imprevistas como bandadas de sueños- y seccioné su cuello con un sentimiento cercano al amor , la hiperdulía.
"Suplicando por ese susurro de flores en el misterio de la / aorta (...)" se me vino a la cabeza ese fragmento de E. Molina; ví deslizarse sordamente los chicotazos orgásmicos de su sangre, caía como un telón silente, y, dañando mi recompensa, separé el tesoro al final del arcoiris agónico -un caldero con el peluquín de un duende hirviendo en su centro- con tajos idiotas, cortes histéricos, como los que en mis arrebatos mordientes infligía a las naranjas de mi huerto, pacientes increibles diosas que suspendidas en esos árboles pequeños, como soles de pigmento, entregaban, para nada, el zumo detenido de su explosión.
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