martes, 3 de abril de 2012

MIMBRE


“Et souviens-toi que ta pauvre

Mémoire entre sés doigts gourds laissa filer le

Poisson d´or” René Daumal

Me persiguen con perros. No dije nada, nada. Solamente hice a tiempo de agarrar la foto y huir por la ventana; después de la golpiza de ese día me dieron por inválido y descuidaron la vigilancia.

Robé un pantalón y una camisa del tendedero de una casa, además de a jabón de lavar, las prendas huelen hoy a desesperación y a miedo; es un perfume que enloquece el olfato de los ovejeros alemanes.

Descanso lo mínimo indispensable; mastico alguna cosa, algunas bayas rojas, rogando que no sean ni purgantes ni venenosas. Miro la foto, paso el dedo por sus labios, por la lasitud inquebrantable de su pelo y sigo la marcha; no hay tiempo para nada, es una sustancia más escasa, el tiempo, que el diamante; ahora deben estar buscándome los otros también, bien porque piensan que abrí la boca o bien para asegurarse de que no lo haga; estoy hasta las manos, abandonado hasta de mi sombra, que sólo aparece en los raros momentos en que la luna o el sol se muestran. Sólo tengo la foto de la desconocida; la encontré en una grieta del calabozo donde me tenían todo el tiempo que no estaban torturándome; me resulta familiar, después de las horas que pasé mirándola y hasta hablándole. La mañana en que me fugué me la encontraron entre la ropa; no necesitaban motivos para quemarme las bolas o molerme la cara con sus manoplas cromadas; pero ese día los tuvieron, y con razones se ensañaban; qué estoy diciendo, siempre se ensañaban.

También pensé que me moría, el corazón se contraía y dilataba como un fuelle escarchado; veía de cuando en cuando, entre los puñetazos y las patadas a las costillas, la cara de ella en la foto caída al suelo; y se me pasó por la cabeza la idea de dejarme ir, como si eso me asegurara encontrarla, unirme a ella, quedarse de este lado era un esfuerzo de la conciencia; y cuando me escapé con la foto por todo pertrecho, comprendiendo por la huida misma que no estaba muerto del todo, era eso lo que tenía en mente: , ir tras ninguna pista y dar con ella. Pero en el mundo de los vivos hallar a alguien, por más destinado que se crea estar a encontrarlo es tarea más ardua que la simple ilusoria reunión de las almas en ese reino hipotético de los definitivamente derrotados.

A la hora y algo de andar huyendo, comenzó el telón de fondo de la gritería de los perros, que sólo deja de oírse cuando cambia el viento; pero sé que siguen incansables, obedientes, esclavizados, con sus bocas llenas de dientes y las blandas lenguas afuera, girando.

Los ojos de la mujer son amarillos en la foto, y el pelo es tan oscuro que se funde con el fondo negro. Me mira a mí, me está mirando ahora, es una toma que actualiza su mirada cada vez que me detengo a contemplarla, se refresca; pero a quién miraba en el momento de ser tomada. Tiene puesta una blusa con flores rojas, grandes, y unos encajes redondos alrededor del cuello; su cuello es estilizado, como de garza de mármol. No puedo evitar pensar que me mira a mí, sé que debe sonar un poco demencial, abre un túnel en la masa blanda del tiempo, en la rigidez insuperable de la fijación de las sales de plata que componen toda su estructura plana; sabe lo que estoy haciendo y, aun, lo que estoy pensando; es una cualidad mágica que le permite tomarse ciertas atribuciones con mi alma. No me gusta que me sondeen tan adentro; hay cosas que preferiría permanecieran en las sombras; ni siquiera yo quiero saber mucho de ellas, saber que están ahí, sí, para tenerlas cortas; pero echarles la alborotadora luz de una mirada atenta no podría, sino, acarrear cosas malas.

Aprovecho el río que cruzo para darme un baño; ella me mira desde una piedra, junto a mi ropa; me gustaría encontrar a la que fue su modelo corpórea; pero de estar viva se extrañaría de toda la historia que se teje a sus espaldas, por un millonésimo fragmento de su imagen, hallado en una grieta del muro de confinamiento de un preso no declarado, como las sadianas 120 jornadas de Sodoma.

No sé de dónde saco fuerzas para escalar esta pared de roca, probablemente atestada de de sierpes y alacranes; huir comporta sus propias reglas, sus insumos básicos y aún sus remotos yacimientos de energía de emergencia; se trata de salvar el hollejo; qué podría haber más allá que fuera tan de vida o muerte; ser la presa de los cazadores modifica las condiciones biológicas de los antiguas seres que fuéramos. Pasamos la vida corriéndonos de ese lugar, esquivándolo, haciendo las cosas “bien”, y de un día para el otro, sin comerla ni beberla, estamos en la mira de todas las armas al mismo tiempo.

No hagan ruido los que leen, el más mínimo; oigo pasos, alguien se acerca, la distancia entre un ruido y el siguiente delata su sigilo, su acechanza. Ya lo veo, es un milico, un pibe con cara de miedo, bisoño, probablemente recién ingresado a la fuerza. Tengo una piedra grande y redondeada en las manos; el tipo pasa junto a mi árbol y la descargo en su cabeza con las últimas fuerzas que me quedan; del pelo surge, en oleosos borbollones, la roja yema de su cráneo –sin tanta literatura: sangre- El labio le tiembla mientras muere, palidece como una flor que se abre. Si faltaba algo para terminar de condenarme era esto; hay que ver cómo se ponen cuando les matan a uno; a qué tanto escándalo, si son todos iguales; aunque algunos más iguales que otros (el chiste no es mío).

Estoy agotado, ahora sí que no doy más; me escondo detrás de unos arbustos; pasa el tiempo, pero no soy buen instrumento para mesurarlo: podrían ser segundos o años. Pierdo y recupero alternativamente la conciencia.

Despierto y veo la cabeza enorme de un tapir, me mira de costado con uno de sus ojitos pequeños y brillantes, nimbado de luz como un arcángel; se diría condolido, piadoso de mi situación calamitosa, mi rodamiento hacia lo bajo.

Soy sordo a los perros, a veces ni me acuerdo de que estaba escapando, como si bastara olvidarse para anular la doble pesquisa, la condición fugitiva de todo hombre.

Miro la foto, se la muestro al tapir pero ya no está; ella comprende, comparte mi trance; hay cielo, hay ovejeros abriendo y cerrando sus fauces con colmillos en cadena como sierras mecánicas, por todos lados; escupen espuma blanca y densa, hongos. Hay fuego cruzado entre los bandos, y el trofeo es mi carne; oigo mi respiración como uñas pasadas por una caja de cartón corrugado. Quede quien quede en posesión de este cuerpo regalado, no se las cederé, no daré ella a cambio, no haré traición de su imagen.

Mientras los perros saltan, ladran, mordisquean nerviosos y mueren balaceados, yo corto cachitos de la foto y los mastico lentamente, como un rumiante, rumio la foto de ella, y pienso en la palabra MIMBRE, no sé por qué, no sé lo que signifique acá, pero es la palabra exacta, correcta, la que corresponde, de una vez y por todas, al momento. Es de mimbre este presente.

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