lunes, 2 de enero de 2012

MEMORIA DE FORMA


¿No les pasa que a veces preferirían dormir a la intemperie, en lugar de quedarse en la casa de la asfixia, donde el corazón parece funcionar al revés, y dar peligrosos saltos de animal lastimado? Bueno, yo decidí que esa noche iba a morirme si permanecía un segundo más entre la gente que componía lo que se llama el Núcleo Familiar, un átomo sometido a las irresistibles tensiones de la fisión que harían volar todo a su alrededor si no hacía algo.

Me senté en la escalera, aspiré el reconfortante humo de los escapes, y dejé que entraran en mis pupilas nubladas las puntas adiamantadas de las estrellas del cielo. Ya estar fuera era otra cosa; caminé unas cuadras, alejarme se sentía aún mejor; los vasos comunicantes de toda esa linfa siniestra que circulaba por el organismo socialmente establecido y aceptado que conformaba el grupo heterogéneo de seres emparentados, parecían interrumpirse con la distancia. Mis piernas volvían a ser mis piernas, mis brazos se estiraban para arrancar una ramita de fresno, una flor de lavanda; los ojos y el cerebro me servían otra vez para seguir una hilera de hormigas que salía de debajo de una baldosa levantada y se dirigía a una grieta en la fachada de una casa: se mudaban o algo, porque había un doble tráfico, por un lado cosas que traían (diminutos muebles vegetales), y por el otro cosas que llevaban (avituallamientos para una larga campaña).

Lo único que tenía claro era mi deseo de no desperdiciar el pequeño foco de independencia que había conquistado yéndome, no podía volver a la nave nodriza del fracaso conyugal, siempre era preferible recorrer el mundo en mi pequeño monoplaza llamado Cobardía.

Me recosté en el banco de un parque, me puse a pensar en una chica que me gustaba hacía rato; la primera vez que nos vimos a los ojos yo jugaba a la paleta, en la vereda, con mi hijo, él me mandó una pelota con mucha carga de slice que no conseguí devolver y la despelechada esfera verde rodó hasta los pies de la doncella de que hablo; venía en compañía de amigas de la facultad, y se inclinó a recogerla, me la ofreció con una mano blanca de uñas esmaltadas de un rojo que le iba pintado a esos dedos llenos de gracia que la formaban; el pelo oscuro, como el ángulo del arpa o la tumba del amigo, no se había reacomodado y cubría parte de su cara; perdí el aliento frente a su boca y me rendí ante esos ojos que traslucían todas las luces de una inteligencia saludable –tan distinta de la puerca mía- había un muy fluido comercio de chispas entre las imágenes que recogían y su cerebro rebosante de oxígeno. Yo estaba sudado, tenía los poros abiertos como bocas, y debí reprimir el impulso de besarla, ahí mismo, contra un árbol. Le agradecí la pelota, y a otra cosa mariposa.

La siguiente vez me sorprendió en idénticas condiciones deportivas, pero esta vez estaba sola y parecía haber venido a verme (o eso quería creer), estaba sentada en la entrada de mi edificio, tomaba agua y se abanicaba con unos apuntes anillados. Nos miramos muchas veces, su cara presentaba más atractivos que la vez anterior, despejada, lúcida, lista para el amor. Adoro a mis hijos, tengo que decirlo, y metería un brazo en una trilladora por ellos, pero en ese momento habría agarrado viaje con ella, sin que me importara una mierda el futuro de nadie; era una bomba de egotismo y autosatisfacción en estado crítico, y quien crea que el amor es en el fondo otra cosa que amor propio, y un dispositivo excluyente, atómico y dromedario, que lea el libraco de Albert Cohen, y después me cuenta, el asunto tiene más que ver con el dentista que con el cardiólogo. Ese día pasé junto a ella, no fui capaz de abrir la boca, soy un cagón redomado, me inflé de su perfume delicado como una nota de piano desvaneciéndose en el aire; cuando bajé ya no estaba, me sentí un idiota mirando en todas direcciones, buscándola. Pensaba en eso, digo, en el parque, y la veía bajando de la copa del jacarandá que tenía encima, y entre cuyas ramas peladas se colaba la reluciente pedrería del cielo nocturno. Con tal de que fuera cierto no me habría importado que bajara sostenida por un cable, una deus ex machina, no iba a exigirle, también, que volara; los brazos extendidos rodeándome, la boca roja como sus uñas uniéndose a la mía como fragmentos de algo que no debió romperse nunca; la cara hundida entre el cuello y la clavícula.

Esa clase de imaginación era lo que, con mis hermanos, llamábamos “mirar la tele”, lo hacíamos cuando no podíamos conciliar el sueño, imaginábamos, con los ojos cerrados, dos gabinetes vacíos, de madera, una pantalla y dentro los programas iban surgiendo creados por una libertad extraña de nuestras mentes, cada vez más desgobernadas, como si no tuviéramos parte en ello. A veces ejercito aún ese tipo de imaginación autogestionada (acaso no cuente con otra): soy un hombre que vuela, algo en la tónica de los personajes de Chagall; bajo planeando hacia el entramado de calles de una ciudad increada, apenas veo, al comienzo, los dos edificios que tengo más cerca, pronto en el vacío se traza más ciudad para dar cabida a un vuelo, que, en lugar de demorarse se acelera; hay gente que hace cosas en las que no pensé, para un taxi, compra caramelos de naranja, se sienta, se besa, a veces me parece que la veo a ella, pero cuando vuelvo, intentando maniobrar, en tan poco espacio, con los brazos abiertos, ya no está, y no puedo forzar a la imaginación a devolverla a su lugar, sería faltar a las normas tácitas del juego, quebrarlo para siempre; sigo, sigo ya sin otra esperanza que volver a verla, asomada a algunas de las ventanas del millar de los infinibles edificios que llenan el panorama, y acercarme a besarla, batiendo velozmente las alas, para permanecer en el sitio, como el picaflor.

En el parque me acordé de la casa desierta de la otra cuadra, pensé en que podía meterme por una ventana y pasar la noche menos regalado a los instintos más truculentos. Quizá, en todos los años que llevaba deshabitada, alguien me había ganado de mano. De cualquier manera el recuerdo de ella, la visitación casi, me había dado ínfulas de heroicidad y decidí probar suerte.

La cancel no cerraba por el hojaldre del óxido, pero los goznes chirriaron horriblemente. El patio delantero estaba lleno de las porquerías que la gente arroja, normalmente, en los frentes de las casas abandonadas. Una de las ventanas del costado abrió con una facilidad que me dio qué pensar. Ya en el baile, me metí, dejando una hoja abierta por si tenía que salir de raje. Entraba suficiente luz de afuera para adivinar los sitios del mobiliario. Subí la escalera de madera, ligeramente curva, tratando de no pensar que podía haber alguien viviendo allí, alguien mirándome. En la planta alta busqué un cuarto, encontré uno que tenía una cama con un colchón sin sábanas; una nube de polvo plateado, de regolito lunar, me cubrió cuando me senté. Reprimí la tos y me recosté, estaba fusilado. Miré la tele de mi mente para dormir, desoí algunos ruidos misteriosos que venían de todos lados, como las arañas amenazantes del insomnio maldororiano; e imaginé otra vez que venía ella, se posaba en la ventana, saltaba hasta la cama, rebotaba sobre los resortes de una risa deliciosa y caía en mis brazos: era tibia y olía a su perfume distante, como un eco, puesto en la última de las habitaciones de ese cuerpo adorable que emitía, sobre mí, radiaciones de un cariño que reordenaba el caos de este limitado amasijo de células, el cardumen errático de mis neuronas subiendo y bajando como medusas al ritmo coreográfico de las caricias que nos regalábamos. Y mi sonrisa se acordaba y mis ojos y mis manos y este corazón saltarín y esmerado, se acordaban.

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