lunes, 16 de abril de 2012

LA RISA FOSFORESCENTE DE LO NIÑOS SUBTERRÁNEOS


“El futuro no es más que un muerto que, extendiéndose, vuelve.”

Xavier Forneret

Después de la tormenta las casas que quedaron en pie comenzaron a sufrir toda clase de calamidades. Las estructuras definitivamente modificadas, grietas profundísimas en el suelo de los baños, que había que saltar para no caer en abismos virtualmente sin fin; habitaciones separadas del cuerpo general de las construcciones, que dejaban ver a cualquiera que paseara de madrugada su perro, o lo que fuera, el sueño desordenado de los durmientes, adentro de esa cáscara de nuez; zonas electrificadas por cables chispeantes que emitían destellos a toda hora, obnubilando las corneas de los distraídos, y deteniendo momentánea o permanentemente el corazón de los arriesgados; televisores y radios transmitiendo collages de programas venidos quién sabe de qué puntos distantes del planetoide; rincones de las viviendas donde hacían varios grados bajo cero lindando con otros en los que había que quedarse literalmente en cueros para tolerar la calor; agua barrosa saliendo de las canillas; borborigmos extraños, casi mensajeros, en las descargas de los inodoros y en los desagotes. Y si a todo esto le sumamos las plagas que asolaron por entonces al barrio LA PROPIEDAD, podemos hacernos una pálida idea del estado de desequilibrio nervioso en que se hallaban los vecinos, agravado por la confusión de los medicamentos, el desencuentro de los blisters con sus cajas correspondientes y aun la desaparición de los botiquines, a los que, como a oráculos, acudían los fieles químicos, para paliar el sufrimiento de sus almas e inducir a sus cuerpos a adoptar un estadio vegetativo de la conciencia y soportar, así, las desavenencias climatológicas, como verdaderas plantas.

Muchas personas se vieron instaladas en familias que no recordaban como propias -y lo bien que hacían, porque no lo eran- probablemente transportadas en la suavísima hamaca paraguaya de uno de los tantos tornados que visitaron el barrio esa noche fatídica. A nadie le parecieron particularmente extrañas estas mudanzas, por la sola razón de que TODO era extraño, todo había cambiado y la identidad, la pertenencia a un núcleo familiar determinado, era apenas un dato más, una minucia junto a lo verdaderamente estructural del caso.

Así que, como acertadamente aconsejaba la guardia civil, nadie toco nada, o tocaron lo menos posible, porque una cosa más que cambiara de lugar, podía desencadenar un reordenamiento sin fin, y los objetos, si bien en distinto orden que aquel que guardaban las memorias de sus propietarios, parecían haberse estabilizado en cierta precaria forma y los familiares intercambiados prefirieron quedarse en el molde, tratando de encariñarse lo antes posible con sus familias protéticas, igual a como sus anfitriones hacían la vista gorda respecto de su, digámoslo así, naturaleza extranjera.

Algunos niños, siempre eran niños, habían quedado bajo los escombros, sin daño aparente; los maestros -tampoco ellos iban a alterar la posición de ninguna de las piezas que componían el derrumbe- seguían educándolos a domicilio, casa por casa, porque a los estudiantes sepultados en vida se les complicaba y bastante el expediente de trasladarse a un establecimiento del que por otro lado no quedaba más que una nube de polvo; y recibían las respuestas, a veces erradas, a sus preguntas, a veces difíciles, a través de los bloques de mampostería siniestrada.

Algunas personas hablaban no se sabía desde dónde que se habían metido; y sus voces salían de los calefones, de los almohadones del sillón o de un cajón de la cómoda; parecían haber mudado de dimensión.

Las primeras en llegar, en nubes negras que ocultaban el sol, fueron las Moscas; venidas de algún lugar a posarse sobre toda cosa: allí donde se mirara había una lamiendo sus patas o simplemente detenida en espera de la mano que inútilmente la espantara. Entraban en las bocas de los que dormían, en las narices, resbalaban en la convexa y húmeda superficie de los ojos abiertos, desorbitados, como pistas de patinaje hemisféricas: moscas en la sopa, clásicas; pero también en los rejuntes culinarios y en los platos de tiesísima polenta, esos frisbees incomibles, anaranjados. Racimos de moscas colgando de las lámparas, de crochet negro, vendimiados por los revueltos cabellos de los seres traslaticios, las personas, que, aún sin para qué, se empeñaban en seguir haciendo cosas. Moscas, moscas, más moscas que cosas, moscas siempre volando, moscas impertérritas.

Hubo Invasión de Libélulas: aeroplanos crocantes, como cornalitos fritos, dando cabezazos contra las pocas ventanas que quedaban sin romper; allí donde hubiera un vidrio estaban ellas chocando, rebotando y persistiendo en su error; esperando, talvez, el milagro de la traspasabilidad; eran apenas hojita autumnales, papel de armar cigarrillos de precarísima autonomía de volar: ideas fijas con élitros.

Hubo La Noche de las Luciérnagas, había tantas que parecía de día y hubo que salir, los que tenían jardines, con anteojos negros, para poder ver algo; porque se dieron casos de ceguera permanente entre los que salieron a los guapo, o con los brazos en alto, rogando que los abdujeran los extraterrestres a quienes adjudicaban tamaña luminiscencia; que vinieran, por fin a desenquistarlos de este mundo de mierda por el cuál no abrigaban ya ninguna esperanza: entonces las que rebotaron fueron las gentes, las gentes chocadoras.

Hubo La Tardecita de las Mariposas, que pintaron el cielo de amarillo-fin-del-mundo; el Mediodía de los Bichos Bolita hubo también, personas resbalando en esas canicas que llenaban el suelo y sus agujeritos, microarmadillos grises, acordeonados, telescópicos.

La Media Hora de los Bichos Verdes del Melón debió durar más, pero nadie prestaba atención al tiempo, tan lindos eran, esos tipitos curiosos, con sus pompones rojos en las antenas y la elegancia con que aterrizaban sobre todo lo que guardara alguna relación con su fruta dilecta; y eso incluía el pechamen de las comadronas, el de las hembritas prematuramente siliconadas y las calvas lustrosas de algunos hombres apesadumbrados por todo, y mañosos como diez teros.

Hubo el Amanecer de las Arañas: una como bruma por todos lados, se quedaba pegada a las caras; las viejas y las encajeras aprovecharon el hilván resistente como el acero (o más) para conseguir esos pespuntes traslúcidos con los que siempre habían soñado: una desgracia con suerte, murmuraban, al contemplar satisfechas los dobladillos tanto tiempo adeudados a polleras mil veces restañadas.

Finalmente vinieron ellas, las marciales, las N/N, las supernumerarias, la marabunteas Hormigas, las que ponían los pelos de punta. Llegaron en oleadas rojas y negras, que traían flotando las cosas que arrastraban; flujo y reflujo de obreras hambrientas, recortando y recortando el collage espurio de todo lo recortable; hacían agujeros hasta en los cristales de los anteojos de los que se habían dormido leyendo; con sus tenazas de diamante arremetieron contra todo lo que estuviera forrado de piel viviente, y pronto dieron con los niños sepultados bajo los escombros, por los finísimos intersticios entre las piedras. Cortaban a las criaturas en piezas transportables y las llevaban el hileras sinuosas, establecidas mediante secreciones ácidas; volvían a armarlos como a rompecabezas en el increíble hervidero que era el hormiguero que formaban bajo tierra. Niños perfectos hasta en el mínimo detalle, niños inertes, que pronto eran cubiertos, en los alvéolos que los cobijaban, por la filigrana blanca del hongo que era el verdadero sustento del formicario. Ejércitos de embalsamadores mantenían a los niños en su forma humanoide, limpiándolos de hongos indeseables y de toda clase de bacterias, con antibióticos específicos perfeccionados durante milenios.

Los insectos acabaron llevándose todo y a todos, no se salvó nadie; no quedaron ni los muebles, ni las piedritas del camino dejaron, desapareció hasta el cartelón de entrada del barrio privado. Hay la presunción de que el complejo habitacional La Propiedad, lleva una segunda vida subterránea, una especie de pantomima de títeres familiares digitados por las hormigas mediante cabestros y poleas: hombres que hacen como que conversan de cosas intrascendentes, niños que simulan jugar en las puertas de las casas restauradas con camioncitos de juguete llevando falsa tierra, mujeres cocinando cenas fantasmagóricas, u hojeando revistas pasadas de moda; todo alumbrado por las fosforescencia del omnisciente dios hongo.

No se sabe con seguridad qué hicieron estos ajetreados insectos con la tierra que hubo que sacar para que todo eso cupiera en las entrañas cálidas del suelo y, como nadie se acuerda de nada ni de nadie y las tormentas van y vienen cumpliendo su labor extraña, ha comenzado, encima de este, la construcción de un nuevo barrio, destinado, según el enorme letrero ubicado al frente de los terrenos arrasados, a hacer felices a un sinnúmero de familias jóvenes: los dibujos muestran personas efectivamente sonrientes, ignorantes del cumplimiento de las leyes naturales de la devastación general y cíclica que reina sobre todo lo viviente, hay perros expectantes que mueven sus colas a la espera de las genialidades que harán a continuación esos dueños que no piensan soltar la sonrisa que atraparon en sus bocas, como hacen los osos con los salmones en su parábola contracorriente.

De noche, en los terrenos húmedos del sereno, entre las palas mecánicas y a la luz de aisladas lamparitas que penden de cables, bailan los niños que escapan de sus confinamientos subterráneos, hacen una ronda que resultaría macabra si no fuera tan hermoso verlos sonreír, mostrar ese tesoro de fosforescencia telúrica que esponja sus dientes. No es dado a todo el mundo contemplar su danza, por eso lo cuento, yo, testigo privilegiado, laburante demorado en su siesta larga, para que puedan, por lo menos, imaginarlo.

lunes, 9 de abril de 2012

DEL MAR


“La hermosa nadadora que tenía miedo del coral

Esta mañana se despierta” Robert Desnos.

Dábamos una fiesta en casa, me acuerdo, y ya era la hora en que empezaba a lamentar haberla organizado; Fátima estaba en su salsa, la veía, a través de los ventanales, reír entre los invitados, reír como hacía rato no se reía; bebía su daikiri de durazno; escuchaba las ocurrencias de esos imbéciles que la rodeaban rápidamente como moscas y reía con algunos cristales de azúcar húmeda brillando en sus labios; por ese lado me alegraba de dar la fiesta; contento de verla otra vez contenta, qué se yo, no hay mucho más para explicar; ¿no iba a saber yo lo bueno que era estar cerca de ella, cerca nada más? Preferí quedarme afuera, en lo oscuro, con la botella de ron en una mano y el vaso en la otra, ornamental, y que la fiesta se hiciera sola.

El mar estaba un poco picado y su sonido me serenaba; no había luna así que no podía verlo, sólo lo escuchaba: Miré hacia la luz, hacia la fiesta como quien observa la vida en un acuario: Fátima tocaba el brazo de un sujeto mientras hablaban, había hecho su elección y con caricias solapadas lo marcaba, como hacen los perros cuando mean los árboles. Sé que mi comparación no es del todo justa, no lo es con ella; pero puedo permitirme esta clase de licencias cuando estoy solo.

Me adentré un poco más en lo oscuro; el mar rugía desde su inmenso costillar de león, y yo era una liebre alcoholizada, incauta. Me atrajo un perfume, como de crema para manos, algo así, no sé con qué compararlo; venía con la brisa del mar, era difícil decir de dónde. Cuando dejé de olerlo, oí un rumor, un quejido, me acerqué y ví una silueta blanca, su piel fosforecía como un hongo; una mujer en traje de baño enterizo, rojo, con una gorra de látex azul con lunares blancos, se examinaba un rasguño en la pierna izquierda hecho con las espinas de esos matorrales que eran lo único que se daba entre los arenales; lamió la sangre de su dedo antes de levantar la cabeza y mirarme: era de una belleza paranormal y clásica a un tiempo, a lo Audrey Hepburn. Esperé que sonriera en consonancia con el símil cinematográfico que mi cerebro sumergido en ron había establecido para ella; pero su cara fue la del horror absoluto y donde miré, luego de parpadear una breve vez, ya no estaba. Seguí el impulso de correrla, de alguna manera veía sus huellas en la arena, como si me asistiera la luz señera de una estrella surgida para la ocasión. Las pisadas se adentraban en el mar, las últimas rebozaban de una espuma que el viento desmenuzaba como barbas de enanos; me parecía verla entre las olas grises, pero creo que fue más mi imaginación que otra cosa.

Desperté con el sol en la cara, mojado y aterido, con la botella vacía a un costado. El mar estaba más calmo, y seguí la costa buscando el cuerpo sin vida de la Nadadora, pero no ví más que aguasvivas, algas y pecios de pequeños naufragios. Me imaginé reanimándola, ella escupiendo agua, abrazándome, su salvador, y sonriendo por fin a lo Audrey Hepburn. No podía quitarme la imagen de su cara de la cabeza, como si la sintiera, tatuada, sobre la mía.

Mientras volvía a casa apareció Fátima buscándome, dónde te metiste, me fui por ahí, me quedé dormido en la arena, qué tonto, te perdiste la fiesta, está toda en tu cara, mirá, le dije y la besé, besé su boca de mujer feliz, desconcertada; estaba realmente bella, deslumbrante, me conmovía ese rostro cuando estaba cundido de dicha física, de plenitud corporal, la amaba, carajo, y mi corazón enloquecido, como la aguja imantada de las brújulas de los barcos que se acercan al Polo Norte, giraba sin dirección; todo yo me desgobernaba en su proximidad, y se me despelotaba la sintaxis. Me abrazó con fuerza, como sabía que me gustaba, la subí a mis espaldas y fuimos así hasta la casa, riendo ambos, ella espoleándome con los talones como a un caballo.

Me dí la ducha hirviendo que necesitaba, comí algo y dormimos hasta bien entrada la tarde.

Pasaron unos cuántos días en que buscaba excusas para quedarme sentado en la cocina mirando el océano por la ventana; hojeando los diarios por si había noticias de ella en alguna costa remota, la foto en blanco y negro de algunos pescadores junto a su cuerpo mordido por los escualos. Pero nada. Salía a dar paseos solitarios por la playa, cada vez más prolongados, con la linterna en la mano: lo más parecido a ella que encontré fue a dos chicos cogiendo en una depresión de la arena y a una tortuga gigantesca desovando en las sombras; todas escenas que la naturaleza quería secretas y que avergonzaron la luz que inoportunamente revelaba su materia aun sin cuajar.

Había dejado de buscarla y una noche, en que ciertas urgencias me condujeron al baño, me entretuve, como solía, mirando por la ventana la parte del jardín que permanecía iluminada; cuando la imagen de ella corriendo me cortó el chorro; pasó por la luz como alma que lleva el diablo; parecía huir de algo. No abandoné mi puesto de vigilancia, y ella volvió a aparecer, corriendo, pero se detuvo esta vez donde podía verla; olió unas rosas, pero curiosamente se inclinó por las dalias; de alguna manera me gustó su elección, siempre había sentido una rara enemistad por las rosas, quizá por molestarme su reinado indeclinable junto a las otras especies subalternas; las dalias, en cambio, eran más salvajes, más desmesuradas, más punks. La Nadadora tenía toda la cara hundida dentro de esos suavísimos pompones bordó. Llevado por uno de esos estúpidos impulsos que a veces comandan, como baldazos, mi sangre, bajé corriendo las escaleras, salí por la puerta de atrás y me acerqué sin ser oído. Ella parecía haberse dormido inclinada sobre las flores; cuando estuve junto a su cuerpo olímpicamente blanco, sentí en todas las células de mi nariz el fuerte olor a pez fresco que venía de ella, era reconfortante y salobre. Por un momento pensé que vería tras sus orejas o intercalada con las costillas, la hilera de branquias abriéndose y cerrándose.

No lo había notado, pero entre las dalias había un ojo y estaba mirándome; no se atrevía a mover un músculo de su cuerpo. Retrocedí dos o tres pasos, tal vez más, para darle confianza y se enderezó rápidamente, sin dejar de mirarme en ningún momento, sobre todo las manos. En ese puro instante de contemplación mutua, ese interregno de las biologías encontradas, yo era un monstruo de deseo, hasta con el pelo de mi cabeza la deseaba; mis ojos debían ser de un agua fiera, estancada; el corazón golpeaba como una piedra un pedazo de chapa: mi cuerpo; todo yo cimbreaba al ritmo galopante de su tam-tam ; era y no era algo sexual, parecía introducirse en toda esa ecuación el deseo de comérmela; eso sí que era nuevo para mí. Dí un paso hacia ella, fascinándola con la mirada como un encantador de serpientes; dí otro paso y el tercero que nos separaba; sujeté sus brazos fríos; sabía que de haber querido liberarse no habría tenido inconvenientes: era alta, fuerte y su espalda doblaba a la mía en tamaño. Su boca roja, como de niña con escarlatina, fue besada, se diría que por primera vez, a juzgar de la torpeza inicial con que gesticulaba; las rodillas se le aflojaron cuando colé una mano entre el elástico y la costura de su maya roja. Sus piernas tenían la fuerza de las de un luchador grecorromano y varias veces estuve a punto de perder el conocimiento bajo su increíble presión; el placer le arrancaba unos alaridos agudísimos que debían oírse a unos cuántos kilómetros de distancia, y sus dientes lastimaban mi boca; de pronto era yo el fascinado por la música de su gozo y con gusto habría dejado que me devorara, sin oponer resistencia. Sus tetas parecían moverse a voluntad, como gordos tentáculos y los pezones me acariciaban de una forma adorable. No sé por qué me acordé de un verso en que Leopardi se preguntaba, creo que era Leopardi, QUAND´É COM´OR, LA VITA? Cuándo es como oro la vida; y resolví que entonces, que entonces era, con ella, sobre el césped verde, superiluminado y el desparramo de pétalos de dalia.

Eones permanecimos trenzados en esa coreografía de algas; los cerebros introducidos en dulce vinagre, viajando por el cosmos como rocas meteóricas; el mundo era apenas la estela vaporosa de aquello que pasaba.

Sé que en un momento ví la cara de Fátima en la ventana del baño, me miraba, sin expresión, y en algún punto la Nadadora se desmontó y corrió con la maya en la mano; lo último que ví fueron sus nalgas poderosas hundiéndose en la luz porosa y azul del aire que había amanecido sin que nos diéramos cuenta.

No supe más de ella, y, en comparación con ese instante, qué ha sido, si no morir, la vida desde entonces.

jueves, 5 de abril de 2012

EL MAGO


Es hora del espectáculo y el mago no llegó aun. El dueño del bar transpira; mira el reloj redondo sobre los estantes de las bebidas, pregunta a la encargada si recibió alguna llamada y vuelve la vista a ese campo de batalla en miniatura, esa maqueta: las mesas, los seres deseosos, necesitados, frustrantes; cada uno con su capricho y el bagre que le pica; expansivos, solitarios, hartos de la persona que tienen enfrente, o impacientes por meterles mano.

La puerta de vidrio se abre, suenan, como cada vez, las campanitas, y entra, con su valijita de madera descamada, El Mago. Viene acelerado, musita un saludo nervioso al pasar junto a la mirada de reconvención del dueño, cuyo bigote se encrespa como el lomo de un gato irritado; se acomoda la ropa, las solapas del saco; la encargada percibe a cierta distancia el olor rancio, fórmico, de su sudor, y las arrugas en las prendas delatan que acostumbra dormir vestido, quizá hasta con los zapatos puestos. El barman le arrima el medio vaso de ginebra que bebe consuetudinariamente antes de salir a escena. Se aclara la garganta, aunque no va a usarla durante los próximos treinta y siete minutos; rectifica la posición del mechón de pelo rebelde a las potestades del aceite Cocinero con que se peina y sube los tres escalones hasta el pequeño escenario, generalmente destinado a la silla de un ventrílocuo o un comediante.

Recién después de dejar la valija a un costado se detiene en el centro del escenario, levanta la cabeza, cierra histriónicamente los ojos en señal de concentración; respira profundamente, abre los ojos y observa su valija, la señala con el brazo derecho estirado; la mirada de la audiencia, los pocos que prestan atención, se dirige también a la valija que tiembla como si tuviera un animal salvaje dentro. El Mago muestra la palma, pide algo, la valija de madera incrementa sus vibraciones; se acerca al Mago mediante un salto que sorprende y espanta a los circunstantes. Él observa con enojo el comportamiento de la valija, le indica que retorne a su rincón; ella se le acerca un poco más; la gente no sabe si reír o permanecer alerta; podría haber cualquier cosa adentro de esa caja, cualquier cosa que cupiera, y con los plegamientos indicados se diría que todo cabe, el mundo completo con sus continentes y sus mares.

El Mago se impacienta, intenta amedrentarla con un pisotón, pero la valija no responde a la violencia. La lleva, entonces, mediante pequeñas patadas al sitio inicialmente asignado para ella. Retorna al centro del escenario y repite la maniobra de los ojos cerrados y la inspiración profunda; estira la mano, señala y pide otra vez; la valija se precipita sobre él en dos saltos; El Mago huye en redondo, siempre sobre las tablas; la valija lo persigue abriéndose y cerrándose, cada vez más rápido, como si quisiera morderlo. El Mago se detiene, la valija también se detiene, se invierten los roles cuando El Mago comienza a perseguirla; hay un conato de segunda inversión, pero él la captura y la fija a su rincón, tras el cortinado, con martillo y clavos, que lleva ex profeso en una de las mangas. Repite otra vez lo de la concentración y toda la historia; señala, pide y la valija se abre a medias. El mago eleva lentamente su palma y del interior surgen unas aves metálicas, unas palomas coloridamente esmaltadas.

Las palomas flotan, ni revolotean ni vuelan, flotan siguiendo la bisectriz imaginaria del brazo del Mago. La mano hace un giro rápido y corta las cuerdas invisibles que impiden a las aves volar al arbitrio de sus deseos emplumados. Las palomas giran y giran, cada vez más rápido, pasan zumbando peligrosamente por entre las mesas de los comensales; a una mujer le corta la oreja la punta de un ala afilada como una Gillette, sangra sobre su blanca blusa sangra.

El dueño del bar tiene la cara colorada de furor, sale vapor de su bisoñé.

Finalmente, y luego de acelerar lo indecible, las aves explotan contra el suelo, las mesas, el escenario y estrepitósamente contra la pared de botellas bajo el reloj, proyectando esquirlas de todos los colores. Los mozos y las mozas corren a sofocar, aquí y allá, pequeños incendios.

El Mago en tanto continúa impertérrito, como si nada hubiera pasado. Hace trucos con pelotitas de ping pong que salen de su culo y su boca. Trucos clásicos con naipes, pero con alguna estrafalaria y novedosa vuelta de tuerca. Saca del aire una paloma verdadera y se la come viva frente a todos. A juzgar por la cara del dueño estos números no son los convenidos en el contrato. El Mago se chupa los dedos, se limpia con un pañuelo de seda verde y se prepara para la parte final de su presentación.

La valija que había cerrado, inadvertida, sus fauces, vuelve a temblar a una indicación del Mago; se niega a ceder, pero la magia es poderosa y no tiene opción: se abre. De dentro se yergue un niño, en realidad sólo su cabeza es de un niño corriente, su cuerpo en cambio es el de un androide: se trata de El Petizo, un engendro de piel y cables que El mago raramente muestra.

Se han tejido, respecto de su relación con El Petizo, un millar de historias a cuál más truculenta, que por supuesto, El mago jamás se encarga de desmentir o transparentar.

El niño se acerca parsimonioso, casi reverente, podría pronunciar la palabra Padre y no resultaría extraño. Se detiene junto al Mago que le tiende la mano, el niño la toma y pasean juntos por el escenario, conversando en voz muy baja de mil cosas diferentes. El Mago sonríe mostrando el colmillo, junto al que faltan ambas piezas dentarias: ha de ser, por el aspecto avejentado que le confiere, que es parco en semejantes gestualidades extremas.

Levanta al chico en brazos, lo arroja al aire y vuelve a tomarlo antes de que caiga; el chico ríe una risa grabada por un niño verdadero. Juegan y bailan como harían un Padre y un Hijo estando solos; como si no estuviera todo ese público que ahora incluye a curiosos que no consumen, a bomberos y a policías.

El Mago Duerme al chico en brazos y lo recuesta en el suelo, apoyando su cabeza en el saco de mago varias veces doblado. Se sienta sobre la valija nuevamente cerrada y pasa las páginas de un diario imaginario; pasa, a su vez, por la lengua, reflejamente, la yema del índice de la mano para que se adhieran las hojas. Mira un reloj que no lleva y se dirige a ver a su hijo, como si hubiese dormido por horas y fuera tiempo de despertarlo. Le acaricia una mano para ir ingresando, mansamente, en su sueño; luego el pelo, el pecho; cada vez más alarmado lo sacude por los hombros; se oyen dentro cositas sueltas, como engranes o piedras; se desprende un brazo que cae con ruido de tubería metálica; luego caen el otro brazo y las piernas. De uno de los agujeros sale un ratón que olisquea el aire; El Mago lo mira con ojos aguanosos, con el glaucoma de la tristeza doble; estrecha el torso y la cabeza sin dejar de seguir la huida del roedor que desaparece en un agujero cualquiera de las tablas.

El público casi no respira; el dueño del bar se enjuga una lagrima incipiente, fingiendo tener una basurita; las mozas lloran abiertamente, igual los bomberos, los policías, la mujer de la oreja cercenada y el enfermero que la venda.

El Mago se pone en pie, rompe la escena lacrimógena, recompone sus ropas, hace un gesto mermerizador al montón de tejido y fierros en que se ha transformado El Petizo y su cuerpo se reensambla; el ratón vuelve sobre sus pasos y se introduce en el niño antes de que cierre; el androide realiza, rebobinando, los juegos y los saltos en el aire y la risa grabada, pero esta vez sin su partenaire, que simplemente digita y observa.

Las palomas se rearman como avefenix, giran en sentido inverso al que lo hicieran antes; el ala que cortó la oreja de la señora, la cicatriza; las palomas retornan a la valija, la valija gira por el escenario, se acerca, se aleja, corre y se estaciona donde debe. El mago, de pie, envarado, observa al público atónito, y luego de un breve interregno, les hace un sonoro corte de manga, y rectifica, antes de desaparecer, el mechón rebelde que cae sobre su frente, acaso demasiado amplia.

martes, 3 de abril de 2012

MIMBRE


“Et souviens-toi que ta pauvre

Mémoire entre sés doigts gourds laissa filer le

Poisson d´or” René Daumal

Me persiguen con perros. No dije nada, nada. Solamente hice a tiempo de agarrar la foto y huir por la ventana; después de la golpiza de ese día me dieron por inválido y descuidaron la vigilancia.

Robé un pantalón y una camisa del tendedero de una casa, además de a jabón de lavar, las prendas huelen hoy a desesperación y a miedo; es un perfume que enloquece el olfato de los ovejeros alemanes.

Descanso lo mínimo indispensable; mastico alguna cosa, algunas bayas rojas, rogando que no sean ni purgantes ni venenosas. Miro la foto, paso el dedo por sus labios, por la lasitud inquebrantable de su pelo y sigo la marcha; no hay tiempo para nada, es una sustancia más escasa, el tiempo, que el diamante; ahora deben estar buscándome los otros también, bien porque piensan que abrí la boca o bien para asegurarse de que no lo haga; estoy hasta las manos, abandonado hasta de mi sombra, que sólo aparece en los raros momentos en que la luna o el sol se muestran. Sólo tengo la foto de la desconocida; la encontré en una grieta del calabozo donde me tenían todo el tiempo que no estaban torturándome; me resulta familiar, después de las horas que pasé mirándola y hasta hablándole. La mañana en que me fugué me la encontraron entre la ropa; no necesitaban motivos para quemarme las bolas o molerme la cara con sus manoplas cromadas; pero ese día los tuvieron, y con razones se ensañaban; qué estoy diciendo, siempre se ensañaban.

También pensé que me moría, el corazón se contraía y dilataba como un fuelle escarchado; veía de cuando en cuando, entre los puñetazos y las patadas a las costillas, la cara de ella en la foto caída al suelo; y se me pasó por la cabeza la idea de dejarme ir, como si eso me asegurara encontrarla, unirme a ella, quedarse de este lado era un esfuerzo de la conciencia; y cuando me escapé con la foto por todo pertrecho, comprendiendo por la huida misma que no estaba muerto del todo, era eso lo que tenía en mente: , ir tras ninguna pista y dar con ella. Pero en el mundo de los vivos hallar a alguien, por más destinado que se crea estar a encontrarlo es tarea más ardua que la simple ilusoria reunión de las almas en ese reino hipotético de los definitivamente derrotados.

A la hora y algo de andar huyendo, comenzó el telón de fondo de la gritería de los perros, que sólo deja de oírse cuando cambia el viento; pero sé que siguen incansables, obedientes, esclavizados, con sus bocas llenas de dientes y las blandas lenguas afuera, girando.

Los ojos de la mujer son amarillos en la foto, y el pelo es tan oscuro que se funde con el fondo negro. Me mira a mí, me está mirando ahora, es una toma que actualiza su mirada cada vez que me detengo a contemplarla, se refresca; pero a quién miraba en el momento de ser tomada. Tiene puesta una blusa con flores rojas, grandes, y unos encajes redondos alrededor del cuello; su cuello es estilizado, como de garza de mármol. No puedo evitar pensar que me mira a mí, sé que debe sonar un poco demencial, abre un túnel en la masa blanda del tiempo, en la rigidez insuperable de la fijación de las sales de plata que componen toda su estructura plana; sabe lo que estoy haciendo y, aun, lo que estoy pensando; es una cualidad mágica que le permite tomarse ciertas atribuciones con mi alma. No me gusta que me sondeen tan adentro; hay cosas que preferiría permanecieran en las sombras; ni siquiera yo quiero saber mucho de ellas, saber que están ahí, sí, para tenerlas cortas; pero echarles la alborotadora luz de una mirada atenta no podría, sino, acarrear cosas malas.

Aprovecho el río que cruzo para darme un baño; ella me mira desde una piedra, junto a mi ropa; me gustaría encontrar a la que fue su modelo corpórea; pero de estar viva se extrañaría de toda la historia que se teje a sus espaldas, por un millonésimo fragmento de su imagen, hallado en una grieta del muro de confinamiento de un preso no declarado, como las sadianas 120 jornadas de Sodoma.

No sé de dónde saco fuerzas para escalar esta pared de roca, probablemente atestada de de sierpes y alacranes; huir comporta sus propias reglas, sus insumos básicos y aún sus remotos yacimientos de energía de emergencia; se trata de salvar el hollejo; qué podría haber más allá que fuera tan de vida o muerte; ser la presa de los cazadores modifica las condiciones biológicas de los antiguas seres que fuéramos. Pasamos la vida corriéndonos de ese lugar, esquivándolo, haciendo las cosas “bien”, y de un día para el otro, sin comerla ni beberla, estamos en la mira de todas las armas al mismo tiempo.

No hagan ruido los que leen, el más mínimo; oigo pasos, alguien se acerca, la distancia entre un ruido y el siguiente delata su sigilo, su acechanza. Ya lo veo, es un milico, un pibe con cara de miedo, bisoño, probablemente recién ingresado a la fuerza. Tengo una piedra grande y redondeada en las manos; el tipo pasa junto a mi árbol y la descargo en su cabeza con las últimas fuerzas que me quedan; del pelo surge, en oleosos borbollones, la roja yema de su cráneo –sin tanta literatura: sangre- El labio le tiembla mientras muere, palidece como una flor que se abre. Si faltaba algo para terminar de condenarme era esto; hay que ver cómo se ponen cuando les matan a uno; a qué tanto escándalo, si son todos iguales; aunque algunos más iguales que otros (el chiste no es mío).

Estoy agotado, ahora sí que no doy más; me escondo detrás de unos arbustos; pasa el tiempo, pero no soy buen instrumento para mesurarlo: podrían ser segundos o años. Pierdo y recupero alternativamente la conciencia.

Despierto y veo la cabeza enorme de un tapir, me mira de costado con uno de sus ojitos pequeños y brillantes, nimbado de luz como un arcángel; se diría condolido, piadoso de mi situación calamitosa, mi rodamiento hacia lo bajo.

Soy sordo a los perros, a veces ni me acuerdo de que estaba escapando, como si bastara olvidarse para anular la doble pesquisa, la condición fugitiva de todo hombre.

Miro la foto, se la muestro al tapir pero ya no está; ella comprende, comparte mi trance; hay cielo, hay ovejeros abriendo y cerrando sus fauces con colmillos en cadena como sierras mecánicas, por todos lados; escupen espuma blanca y densa, hongos. Hay fuego cruzado entre los bandos, y el trofeo es mi carne; oigo mi respiración como uñas pasadas por una caja de cartón corrugado. Quede quien quede en posesión de este cuerpo regalado, no se las cederé, no daré ella a cambio, no haré traición de su imagen.

Mientras los perros saltan, ladran, mordisquean nerviosos y mueren balaceados, yo corto cachitos de la foto y los mastico lentamente, como un rumiante, rumio la foto de ella, y pienso en la palabra MIMBRE, no sé por qué, no sé lo que signifique acá, pero es la palabra exacta, correcta, la que corresponde, de una vez y por todas, al momento. Es de mimbre este presente.