miércoles, 25 de enero de 2012

ALGUNAS VARIACIONES SOBRE EL CASO ROLLA


El tal Rolla tenía un problemita, vamos a decir, mental. Si se concentraba lo suficiente, esa clase de momentos en los que uno se “cuelga”, aquello que pasaba entonces por su mente, se traducía en hechos de la realidad; quiero decir que sucedía. A veces tal cual lo soñaba despierto, otras modificado de alguna manera, traducido, malinterpretado.

Voy a poner un par de ejemplos (aunque odio los ejemplos, no son nada, son tergiversaciones) para no seguir parloteando in abstracto: en cierta ocasión se hallaba el Sr. Rolla sentado en su sillón habitual –tengamos en cuenta que se trataba de un hombre soltero como un poste de luz y vivía en idéntico aislamiento respecto de los de sus especie- mirando en la tele un programa baladí, de esos destinados a llenar de culpa cerebros más o menos desarrollados –tal la masa encefálica del bueno de Eduardo Rolla que realizara, a su tiempo, estudios terciarios de decoración de interiores y jardinería aplicada- pero mirando sin mirar, mirando como quien mira, cuando imaginó –usemos esa palabra- al encargado del edificio siendo descubierto , en flagrante delito, por su esposa, en los aposentos de la chica del 3ºE. Tal cosa ocurrió, estaba ocurriendo, de hecho, mientras, los ojos abiertos, lo soñaba, su mente bubónica. Cualquiera podría decir que él no provocaba estos hechos, sino que, merced a una de las probadas presciencias de la naturaleza, los VEÍA, o, en su defecto, las ADIVINABA; y estaríamos dispuestos a dar la derecha a tales aseveraciones si no fuera por el expediente de un pequeño detalle a tener en cuenta: el hecho de que a la mujer del encargado le estallara el arma en la mano al apretar el gatillo fue un ADORNO de Rolla, algo que se le ocurrió a propósito para enriquecer la trama.

Cabría aceptar entonces, que, si bien el Sr. Rolla no provocaba directamente los acontecimientos que “imaginaba”, era capaz de modificarlos con su mente, agregarles cosas.

El otro ejemplo que me gustaría consignar en este breve informe, sucedió en una plaza de las inmediaciones de la vivienda donde el Sr. Rolla cumplimenta, o cumplimentaba hasta hace muy poco, una existencia vegetal; se hallaba sentado en uno de los tantos e indistintos bancos, alimentando a las palomas que se apiñaban entre sus piernas flacas, con la corteza del pan lactal de los sándwiches de su magro almuerzo de rumiante apático; la mirada de no mirar nada en particular, abstraída, abúlica, fijada en un granado ornamental, cuando lo asaltó una imagen: las palomas ascendían en ella como tiradas por una piola, un sacudón brusco y desaparecían, de una en una, en el aire.

De haber sucedido tal cual la cosa, no habría preocupado a nadie, más allá de alguna de esas asociaciones colombófilas que nunca faltan, y mucho menos figurado en los diarios del día siguiente. La cuestión fue más grave, porque se trató de una de sus Imaginaciones Cambiadas; quedó pasmado al ver cómo subían uno a uno, disparados como cañonazos al cielo, los niños de la plaza; arrancados, a veces, de los brazos de sus madres, o chupados de un partido de fútbol, o con la palita y el balde aún en las manos, dejando una inmaterial llovizna de la arena de sus ropas por toda secuela, durando más que su imagen.

Todos los niños de la plaza desaparecieron ese día como por arte de magia, decenas de madres se enteraron luego, decenas de otras quedaron atónitas observando el vacío celeste.

Nunca alcanzó a saberse con certeza qué causó aquello; por supuesto menudearon las teorías sobre visitantes de otros mundos y unas cuantas fabulaciones, salidas por la tangente, de imaginaciones prefabricadas y obvias.

Quien no pudo recuperarse su el Sr. Rolla, el asunto fue demasiado para su alma. Se sintió penalmente responsable; y me veo tentado a creer que en ciento modo lo era.

Sus esfuerzos se centraron por esos días en imaginar cosas que él consideraba buenas, realizó en esa dirección algunos ejercicios, como por ejemplo: cuando andaba una niña por la calle el provocaba la apertura de todas las rosas de un jardín a su paso; las primeras veces sucedía tan rápido que los pétalos se dispersaban por el aire como naipes mal barajados. Quitaba del paso de las viejas charcos y cosas resbalosas; guiaba con la mente taxis hacia esquinas donde la gente que los esperaba podría haberse quedado mirando toda la noche sin suerte. Esta especie de Imaginación Positiva mejoró en parte su ánimo, su sentimiento de culpa y el resto de una vida que uno podría, desde afuera, considerar inmunda: mejoraba, desde su cama, imaginando caras de gatos en el machimbre, la ejecución del instrumento de la inexperta violinista de dos pisos abajo, un poco para favorecer la armonía del edificio, guiaba los deditos finos de la intérprete sobre el sedal que sobrevolaba los trastes.

Intentó imaginar algo bueno para sí. Imaginó que recibía un beso divino de la muchacha que ponía en condiciones su departamento dos veces por semana. Pero fue un beso tramposo, peor que robado; el amor no podía ser imaginado, y menos así. Se sintió miserable y echó a perder su “don”.

Al poco tiempo desapareció Rolla, quizá, distraído lo imaginó así, se descuidó y deseó estar lejos de ahí, y quién sabe dónde es lo suficientemente lejos para un corazón como el de él; para no dejarse ver el pelo nunca más; quizá hasta lejos de sí mismo, disparado como uno de sus niños celestes, desvanecerse desvaneciendo todo lo demás a su alrededor, incluyendo a este vecino buchón que prepara una foja de cada quién para regar a su majestad policial de la necesaria y vital información (sin la que).

martes, 24 de enero de 2012

CUMBIA LOCA


A cuento de qué un cuento, si lo que quisiera es bailar, no estar contando; bailando debajo de la lluvia, la cara en alto hacia la lluvia de gotas grandes como palomas muertas.

Hay un perfume propiciador en los deseos, como si prepararan el espíritu para que lo deseado sucediera. Todo está en el pulso de quien debería tomarlos del ala y llevarlos a cabo; no siempre es obra de la casualidad, me refiero a la concreción maravillosa de lo que queremos; sin contar con que, en general, no sabemos lo que queremos. Pero cuando bailamos, cuando bailo, es deseo, llamada amorosa y cumplimiento al mismo tiempo; plumilla tornasolada en un chorro luminoso que tiembla y se va abriendo de esa forma extraña y conmovedora en que una dalia se abre, llevada por la música que acaso ni siquiera sueña; una musiquita que le viene de las venas, de la musculatura eléctrica del aire.

Animado por la inconstante cumbia pulmonar, y en lugar de andar contando me voy por ahí, hasta que encuentro un bolichín del que sale música y está tan lleno que hay gente bailando en la vereda. Me clavo un vinito con hielo en la barra, observo con una sonrisa sobradora a todos esos cuerpos transpirados; qué suerte que no estoy contando, digo, creo que en voz alta, la cumbita borra mi sonrisa mala y hace crecer la nueva, sube por mi pierna y se instala en todo el cuerpo; el cubito choca contra los lados del vaso, flotando en ese líquido como sangre del agua. Me tomo unos cuantos, ya tengo un par de cartones en las arterias, estoy entonado, contento, bobón; ya tengo una piba entre ojos; creo que baila sola y de sólo verla toda mi biografía reacciona; cada célula del cuerpo es una flecha imantada hacia ese norte giratorio que mueve la pollerita a lunares como para resucitar un muerto.

Me siento en una edad estupenda para el amor, y el vino, y la cumbia y ella no pueden ser otra cosa. Dejo el vaso, ojala que en la barra, y me acerco moviendo un poquito los hombros en un conato de baile; ella, poco a poco se acomoda hacia mí, el pelo suelto y largo, apenas ondulado, subido a las corrientes encontradas del aire, levantado por la fuerza centrífuga de los cuerpos que andan, como piezas de un mecanismo interconectadas por correas impalpables; revoleado como aspas abiertas, en la música que hace retemblar el suelo.

Sonreímos y yo ya bailo, abiertamente, o lo que me deja el espacio que viene quedando; no me importa si lo hago bien o mal, sí que imantado. Los ojos de la morocha prometen trampolines venéreos sobre camas y otras músicas, a cuatro manos, rodamientos interminables en los aceites regalados por los cuerpos confundidos y enervados.

Ya bailamos abrazados, y la cumbia suena asordinada, como si viniera de otras cámaras en el palacio de nuestras mentes reenfocadas; nos decimos cosas al oído, únicos sonidos que llegan hasta el lugar donde estamos, únicas palabras que aciertan siempre; siento el avance de los hilos del oro bajo dos o tres capas de mi piel erizada y mágica.

No queda sino salir a la calle, al viento que impacta sobre la fiebre que llevamos. Creo que no quiere ir a casa, tampoco veo que lleguemos; entramos en uno de esos hoteluchos de mala muerte y sexo espontáneo, que abundan junto a las bailantas. El cuarto es un cuarto, qué importa. La beso y no tiene gusto a nada, vuelvo a besarla y tampoco, casi que el único sabor es el de la propia saliva que dejé en su boca. La alejo un poco para mirarla, es absolutamente deseable, pero un anticlímax se introdujo en la escena como un baldazo de agua. La acaricio, sus tetas son un milagro de armonía, delicadeza y diseño, pero no pasa nada, mi cuerpo no la desea. Intento cumplir lo mismo para no dejarla descontenta. Pero no puedo, no quiero, se me revuelve el estómago: China linda, le digo, no sé qué me pasa, pero no quiero, no puedo, me quiero matar porque sos preciosa, pero no puedo. Estoy pensando en otra cosa, y entro en la, a veces, tirana dimensión de contarlo; estoy pensando en otra persona, y nadie que no sea es suficiente, no puedo, disculpame negrita milagrosa.

Entran dos muchachos, uno la saca de los pelos y otro me da una paliza inolvidable, te equivocaste, nene, me dice, y me sigue dando; yo recibo los golpes casi con alegría, eso sí lo siento, eso puedo sentirlo, no me defiendo, recibo cada golpe envolviendo el puño con mi carne magullada, cardenales de dolor, camalotes de hipodérmica sangre; pero qué me importa a mí, mientras me deje, este guacho, de vida un alambre, voy a sonreír por aquella en la que pienso, voy a seguir pensando en ella, esa ocupación favorita de mi mente, y voy a llamarla, cuando salga de acá voy a marcar ese número indeleble, llamarla, y cicatrizar todas estas heridas profundas pero superficiales, con esa voz que nace de adentro como un tsunami. Voy, nena, estoy yendo, me faltan unos dientes en el comedor, pero estoy intacto, voy, voy, voy, ¿no me ves llegando?...

lunes, 23 de enero de 2012

GUANTES MÁGICOS


Es raro que yo, precisamente yo, cuente un sueño; es raro porque en general (iba a decir “no sueño”, pero ya me corrigieron tantas veces: “lo que pasa es que no te acordás, pero todos soñamos”) no recuerdo mis sueños y aún si los recordara, qué motivos tendría para andar ventilándolos cada vez que aparecen.

Lo que parece gustarnos de los sueños es que sentimos que se hacen solos, a nuestras expensas; como no interviene la voluntad propiamente, se nos hace que se trata de cuentos confusamente relacionados con cosas nuestras, que alguien nos contara. Pero la verdad es que es el soñador quien aporta las fibras con que se teje su canasto.

Bueno, vamos directo al sueño, porque si la hago larga no lo cuento nada; tengo esa sensación en el cuerpo de estar yéndome de boca, como quien revela un secreto que debería permanecer oculto, y eso es raro, porque tampoco tengo secretos (seguro hay alguno pensando: “sí los tenés, lo que pasa es que no te acordás”, está bien, si no los recuerdo no los tengo, a ver si nos dejamos un poco de joder):

“Ando al costado de la ruta, es de noche, apenas pasan autos, cuando vienen de atrás alargan mi sombra y me permiten ver dónde camino; cuando vienen de frente me encandilan. Hace un rato largo que ando y tengo la agradable sensación de no estar haciéndolo solo; como si una presencia benigna me protegiera de algo, como, por ejemplo, de estar caminando solo, de noche, al costado de una ruta apenas transitada. Casi percibo el perfume de su amistad. A un lado veo árboles más oscuros que el cielo, su silueta de cartulina negra. Paso por un sembradío minado de luciérnagas como hacía cuántos años que no veía, parece un árbol de navidad acostado. Paso (casi digo “pasamos” el ángel y yo) por tramos iluminados; los alambrados de las casas, cuando las hay, están agujereados y de los agujeros salen perros grandes que se acercan hostiles, pero yo creo que el ángel los serena hablándoles despacito para que comprendan que sólo estamos de paso y no abrigamos segundas intenciones.

Otra vez en la noche cerrada se oyen relinchos: qué será que aprieta el gañote de los caballos para que rechiflen en lo oscuro; son como sueños de diamantes superdentados, cristalerías invisibles, estallando. A los tobillos se me prenden toda clase de estrellitas de madera, muy puntiagudas, venidas del cielo; las arranco con cuidado, no quisiera pincharme. Pasan bichos por los fragmentos de luz del aire, aparecen, revolotean en el ajazminado perfume silvestre de la hierba pisoteada, y retornan a su nada aparente. Uno se me pega a la humedad de la boca, me lo quito con desesperación; queda maltrecho en el suelo, su mecanismo hace ruiditos extraños y larga chispas; me apena haber estropeado algo tan hermoso y plateado como una polilla (siempre que no se la vea de cerca).

Llego (llegamos) a una plaza –tengo la sensación de que este fragmento del sueño está mal puesto acá, como si debiera ir al comienzo, si es que hay otro inicio para los sueños que no sea la más pura leche de la vigilia- Hay luz, pero oscurece a medida que nos hamacamos. Cuando el ángel se hamaca fuerte alcanzo a ver a mi amiga; no necesariamente son alas lo que tiene, pero sí una sonrisa deslumbrante de niña; eso sí lo veo claramente, como si se proyectara tal cual es en mi cabeza y por una intrincada serie de espejos rebañara con su luz el rectángulo de la hoja donde el sueño está siendo contado.

Subimos alto, casi damos la vuelta completa, las cadenas se curvan adorablemente (contradiciendo la imagen negativa, que tienen en la lengua) a un lado y al otro. Mi compañera deja una estela de purpurina dorada y blanca cuando va y cuando viene. Tomamos suficiente envión, volamos, proyectados hacia delante y seguimos volando, luego, a voluntad; como si siempre hubiera sido cosa de intentarlo. Mientras vuelo pienso, o piensa el soñador, de cuántas otras cosas seríamos capaces si supieramos los secretitos merced a los cuales funcionan. Volamos entre las luces de la ruta, pasamos cerca, sentimos su calor, dispersamos el bicherío que allí se concita. El viento zumba en mis orejas y no me deja escuchar bien, pero me parece que mi ángel canta una cumbia.

Volamos un montón pasando por vientos blanqueados por la cal de las casas, corrientes cálidas y fragantes como crines de caballos o guedejas de leones. A veces silbo, a veces bailo, a veces me duermo en el sueño y sueño mar adentro otro sueño como de cajas chinas y no podría recordarlo ni en un millón de años. Descendemos en un bosquecillo, está amaneciendo, caminamos hasta el afluente de un río que murmura apaciblemente su trenza de agua; sumergimos los pies descalzos, se levanta un humito como de metales calientes. Ah, era necesario, sonreímos porque era necesario un descanso y el agua opera milagros, esa agûita canora.

Me duermo otra vez dentro del sueño, pero en esta ocasión para despertar en el cuerpo que lo cuenta; sabiendo que el ángel guía mi mano, o más que guiarla la acompaña, porque su mano es amiga de mi mano, como suavísimos puentes de amistad profunda; como un hermoso par de guantes de luz -cuál guante de quién- porque yo también contengo las suyas como un guante, mágico.”

Eso es todo lo que tengo para contar, si sueño alguna otra cosita, me la reservo.

domingo, 22 de enero de 2012

EL PLACER LA IMAGINACIÓN


Yo soy un hombre común y corriente, siempre creí eso; nada que pudiera sucederme haría cambiar mi opinión: me afeito una vez por semana, me baño varias veces al día, si puedo, y me gustan bastante los perros. Pero a veces parece que no soy todo lo común y corriente que se espera de mí, acaso porque, como ahora, me recuesto en la cama del cuarto de huéspedes, sobre la mantita infantil de cachorritos azules, apoyado en un codo y en hojitas blancas, semejantes a esta, escribo mi vida como si fueran cuentos y cuentos como si fueran mi vida, sin faltar a la verdad en ninguno de los casos.

Pero mi vida qué es.

Escucho a Leon Redbone y eso me pone un poco melancólico, pero enseguida la historia levanta, como esa estrepitosa bandada de cotorras que pasa inopinadamente por la ventana y se fusiona con la voz que parece que canta mordiéndose el bigote.

La imaginación podría ser un superpoder humano que algunos relegan al mundo de los sueños; pero yo no soy nada sin la imaginación; he realizado junto a ella toda clase de prodigios; no me imagino haber amado sin la imaginación; qué clase de cosa horrible sería el amor sin los adornos que aproximan nuestro cuerpo al volumen esencial del objeto de nuestra pasión-por ponerle un nombre- sin esa multiplicación de las posibilidades que el cuerpo mero presenta; sin ella preparando el lecho de los amantes con total devoción; apenas una cáscara sería, un evento de consunción maquinal: coger.

Ah, pero qué cosa no hacen la imaginación y el amor con el pelo de ella, que se enreda en uno como un manto sedoso y perfumado del más infalible preparado de su sudor; o qué sería de sus manos pasando por mi cara si no soñara con paisajes tras los ojos cerrados, si no me transportara como en una alfombra mágica hacia el sitio donde realmente la amada mora. Nada sería, casi.

La imaginación es amor en acción, es reino y potestad del hombre y, a veces, también, un poco su maldición, porque fabrica fantasmas (como dijo Goya) y el terror inaguantable de que, a aquellos a los que amamos, les sucedan cosas que no podamos remediar, que estén fuera de nuestra insignificante capacidad de auxilio. Trato de mantener atados esos fantasmas, porque no consigo hacerlos desaparecer, como a perros malos, les tiro zapatos, desde lejos, para no verles los ojos punzantes y amarillos, y para que acallen ese ladrido escalofriante a toda hora. Siempre me pareció que lo que mejor explica esa facultad negativa de la imaginación es la tendencia de las madres a acercar el oído a la boca de sus hijos para cerciorarse de que aun respiran.

Lo amado es tan poderoso en nuestros corazones como frágil en el mundo real que incluye esos corazones de que hablo; y somos un montoncito de temores al respecto. Casi se quisiera construir una ciudad china alrededor de la amada, que ella fuera el centro de una fortaleza infinitamente custodiada, pero la amada no soportaría esa sujeción absurda; nosotros mismos no la toleraríamos, porque nuestra imaginación exige que la suya se desarrolle también, que realice análogos dibujos en el aire, como las colas de los barriletes o los aviones a chorro. Qué nuestras imaginaciones se trencen en el cielo como una coreografía de pájaros, con las alas desplegadas, girando.

Cuando las imaginaciones sin ser iguales (nunca, nunca, horror sería) coinciden y se complementan, ocurre la proliferación de la maravilla. Y en la Tierra, esos dos cuerpos afincados pero celestes, no dejan de decirse: ¡hola!, ¡hola!, ¡hola!, ¡hola!, como en el cuento de Cheever. Porque siempre están encontrándose con los ojos desnudos del otro, los ojos casi desollados de la mundanal herrumbre que vuelve ciegos a los que no lo sienten, ciegos y acorazados, tortugos invulnerables. Siempre preferí que me entraran las balas a enchalecarme como un policía.

No tenía ninguna intención al escribir esto, como cada vez no sabía qué saldría de esta actividad aleatoria de casi todos los días, pero sucede con frecuencia que pienso escribiendo, me ordeno un poco a fuer de caligrafía.

A veces levanto los ojos de la hoja y vuelvo como de un sueño, porque los ojos que se fijan en el correr de la birome son apenas un foco hipnótico de lo que está ocurriendo y se despliega en abanico dentro de la misma mente que le da forma.

La imaginación vuelve la vida posible-porque imposible es por sí sola- un poco más practicable, y acerca a la amada a nuestro corazón profundo, recóndito, apenas morfológicamente distinto al de un cerdo. La imaginación crea lo real-odio ponerme taxativo- lo real-real, más allá del humo de las apariencias, de la mera bruma visual. Hablo, despejo el aire, extiendo mis manos, la tomo, la abrazo, la beso con total delicadeza, como si pudiera romperse porque la imagino tal cual la amo y la realizo con mi canto, con mi cuento, con mi llamamiento de ave.

Me veo obligado a dejar por hoy, ella dice: “¿comemos?” y yo levanto hacia donde está su cuerpo infalible, verdadero, estos ojos soñados.

sábado, 21 de enero de 2012

LOS ENCANTOS DE BROMELIA


Bromelia (Aural) está aprendiendo las Artes Maravillosas, pero ya es una hacedora de prodigios hecha y derecha; usa una linterna chiquita y dorada de luz azul, a modo de barita. Como cuaderno de apuntes tiene un LIBRITO DE AMISTAD donde consigna las cosas que van sucediéndole casi por casualidad: lo primero que le sale redondito, perfecto son tres ETCÉTERAS flamantes que sugieren muchas, infinitas otras cosas; son una promesa de los prodigios por venir. Los ETC desaparecen tras las begonias y ella siente que su magia no es lo suficientemente duradera; pero acaso no sepa que por desaparecer de su vista los ETCÉTERAS no se mueren, simplemente corren a hacer su vida imprecisable de multiplicadores puentes para las otras cosas.

Lo siguiente que el rayo azul de su linterna consigue arrancar a la nada es un SACAPUNTAS, objeto redondo y verde, con una pequeña cuchilla filosa y atornillada; Aural (Bromelia) piensa que se trata de un invento mágico sin utilidad aparente: lo que quiero es poner punta a las cosas (los lápices) no sacársela, piensa; obsequia el SACAPUNTAS a un chico que después de encontrar un lápiz y afilarlo dibuja sobre un cartón una obra maestra que saca su alma de la basura y la proyecta en las nubes que remontan los alpinistas heperlivianos con sus trajes de plumas.

Después hace Bromelia (Aural) unos VERSOS MÁGICOS, un poema de cosas, un listado talismánico contra el mal de ojo (que no es otra cosa que estar viendo y sin embargo ser ciego a lo que hay). Lista en mano es más fácil: hace un CONEJO DE OJOS ROJOS que se le escapa de los brazos de un brinco blanco y proyecta una luz de vino tinto al sol, entre las hojas del laurel donde sumerge su lana purísima. Hace unas BORBOLETAS de todos colores: azules, anaranjadas, doradas, amarillas, rojas, mercuriales; que revolotean locamente en búsqueda de flores como si nunca, nunca, hubieran visto ninguna. Hace una BOLIGOMA: líquido oleoso en envase flexible, con una redecilla de tela en la punta, con forma de botón de gabán. Hace unas TIJERAS peligrosas, pero estilizadas, elegantes, que dotadas aún de la cualidad mágica de su creación subitánea hacen a su vez de hojas de revistas sueltas FIGURINHAS RECORTADAS que a su vez se reúnen, pacientes de la misma carga magnética, en COLLAGES CON VIDA PROPIA. Aural (Bromelia) hace GLOBOS que se enriedan en las copas de los árboles más altos, como frutos de aire. Hace su luz azul ESCRITOS CORTOS, especie de conjuros para regalar a otros sus dotes prodigiosas. Hace COSINHAS FOFAS, que son como algas o anémonas que reblandecen todos los sentidos, como hongos alucinógenos y ensanchan los cuerpos hacia todas las intuiciones del mar encontradas en la memoria infalible de un cielo despejado.

Una de sus creaciones más importantes es el famoso OSO PARDO EN CALZONCILLOS, que sirve para proteger a la hermosa Beromelia (Aural) de la poderosa belleza de los ESCRITOS CORTOS que serían, si no, capaces de conmover a una ballena cubierta de mayonesa dietética.

Abrazada a su OSO PARDO EN CALZONCILLOS, Aural (Bromelia) decide descansar de tanta maravilla, y se queda dormida bajo un árbol, esos sauces que no le gustan (angustifolios), y su sueño crea otra cosa, un AMIGO PARA SIEMPRE, que se duerme junto a ella para no dejarla sola a merced del OSO PARDO EN CALZONCILLOS, que no le inspira mucha confianza. Cuando Bromelia (Aural) despierta, abraza al amigo y se siente mejor y más linda y más naturalmente mágica, guarda su linterna en un cajón de la cómoda que heredó de su abuela, ya no la necesita. El amigo se cubre a su vez con la espuma de la felicidad, con su perfume de sueño y baila de puro contento y acaricia el pelo de Bromelia y de Aural que son muchas en sólo una, y le besa las manos y descubre que ella tiene un dedo más largo que el pulgar en cada pie y se ríen tan fuertemente que se vuelan todos los pájaros de los árboles y caen miles de hojas antes de tiempo; Aural sonríe (Bromelia) como si saliera el sol otra vez, un día más claro dentro del claro día. Y son felices sin comer perdices y son reales aun cuando despiertan.

Qué contento me ponen ellos, que al revés que yo, no son seres imaginarios. Salve!!!

sábado, 14 de enero de 2012

EN LA LUZ DE LOS QUE VIVEN


Me vine atrás de la montaña cuando la vida que llevaba allá no dio para más. Robé lo suficiente, maté un hombre; traje solamente una escopeta, ropa bastante, comida par un mes y a mi perro Bowie; bueno, papel también traje y esta lapicera, hasta que se acabe la tinta que me une a esa civilización perimida, desmedrada que abandoné. Había imaginado una especie de soledad suntuaria, pero no es el caso, esto también comporta sus razonables proporciones de mierda; soy un hombre (como aquel de que di cuenta) y no puedo, a donde vaya, si no hacer cosas de hombre: ponerme a mascar una zanahoria sobre una eminencia del terreno no me convertiría en Bugs Bunny.

Desbrocé un poco de tierra llena de espinillos y de talas, dejando un buen cerco de monte para volverme impenetrable. Dormí al sereno esa noche, extenueado y lastimado en todas partes, para decirlo llanamente: me cagué de frío. Al día siguiente, todo un Robinson, me agencié unos troncos derechitos y firmes, e inicié la construcción de la primera vivienda -si la conmovedora precariedad de aquel adefesio permite darle un nombre tan alto-. También, ese día, cacé el primer animal, un duponte: algo entre cerdo y tapir, cuya sangre emite una luminiscencia verdosa que cumple como lámpara durante al menos doscientas horas (de las de antes) a partir de que entra en contacto con el aire. Su carne tiene gusto a humo y a podre, como si pretendiera servir de ejemplo desagradable, y de escarmiento, para la preservación de una especie, paradójicamente, cada vez más amenazada por ello.

Lo cociné afuera, y lo comí adentro, a la luz de su sangre: fue el primer alimento genuino que probé en mi vida, o eso sentí; estas manos lo habían cazado –si hubiese derrotado la mónguida bestia a trompada limpia, en lugar de mediante una lluvia de perdigones, la satisfacción habría sido completa- igual me sentía un hombre, como aquel, pero sabía en el fondo que ese también era un parámetro de lo que debería haber quedado allá, donde ese oscuro lastre de las pertenecias.

En la noche, Bowie (un boxer atigrado) durmió inquieto, temblaban sus patas, como solían, sus cejas subían y bajaban, y lanzabas esos cortos quejidos que siempre me dieron la sensación de que lo aquejaba un mal sueño. Aunque los perros se adaptan a casi todo, su casa es el perfume de la persona en la que depositaron toda su confianza, y cuando digo toda, me refiero a toda, me pareció que algo más lo perturbaba.

A la mañana siguiente tuve la primera impresión de que alguna cosa, no sé si decir rara, pasaba con el lugar. Apenas salir de la choza supe que había cosas distintas, cambiadas; no sólo la forma de las plantas, sino, también, su ubicación; estaba casi seguro de que el cactus redondo que veía a la izquierda el día anterior no se hallaba en ese sitio. Tan seguro no podía estar puesto que dudaba, la memoria es una reina antojadiza; pero me bastó la hesitación para introducir en mi, digamos, alma, la arenilla de la precaución que podía transformarse en (oh infinitamente remanida imagen) la perla de un terror insoportable.

Los mensajes vinieron después.

Por la mañana no tuve suerte con la caza mayor, apenas encontré unas piscilas pequeñas que habían quedado atrapadas en un charco remanente de la crecida del río por la inundación; se trataba unos anfibios largos y transparentes que no habían superado la etapa de renacuajos. También encontré un nido de maravillas, aves que parecían insectos y cuya particularidad residía en que habían conseguido invertir el cromatismo otrora oscuro de sus proyecciones, poseían en cambio sombras pintadas con sus mismos colores pero más vistosos, más intensos, de manera que el predador cayera sobre ellas mientras las maravillas de que se desprendían volaban ya lejos y a salvo. Las hembras tenían otra particularidad, además de las sombras pintadas, eran ellas mismas completamente negras, con algunas regiones cenicientas, la ilusión resultaba perturbadora y perfecta. Tomé dos de los tres huevos del nido en cuestión: negros, lustrosos, con manchas turquesa y un sabor como de ángeles caídos en la condenación de su dios.

Estaba sentado bajo uno de esos árboles zapateros (la sombra de sus follaje tenía la forma de millares de zapatos desperdigados por la maleza en perfecto desorden), cuando dentro de media cáscara de huevo de maravilla, encontré el primero de los dos mensajes que recibiría. La clara traslúcida que lo embadurnaba hacía las veces de lupa y pude leer con claridad: “No debió ser así, la majestad del invierno del cuerpo acarreará desgracia a quien ha elegido convivir con el núcleo incendiario de su alma.”

Casi no presté atención a su mal augurio; el hecho de que algo tan impenetrable (sin romperse) como un huevo, viniese escrito por dentro y en mi lengua, paralizó mi sistema de decodificación, y no hizo sino acrecentar la certeza de que todas aquellas probables construcciones lógicas que tejía mi paranoia, tenían algún grado, mayor o menos, de asidero. Por ejemplo, que la tierra se había vuelto blanda, no barrosa, sino como una capa de polvo sobre un colchón de agua; o descubrir que los insectos me evitaban, ni siquiera los leprosos habían conocido desprecio semejante: hice la prueba de poner la mano abierta junto a un hormiguero; lo bichos, por millones, siguieron con sus actividades, pero dibujando alrededor de mis dedos un guante con su ausencia, un centímetro sin hormigas por todos lados. Luego, donde yo pisaba el pasto de verdísimo se volvía azul, y ardía como llama de alcohol –a la luz del sol apenas se distinguía, pero, a pesar de los callos en mis pies descalzos, yo sé que esas huellas continuaban ardíendo un rato largo.

Empezaba a sospechar que la soledad y la memoria aerodinámica de mis crímenes, pocos pero nucleares, como cálculos de estruvita en los riñones, me habían vuelto maldito, una especie de basura de lo real, pero de una clase no reciclable, de la que nadie se encargaría, ni siquiera la naturaleza (esa potencia abstracta que reemplaza a dios en algunas mentes que oscilan en la cuerda floja, como la mía, ardorosamente enferma de discernimiento) me prestaría el mínimo de maternal cuidado que recaía hasta sobre los excrementos que todas las criaturas depositaban sobre su manto tirante; porque la mierda era también naturaleza y yo me había salido, al parecer, de sus cauces; por lo pronto se me ignoraba; sólo pervivía en mi la ingénita capacidad de daño, el amor no tenía de dónde agarrarse, era poco menos que un producto febril de mi mente, el espasmo post mortem de la rana sobre una chapa caliente. Pero entonces por qué se me mandaba un mensaje, aun, si no había esperanza de salvación, si no era nadie, quién se hacía eco todavía de esta existencia renegada, este títere arterial de la renuncia mayor.

Todos lo días un monte distinto, era como agonizar en medio de un dibujo espinoso, borrado y rehecho todo el tiempo.

El segundo y último mensaje vino directamente del cuerpo, una púa de tala pinchó una vena de mi brazo y las maniobras por detener el chorro de sangre escribieron algo en el suelo: “¿Quién osa, quién, atentar contra el inaudito milagro de comer del aire? No estarás, por tanto, seguro mientras vivas.”

Esta vez no pude evitar darle forma de explicación a lo que se me hablaba, de la manera que fuera. Comprendí que el daño operado en mi vena por la astilla no había sido un coletazo de la casualidad, y que se vendría una ofensiva de los elementos; localizado el objetivo, el carozo insano de mi alma, habrían de eliminarme, y este ejército no contaba para ello con otra arma que todo cuanto era, todo lo que existía y pendía sobre mi cabeza, incluso yo encerraba una trampa, si se me encomendaba la misión de aniquilarme no tendría forma de resistirme; no sólo no había dónde huir, sino que el fugitivo (yo) estaba confeccionado mediante distintos artefactos destinados a explotar en cadena, y todo lo que era estaba engranado por dientes a veces apenas perceptibles con lo que sería y con lo que alguna vez había sido, sobre esta efervescente bola cementeria.

No me resigné, no, pero no tenía casi opciones, no tenía ninguna, para qué me engaño a esta altura (la tinta -no debería gastarla en decirlo- se aclara, se me está terminando la cuerda), escapé a una inundación, a tres incendios, raspando, a la caída de árboles milenarios, a una lluvia de granizos, del tamaño de inodoros, que se hundían, enlosados, un metro en la tierra y al ataque definitivo de Bowie, del que me despedí de un escopetazo en la boca abierta, en mitad de un salto que pretendía afectar seriamente la forma que hasta entonces guardaba mi cuello. Pero nada pude contra el embate de la creciente parálisis que comenzó por el dedo gordo del pie izquierdo y, fue , gradualmente, imposibilitando el resto; de modo que hoy sólo puedo mover el brazo derecho, del codo a la mano, y rogar no caerme del tocón que uso como silla y seguir escribiendo hasta que

miércoles, 11 de enero de 2012

SECRETO PERFUME


“El camino de quien teme llegar a la meta trazará fácilmente un laberinto.”

Walter Benjamín

Siempre fui una criatura dada a los caprichos de la concupiscencia, desde chico mi cuerpo era arrebatado por impulsos de una sensualidad extrema, que se traducían, a veces, en necesidad de ocultación; el deseo desmadejado y la privacidad producían, necesariamente, el refinamiento de esa pasión que tan bien resumía el interior de los placares.

Escarbar los cajones, descubrir esos objetos celosa o casualmente guardados por sus dueños, empezando por los primeros propietarios que conocí -mis padres- tenía la sapidez de la profanación. Recorría el espacio entre la ropa colgada de sus perchas; los sonidos nítidos que mi vida producía allí dentro, el rozamiento de la madera y el perfume íntegro, baudeleriano, de la naftalina, abrían un interregno en el tiempo cotidiano. Eran esos pasillos donde los monstruos de “El Laberinto del Terror” salían a fumarse un pucho e intercambiar comentarios banales.

Anteriormente le había dado otro uso a los placares: había trepado a sus altos y saltado de allí a la cama con cimbreante elasticidad y un buen par de huesos de rana. Pero acá estoy hablando de muy otra cosa, y más que nada del descubrimiento que hice una vez en uno de esos interiores repletos de disfraces consuetudinarios, a veces apolillados o pasados de moda. Antes aún de este descubrimiento principal, que ya tendrá su debida relación, hubo otro que podría llamar fundamental para mi formación espiritual: el hallazgo afortunado de una revista porno en el placard de mis padres. Por supuesto notaron que la había tocado, y más que tocado, porque yo nadaba en los placeres de forma aparatosa y las aguas quedaban inequívocamente revueltas. Los progenitores me llamaron y me obligaron a jurar que no me había gustado lo que había visto en el interior de esas páginas; quise reírme en sus caras de liebres, y pensar que había evaluado la posibilidad de que quisieran arrancarme esas imágenes inolvidables mediante algún procedimiento arcano. Iba a ser tan fácil como besar dos veces un dedo, no una cruz sino el signo +. Sí, lo juro, sí, lo juro, lo juro. Pero aquello que reseteaba todo el contenido de mi mente, tenía un poder inajenable, indeleble.

La desnudez de los cuerpos en acción siempre ha comportado en mí su efecto sobrenatural, la materia mesmerizada por misteriosas corrientes que inesperadamente se despiertan.

La primera vez que todo eso se fundió para siempre en un único, epifánico, haz de elucidación, fue de mano de la hermana de un compañero de colegio –quinto o sexto grado-; la madre y él habían salido de compras y ella me llevó de la mano a revisar los cajones de la cómoda de sus padres; de los relojes, los gemelos dorados con horribles piedras azules engastadas, los pañuelos de organza , los forros y los pastilleros rotulados, pasamos al plato principal de nuestro pecaminoso banquete: el placard. Cuando lo abrió, de golpe, aspiré el perfume de la ropa con los ojos cerrados, me invitó a entrar, cerramos las puertas desde adentro. Se reía y me hacía cosquillas, yo a ella, algo en mí se multiplicaba, una especie de potencia del alma, un cambio de norma, todo tendía a ella, a su risa de nácar fosforescente; la respiración de ambos se había vuelto otra, acomodando su ritmo a los requerimientos de esa nueva naturaleza que los cuerpos adoptaban. La mano se quedó en su cara, lentamente la tocaba, con fuerza, los ojos, la saliva de la boca entreabierta, las nervaduras del cuello; llevó mi otra mano hacia la novedad de sus pechitos incipientes; respiraba agitadamente con la boca en mi cuello; nos besamos; por las lenguas secretas, en el palacio esférico de las bocas encontradas, Oh fruto hueco, inesperado, circulaba un rayo dulce y elástico, un amor de moluscos.

Caímos, pero no era caer, sino dejarse chupar contra la ropa y realizamos una tarea torpe y maravillosa sin quitarnos, en ningún momento, lo que llevábamos puesto. El recuerdo de lo que cuento es una de esas cosas que devuelve a mis ojos la capacidad de desleírse en llanto. Lloví paraíso, yo vi.

El descubrimiento tampoco fue ese (y aunque vaya si lo fue, no se trató de algo que no supiera de antes, de alguna manera había nacido sabiéndome continente de esa lúbrica tormenta); se trató de lo que sigue: una noche de verano en que todos se habían dormido, me quedé viendo una película en la tele, era tarde y daban El bebé de Rosemary; no tengo que decir que la impresión y el terror que me causó fueron tremendos; pero lo que más me impactó, siempre hay detalles que operan individualmente, fue la escena en que ella descubre lo que hay detrás del placard, no sólo que el mundo no terminaba ahí, sino que más allá moraba el espanto en caras amables.

La idea quedó picando en mi cabeza toda la noche y al día siguiente, con un hacha pequeña, destrocé los paneles del fondo del placard de mis padres. Primero pensé que había un espejo, porque veía lo que parecía el reflejo de la ropa colgada; pero yo había corrido las perchas para la faena destructiva, de manera que lo que allí había era MÁS ropa. La pregunta era quién la había colgado y cómo se llegaba hasta allí; deduje que los remodeladores de la casa no se habían molestado en quitar el placard original para agregar el nuevo. Me introduje en ese más allá del placard y entonces comenzó El descubrimiento (en realidad todos fueron importantes, bordar de realce uno entre todos es poco menos que un capricho de la memoria) comenzó enotnces: el interior no terminaba ahí, no terminaba nunca (y uso a propósito esta palabra y su sesgo temporal) en ningún lado; se trataba de un laberinto de estrechos pasajes tabicados, recorridos por un tubo a la altura de la cabeza, donde millones y millones y más millones de prendas permanecían colgadas, en hilera, de sus perchas individuales. El calor era insoportable, y las lanas y las alpacas y las panas (no así las sedas frescas) aumentaban la sensación térmica. Los recorridos a veces divergían, separados por un panel, y era menester elegir entre ambos; algunos descendían abruptamente, otros parecían subir; todo en la oscuridad absoluta, el corazón de una estrella de terciopelo negro.

En un punto me quedé quieto, mi cuerpo, tímpano todo él, pareció percibir un sonido: el ruido no sólo se repitió, sino que se hizo más intenso, algo se aproximaba. Yo estaba aterrorizado, segregaba el aceite de un miedo atávico, cerval; por todos los poros hedía a pánico; y aquello que necesariamente pertenecía al reino animal, era, como pensaba un animal salvaje; imaginé, no sé por qué, un jabalí verrugoso o un enorme tapir y ya me había olido, con toda seguridad. Lo que no conseguía imaginar era cómo aquello tan grande podía correr en semejantes estrechez y oscuridad. Cuando me pareció que estaba muy cerca, pegado a mí casi y su ruido se detuvo más estrepitosamente que si hubiera continuado con la desaforada carrera, cerré los ojos -que igual no servían de nada allí, pero que habían venido buscando desesperadamente luz, desorbitándose- como intentando encerrar todo lo que era yo, mi integridad física, lo más profundo y escondido que se pudiera, en espera de la dentellada luminosa que me sobrevendría de uno a otro momento. –Había visto en un documental la mirada de un mono que tenía el cráneo atrapado en las fauces de un cocodrilo que lo llevaba, reculando, hacia el agua en cuya orilla lo había sorprendido abrevando; el cuerpo del mono intentaba agarrarse del suelo, se retorcía, pero la cabeza estaba fija como una piedra en esa prensa poderosa; sus ojos miraban con un conocimiento profundo del miedo a la muerte, eran algo líquido, ambarino, que se sabía condenado; el cuerpo se revelaba, pero en los ojos había esa increíble resignación ante lo inevitable, una sustancia inenarrablemente preciosa y pura como el veneno de cobra- El cuerpo se me endureció cuando sentí el primer contacto con aquella materia, pero era una mano que, a tientas, me buscaba, me había encontrado, tomó la mía y se transformó en una mano que me arrastraba.

Nos asomamos a la puerta de muchos placares en muchas viviendas y con la luz que venía de esos exteriores que se habían vuelto interiores para mí, pude corroborar lo que sospechaba, mi acompañante era una niña de palidez fantasmal pero de una belleza rayana el milagro, definitivo y estético a la vez, su non plus ultra.

Desde entonces vivimos juntos, comimos las comidas de las heladeras y alacenas (oh angelotes malditos, oh Verlaines) de las casas donde desembocaba el laberinto (todas) matamos a los perros que se colaban en nuestro mundo y se los dejábamos a cualquiera, ¡total, qué importaba!; dormíamos a veces en sus camas y gozábamos del lujo inaudito de vernos desnudos, expuestos como desollados vivos, mientras nos amábamos, como dos roedores en celo.

lunes, 9 de enero de 2012

NUBE NUESTRA DE NOSOTROS NUBE


“regiones que cambian de lugar cuando se nombran”

O.Orozco.

Olga decía que dormía sus siestas en las nubes, y que llevaba a los muñecos con ella para no estar sola; porque a veces subía a una nube que desde abajo parecía chiquita, no más grande que un almohadón de plumas, pero que al llegar era inmensa como un glaciar de espuma blanca, sintética.

Las nubes, decía Olga, eran producto de la industria, un desecho neutro, como cualquiera, que salía a chorros de las chimeneas de las fábricas, allá donde una bruma densa y permanente no dejaba ver el lugar exacto en que el intercambio con la atmósfera se producía.

Olga (no me sale dejar de nombrarla) era una mujer ya vieja, y prácticamente una enana; nos contaba a veces, y era una de las historias que repetía con más frecuencia, como especie de fábula favorita de su propia existencia, que cuando era joven solía ser alta como una jirafa, pero las patas y el luengo cogote se le habían gastado de tanto andar y balancearse a lomo de sus nubes amaestradas. Se vestía con ropa semejante a la que usaba para sus muñecos (ella misma se la confeccionaba, como ella misma también fabricaba sus muñecos, rellenándolos, cuando se apelmazaban y se venían chatos, con crines de sus nubes buenas). En ocasiones, no sé porqué lo hacía, pero se rascaba uno de sus arrugados senos mientras nos hablaba.

Tenía un revolver (al que llamaba “Revuelver”) que disparaba un gancho y una soga hasta la nube, y por la soga, tirante, izaba una escalera delgada en cuyos peldaños de tela sólo cabía uno (por vez) de sus pequeños pies acharolados. Para bajar a veces tenía que cambiar de nube, porque algunas viajaban muy rápido y muy lejos y otras, se desmenuzaban, inesperadamente. Pero valía el riesgo, nos contaba; cada siesta pasada en la anatómica comodidad de sus nubes, era un milagro inolvidable.

La veíamos resurgir, con la cara alucinada, y relatar de manera extraña lo que había vivido, como si la felicidad le hubiese trastornado el habla y la sintaxis, mudado de sentido las palabras; por ejemplo decía: “Veréis, chicajos, alfajores de alma rumiante, buenas, buenísimas calandrias; tanto las semillas de calabaza, como las auroras, soy un reloj sin cuerda, una exposición atómica; veréis, abrazaré esa lagartija de allá, qué alegría es, como yo.” Y así siempre, pero con palabras nuevas, casi todas; creo que sólo calabaza y calandria se repetían en sus oraciones de recién llegada, algunas veces.

Un día le preguntamos si podíamos ir con ella, nos dijo que claro que sí, cómo no íbamos a poder-le extrañaba que no se lo preguntáramos nunca- pero nada de consultarlo con sus padres, nos advirtió, esos permisos eran como plomo en el alma; había que subirse en alas de lo ilícito, saltar sobre su trampolín, remontar el pecado sumario de desobedecer la oscura ley parental, y tomar la cosa volante por el rabo. Así, nada más. Fijamos entonces una fecha unánime y fulminante: ¡Ya!

Justo pasaba una nube gorda y espaciosa, llena de cavernas. Metió rápidamente los muñecos en una bolsa de red, empuño el “revuelver”, cerró un ojo y proyectó su cuerda al cielo; el rollo de entre sus pies se deshizo rápidamente; izó la escalera y uno a uno fuimos subiendo a la nube que, con su prisa por recorrer distancias, tensaba más y más nuestro hilo de Ariadna, era como si hubiésemos lazado un caballo desesperado por rajar la tierra. Olga subió última.

Se tardaba en llegar arriba, alguno estuvo a punto de caerse, no recuerdo cuál.

La nube era distinta e igual a como la habíamos imaginado, era como pisar nieve y no, algodón de azúcar y tampoco. Nuestros zapatos habían quedado en la tierra, no se debía mancillar la nube como habían hecho con la luna, con la pobre luna, dijo Olga, que tan bien estaba antes de conocernos y recibía tan claramente las alabanzas de los poetas, que sí ponían los pies de pluma en sus mares de piedra y polvo: Ningún astronauta pisó el satélite nunca, nadie la tocó allí con la piel de su dedo; sería, con sus botas, como acariciar con gato con los guantes puestos, nos dijo Olga, con algo de esa tristeza profunda que se le adivinaba a veces; una estupidez sería.

Dentro de la nube había pasadizos y, todo, hasta el centro, estaba inundado de una luz austral, como del corazón de un témpano; de algún lado venía una melodía elusiva, como de cajita de música, que cuando prestabas más atención que la debida y la descuidada, no estaba más, como si se hubiese tratado de una hilacha de sueño, o una ilusión muy pura; dejabas de buscarla y reaparecía dotada de todo el staccato y la dulzura de lo que puede no ser cierto pero sin embargo te lame el espíritu con su lengua negra de loro disecado.

Corríamos, rebotábamos y nos subíamos a los redondos vellones que a veces se desprendían de sus faldeos, nos llevaban flotando y corcoveando. Jugábamos carreras o a quién subía más alto por los lados. Algunos llegamos a la cima, abrimos la trama y caminamos por la superficie, recibiendo en la cara todo el viento de la velocidad que traía la nube; era un vértigo, vimos el cielo sobre el cielo, tan claro era; nos arrimamos al borde, abajo las cosas eran diminutas, como grabadas en granos de arroz, molinos y graneros, las vacas que parecían pulgas de gallinas miniadas, y la enorme sombra de la nube que andaba sobre todo como una babosa de celofán azul.

Agarrados de la nube flameamos tras ella, estirados los brazos, mirando la tierra -mi corazón está envuelto en esa sensación todavía, como un pez dorado en una bolsa con agua-soltándonos de una mano nos mirábamos unos a otros las caras, teníamos los ojos húmedos y la sonrisa blanda, estúpida en la boca; éramos compañeros en ese milagro; movíamos los pies como si nadáramos, como si fuéramos nosotros, y no el viento, lo que propulsaba esa peluca encalcada.

Vimos a Olga, por última vez, sentada en un claro, dentro del claro interior donde viajábamos, entre sus muñecos, jugando a las visitas; nos dijo que bajáramos primero, ¿Cómo?, cada uno debía tomar una pelota de espuma, estirarla y tomarse de los extremos, el descenso no podía, sino, ser agradable -¡Ojo con los árboles!-(nos mostró unos cuantos arañazos en las piernas) también pueden dejarse caer dentro de una bola de nube y rebotar, pero es más peligroso; les recomiendo el paracaídas, mejor. Bajamos todos de la forma segura, saltando al mismo tiempo, para animarnos.

Lo último que nos dijo fue que no le contáramos nada de lo que habíamos visto a nadie (ella tenía un permiso especial, según arguyó, pero yo creo que el permiso era su don para comunicarlo de una forma natural, como sube por la barba de una cabra el agua por capilaridad) porque se borraría de nuestra memoria, hasta el menor vestigio de ese recuerdo que parecía imposible de degradar a categoría de olvidable; que no lo habláramos ni entre nosotros, para mayor seguridad. Descendimos, apaciblemente entonces, como los plumones que muda una paloma en primavera, y ya la sábana de nube se había deshecho en nuestras manos al tocar el suelo.

Ni volvimos a ver a Olga, ni tocamos el asunto; sobre todo eso, no tocarlo, como a cristales de nieve virgen a los que el menor rasguño de una sugerencia pudiera lastimar; pero llevamos para siempre todo aquello tatuado en los ojos.

Pasamos por períodos de negación e incredulidad, pero no pasaba mucho hasta que volvíamos a nuestra vieja fe, ese pacto de Caballeros de la Orden de los Nefelibatas.

Y esto que escribo no ha de ser leído hasta después de la muerte del último de los sobrevivientes de la Orden; y pierdan cuidado los profanadores, en el suelo, dos metros bajo pesada tierra, en una caja de cedro, en la oscuridad más cerrada que imaginarse pueda, estará mi sonrisa brillando como un alma de eterna, como la nube en que habrán tornado mis dientes innecesarios.

sábado, 7 de enero de 2012

MARIPOSAS CHINAS


No era simple odio hacia su vecino, ni se trataba de erigir un demencial sistema de agresiones como se establecía a veces entre dos seres pertenecientes a una misma rama zoológica. Ya de chico había descubierto que las personas estaban rellenas de guata; una capa superficial de sangre y adentro esa espuma plástica y en ocasiones, sólo algunos elegidos, poseía un par de cascabeles: una señora se había caído del colectivo, tenía una pierna rota y a través de la piel como de cuerina tajeada, escapaba esa especie de barba de papá Noel artificial. Así que, después de eso era difícil engañarlo, hacerlo pasar por tonto; al revés, desde entonces no había dejado de ver conjuras en todo: una flor abriendo no era una flor nada más, era una trampa de perfume, un órgano de extremada sensualidad , un llamamiento para ciertas especies utilitarias, un mero, y no tan mero, medio de proliferación; podría decirse, según él, en lugar de “querida, te regalo esta flor”, “te ofrezco, mi vida, este imán para bichos sobreexitados” .

Y cuánto más complejo era con muñecotes rellenos de guata como Normando Van Pasto, un hombre grande que criaba mariposas de colores en el departamento de al lado. Estaba seguro de que su vecino tenía algo más que guata en el cerebro; una bolita de vidrio, o una estúpida piedra; siempre se lo imaginaba vestido con una malla de bailarina, no sabía por qué, girando entre sus insectos alados, y tarareando un horrísono valsecito. Quería conocer a su enemigo natural: el vecino; cuanto más cerca estuviera más natural se volvía y más enemigo; Van Pasto era el humano que tenía más a tiro para descargar el deprecio que sentía por esa especie de juguetes grotescos y obsoletos a la que pertenecía.

Compró un libro sobre mariposas y una enredadera que, según el volumen, atraía a las anaranjadas que, curvando su abdomen, depositaban los huevos en sus hojas palmeadas. Decidió criarlas él mismo. A las pocas semanas ya debería estar toda la planta minada de gusanos, estómagos con boca que comían día y noche, noche y día, ganando tamaño, preparándose para dar el salto en el trampolín biológico.

Ubicó la maceta junto a la ventana que recibía más y mejor las radiaciones de la hornalla solar, tendió con piolines unas guías para que pudieran, sus tentáculos, trepar con mayor facilidad. La regó todos los días. Pronto el marco de esa ventana desprendía vistosas sombras estrelladas, que conferían vida al suelo y a los muebles y se imprimían en su ropa cuando se arrimaba en busca de los benditos gusanos.

Nunca vio a las tales mariposas desovando, pero con el tiempo comenzó a notar que las hojas presentaban recortes en algunos bordes o estaban agujereadas en el centro. Poco después los gusanos fueron visibles, ganaron detalles, el tiempo actuaba sobre ellos como una lupa. Eran esas criaturas largas, claro, que ya conocía, negras, con dos o tres listas turquesa recorriendo sus cuerpos como un pijama; estaban cubiertos de espinas relucientes y avanzaban uniendo y desplegando pares de patas que más parecían tacos demediados. Cuando tuvieron el suficiente tamaño los metió en un frasco vacío de café instantáneo. Intentó primero tomar uno con una pinza, pero estaba fuertemente prendido al tallo, se quedó, entonces, con alguna de sus espinas y del gusano brotó una gota verde azulada, como néctar de su dolor. Para los siguientes cambió de técnica, los empujaba con una palito de helado hasta que se dejaban caer vueltos unas espirales estriadas. Arrancó hojas de la planta que ya había florecido atrayendo a las abejas y otras especies que no servían a sus fines, por tanto eran excesivas, molestas, innecesarias, y las espantaba con un pulverizador que dejaba en el aire, al tocar la persiana caliente, un riquísimo perfume de lluvia.

Completó el frasco con las hojas, colocó algunos palos como aconsejaba el libro y realizo los agujeros pertinentes en la tapa roscada. Los gusanos comían por un lado y cagaban por el otro, como todo el mundo; las pelotitas verde petróleo se fueron acumulando en el fondo y pronto hubo como una bruma de hongos hecha de delicadísima filigrana blanca. Todo ocurría muy rápido, si se olvidaba de mirar, cuando volvía a hacerlo ya había dos o tres gusanos colgados de cabeza, de la tapa o de los palos, como murciélagos curvados al final, como jotas mayúsculas. Temblaban a distintas frecuencias, exudaban el capullo color chala de los intersticios de sus segmentos, como si se envolvieran en una hojita seca cada uno; y se balanceaban si otro gusano los tocaba o les pasaba lo suficientemente cerca: a trasluz se veía una joroba hueca destinada a albergar el bulto de las alas futuras.

Tenía su componente siniestro aquello, alienígena por lo menos, eran diminutos Houdinis dentro de camisas de fuerza, hechas con lino de momia, en cuyo interior pasarían semanas transformándose en otras cosas, sin copiarse, ni nada, todos la misma: un escapismo de voladoras.

Una de esas mañanas estaba por tomarse un mate, ahí, ahí, con la boca hecha una O, cuando por el rabillo del ojo le pareció ver, no había encendido la luz aún, algo grande moviéndose dentro del frasco inviolable de los gusanos; sintió una repulsión refleja, un repelús; miró mejor y comprendió que había eclosionado una mariposa perfecta, toda ella mariposa, que aleteaba secándose; sus alas todavía no se habían inflado y parecían abanicos plegados; poco a poco ganaron su rigidez aerodinámica, y, siempre mostrando el envés claro, fue una sorpresa (aunque el libro se lo advirtiera con decenas de fotos) ver la cara externa de esas alas anaranjadas, sus ocelos plateados, la felpita del lomo y los rayban´s inexpresivos, espejados; presentaba a su vez una delgadísima probóscide, como una pieza de un reloj roto, saliendo de su boca. Abrió el frasco con cuidado para que no se rompieran las otras crisálidas y ofreció un dedo a la mariposa, se le subió aleteando a mayor velocidad, como si pretendiera llevárselo volando. Notó que del capullo abierto en la punta, casi del hojaldre de un arrolladito primavera, había salido un líquido rojo oscuro, como de sangre, que asperjaba los hongos del fondo. Dejó la mariposa en la planta y al rato, como hacían casi todo esos bichos, se había ido. Lo mismo sucedió con todas, hasta la última.

Ya estaba listo para enfrentarse al nefasto Van Pasto en igualdad de entomológicas condiciones, consideraba.

Aporreó su puerta, puños y patadas le daba, era una criatura verdaderamente enajenada, un sujeto peligroso y su paranoia no era de gran ayuda, teniendo en cuenta el conjunto.

Normando, un hombre de natural cortés, abrió la puerta con una sonrisa en la boca y un faso en la mano; tenía los ojitos achinados por el efecto sedativo de la marihuana y su aspecto oriental era reforzado por la bata de seda fucsia, recorrida por infinitas formas, que llevaba puesta. Vecino, pase. Fue lo que dijo y nuestro encabritado se vio sujeto, maniatado, por los dulces cordeles de la cortesía. Pasó, y comprobó que entraba más luz de la que esperaba, más luz de la que había visto nunca en su vida, en realidad, ni siquiera mirando directamente el sol. Normando le ofreció uno de los anteojos oscuros que tenía sobre la mesa y él se puso otros espejados, como los de sus mariposas. El vecino, ahora podía verlo, cultivaba plantas también, eran las plantas que producían aquello que fumaba. Se trataba de especimenes enormes, como los trífidos de Wyndham, rematados en unos penachos violeta, como barrocos glandes hipotérmicos. Por toda la estancia volaban, efectivamente, mariposas, pero eran raras, muy raras; parecían tener cosas escritas en las alas, fotos de gente, y sus colores no ser simétricos.

El suelo estaba lleno de revistas. Hágase una-dijo Normando y le tendió unas enormes tijeras de sastre. Una qué-dijo el vecino- un poco embriagado ya por el perfume de las flores llenas de gotículas de resina, donde a veces se pegaban los insectos. Una mariposa, cariño- le aclaró sonriendo como sólo los chicos homosexuales sonríen, adorablemente, por supuesto. Recorte una, la que quiera, le señaló las revistas, le mostro también cómo se hacía; arrancó una hoja, la dobló en dos y recortó la silueta de un ala, de un lado grande y redonda, fina, larga y abierta del otro. Al desplegar el papel la mariposa que formaba escapó de su mano con nerviosismo y flotó graciosa y se perdió entre otras, volando. Ahora, si me disculpa, dijo Normando; se envolvió con la bata y se dejó caer por la ventana.

Algunos desde sus cubículos de vivienda dicen que escucharon su grito mientras caía, reía como un demonio, dijeron otros.

Ahora el vecino espera, sin confesarlo, que aparezca por su ventana, con las alas de seda fucsia desplegadas, para llevarlo de ahí, como al dedo gigante en que primero se posara.

jueves, 5 de enero de 2012

FETUS IN FETU


“Me hablan de palabras, pero no se trata de palabras, se trata de la duración del espíritu.

Esa corteza de palabras que cae, no hay que imaginarse que el alma no esté implicada en ella. Junto al espíritu está la vida, está el ser humano en cuyo círculo ese espíritu gira, ligado a él por una multitud de hilos…” A.Artaud.

Si lo conté tantas veces es porque busco la verosimilitud en la repetición; me fastidia ese viso de relato de Ciencia Ficción que se le adhiere enseguida; tengo la esperanza de que si llego a contarlo las veces necesarias se van a convencer de que lo que digo no falta a ninguno de los incisos en el estatuto de las verdades rubricadas por esos hombres comunes: los oyentes. No sé realmente si alguien utiliza ya estos viejos aparatos de radioaficionado; lo encontré en el vivero de esta casa que ocupo hace años, y recién un mes atrás, harto de masticar las flores y los tallos merced al aburrimiento que me embargaba, decidí probarlo y funcionaba. Quizá esté hablando solo, pero un poco también lo hago por poner en orden las palabras del relato, que se desordenan cada vez que termino de desarrollarlo en una forma coherente. Hablar es poner todos los patitos en fila; pero basta pestañear o trabucarse un poco, para que comiencen a zangolotear otra vez y chocar contra las paredes, rompiéndolo todo.

Odio los preámbulos, y cada tarde que lo cuento invento alguno y me odio por eso, y siempre repito que me odio y toda la historia esta que me tiene harto: ¡al grano!, carajo, me llamo.

Lo cuento como si estuviera sucediendo, como hace la gente de campo: entonces me levanto en la noche, no se oye ni un grillo afuera, me gusta echar una meadita al sereno y contemplar las oscuras extensiones y sus cielos estrellados; pero mientras riego las begonias y los pensamientos, no va que veo un punto de luz en lo lueñe (arcaísmo dilecto de Juanele), me mojo, en el apuro, los pieses, pero tengo que ir a verlo, tengo que saber a qué responde. Siempre quise decir ¿quién vive?, ir hacia la luz era un quién vive, a su manera.

Piso boñiga blanda y olorosa, piso piedras, cardos enormes, meto la pierna en un pozo profundo. La luz, siempre un punto, no cambia nunca de tamaño, aunque corra, como si fuera lo que resultó que era, algo clavado en la córnea de mi ojo derecho. Cómo no me dí cuenta de que si giraba la cabeza el punto se movía. Vuelvo a casa, siempre atrás del punto, enciendo la luz, veo unas huellas de barro desde la puerta hasta donde estoy, hasta darme cuenta de que pertenecen a mis pisadas, me sobresalto. Acercando la cara al espejo del botiquín veo el punto más de cerca, es apenas un pinchazo en la carpa de un circo por donde parece escaparse una luz que viene de adentro. Me saco una foto y la amplifico varias veces en la computadora, algo se define, un poco borroso, es un cristal facetado, un fragmento de estrella o una estrella, propiamente, que no guardara las debidas proporciones: de chico había creído, al revés que los antiguos, que las constelaciones estaban en el ojo y no eran agujeros en el cubre ojos del sueño de un dios enorme y malintencionado. Me tranquilizo agradeciendo la ausencia de dolor, y prometiendo asistir al Santa Lucía a la mañana siguiente.

Esa noche sueño con unos de esos “Hombre lobo”, tipos que nacen cubiertos de pelos, no recuerdo ningún detalle del sueño , sólo que me pica todo el cuerpo cuando despierto inundado por la luz, como si se hubiera roto al fin el tegumento que endicaba toda la dorada yema del sol; pienso que el cristal creció durante la noche hasta ganar toda la superficie del ojo; no, es bien entrada la mañana, nada más. Me sucede algo que no me había pasado nunca, rompo en un llanto desesperado, mi desconsuelo es tanto y tan sin razón, que me veo de afuera, me gustaría animarme con ese pudor que sienten los hombres ante el impulso natural de acompañar el sufrimiento de otro hombre que llora y que generalmente se traduce en secas palmadas en el hombro.

Debo haber llorado mis buenos veinte minutos y estoy agotado; preferiría roturar quince hectáreas de campo con una cucharita de postre que volver a intentarlo. La tristeza sin su motivo es como esos efectos de que hablaba Nietzsche, independientes de sus causas. Al menos el punto del ojo parece haber desaparecido, quizá sólo se vea de noche como las luciérnagas aniquiladas por los agroquímicos del aire, como sus fantasmas, entonces, encendiéndose y apagándose en la memoria; ahora acá, pronto un poco más en otra parte: qué milagrosa era esa reaparición, como si entraran y salieran de los pliegues aterciopelados de la purasombra, bajo los ciruelos anestesiados de esas horas tardías, en que las potencias del sueño planificaban las avanzadas del día siguiente sobre los arrugados mapas de la materia.

La imagen del hombre peludo me acompaña todo este día, experiencias previas respecto del Santa Lucía me eximen de visitarlo, seguramente hay gente haciendo cola desde las tres de la mañana. Voy directamente al Hospital De Agudos de Haedo. En la sala de espera me asalta otra vez el llanto extemporáneo, pero esta vez a los gritos; me da vergüenza, pero no puedo evitarlo, asustar a los chicos, ¡hombre grande! Un hombre de seguridad, viejo, se apiada de mi alma, me da dos secas palmadas en el hombro, me alza de los sobacos, venga. Me lleva al cuartito de limpieza, me convida con un vaso de agua fresca, fresquísima, la más rica que probé nunca; me pregunta qué me pasa, estoy a punto de colar una palabra entre la acatarrada cortina de abalorios de mi llanto, de intentar algo a modo de explicación, seguramente un invento, cuando me desmayo.

Despierto dentro del cilindro de Resonancias Magnéticas por Imágenes (RMI), oigo zumbidos y golpeteos, no tengo el anillo ni la cadenita con la medalla milagrosa, que llevo no por cristiano sino porque me recuerda al cutis de una novia que quise.

Con los resultados en la mano el médico me observa, es una junta de médicos en realidad y estoy en una habitación más grande; todos me miran como si saliera un cuerno de mi frente, toco, no, no tengo un cuerno, qué suerte. Carraspean alternativamente, se empujan para darse confianza, no pinta muy bien el pronóstico; decíselo vos, no, te toca a vos; como para darme ánimos no está el asunto. ¿Qué tengo? Pregunta mi boca, independiente de los tirones de una voluntad que pide prudencia, y no saber, sobre todo seguir sin saber.

Bueno, arranca el jefe de médicos, vea, me muestra una de las imágenes, en ella se ve un cráneo, el mío, el cerebro alojado en su cavidad habitual y una como piedra oscura engastada en el centro. Los miro, no es cáncer, me dice el jefe, el papel tiembla en su mano, si fuera un carcinoma no estaríamos con estas caras, la gente tiene cánceres de todo tipo, es lo más normal del mundo. Sr Martino, voy a pedirle que vea esta ampliación del elemento anómalo que porta en su cráneo; las palabras duras, recias, casi científicas, le dan ínfulas; lo separan del sujeto al que anunciaría, probablemente una tragedia: La Cosa Negra comienza a revelar sus pormenores, hay algo como una cara, sorprendentemente parecida a la mía, pero víctima de una compresión que la vuelve monstruosa; los ojos están cerrados como si durmiera, duerme, el pelo enmarañado la cabeza cubierta, la frente, los hombros, y debajo de unas extremidades escondidas, como una nube de polvo negra, una enredadera carbónica. Veo unas uñas encaracoladas en las manos que se toman de lo que podrían ser unas piernas, como si se tirara “bomba” al natatorio de mis neuronas, o debo decir: nuestras. Hay en su grupa un apéndice, una cola de gato o algo por el estilo, es su divisa, lo que lo distingue del hombre que ocupa.

¿Qué significa esto?, pregunta mi boca, otra vez por su cuenta, procesada la pregunta por el mismo cerebro que contiene la incógnita. Bueno, dice aflautando la voz, otro de los médicos (en lo profundo, hijos de puta, están contentos de que no se trate de su propia anomalía la que exponen las fotos) pasamos toda la mañana, Sr Martino (uhhh, qué correcto, “Señor”, andate a la mierda, forro) discutiendo el tema (soy un tema, qué divino, lo que debí esperar para que los Temas se ocuparan de mí, mirá Mamá, soy un Tema) y llegamos a dos conclusiones encontradas, por tanto a ninguna (soy un Tema inconcluso, intratable, generador de discordias, algo es algo) por un lado podría tratarse de un Fetus in Fetu, un gemelo al que usted, o la cigota embrionaria de lo que usted fuera en sus comienzos, en esto de volverse materia, incorporó, en el útero de su madre, plegándose, ovalándose a su alrededor, y tornándolo parte de su futura complexión. Es raro, pero sucede cada tanto, en general basta con extirparlo, pero nunca, que sepamos, se había dado el caso de que se ubicara en el cerebro de alguien. La otra postura, y esperamos no herir ninguna creencia religiosa merced a la que usted pudiera engañarse respecto a los designios de una existencia, básicamente disparatada y sin ningún sentido, es la de que se trataría de la primera concreción efectiva de un alma humana. (Carraspeá, puto, carraspeá ahora, dale, te está saliendo todo derechito, encolumnado como un poema) carraspea; los antiguos, prosigue, creían que se trataba de una sustancia espiritual e inmortal, capaz de entender, querer y sentir, creían también que confería al cuerpo los datos morales de una supuesta realidad fantasmática que traía una ética dada e indubitable, como si se tratara de un filtro o un selectivo campo de fuerza. Bueno, quizá no sea algo TAN espiritual, después de todo. Y, conocerá esa expresión “venírsele a uno el alma al piso” bueno, a usted parece habérsele subido a la cabeza (no hay nada como un médico gracioso, como hundirle la cara en una chapa ardiente, hacérsela vuelta y vuelta) Todos comienzan a reír dando alaridos, ululando como hienas, se revuelcan en el suelo, lloran, se patean unos a otros, histéricamente. Cuando logran aplacar el arrebato sardónico, el médico jefe me dice que piensan seguir con los estudios, por supuesto, quieren intentar algo “revolucionario”, introducir una sonda por mi nariz, al modo de los embalsamadores egipcios (lo dice tan suelto de cuerpo) y pinchar el alma con una aguja para ver si se despierta; estamos ansiosos, me dice (¡Pobres!) por saber qué pasará, más que nada, con su conciencia en particular, Sr Martino (¡cómo me adorna!), si se divide o se duplica; quizá tengamos un premio Nobel entre manos (afortunados) quién le dice. Si pudiéramos tomar una muestra, por pequeña que fuera, y clonarla, imagino sobre esta mesa, ya lo estoy viendo (ah, los ojos, ¡cómo le sueñan!) dos almas rabiosas agarrándose como ratas, mordiéndose -porque no se ven, pero tiene dientes su alma, Sr Martino- o incluso, imagínese (me imagino, no se preocupe que me imagino) apareándose. ¿y dice que los primeros síntomas fueron unas luces en el ojo, unos cristales? Imagínese la descendencia, sus implicancias, el milagro inaudito de esa primera lechigada de almas In Vitro, todas iguales.