lunes, 9 de abril de 2012

DEL MAR


“La hermosa nadadora que tenía miedo del coral

Esta mañana se despierta” Robert Desnos.

Dábamos una fiesta en casa, me acuerdo, y ya era la hora en que empezaba a lamentar haberla organizado; Fátima estaba en su salsa, la veía, a través de los ventanales, reír entre los invitados, reír como hacía rato no se reía; bebía su daikiri de durazno; escuchaba las ocurrencias de esos imbéciles que la rodeaban rápidamente como moscas y reía con algunos cristales de azúcar húmeda brillando en sus labios; por ese lado me alegraba de dar la fiesta; contento de verla otra vez contenta, qué se yo, no hay mucho más para explicar; ¿no iba a saber yo lo bueno que era estar cerca de ella, cerca nada más? Preferí quedarme afuera, en lo oscuro, con la botella de ron en una mano y el vaso en la otra, ornamental, y que la fiesta se hiciera sola.

El mar estaba un poco picado y su sonido me serenaba; no había luna así que no podía verlo, sólo lo escuchaba: Miré hacia la luz, hacia la fiesta como quien observa la vida en un acuario: Fátima tocaba el brazo de un sujeto mientras hablaban, había hecho su elección y con caricias solapadas lo marcaba, como hacen los perros cuando mean los árboles. Sé que mi comparación no es del todo justa, no lo es con ella; pero puedo permitirme esta clase de licencias cuando estoy solo.

Me adentré un poco más en lo oscuro; el mar rugía desde su inmenso costillar de león, y yo era una liebre alcoholizada, incauta. Me atrajo un perfume, como de crema para manos, algo así, no sé con qué compararlo; venía con la brisa del mar, era difícil decir de dónde. Cuando dejé de olerlo, oí un rumor, un quejido, me acerqué y ví una silueta blanca, su piel fosforecía como un hongo; una mujer en traje de baño enterizo, rojo, con una gorra de látex azul con lunares blancos, se examinaba un rasguño en la pierna izquierda hecho con las espinas de esos matorrales que eran lo único que se daba entre los arenales; lamió la sangre de su dedo antes de levantar la cabeza y mirarme: era de una belleza paranormal y clásica a un tiempo, a lo Audrey Hepburn. Esperé que sonriera en consonancia con el símil cinematográfico que mi cerebro sumergido en ron había establecido para ella; pero su cara fue la del horror absoluto y donde miré, luego de parpadear una breve vez, ya no estaba. Seguí el impulso de correrla, de alguna manera veía sus huellas en la arena, como si me asistiera la luz señera de una estrella surgida para la ocasión. Las pisadas se adentraban en el mar, las últimas rebozaban de una espuma que el viento desmenuzaba como barbas de enanos; me parecía verla entre las olas grises, pero creo que fue más mi imaginación que otra cosa.

Desperté con el sol en la cara, mojado y aterido, con la botella vacía a un costado. El mar estaba más calmo, y seguí la costa buscando el cuerpo sin vida de la Nadadora, pero no ví más que aguasvivas, algas y pecios de pequeños naufragios. Me imaginé reanimándola, ella escupiendo agua, abrazándome, su salvador, y sonriendo por fin a lo Audrey Hepburn. No podía quitarme la imagen de su cara de la cabeza, como si la sintiera, tatuada, sobre la mía.

Mientras volvía a casa apareció Fátima buscándome, dónde te metiste, me fui por ahí, me quedé dormido en la arena, qué tonto, te perdiste la fiesta, está toda en tu cara, mirá, le dije y la besé, besé su boca de mujer feliz, desconcertada; estaba realmente bella, deslumbrante, me conmovía ese rostro cuando estaba cundido de dicha física, de plenitud corporal, la amaba, carajo, y mi corazón enloquecido, como la aguja imantada de las brújulas de los barcos que se acercan al Polo Norte, giraba sin dirección; todo yo me desgobernaba en su proximidad, y se me despelotaba la sintaxis. Me abrazó con fuerza, como sabía que me gustaba, la subí a mis espaldas y fuimos así hasta la casa, riendo ambos, ella espoleándome con los talones como a un caballo.

Me dí la ducha hirviendo que necesitaba, comí algo y dormimos hasta bien entrada la tarde.

Pasaron unos cuántos días en que buscaba excusas para quedarme sentado en la cocina mirando el océano por la ventana; hojeando los diarios por si había noticias de ella en alguna costa remota, la foto en blanco y negro de algunos pescadores junto a su cuerpo mordido por los escualos. Pero nada. Salía a dar paseos solitarios por la playa, cada vez más prolongados, con la linterna en la mano: lo más parecido a ella que encontré fue a dos chicos cogiendo en una depresión de la arena y a una tortuga gigantesca desovando en las sombras; todas escenas que la naturaleza quería secretas y que avergonzaron la luz que inoportunamente revelaba su materia aun sin cuajar.

Había dejado de buscarla y una noche, en que ciertas urgencias me condujeron al baño, me entretuve, como solía, mirando por la ventana la parte del jardín que permanecía iluminada; cuando la imagen de ella corriendo me cortó el chorro; pasó por la luz como alma que lleva el diablo; parecía huir de algo. No abandoné mi puesto de vigilancia, y ella volvió a aparecer, corriendo, pero se detuvo esta vez donde podía verla; olió unas rosas, pero curiosamente se inclinó por las dalias; de alguna manera me gustó su elección, siempre había sentido una rara enemistad por las rosas, quizá por molestarme su reinado indeclinable junto a las otras especies subalternas; las dalias, en cambio, eran más salvajes, más desmesuradas, más punks. La Nadadora tenía toda la cara hundida dentro de esos suavísimos pompones bordó. Llevado por uno de esos estúpidos impulsos que a veces comandan, como baldazos, mi sangre, bajé corriendo las escaleras, salí por la puerta de atrás y me acerqué sin ser oído. Ella parecía haberse dormido inclinada sobre las flores; cuando estuve junto a su cuerpo olímpicamente blanco, sentí en todas las células de mi nariz el fuerte olor a pez fresco que venía de ella, era reconfortante y salobre. Por un momento pensé que vería tras sus orejas o intercalada con las costillas, la hilera de branquias abriéndose y cerrándose.

No lo había notado, pero entre las dalias había un ojo y estaba mirándome; no se atrevía a mover un músculo de su cuerpo. Retrocedí dos o tres pasos, tal vez más, para darle confianza y se enderezó rápidamente, sin dejar de mirarme en ningún momento, sobre todo las manos. En ese puro instante de contemplación mutua, ese interregno de las biologías encontradas, yo era un monstruo de deseo, hasta con el pelo de mi cabeza la deseaba; mis ojos debían ser de un agua fiera, estancada; el corazón golpeaba como una piedra un pedazo de chapa: mi cuerpo; todo yo cimbreaba al ritmo galopante de su tam-tam ; era y no era algo sexual, parecía introducirse en toda esa ecuación el deseo de comérmela; eso sí que era nuevo para mí. Dí un paso hacia ella, fascinándola con la mirada como un encantador de serpientes; dí otro paso y el tercero que nos separaba; sujeté sus brazos fríos; sabía que de haber querido liberarse no habría tenido inconvenientes: era alta, fuerte y su espalda doblaba a la mía en tamaño. Su boca roja, como de niña con escarlatina, fue besada, se diría que por primera vez, a juzgar de la torpeza inicial con que gesticulaba; las rodillas se le aflojaron cuando colé una mano entre el elástico y la costura de su maya roja. Sus piernas tenían la fuerza de las de un luchador grecorromano y varias veces estuve a punto de perder el conocimiento bajo su increíble presión; el placer le arrancaba unos alaridos agudísimos que debían oírse a unos cuántos kilómetros de distancia, y sus dientes lastimaban mi boca; de pronto era yo el fascinado por la música de su gozo y con gusto habría dejado que me devorara, sin oponer resistencia. Sus tetas parecían moverse a voluntad, como gordos tentáculos y los pezones me acariciaban de una forma adorable. No sé por qué me acordé de un verso en que Leopardi se preguntaba, creo que era Leopardi, QUAND´É COM´OR, LA VITA? Cuándo es como oro la vida; y resolví que entonces, que entonces era, con ella, sobre el césped verde, superiluminado y el desparramo de pétalos de dalia.

Eones permanecimos trenzados en esa coreografía de algas; los cerebros introducidos en dulce vinagre, viajando por el cosmos como rocas meteóricas; el mundo era apenas la estela vaporosa de aquello que pasaba.

Sé que en un momento ví la cara de Fátima en la ventana del baño, me miraba, sin expresión, y en algún punto la Nadadora se desmontó y corrió con la maya en la mano; lo último que ví fueron sus nalgas poderosas hundiéndose en la luz porosa y azul del aire que había amanecido sin que nos diéramos cuenta.

No supe más de ella, y, en comparación con ese instante, qué ha sido, si no morir, la vida desde entonces.

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