lunes, 31 de octubre de 2011

DE BRILLO, DE FRAUDE Y DE NEÓN

"¿Dónde estás paradisíaca?"
Osvaldo Lamborghini

sábado, 1 de octubre de 2011

ADIOS JOSEFINA



“ y el que, arrojado a la tierra

Con la conciencia del idiota…”

A.Artaud “Heliogábalo”

Por qué habría tenido que darle la mano al tipo que me la vendió, si su pulcritud no alcanzaba a ocultar la índole aviesa de su alma; era sucio, sucio, se le veía en los ojos basureros. Mintió que se la había regalado un amigo, pero sujetos como él, o como yo, no tenemos amigos, además, qué tenía que darme tantas explicaciones. Estaría dispuesto a aceptar que se la encontró (hallazgos más extraños se han visto en este erial dejado de la idea de dios ) o que, más factible, se la choreara a un Dueño despistado y que viniera yo, entonces, a cerrar, ojala, el circuito mercenario a que se había visto sujeta aquella criatura alucinatoria, salida de las landas hipnagógicas de qué extraño cerebro convencional. Por arte de birlibirloque yo era su Dueño, , por una especie de dignidad mercantil o título honorífico que la posesión de su kilo de carne inestable me confería yo TENIA algo vivo a mi entera merced.

Pero antes de cerrar el trato, voy y vengo, casi me caigo de culo cuando me asomé al balde de agua inmunda donde la tenía el muy turro: no la ví inmediatamente, emergió al rato, primero oculta por la finísima aspersión de su espiráculo; su ojo redondo me estudió al parecer concienzudamente, después me echó una paletada de agua con su cola maltratada, cuando vió que la afrenta no hacía otra cosa que divertirme, asomó la cabeza otra vez y comenzó a girar divertida, entusiasta…¿cuánto?, le pregunté al estropajo humano que la ofrecía poco menos que como carnada y que hábil en lo suyo ya le había sacado la ficha a mi deseo subitáneo de poseerla. Negociamos un rato, no por nada me había codeado con lo mejores regateadores callejeros de Nueva Delhi, no fuera este pelotudo a vérselas con el idiota en que solía transformarme la concupiscencia. Me la llevé con todo y balde.

De camino a casa, ya fuera del infinito mercado, le pedí la manguera a una señora desconfiada que se hallaba en ese momento regando su hermoso jardín atestado de rosales, que respondían a sus atenciones embalsamando el aire hasta casi volverlo deletéreo, irrespirable. Sumergí el chorro en el balde y dejé que el agua rebalsara y rebalsara hasta recobrar cierta traslucidez aceptable. La señora miraba sombrada mi pequeña ballena verde y también vigilaba, claro, que no le currara la manguera.

La Ballena Josefina había sido uno de los dibujitos preferidos de mi infancia, y haberla encontrado, vuelta real, más real de lo que indefectiblemente no podría dejar de ser nunca para mí, aunque pusiera en ello todo el empeño de la razón que me asiste, entre los rejuntes de un piojoso mercachifle, parecía, a más de un milagro, perfectamente lógico (reconocía, sí, la increíble magnitud de su improbabilidad ) una extrapolación de mi deseo, una obediencia de lo cierto a las potencias incoercibles de la simplísima, pedestre maravilla. Uno piensa, a esa edad y a esta, que nada costaría a las circunstancias que rigen nuestra vida sin sentido darnos de cuando en cuando la alegría de esos imposibles.

No sé si cabía, como en la serie animada, en un vaso con agua, como una dentadura postiza, para mí estuvo siempre hecha de intangibilidad, eso que hierve desde debajo de las yemas de los dedos como un pretacto; y poder acariciarla fue de un antilolitismo nabokoviano galopante, poseer a la Niña era disipar la reconcentración mágica de su haz de locura lunar, de su necesaria inconcreción permanente, era un signo de debilidad dar el paso después de haber observado siempre la sinuosidad de los sobreabundantes precipicios.

En casa llené la bañadera, una con patas de león que había encontrado en uno de los amontonamientos de basura que ardían constantemente en las esquinas de la ciudad, agujereada, desconchada en varias partes -ponerla en condiciones costó un triunfo, pero siempre había querido una, así que valió el esfuerzo-. Liberé a Josefina y enseguida comenzó a girar (el equivalente cetáceo a estirar las piernas). Después de un rato introduje primero una mano para que se acostumbrara a su presencia benigna, sus círculos se circunscribieron a una zona menor, lejos de la influencia , a sus ojos perniciosa, de mis tentáculos ungulados; al rato se animó a pasarles cerca y aún por detrás, la mano jugaba con la inocencia de un alga, introduje, entonces, en la ecuación el guarismo altamente sospechoso de una segunda mano, esto produjo la alarma que era dable esperar, pero la simetría, el juego de espejos de esas terminales humanas y mi actitud paciente la invitaron a concluir que no había peligro en el estofado. No pasó mucho tiempo que ya andaba entre ellas dejándose tocar con un dedo, jugando a evitarlo merced a una aceleración que producía toda una revolución en el agua. Se dejó pasar una esponja, así pude desenmohecerla. Le dejé una pelota de tenis para que se entretuviera mientras iba a comprar una pecera y el alimento necesario para que recobrara el verde rozagante que yo le recordaba de anime japonés de mi infancia.

Mientras caminaba solo por la calle, reverberaba en mí aquél tristísimo capítulo final: “Adiós Josefina” del que nunca había podido recuperarme del todo, una de esas tristezas que forman un quiste en algún lugar de nuestra carne y ahí se quedan, listas para irradiar su onda inmaterial de contenido altamente abstracto, operando vicaria, subrepticiamente en nuestras decisiones, en cada paso hacia la crapulencia final y la descomposición del alma en siete millones de pedazos de la nada misma. Recordaba haber llorado en más de una plaza, sin venir a cuento, por su muerte ocurrida en una seguidilla de fotogramas de celuloide veinte o treinta años antes.

Le metí pata y compré todo, lo mejor y más rápido que pude.

Unas cuadras antes de llegar me sacaron de mis elucubraciones vagas, sirenas cuyo efecto doppler no acababa de extinguirse en su natural punto de fuga: la distancia. Deduje que el incendio o lo que fuera debía estar cerca, se percibía en el olfato infalible de los viandantes para localizar las catástrofes que algo gordo estaba pasando: como limaduras imantadas corrían al desastre de otros, arrastrados por la curiosidad como hojas enfermas en remolinos de aire, y si tenían suerte hacían a tiempo de ver la carne picada de sus congéneres, la mismísima voladura de la carne que por eso mismo, por su vuelo inaugural se había vuelto , expuestos los crudos mecanismos de su otrora milagroso funcionamiento, santa e inmunda a un tiempo. Las bombas cocinan a los hombres mientras vuelan, oh cómicos pajarotes que caen derribados como plastrones de mierda.

No tuve otra opción que ir hacia donde todos iban, yo tenía la excusa valedera, tranquilizadora de que vivía en esa dirección.

Cuál no fue mi sorpresa (siempre desee caer, también, en este lugar común) cuando ví el racimo de autobombas estacionado a la que te criaste en la puerta de mi edificio: Me asaltaron los peores presentimientos (oh, bendición de los párrafos y de la mala, mala literatura), sólo pedía que no fuera todo el asunto en mi cubículo de unabomber , el sagrado templo de mi anacoretazgo ; qué hubiera volado la garrafa de la Sra. Ciruli, esa vecina que se negaba a pagar las “garrafales” cuentas del gas y se dejaba estafar por el ferretero con los litros de la recarga del armatoste blindado que se empecinaba (no le quedaba otra) en llevar ella misma hasta la puerta del delincuente que hacía la diferencia con viejas como ella. No que la deseara muerta, aunque un poco sí, para que voy a andar adornando el asunto con un estilo de “buena gente”, estaba harto de cruzármela en el piso que teníamos por escalera hasta el ascensor que terminaba en el octavo, de que me obligara a inventar subterfugios para no besar su carne reblandecida y helada que me dejaba una triste impresión en el alma, que no se me iba ni restregando los labios en la sangrante corteza de una tipa. Harto de que se interesara por la salud de parientes que habían dejado de existir para mí, de que me pusiera en el brete de inventarles diagnósticos optimistas; cansado, en definitiva, de que se volviera un reflejo de mi dolménica hipocresía.

Me aterrorizaba la posibilidad de que hubiesen violado el triple sello de Solimán de la humilde cueva donde escondía mis vergüenzas, que pusieran sus sucios pies humanos en mi cuchitril de soltero pertinaz, que mancharan con sus ojos la silueta erigida apenas en sal de plata de mi nueva compañera.

Conseguí sortear la valla policial y entrar al edificio; los ascensores estaban inutilizables y las escaleras invisibles bajo una nube de polvo de cal; me saqué la remera me la até como el pañuelo de un bandolero y subí resollando de dos en dos los escalones, como un fauno con la verga enhiesta; tenía miedo de chocar con un bombero tamaño placard o con un vecino en estado de pánico, desconcertado que me derribara con consecuencias desastrosas para mi masa encefálica.

Mi departamento había dejado de existir, del techo ni rastros, y entre los escombros reconocí cosas que me habían pertenecido en otra vida, restos del pasado fósil del profanador de su propia tumba: un libro despatarrado por allá, una divorciada pantufla …casi me pongo a buscar un veinticinco de rico faso afgano que había pegado esa semana…pero para qué…el derrumbe en general me había hecho un favor, secretamente siempre había abrigado la esperanza de deshacerme de todo ese lastre, desaparecer de un plumazo todo ese amurallamiento libresco que había erigido a mi alrededor como una fortaleza endeble, más precaria que el viento destemplado; entre tos y tos sonreía aliviado, no podía creer en lo que estaba sucediendo, quería que mi risa de demente, el vómito de mi risa, la egagrópila borrara el resto del planeta, incluyéndome, era la befa del desollado, del desposeído. Un hombre con un traje de hule rojo, rechinante, con un casco que lo asemejaba a un guardia pretoriano de ciencia ficción me obligó a bajar, no hizo caso de mis súplicas, yo sólo podía balbucir “Josefina” , como si mi risa hubiese borrado no lo que le pedía sino el resto de las palabras que no fueran ella, las palabras y los objetos y emociones que estas, alguna vez, representaran. El Libro que había visto entre los escombros, no sé porqué lo recuerdo ahora, como un detalle trascendente, era un diccionario, justamente, el de “Las cosas y sus partes”.

Sentado en la parte de atrás de una de las ambulancias que se habían congregado como carroñeras blancas, los pies en el asfalto mojado, y la mascarilla enorme, desproporcionada proporcionándome un oxígeno que tenía algo de medicamentoso, de artificial, escuché la declaración de mi vecina (indestructible la conchuda) que aseguraba que había visto algo fuera de lo normal desde la ventana de su cocina, algo horrible en mi casa: comenzó a señalarme con su desagradable dedo meñique cuando me vio, como si no alcanzara a merecer la envergadura de su gordo y manchado índice acusador, esa uña curvada, roñosa, como una gubia oxidada: “un ojo gigante-hacía su tamaño increíble con ambos brazos insuficiente para abarcarlo- que sobrepasaba el ventanuco de la cocina, que me miraba sin cerrarse nunca, era horrible que no se cerrara, un ojo sin párpado”. Ella estaba convencida, y ni quién la sacara de sus trece, de que su grito había derrumbado el último piso íntegro del edificio; pero los bomberos concluyeron, prima facie, que sosteniendo un fósforo encendido durante mucho tiempo, la señora Ciruli, al ver lo que juraba por Dios haber visto, lo había soltado y por alguna razón todo el gas liberado de la garrafa provocó su explosión además del garrafalmente misterioso arrastramiento que la pusiera a salvo…cada vez más se me ocurría que la vieja estaba en tratos con alguna potencia oscura, uno de los tantos demonios de la senectud.

Cuando los enfermeros, atareadísimos indiferentes, nos dejaron solos, y aprovechando el desbarajuste general que la explosión había causado en la vida y el comportamiento consuetudinario de las personas, me quité la máscara y le hice a la señora Ciruli un gesto obsceno con la lengua; al principio se sorprendió, paso siguiente se horrorizó al descubrir que había entrado por la puerta del sacudón de las convenciones a uno de esos infiernos a los que temen quienes observan la senda de la artificiosa cortesía permanente: poner un pie fuera era ser atacado por la pirañas de una realidad de violencia que preferían no ver, y a la que su vida entera era un esfuerzo por mantener tras los cortinados de un mecanismo de sonrisas ilusorias. La garrafa había volado algo más que los altos de un edificio, había resquebrajado también esas murallas de papel de arroz y más allá de los rostros de siempre se colaba la lengua viperina de ese torrente de lascivia sobre el que los corazones boyaban como en cauces de lava, de roja indeleble sangre de fauno.

Con las escleróticas de los ojos como huevos de codorniz podridos buscaba alrededor un pecio flotante desprendido del ardimiento de la nave que tan plácidamente (en el fondo no tanto) la había llevado sana y salva (seca) a través de los últimos farmacéuticos años: pero sólo veía el trajín, los encontronazos de un hormiguero pateado, profundamente perturbado pero que sin embargo parecía estar formado por individuos en su sitio, entidades autónomas que sabían perfectamente, de una forma abstrusa talvez, lo que tenían que hacer en cada ocasión, incluyendo esa inusual; los insectos humanos, laboriosos como ellos solos, intentando restañar el orden anterior en un aquí no ha pasado nada.

Con la mascarilla en la mano-mientras ella intentaba hundirse más y más en la suya – liberado al fin del calambre de la cortesía (Sarraute), de la represión de alguno de los impulsos naturales que había venido tragándome con la saliva-empujarla por la escalera cuando tuve ocasión, por ejemplo, o abofetearla con todas mis fuerzas, o bien darle una buena trompada que hundiera mi puño en la masa chirle de su cara de merengue desinflado- le pregunté si sabía algo de Josefina; escuchar un nombre corriente, aún desconocido, le hizo parecer que el interregno de desmadre, el portal a la multiplicidad infinita de los avernos posibles había cicatrizado al fin, o más aún había sido un mero producto alucinatorio de su chochera senil, de es almohadón apolillado, ese cerebro de talco; ah, el aire cantaba otra vez en sus inhalaciones, todo había vuelto a sus diques naturales, y otra vez ah, qué alivio-Josefina, sí, Josefina podía entenderlo, era con toda seguridad el nombre de una mujer, qué importancia tenía no saber de cuál de entre todas esas hermosas jovencitas tan llenas de futuro y de brío para ese futuro-A qué Josefina te referís hijito- dijo otra vez en su papel de abuelita gentil, no esa criatura paralizada por una insoportable (lyncheana) distorsión operada en lo real, sino la que cocina la misma pastafrola hace eones y huele al hidrocarburo cristalino blanco que se retira del alquitrán de hulla y que se emplea contra la polilla.

-A mi ballena, señora, parece ser que metiendo usted el hocico en lo que no le importa la vio más crecidita de lo que los estatutos edilicios aconsejan- La vieja abrió la boca en un grito mudo-era nada más que una vieja con la boca abierta como la cuenca vacía en la calavera del horror más rudimentario-acarició maquinalmente y con dedos ajados algunas de las emplomaduras que a duras penas sostenían la aparatosa prótesis dentaria que exornaba aquella gargantilla flotante: su quijada engasta en ese descalabro de marioneta del espanto: era la mueca humana del desvalimiento total; antropológicamente me alegré de contemplarla en un rostro que no fuera reflejo del mío en un espejo-sospechaba que llegado ese estadio culminante de mi carrera absurda contra el olvido totalitario, no tendría, como no tenía ella, otra cosa en qué verlo que la sonrisa perversa de alguien enfrente, el infame testigo en la larga y triste noche de la redota (Hernadez), propiamente los ojos de un demonio, los míos ahora.

Sabía que si soplaba, ¡Buuuu!, desaparecería en una nube de ingrávida ceniza.

La observé con los plumines asesinos de mis ojos entintados, hasta que los corcovos del órgano central de la circulación de su sangre se detuvieron y el cuerpo todo de la vieja, desangelado, se transformó como por arte de birlibirloque en un montón incomible de carne muerta. Ya había sido todo un gesto de su parte cagar la fruta en el interior de una ambulancia. Hice mi parte en la comedieta de la inocencia solicitando el auxilio de los enfermeros que, programados para faenas como esa, intentaron vanamente resucitar aquella cosa de plastilina con arrugas de nylon, a todas luces desprovista de osamenta. Levantaron sus piernas y la empujaron hacia el centro de la ambulancia junto a los otros cadáveres que no había visto antes y siguieron con lo suyo que eran los seres dotados de cierta facultad motriz, esos corazones que distribuían aun eficazmente la mermelada de vivir.

A punto de irme de ese rescoldo siniestrado de una ciudad cualquiera en el mapa, me pareció percibir un movimiento infinitesimal en el cadáver de la Sra. Ciruli, algo como un insecto gordo salía de su pupila como de las profundidades de un cilindro aterciopelado; pensé que podría tratarse de una criatura necrófaga que se hubiera adelantado a la muerte de la vieja, percibiendo de antemano la peste antijuvenil y pútrida que el desove de naftalinas en los bolsillos de su batón no alcanzaron a disimular. Un rayo de luz, uno sólo iluminó el abultado vientre de esa como araña y reveló su tinte verde azulado, ¡era Josefina!, nada menos, que, para protegerse, había pasado en forma de imagen (¿no había nacido así, de dos dimensiones, acaso?) al ojo de la última persona en verla; ahora se reincorporaba, muerto su huésped, al mundo físico de las cosas volumíneas. Si bien era otra, se trataba de un recurso fantástico de supervivencia que habría requerido, seguramente, cientos de miles de años de trabajosa y casual evolución llena de misteriosos saltos y discontinuidades morfológicas, a la vez que un desarrollo de la intuición y, por qué no, de la presciencia; porque era necesario para que el proceso de “envolverse en la memoria de otro cuerpo” se llevara a cabo correctamente, adivinar no sólo el momento de su propia inminente muerte sino también al potencial sobreviviente capaz de albergar la imagen bidimensional y única entre todas las otras que hacían la vida de su forma y su continuidad. Seguramente se producía en todo el asunto una degradación de la esencia remota del original: como fotocopia de fotocopia de fotocopia.

Viéndola bien, ahora que la tenía en mi mano otra vez, me pareció que guardaba cierta semejanza con el dibujo de la serie que yo miraba, como una ilustración acuarelada conviviendo de igual a igual con los seres absurdamente tridimensionales, como yo, que desde los herméticos parvularios de nuestras mentes alambradas nos emocionábamos, ¡oh, televidentes!, como imbéciles amaestrados, indignos con esos ojos aborregados de la piedad de las amas de casa por las indeseables cucarachas del hogar, cada vez que asistíamos, devotos a la cita con la ballena imaginaria de Santiago, a todos y cada uno de sus veintitrés capítulos: desde “Secreto en el vaso” a “adiós Josefina”.

Puesto a creer en mi ballena, una forma más sensible, objetual, de la esperanza, estaba en condiciones también de comprar el paquete íntegro de su emoción: esperaba, oh alfombra mágica, que aumentara de tamaño y me sacara de allí, que se elevara con mi cobardía a horcajadas como un jinete blando, produciendo el escorzo de mi presencia, el borramiento de ese mundillo insípido en que las viejas se morían por una nada, como sopladas en el tuétano de su propia inmaterialidad, quería un mundo poderoso a la vez evanescente y de una persistencia a prueba de los ciclones de las inopinadas mutaciones del ánimo, me intrigaba más que nada saber cómo me comportaría yo en un mundo como este, pero real. Acaso, como un globo escapado del bullicio de una fiesta de cumpleaños, de mi séptimo cumpleaños, podíamos aún usufructuar la onda tremenda de la explosión garrafal: olvidarme en los encajes de organza de las nubes hechas con la aguja de la lluvia a crochet, agua futura, de esa rebelión moderada, pedestre, de relojería, que no revelaba nada; tenía en mente ese ángel inconcluso, desflecado de Giotto, el nimbo dorado de su aureola sobreimpresa , ese par de alitas amputadas en algún momento de la gestación de mis encadenamientos lógicos, consumirme en el sol giratorio de su contemplación con los ojos bien abiertos, la mente ardiendo en el aire, ardorosa, como un carbunclo inextinguible, azul, precipitándose en el agua dulce y helada de una cisterna, el eco perplejo en el tanque australiano cosas diciendo a la piel bebible de la confrontación.

Josefina tenía que crecer y volar para arrancarme de mí, como se descubre de sustancia el carozo de un damasco: la ola negra se había ido espesando con los años, vuelto más densa, envolvente, anestésica, como los alarmantes augurios de mi corazón Mosca-Cardo y Don.

Es infalible, cuando la mano intenta dibujar la sonrisa de lo que se espera sólo acierta a delinear la ameba monstruosa de lo que realmente circula por nuestras venas, ese pulso disforme, ese temblor dipsomaníaco de bebedor de Aqua Toffana.

Acariciaba mi ballena con un dedo, al modo de la lámpara o el anillo mágicos que invocara al efrit. Mis caricias parecían aturdirla, su ojo se había vuelto un núcleo difuso. Al doblar una esquina, ¿cuál?, como se pliega ocho veces el mapa de un tesoro, presa de estos pensamientos comecerebro, me choqué con La Puta, la adorablemente pirronista mujer pública (Ciorán); Josefina salió disparada por la colisión y la mercenaria del amor (Lautréamont) sólo perdió una uña postiza. A pesar del encontronazo ambos sonreímos como personajes de un idilio, sin saber cuánto ni de qué, dimos mutuas excusas por andar con las cabeza en cualquier cosa. Recogí su zarpa de plástico ensangrentada de esmalte y ella capturó con su mano anatómica el pequeño cetáceo que giraba en el aire como un salivazo que se creyera una saeta o un pájaro girándula , e intercambiamos esos presentes de milagro.

Íbamos a seguir cada uno por su lado, pero nuestra duda realizó su sutura refleja:¿También esa vez sería como siempre, fingir que esas miradas no habían visto nada verdadero, que baja la guardia por el topetazo no se había evidenciado un misterio sin nombre, una intimidad celosamente sepultada con palada tras palada de buen resguardo, que no sabíamos que el hecho mismo de presenciarlo nos transformaba en fundamentalistas guardianes de esa concreción hermética, informe, impracticada e impracticable? Giramos sobre nuestros talones pivotantes, y como dos nenes nos invitamos a cafetear en cadáver de la experimentadísima indiferencia.

Acabamos en su cubil, y descubrí que con todo y su cacareo, no hay criatura más luminosa que una puta, me arrodillo servil ante el culto de cada una de sus cuatro patas. Pusimos a Jose en un búcaro y observamos su natación complacida alrededor de dos jazmines oxidados en el agua corriente que salpicaba de entusiasmo.

Este es el momento en que el novelista de raza (caniche) saca a relucir sus dotes descriptivas (empáticas) e intenta traducir a símbolos de transmisión oral aquella experiencia imposible, cuyo título en un libro español antiguo podría reducirse a : LO QUE ACASO SUCEDIERA EN LA POSADA DE LA PUTA Y DE LAS COSAS QUE ADEMAS SE CUENTAN SOBRE UNA BALLENA LLAMADA JOSEFINA QUE VINO AL MUNDO MAGICAMENTE”, un garche con todas las letras, una cogida inolvidable, la ascensión tentacular, torpedera, del espíritu abisal, que a la final (sic) cuando intenta explicárselo, darle una forma al acaso, se convence de haber sacado la cabeza de ese fango primigenio, haberse asomado a la superficie como el trilobite a la atmósfera liviana, gélida de una realidad, si no superior, al menos más real que sí misma.

El cuerpo de la hembra era apretado y sensible como el de una anémona (“Una mujer, una anémona que sueña” Harold Brodkey) y se escurría de caricias que la afectaban visiblemente; acostumbrada a fingir para los demás había acabado volviendo real, en su beneficio, esa hiperestesia protética, de salvamento y solamente soplarle los pezones electrificaba sus tetas de tupperware y el resto de su cuerpo en un cabrilleo extático que escapaba hacia las lindes en ondas invisibles, subcutáneas, hacia los revertidos pararrayos de sus dedos retemblantes, acribillados por qué terribles tormentas, la mueca de su boca no dejaba mentir ni las operaciones ni su franja etaria. Pólipo ciego, tentaba el aire con la lengua y a veces encontraba criaturas de su especie y se trenzaba en contubernio de babosas, en oleosa justa lumbricaria. La concha era olorosa y escarolada, hecha toda ella de infinitos hojaldres, un rara avis de liquen centenario engastado en es rincón azaroso de su carne de ángel pero podría haber sido otro, tranquilamente haberse generado con la misma naturalidad en la rasposa y cóncava hondonada de esa axila que, acre, pedía una repasada de la maquinita descartable: sexo de clavelina rezumante, boca de vieja, de Ciruli, que intentaba en cada contracción muscular desmocharme la verija y escupirla lejos como la cabeza de un puro .

Terminamos hechos una porquería, una sombra apenas de semejante apoteosis, residuos de una experiencia metafísica. Poco a poco se extinguieron las sonrisas remanentes y la guía fulgurante de esos ojos de Fresnel hacia las regiones hiperbóreas de nuestras almas complacidas se volvió pálida, tan pálida; cicatrizamos otra vez con nuestro gemelo adentro, “a salvo”, como el descerebrado fetus in fetu, de las miradas cocinadoras, imprudentes, de los no iniciados…

“El último capítulo-discurría ella entre sorbo y sorbo de su reconfortante té La Virginia de cannabinol - ‘Adiós Josefina’, fue una de las cosas más tristes de mi infancia…”-Sí-dije yo en un conato de conversación- un golpe abajo del cinturón-mientras seguía la evolución del vapor que subía de mi taza con una gracia infinita, preternatural- “Una patada en la concha-reforzó ella el grueso trazo de mi metáfora desinteresada- esas tristezas no te preparan para la vida (aparte de que la vida siempre está en marcha, es pura marcha, no hay una chispa, un voltaje inicial, es una continuación de otra forma, la forma naturalista de decir lo que los budistas se tomaron más trabajo en redondear, un perro que se muerde la cola) te enchufan un filtro, una careta de espadachín, y desde entonces no te queda otra, parece, que ver las cosas a través de su cuadrícula; habría preferido una existencia viril, una expedición de caza a la Hemingway, la sensación de una sangre en las manos que no fuera la letanía menstrual de todos los meses, esos sucios ciclos de fertilidad para qué, sino de una bestia inocente de toda inocencia, destazar con crueldad, ser una persona, y no esta mariconada sentimental, esta máquina de ordeñe, en que acaso ese último capítulo de algo ayudó a transformarme”-

-“Otra patada en las bolas-era hora de mi soli (colocado) loquio-fueron los dibujitos de ‘Corazón’-no sé si te acordás- de Edmundo de Amicis, el tamborcito solitario, la muerte de una de las madres, como en ‘Bambi’, nuestros corazones ardientes, salvajes, clavados a la flecha que cruzaba la belleza irrefrenable, dispuestos a encajarse en el centro mismo de no sabíamos qué cosa; mancillados con las brasas de esos puchos que apagaban en su carne cenicera. Pero también estaba el resto de la serie que era muy buena, y que amábamos, exponíamos, diariamente, a esa experiencia catódica, esos cerebros rostizados, aunque virginales, en las microondas de esas luces sacramentales, miembros a la distancia de un culto dickiano, ignorantes del resto, pero partícipes inconfesos de algo, reencontrándonos de grandes, como una comunidad que subterráneamente había comido los mismos caramelos iniciáticos, sentido los mismos olores y visto las mismas cosas entre todas las otras que había para ver. El asunto radica, para mí, en saber si se nos entrenaba en relación a un fin determinado, o su éxito fue mera casualidad, simple fortuna empresarial, marketing, que nos gustaran esos “productos”, como “Verano Azul”, te acordás de esa, la serie española, con el viejo que arreglaba su barco y los nenes en esas vacaciones doradas que también, como Josefina, llegaban a su fin, cerrando el círculo, inoculando en su carne de ostra la partícula negra que lamida y relamida daría con la perla futura de su misma nostalgia. La idea es esa me parece, la formula, la de la DURACIÓN , lo que dura, es decir que comienza, en algún punto indefinido, porque no se lo esperaba, no podía esperárselo, transcurre violentamente en la plenitud de su felicidad y termina como un golpe seco, una amputación. Es la imagen, a la vez genésica y epifenómeno de nuestra melancolía incurable, la idea que fabrica como un origami, la sensación refleja de la finitud de todas las cosas, y en algunos la imposibilidad de manejar ese concepto, que no es otro que la muerte, como algo natural- en realidad un expediente introducido por el desgraciado milagro de la conciencia- somos los únicos en el reino que sabemos que vamos a morir y eso le cambia el aliño a todo el estofado.”

-“Creo que el tesito facilita la posesión del demonio de la elocuencia”-

-Basta de hablar con comillas-

-Sí- se rió con un cloqueo estridente, una risa trabajada durante cuántos años…-

“No es piadoso el verano”

J.J.Hernández

A la mañana, cuando el sueño, infalible trapo rejilla, había operado su salutífera labor, borrada las pasadas crapulencias durante intervalos de gloriosa amnesia, y mi cuerpo no estaba del todo terminado, faltaba se asentaran unos fundamentales detalles de la personalidad aun en refacción, encontré la cama vacía de algo que no fuera yo, y lo digo de esta manera porque aún no había algo parecido a un yo en la cama, o más bien era lo único que había, algo que se parecía a mí, pero como mis ojos estaban taraceados allí no podía percibirme como un algo; en cambio lo que sí había era un manchón de sangre en el lugar donde debería yacer mi nocturna partenaire, como si se hubiera exprimido a sí misma. Lo primero que pensé, cuando pude hilar una idea coherente, fue que había sufrido mi genio un ataque de ira calefacta (yo, especie de dionisiaco energúmeno) y que me había dejado llevar por esos arrebatos de violencia que suelen mantenerme alerta durante el sexo, temor a desatar el último de los nudos de esa bolsa de gatos que sospechaba era mi alma y transformarme en lo que secretamente sé que soy, una alimaña, una cucaracha dotada de una infinita capacidad de daño: y en esa inspiración violenta, sangre en lugar de oleos, garras en vez de pinceles, habría operado masacre sobre ella, tenaza mi boca hincada a su elástica persona: pero dónde estaban los restos que no podrían sino haber quedado, necesariamente, sea cual fuera la índole de la orgía que allí se hubiera llevado a cabo, los resabios de tal despliegue de energía venérea. Miré debajo de la cama, pantuflas impares, un anillo, polvo plateado, pero de ella ni rastro. Me asomé con infinita acrofóbica cautela al balcón, al precipicio también infinito (“Cuando miramos dentro del abismo, el abismo también mira dentro de nosotros” cita Stephen King a Nietzsche al comienzo de una de sus mejores novelas) y, nada ni remotamente humano se arrastraba por la vereda a esas horas, nada aplastado por la ley de la gravitación universal.

Me senté en la punta de la cama a reflexionar sesudamente, en la pose propiciatoria y clásica del que pretende dilucidar un misterio, cuando, como se espera ocurra en la exasperante (hada) de la trama (olla), me pareció notar un tinte extraño en el agua del recipiente donde Josefina dormía el sueño de los justos; una gotícula de sangre escapada de sus diminutas barbas celentéreas y ascendía en hilillo hacia la superficie del agua como arrugas de celofán. Después eructó, o algo por el estilo, y un objeto sólido salió de su boca involuntariamente y rebotó como un globo emergiendo de las profundidades, en otra circunstancia no habría ni notado aquello, pero por mor de la simetría deduje que aquello que semejaba una galletita blanca para perros no era otra cosa que un hueso, un húmero humano disminuido hasta el absurdo, el brazo masturbador de una puta, un talismán del amor, un objeto sagrado, un grisgrís, apotropaico. Lo tome con la delicadeza del caso, recordaba haber asido de igual manera el cráneo descarnado de una torcaza-traslúcido, como una mano de cal en el aire- que flotaba en un charco, era increíble como había sido reducido su tamaño; y como lo primero que se me venía a la cabeza parecía ser lo cierto, por descabellado que fuera, aquello que se ajustaba más a ese invento reduccionista que es LA VERDAD, saqué en limpio que Josefina había crecido como parecía ser capaz de hacer siempre que no estuviera observándola (un pudor que no sentía frente a otras personas) mientras dormíamos la mona, había devorado a mi compañera de refocilo, y retornando a su tamaño habitual había mantenido las proporciones entre ella y su víctima al momento de masticarla, de manera que mi puta había modificado sus dimensiones ajustándose al estomago pequeño de la ballena o al menos los expedientes indigestos de su persona; la imaginaba despertando un instante antes y notando con horror mi sueño imperturbable junto a la tragedia de algún modo intrascendente que se cernía sobre ella y se cerraba en unas fauces.

Con las horas Josefina fue regurgitando su egagrópila, todo menos el cráneo de la torcaza que me había proporcionado tanto placer la noche antes. Encontré en uno de los cajones de su cómoda un piolín “cola de ratón” y até a él todos los huesitos haciéndome un collar de caníbal que en el espejo se me veía bien, acorde con esa sonrisa extraña que germinaba como un hongo en mi boca o con qué. Tomé el búcaro con Josefina adentro y me las tomé: tomar y tomar sin nada dar.

En la puerta de calle, con el aire frío, me sobrevino un profundo abatimiento, como si se me hubiese cortado, dentro del mecanismo, el cable de alimentación; siempre dependí de la energía, de su abundancia, para sentir algo de pasión, una mínima de entusiasmo. Vaciado de ese impulso excedente, supernumerario, tenía mi vida la gracia de una uva pasa, perdía inmediatamente flexibilidad para adaptarme a las apariencias de cada hora, me transformaba en una estaca clavada en el polvo de lo que antes pudo ser el corazón gracioso y alado de un alegre vampiro, carne sin nombre.

Josefina pareció haber notado su pérdida de importancia para mí, sin la posesión entusiasta del dios que solía animar mi cascarón no podía quererla como se merecía, casi dejo que se me vaya de las manos, como sin querer, que sajaran su cuerpo satinado los fragmentos ultrafinos del recipiente de vidrio al trizarse contra el suelo: vi en mi cabeza claramente la secuencia, ralentizada como en los sueños cinematográficos, la pérdida de sangre ácuea, los coletazos lesivos sobre las esquirlas, las partículas oscuras que absorbía rápidamente el dobladillo de mi pantalón. Pero ella, más viva que el hambre, consiguió sujetarme con el imperio de su mirada, después de todo, aunque ella misma fuera una copia de sí, me conocía mejor que nadie, había sondeado mi cerebro de niño aun sin cuajar entregado al daño que viajaba en su luz, había con las propias ondulaciones perceptibles llevado a cabo algunos de los artilugios necesarios para las futuras reacciones emocionales del adulto medio en que me transformaría si no quería la suerte que me cayera un piano de cola en la cabeza; de manera que me sabía al dedillo, de memoria, no había resistencia que yo, pan comido, pudiera ofrecer a los antojos de aquella inflexible forma de manearme con la mirada. La debilidad demostró ser pasajera, sobrevino un segundo aire en mis pulmones de maratonista fracasado, un filón dorado de energía mañosa, remanente y remonté la calle a lo bruto, con un brío demencial que habrá puesto, calculo, un brillo extra a mis ojos de temer. Los viandantes se apartaban de aquella criatura, yo, de sus zancadas de poseso, y de la quirúrgica, de transplante, mirada de Fresnel.

Energía, tan simple como eso, y el mundo somático tenía sentido otra vez. Una tontería, pero pienso que debería haber aprovechado el dionisíaco arrebato para incendiarlo todo, y bailar la sollamada corrugación de la propia danzarina carne.

“Denme un deseo PRECISO y derribaré el mundo.(…) Sueño con querer y todo lo que quiero me parece sin valor, como un vándalo roído por la melancolía, me dirijo sin fin, yo sin yo, hacia ya no sé cuántos rincones….para descubrir un dios abandonado, un dios que fuese él mismo ateo; y dormirme a la sombra de sus últimas dudas y de sus últimos milagros” E.M.Ciorán.

Después de andar robando frutas toda la tarde me senté en un parque a ver como la noche caía sobre mí como un pañuelo perfumado de mujer. Poco a poco, las manos pegajosas por los azúcares naturales de esos milagros de forma y color, todo fue serenándose, sabía que era una ilusión, la ira seguía otros cursos, subterráneos, pero favorecía el símil que ralearan los autos, que pasaran menos colectivos cargando algún que otro muñequito de cera, los homúnculos de esa hora tardía. El silencio trajo hasta nosotros el rumor de una fuente, una frecuencia cariciosa, líquida, que refrescaba por sí sola nuestros corazones alterados por la polilla encerrada y ciega de la incertidumbre. Liberé a Josefina en el agua redonda, me saqué las Topper y sumergí los pies afiebrados que despidieron el vapor de las espadas incandescentes de un artesano en el enfriamiento subitáneo a que las somete para su temple; poco a poco fui resbalando como al sueño en el verdín de esa delicia y sólo quedó de mí que no se sometiera a ello media cabeza fuera de lagarto.

Para ver a Jose tuve que sumergirme completamente, o casi, solo quedaba un poco de pelo seco, algo demasiado largo, flotando, como la pilosa punta del iceberg de los charcos: el perro muerto que no le importa a nadie. Ella giraba a toda velocidad alrededor del pilar amarillento de la fuente, como el mundo que circunda la rueda de una carreta que se despeña. A cada vuelta su tamaño aumentaba, tan pronto era un atún grande como un delfín o una marsopa, decidió que tamaño delphinus delphis estaba bien, después de todo una fuente no era el mar donde cabían este y otros mundos. Siguió girando por la inercia hasta que se detuvo y vino hacia mí con ojos aguanosos, buscando guerra. Comenzó un peligroso trabajo de fricación contra mi cuerpo, y yo, ni lerdo ni perezoso, destiné la mitad de mi sangre a flegmasiar la cabeza de la chota, el arpón de este pálido Ahab. La abracé, estaba cubierta de una suavísima felpa, una vellosidad casi invisible de rubia insolada y encontré con intuición zoológica, si no no se explica cómo, el ujero terso como un pétalo de magnolia púrpurea donde realizar la labor idiota; me prendí a su cola con ambas piernas, cerré los ojos y, una de dos, o contuve la respiración o conseguí destilar el oxigeno encerrado en las moléculas de agua, porque sentí la plenitud de un pez (imagino) con sus branquias funcionando a pleno en un medio enriquecido artificialmente. Submarinismo venéreo.

Nada querría menos que ponerme alegórico, pero en un momento de la cogienda, ella, ese epítome de mi infancia, se brotó de dientes, unas serradas piezas de supefilosa obsidiana blanca, cerca de mi cara como si pretendiera comérsela, su aliento era pútrido como imagino el eructo de un dragón de Cómodo, e impedía el correcto desempeño de mi respiración neobranquial. Y los ojos, ¡eso ojos carnívoros! Las conjuntivas descompuestas… la heroína de siempre, la compañera ideal, quería transportarme a un lugar distinto al de la gloria, las descoloridas landas del descuartizamiento. Por fortuna para el protagonista de este relato (y para que este relato en primera persona fuera clásicamente posible, al menos hasta ciento punto) un fragmento aguzado del onix que recubría la fuente se había desprendido y apenas alcancé a tomarlo con las yemas de la mano libre (la otra estaba ocupada de alejar el doble serrucho que amenazaba la correcta escuadra de mis futuras sonrisas) Se lo hundí en el ojo izquierdo, pasado por agua, luego en el costado del que salió un profuso chorro violado semejante a las huevas del esturión. Su alarido horrísono perturbó la composición del agua a nivel atómico, un demonio herido de muerte, un súcubo no lo habría hecho mejor, alcanzado en la perversa pericia de ocultar su verdadera naturaleza que ¿cuál era?

Cuando salí del agua, desnudo, espabilado, un poco cascoteado, con su cadáver en brazos, pasaba un camioncito que propalaba los precios de la verdulería que llevaba en la parte de atrás sobre el fondo de una canción de Rosamel Araya :”Sálvame, sálvame tú,/ que las vírgenes se fueron,/ en el cielo se escondieron…” Me chiflaron el chofer y el pibito que le hacía de ayudante, me tocaron bocina, se rieron…recién entonces noté que ya no podía respirar el aire y que tenía aún la pija parada y un líquido blanco, póstumo, anterior al desvanecimiento final corría por mi pierna lentamente, tan lentamente como si le sobrara el tiempo.

“Cualquiera que tuviere cópula con bestia, ha de ser muerto, y mataréis a la bestia”

Levítico 20-15