Es hora del espectáculo y el mago no llegó aun. El dueño del bar transpira; mira el reloj redondo sobre los estantes de las bebidas, pregunta a la encargada si recibió alguna llamada y vuelve la vista a ese campo de batalla en miniatura, esa maqueta: las mesas, los seres deseosos, necesitados, frustrantes; cada uno con su capricho y el bagre que le pica; expansivos, solitarios, hartos de la persona que tienen enfrente, o impacientes por meterles mano.
La puerta de vidrio se abre, suenan, como cada vez, las campanitas, y entra, con su valijita de madera descamada, El Mago. Viene acelerado, musita un saludo nervioso al pasar junto a la mirada de reconvención del dueño, cuyo bigote se encrespa como el lomo de un gato irritado; se acomoda la ropa, las solapas del saco; la encargada percibe a cierta distancia el olor rancio, fórmico, de su sudor, y las arrugas en las prendas delatan que acostumbra dormir vestido, quizá hasta con los zapatos puestos. El barman le arrima el medio vaso de ginebra que bebe consuetudinariamente antes de salir a escena. Se aclara la garganta, aunque no va a usarla durante los próximos treinta y siete minutos; rectifica la posición del mechón de pelo rebelde a las potestades del aceite Cocinero con que se peina y sube los tres escalones hasta el pequeño escenario, generalmente destinado a la silla de un ventrílocuo o un comediante.
Recién después de dejar la valija a un costado se detiene en el centro del escenario, levanta la cabeza, cierra histriónicamente los ojos en señal de concentración; respira profundamente, abre los ojos y observa su valija, la señala con el brazo derecho estirado; la mirada de la audiencia, los pocos que prestan atención, se dirige también a la valija que tiembla como si tuviera un animal salvaje dentro. El Mago muestra la palma, pide algo, la valija de madera incrementa sus vibraciones; se acerca al Mago mediante un salto que sorprende y espanta a los circunstantes. Él observa con enojo el comportamiento de la valija, le indica que retorne a su rincón; ella se le acerca un poco más; la gente no sabe si reír o permanecer alerta; podría haber cualquier cosa adentro de esa caja, cualquier cosa que cupiera, y con los plegamientos indicados se diría que todo cabe, el mundo completo con sus continentes y sus mares.
El Mago se impacienta, intenta amedrentarla con un pisotón, pero la valija no responde a la violencia. La lleva, entonces, mediante pequeñas patadas al sitio inicialmente asignado para ella. Retorna al centro del escenario y repite la maniobra de los ojos cerrados y la inspiración profunda; estira la mano, señala y pide otra vez; la valija se precipita sobre él en dos saltos; El Mago huye en redondo, siempre sobre las tablas; la valija lo persigue abriéndose y cerrándose, cada vez más rápido, como si quisiera morderlo. El Mago se detiene, la valija también se detiene, se invierten los roles cuando El Mago comienza a perseguirla; hay un conato de segunda inversión, pero él la captura y la fija a su rincón, tras el cortinado, con martillo y clavos, que lleva ex profeso en una de las mangas. Repite otra vez lo de la concentración y toda la historia; señala, pide y la valija se abre a medias. El mago eleva lentamente su palma y del interior surgen unas aves metálicas, unas palomas coloridamente esmaltadas.
Las palomas flotan, ni revolotean ni vuelan, flotan siguiendo la bisectriz imaginaria del brazo del Mago. La mano hace un giro rápido y corta las cuerdas invisibles que impiden a las aves volar al arbitrio de sus deseos emplumados. Las palomas giran y giran, cada vez más rápido, pasan zumbando peligrosamente por entre las mesas de los comensales; a una mujer le corta la oreja la punta de un ala afilada como una Gillette, sangra sobre su blanca blusa sangra.
El dueño del bar tiene la cara colorada de furor, sale vapor de su bisoñé.
Finalmente, y luego de acelerar lo indecible, las aves explotan contra el suelo, las mesas, el escenario y estrepitósamente contra la pared de botellas bajo el reloj, proyectando esquirlas de todos los colores. Los mozos y las mozas corren a sofocar, aquí y allá, pequeños incendios.
El Mago en tanto continúa impertérrito, como si nada hubiera pasado. Hace trucos con pelotitas de ping pong que salen de su culo y su boca. Trucos clásicos con naipes, pero con alguna estrafalaria y novedosa vuelta de tuerca. Saca del aire una paloma verdadera y se la come viva frente a todos. A juzgar por la cara del dueño estos números no son los convenidos en el contrato. El Mago se chupa los dedos, se limpia con un pañuelo de seda verde y se prepara para la parte final de su presentación.
La valija que había cerrado, inadvertida, sus fauces, vuelve a temblar a una indicación del Mago; se niega a ceder, pero la magia es poderosa y no tiene opción: se abre. De dentro se yergue un niño, en realidad sólo su cabeza es de un niño corriente, su cuerpo en cambio es el de un androide: se trata de El Petizo, un engendro de piel y cables que El mago raramente muestra.
Se han tejido, respecto de su relación con El Petizo, un millar de historias a cuál más truculenta, que por supuesto, El mago jamás se encarga de desmentir o transparentar.
El niño se acerca parsimonioso, casi reverente, podría pronunciar la palabra Padre y no resultaría extraño. Se detiene junto al Mago que le tiende la mano, el niño la toma y pasean juntos por el escenario, conversando en voz muy baja de mil cosas diferentes. El Mago sonríe mostrando el colmillo, junto al que faltan ambas piezas dentarias: ha de ser, por el aspecto avejentado que le confiere, que es parco en semejantes gestualidades extremas.
Levanta al chico en brazos, lo arroja al aire y vuelve a tomarlo antes de que caiga; el chico ríe una risa grabada por un niño verdadero. Juegan y bailan como harían un Padre y un Hijo estando solos; como si no estuviera todo ese público que ahora incluye a curiosos que no consumen, a bomberos y a policías.
El Mago Duerme al chico en brazos y lo recuesta en el suelo, apoyando su cabeza en el saco de mago varias veces doblado. Se sienta sobre la valija nuevamente cerrada y pasa las páginas de un diario imaginario; pasa, a su vez, por la lengua, reflejamente, la yema del índice de la mano para que se adhieran las hojas. Mira un reloj que no lleva y se dirige a ver a su hijo, como si hubiese dormido por horas y fuera tiempo de despertarlo. Le acaricia una mano para ir ingresando, mansamente, en su sueño; luego el pelo, el pecho; cada vez más alarmado lo sacude por los hombros; se oyen dentro cositas sueltas, como engranes o piedras; se desprende un brazo que cae con ruido de tubería metálica; luego caen el otro brazo y las piernas. De uno de los agujeros sale un ratón que olisquea el aire; El Mago lo mira con ojos aguanosos, con el glaucoma de la tristeza doble; estrecha el torso y la cabeza sin dejar de seguir la huida del roedor que desaparece en un agujero cualquiera de las tablas.
El público casi no respira; el dueño del bar se enjuga una lagrima incipiente, fingiendo tener una basurita; las mozas lloran abiertamente, igual los bomberos, los policías, la mujer de la oreja cercenada y el enfermero que la venda.
El Mago se pone en pie, rompe la escena lacrimógena, recompone sus ropas, hace un gesto mermerizador al montón de tejido y fierros en que se ha transformado El Petizo y su cuerpo se reensambla; el ratón vuelve sobre sus pasos y se introduce en el niño antes de que cierre; el androide realiza, rebobinando, los juegos y los saltos en el aire y la risa grabada, pero esta vez sin su partenaire, que simplemente digita y observa.
Las palomas se rearman como avefenix, giran en sentido inverso al que lo hicieran antes; el ala que cortó la oreja de la señora, la cicatriza; las palomas retornan a la valija, la valija gira por el escenario, se acerca, se aleja, corre y se estaciona donde debe. El mago, de pie, envarado, observa al público atónito, y luego de un breve interregno, les hace un sonoro corte de manga, y rectifica, antes de desaparecer, el mechón rebelde que cae sobre su frente, acaso demasiado amplia.
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