lunes, 16 de abril de 2012

LA RISA FOSFORESCENTE DE LO NIÑOS SUBTERRÁNEOS


“El futuro no es más que un muerto que, extendiéndose, vuelve.”

Xavier Forneret

Después de la tormenta las casas que quedaron en pie comenzaron a sufrir toda clase de calamidades. Las estructuras definitivamente modificadas, grietas profundísimas en el suelo de los baños, que había que saltar para no caer en abismos virtualmente sin fin; habitaciones separadas del cuerpo general de las construcciones, que dejaban ver a cualquiera que paseara de madrugada su perro, o lo que fuera, el sueño desordenado de los durmientes, adentro de esa cáscara de nuez; zonas electrificadas por cables chispeantes que emitían destellos a toda hora, obnubilando las corneas de los distraídos, y deteniendo momentánea o permanentemente el corazón de los arriesgados; televisores y radios transmitiendo collages de programas venidos quién sabe de qué puntos distantes del planetoide; rincones de las viviendas donde hacían varios grados bajo cero lindando con otros en los que había que quedarse literalmente en cueros para tolerar la calor; agua barrosa saliendo de las canillas; borborigmos extraños, casi mensajeros, en las descargas de los inodoros y en los desagotes. Y si a todo esto le sumamos las plagas que asolaron por entonces al barrio LA PROPIEDAD, podemos hacernos una pálida idea del estado de desequilibrio nervioso en que se hallaban los vecinos, agravado por la confusión de los medicamentos, el desencuentro de los blisters con sus cajas correspondientes y aun la desaparición de los botiquines, a los que, como a oráculos, acudían los fieles químicos, para paliar el sufrimiento de sus almas e inducir a sus cuerpos a adoptar un estadio vegetativo de la conciencia y soportar, así, las desavenencias climatológicas, como verdaderas plantas.

Muchas personas se vieron instaladas en familias que no recordaban como propias -y lo bien que hacían, porque no lo eran- probablemente transportadas en la suavísima hamaca paraguaya de uno de los tantos tornados que visitaron el barrio esa noche fatídica. A nadie le parecieron particularmente extrañas estas mudanzas, por la sola razón de que TODO era extraño, todo había cambiado y la identidad, la pertenencia a un núcleo familiar determinado, era apenas un dato más, una minucia junto a lo verdaderamente estructural del caso.

Así que, como acertadamente aconsejaba la guardia civil, nadie toco nada, o tocaron lo menos posible, porque una cosa más que cambiara de lugar, podía desencadenar un reordenamiento sin fin, y los objetos, si bien en distinto orden que aquel que guardaban las memorias de sus propietarios, parecían haberse estabilizado en cierta precaria forma y los familiares intercambiados prefirieron quedarse en el molde, tratando de encariñarse lo antes posible con sus familias protéticas, igual a como sus anfitriones hacían la vista gorda respecto de su, digámoslo así, naturaleza extranjera.

Algunos niños, siempre eran niños, habían quedado bajo los escombros, sin daño aparente; los maestros -tampoco ellos iban a alterar la posición de ninguna de las piezas que componían el derrumbe- seguían educándolos a domicilio, casa por casa, porque a los estudiantes sepultados en vida se les complicaba y bastante el expediente de trasladarse a un establecimiento del que por otro lado no quedaba más que una nube de polvo; y recibían las respuestas, a veces erradas, a sus preguntas, a veces difíciles, a través de los bloques de mampostería siniestrada.

Algunas personas hablaban no se sabía desde dónde que se habían metido; y sus voces salían de los calefones, de los almohadones del sillón o de un cajón de la cómoda; parecían haber mudado de dimensión.

Las primeras en llegar, en nubes negras que ocultaban el sol, fueron las Moscas; venidas de algún lugar a posarse sobre toda cosa: allí donde se mirara había una lamiendo sus patas o simplemente detenida en espera de la mano que inútilmente la espantara. Entraban en las bocas de los que dormían, en las narices, resbalaban en la convexa y húmeda superficie de los ojos abiertos, desorbitados, como pistas de patinaje hemisféricas: moscas en la sopa, clásicas; pero también en los rejuntes culinarios y en los platos de tiesísima polenta, esos frisbees incomibles, anaranjados. Racimos de moscas colgando de las lámparas, de crochet negro, vendimiados por los revueltos cabellos de los seres traslaticios, las personas, que, aún sin para qué, se empeñaban en seguir haciendo cosas. Moscas, moscas, más moscas que cosas, moscas siempre volando, moscas impertérritas.

Hubo Invasión de Libélulas: aeroplanos crocantes, como cornalitos fritos, dando cabezazos contra las pocas ventanas que quedaban sin romper; allí donde hubiera un vidrio estaban ellas chocando, rebotando y persistiendo en su error; esperando, talvez, el milagro de la traspasabilidad; eran apenas hojita autumnales, papel de armar cigarrillos de precarísima autonomía de volar: ideas fijas con élitros.

Hubo La Noche de las Luciérnagas, había tantas que parecía de día y hubo que salir, los que tenían jardines, con anteojos negros, para poder ver algo; porque se dieron casos de ceguera permanente entre los que salieron a los guapo, o con los brazos en alto, rogando que los abdujeran los extraterrestres a quienes adjudicaban tamaña luminiscencia; que vinieran, por fin a desenquistarlos de este mundo de mierda por el cuál no abrigaban ya ninguna esperanza: entonces las que rebotaron fueron las gentes, las gentes chocadoras.

Hubo La Tardecita de las Mariposas, que pintaron el cielo de amarillo-fin-del-mundo; el Mediodía de los Bichos Bolita hubo también, personas resbalando en esas canicas que llenaban el suelo y sus agujeritos, microarmadillos grises, acordeonados, telescópicos.

La Media Hora de los Bichos Verdes del Melón debió durar más, pero nadie prestaba atención al tiempo, tan lindos eran, esos tipitos curiosos, con sus pompones rojos en las antenas y la elegancia con que aterrizaban sobre todo lo que guardara alguna relación con su fruta dilecta; y eso incluía el pechamen de las comadronas, el de las hembritas prematuramente siliconadas y las calvas lustrosas de algunos hombres apesadumbrados por todo, y mañosos como diez teros.

Hubo el Amanecer de las Arañas: una como bruma por todos lados, se quedaba pegada a las caras; las viejas y las encajeras aprovecharon el hilván resistente como el acero (o más) para conseguir esos pespuntes traslúcidos con los que siempre habían soñado: una desgracia con suerte, murmuraban, al contemplar satisfechas los dobladillos tanto tiempo adeudados a polleras mil veces restañadas.

Finalmente vinieron ellas, las marciales, las N/N, las supernumerarias, la marabunteas Hormigas, las que ponían los pelos de punta. Llegaron en oleadas rojas y negras, que traían flotando las cosas que arrastraban; flujo y reflujo de obreras hambrientas, recortando y recortando el collage espurio de todo lo recortable; hacían agujeros hasta en los cristales de los anteojos de los que se habían dormido leyendo; con sus tenazas de diamante arremetieron contra todo lo que estuviera forrado de piel viviente, y pronto dieron con los niños sepultados bajo los escombros, por los finísimos intersticios entre las piedras. Cortaban a las criaturas en piezas transportables y las llevaban el hileras sinuosas, establecidas mediante secreciones ácidas; volvían a armarlos como a rompecabezas en el increíble hervidero que era el hormiguero que formaban bajo tierra. Niños perfectos hasta en el mínimo detalle, niños inertes, que pronto eran cubiertos, en los alvéolos que los cobijaban, por la filigrana blanca del hongo que era el verdadero sustento del formicario. Ejércitos de embalsamadores mantenían a los niños en su forma humanoide, limpiándolos de hongos indeseables y de toda clase de bacterias, con antibióticos específicos perfeccionados durante milenios.

Los insectos acabaron llevándose todo y a todos, no se salvó nadie; no quedaron ni los muebles, ni las piedritas del camino dejaron, desapareció hasta el cartelón de entrada del barrio privado. Hay la presunción de que el complejo habitacional La Propiedad, lleva una segunda vida subterránea, una especie de pantomima de títeres familiares digitados por las hormigas mediante cabestros y poleas: hombres que hacen como que conversan de cosas intrascendentes, niños que simulan jugar en las puertas de las casas restauradas con camioncitos de juguete llevando falsa tierra, mujeres cocinando cenas fantasmagóricas, u hojeando revistas pasadas de moda; todo alumbrado por las fosforescencia del omnisciente dios hongo.

No se sabe con seguridad qué hicieron estos ajetreados insectos con la tierra que hubo que sacar para que todo eso cupiera en las entrañas cálidas del suelo y, como nadie se acuerda de nada ni de nadie y las tormentas van y vienen cumpliendo su labor extraña, ha comenzado, encima de este, la construcción de un nuevo barrio, destinado, según el enorme letrero ubicado al frente de los terrenos arrasados, a hacer felices a un sinnúmero de familias jóvenes: los dibujos muestran personas efectivamente sonrientes, ignorantes del cumplimiento de las leyes naturales de la devastación general y cíclica que reina sobre todo lo viviente, hay perros expectantes que mueven sus colas a la espera de las genialidades que harán a continuación esos dueños que no piensan soltar la sonrisa que atraparon en sus bocas, como hacen los osos con los salmones en su parábola contracorriente.

De noche, en los terrenos húmedos del sereno, entre las palas mecánicas y a la luz de aisladas lamparitas que penden de cables, bailan los niños que escapan de sus confinamientos subterráneos, hacen una ronda que resultaría macabra si no fuera tan hermoso verlos sonreír, mostrar ese tesoro de fosforescencia telúrica que esponja sus dientes. No es dado a todo el mundo contemplar su danza, por eso lo cuento, yo, testigo privilegiado, laburante demorado en su siesta larga, para que puedan, por lo menos, imaginarlo.

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