sábado, 14 de enero de 2012

EN LA LUZ DE LOS QUE VIVEN


Me vine atrás de la montaña cuando la vida que llevaba allá no dio para más. Robé lo suficiente, maté un hombre; traje solamente una escopeta, ropa bastante, comida par un mes y a mi perro Bowie; bueno, papel también traje y esta lapicera, hasta que se acabe la tinta que me une a esa civilización perimida, desmedrada que abandoné. Había imaginado una especie de soledad suntuaria, pero no es el caso, esto también comporta sus razonables proporciones de mierda; soy un hombre (como aquel de que di cuenta) y no puedo, a donde vaya, si no hacer cosas de hombre: ponerme a mascar una zanahoria sobre una eminencia del terreno no me convertiría en Bugs Bunny.

Desbrocé un poco de tierra llena de espinillos y de talas, dejando un buen cerco de monte para volverme impenetrable. Dormí al sereno esa noche, extenueado y lastimado en todas partes, para decirlo llanamente: me cagué de frío. Al día siguiente, todo un Robinson, me agencié unos troncos derechitos y firmes, e inicié la construcción de la primera vivienda -si la conmovedora precariedad de aquel adefesio permite darle un nombre tan alto-. También, ese día, cacé el primer animal, un duponte: algo entre cerdo y tapir, cuya sangre emite una luminiscencia verdosa que cumple como lámpara durante al menos doscientas horas (de las de antes) a partir de que entra en contacto con el aire. Su carne tiene gusto a humo y a podre, como si pretendiera servir de ejemplo desagradable, y de escarmiento, para la preservación de una especie, paradójicamente, cada vez más amenazada por ello.

Lo cociné afuera, y lo comí adentro, a la luz de su sangre: fue el primer alimento genuino que probé en mi vida, o eso sentí; estas manos lo habían cazado –si hubiese derrotado la mónguida bestia a trompada limpia, en lugar de mediante una lluvia de perdigones, la satisfacción habría sido completa- igual me sentía un hombre, como aquel, pero sabía en el fondo que ese también era un parámetro de lo que debería haber quedado allá, donde ese oscuro lastre de las pertenecias.

En la noche, Bowie (un boxer atigrado) durmió inquieto, temblaban sus patas, como solían, sus cejas subían y bajaban, y lanzabas esos cortos quejidos que siempre me dieron la sensación de que lo aquejaba un mal sueño. Aunque los perros se adaptan a casi todo, su casa es el perfume de la persona en la que depositaron toda su confianza, y cuando digo toda, me refiero a toda, me pareció que algo más lo perturbaba.

A la mañana siguiente tuve la primera impresión de que alguna cosa, no sé si decir rara, pasaba con el lugar. Apenas salir de la choza supe que había cosas distintas, cambiadas; no sólo la forma de las plantas, sino, también, su ubicación; estaba casi seguro de que el cactus redondo que veía a la izquierda el día anterior no se hallaba en ese sitio. Tan seguro no podía estar puesto que dudaba, la memoria es una reina antojadiza; pero me bastó la hesitación para introducir en mi, digamos, alma, la arenilla de la precaución que podía transformarse en (oh infinitamente remanida imagen) la perla de un terror insoportable.

Los mensajes vinieron después.

Por la mañana no tuve suerte con la caza mayor, apenas encontré unas piscilas pequeñas que habían quedado atrapadas en un charco remanente de la crecida del río por la inundación; se trataba unos anfibios largos y transparentes que no habían superado la etapa de renacuajos. También encontré un nido de maravillas, aves que parecían insectos y cuya particularidad residía en que habían conseguido invertir el cromatismo otrora oscuro de sus proyecciones, poseían en cambio sombras pintadas con sus mismos colores pero más vistosos, más intensos, de manera que el predador cayera sobre ellas mientras las maravillas de que se desprendían volaban ya lejos y a salvo. Las hembras tenían otra particularidad, además de las sombras pintadas, eran ellas mismas completamente negras, con algunas regiones cenicientas, la ilusión resultaba perturbadora y perfecta. Tomé dos de los tres huevos del nido en cuestión: negros, lustrosos, con manchas turquesa y un sabor como de ángeles caídos en la condenación de su dios.

Estaba sentado bajo uno de esos árboles zapateros (la sombra de sus follaje tenía la forma de millares de zapatos desperdigados por la maleza en perfecto desorden), cuando dentro de media cáscara de huevo de maravilla, encontré el primero de los dos mensajes que recibiría. La clara traslúcida que lo embadurnaba hacía las veces de lupa y pude leer con claridad: “No debió ser así, la majestad del invierno del cuerpo acarreará desgracia a quien ha elegido convivir con el núcleo incendiario de su alma.”

Casi no presté atención a su mal augurio; el hecho de que algo tan impenetrable (sin romperse) como un huevo, viniese escrito por dentro y en mi lengua, paralizó mi sistema de decodificación, y no hizo sino acrecentar la certeza de que todas aquellas probables construcciones lógicas que tejía mi paranoia, tenían algún grado, mayor o menos, de asidero. Por ejemplo, que la tierra se había vuelto blanda, no barrosa, sino como una capa de polvo sobre un colchón de agua; o descubrir que los insectos me evitaban, ni siquiera los leprosos habían conocido desprecio semejante: hice la prueba de poner la mano abierta junto a un hormiguero; lo bichos, por millones, siguieron con sus actividades, pero dibujando alrededor de mis dedos un guante con su ausencia, un centímetro sin hormigas por todos lados. Luego, donde yo pisaba el pasto de verdísimo se volvía azul, y ardía como llama de alcohol –a la luz del sol apenas se distinguía, pero, a pesar de los callos en mis pies descalzos, yo sé que esas huellas continuaban ardíendo un rato largo.

Empezaba a sospechar que la soledad y la memoria aerodinámica de mis crímenes, pocos pero nucleares, como cálculos de estruvita en los riñones, me habían vuelto maldito, una especie de basura de lo real, pero de una clase no reciclable, de la que nadie se encargaría, ni siquiera la naturaleza (esa potencia abstracta que reemplaza a dios en algunas mentes que oscilan en la cuerda floja, como la mía, ardorosamente enferma de discernimiento) me prestaría el mínimo de maternal cuidado que recaía hasta sobre los excrementos que todas las criaturas depositaban sobre su manto tirante; porque la mierda era también naturaleza y yo me había salido, al parecer, de sus cauces; por lo pronto se me ignoraba; sólo pervivía en mi la ingénita capacidad de daño, el amor no tenía de dónde agarrarse, era poco menos que un producto febril de mi mente, el espasmo post mortem de la rana sobre una chapa caliente. Pero entonces por qué se me mandaba un mensaje, aun, si no había esperanza de salvación, si no era nadie, quién se hacía eco todavía de esta existencia renegada, este títere arterial de la renuncia mayor.

Todos lo días un monte distinto, era como agonizar en medio de un dibujo espinoso, borrado y rehecho todo el tiempo.

El segundo y último mensaje vino directamente del cuerpo, una púa de tala pinchó una vena de mi brazo y las maniobras por detener el chorro de sangre escribieron algo en el suelo: “¿Quién osa, quién, atentar contra el inaudito milagro de comer del aire? No estarás, por tanto, seguro mientras vivas.”

Esta vez no pude evitar darle forma de explicación a lo que se me hablaba, de la manera que fuera. Comprendí que el daño operado en mi vena por la astilla no había sido un coletazo de la casualidad, y que se vendría una ofensiva de los elementos; localizado el objetivo, el carozo insano de mi alma, habrían de eliminarme, y este ejército no contaba para ello con otra arma que todo cuanto era, todo lo que existía y pendía sobre mi cabeza, incluso yo encerraba una trampa, si se me encomendaba la misión de aniquilarme no tendría forma de resistirme; no sólo no había dónde huir, sino que el fugitivo (yo) estaba confeccionado mediante distintos artefactos destinados a explotar en cadena, y todo lo que era estaba engranado por dientes a veces apenas perceptibles con lo que sería y con lo que alguna vez había sido, sobre esta efervescente bola cementeria.

No me resigné, no, pero no tenía casi opciones, no tenía ninguna, para qué me engaño a esta altura (la tinta -no debería gastarla en decirlo- se aclara, se me está terminando la cuerda), escapé a una inundación, a tres incendios, raspando, a la caída de árboles milenarios, a una lluvia de granizos, del tamaño de inodoros, que se hundían, enlosados, un metro en la tierra y al ataque definitivo de Bowie, del que me despedí de un escopetazo en la boca abierta, en mitad de un salto que pretendía afectar seriamente la forma que hasta entonces guardaba mi cuello. Pero nada pude contra el embate de la creciente parálisis que comenzó por el dedo gordo del pie izquierdo y, fue , gradualmente, imposibilitando el resto; de modo que hoy sólo puedo mover el brazo derecho, del codo a la mano, y rogar no caerme del tocón que uso como silla y seguir escribiendo hasta que

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