viernes, 30 de diciembre de 2011

UNA PESTAÑA


Como tener, tengo una mujer- diría él si le preguntaran al respecto, pero haría la salvedad de que ser tratado como basura por alguien en quien uno depositó todas las expectativas de su amor no es precisamente lo que se llama una relación satisfactoria. A veces ella lo hace dormir en el suelo, intenta caber en una alfombra ovalada muy sucia, como un perro, pero siempre despierta con los pies congelados, y en el xilofón de sus huesos toda la escala de los dolores posibles, incluyendo los sostenidos. No tiene el valor de abandonarla, eso es algo que perdió hace mucho tiempo, ahora es un incapaz y un cobarde-según ella, que algo de razón tiene- seguir ahí, encadenado al yugo, sufriendo diariamente todo tipo de humillaciones, mendigando lo que le será permanentemente negado, es prueba más que suficiente. Su aspecto es el de un ciruja, la barba apelotonada y mugrienta, el pelo igual, la ropa hecha una porquería, el olor y las tiritas, y a veces, cuando ella, por alguna razón siempre misteriosa -él que procura por todos los medios no hacerla engranar- se niega a ponerle en la mesa un plato de comida, sale un rato, revisa los tachos de basura y busca algo que echarse al buche, el hambre lo vuelve un ser infinitamente más desgraciado que de ordinario.

Ve pasar un gato ágil, musculoso, saludable y sabe que si le dieran las piernas iría tras él y de darle alcance se lo comería crudo, sin siquiera matarlo antes: le produce una melancolía infinita, del pasado, aquello en que la carestía ha transformado su presente; siente, a veces siente el sonido que hace su cuerpo al consumirse, es como el del papel de un cigarrillo, cuando la succión de la primera pitada lo quema hacia adentro; por suerte el gato es ligero como una nube y por fortuna también para él sus manos ávidas logran dar con una porción virginal de pastafrola; come con delectación, sentado en el cordón de la vereda, bajo la anuencia de las ralas estrellas que la iluminación excesiva de la ciudad, los pedos de las vacas en sus campos y la polución ambiental dejan ver.

Normalmente volvería a casa, pero el sabor del membrillo parece haberle dado ínfulas de libertad, alitas murciélagas de papel crepé, sigue un rato más, en cualquier dirección, quizá, con más suerte que miopía, en el horizonte imposible de lo que se le ponga enfrente, sea la sonrisa parca del mundo lo que vea, ese secreto que guarda. Encuentra una bolsa de mandarinas, descarta las glaucas-verdes; los gajos son dulces, el jugo corre frío por su boca, escupe las semillas al aire, recogen estas, en su parábola, un poco del brillo del cielo y se siembran, ensalivadas, en el césped cuidado de los vecinos.

Hay un senderito de pavimento, comido por la tierra y los pastos, su ondulación se le antoja una columna de humo gris, un kris filipino, subiendo desde un fuego pisoteado. Siempre lamenta no tener un papel a mano para anotar las dichosas confusiones de su ojo. Al final del senderito dual-pedestre y mágico- hay una casa. No ladran perros, expediente auspicioso, se acerca, ha ido dejando rastros de cáscara anaranjada de las infinibles mandarinas, por que sí, o para no perderse; recorre los jazmineros ebrios de perfumería, la blancura expande su corazón como algodón de palo borracho liberado de su crisálida negra, repleto de reproducciones germinales, a escala, de su propio sufrimiento.

Es eso una ventana abierta, se asoma, dentro duerme algo, es una chica joven, acaso una niña, su brazo cuelga fuera de la cama, viste una camiseta blanca, purísima, ajazminada, usa brackets y babea ligeramente su almohada; la cascada de su pelo ondula como el senderito que lo trajo y se vuelca detrás de la funda floreada. Él adopta al verla el ritmo crucero de su respiración. Intenta imaginar, acodado al marco de la ventana, por qué regiones se deslizará, qué galerías abrirá en el bloque increado de su sueño. Observa el cuarto, hay una lámpara que gira proyectando animalitos que corren por las paredes; mete un poco más la cabeza, aspira el aire con los ojos cerrados, a través de esa nariz bulbosa huele los artículos de limpeza, del tipo de los que rezan:”Campos de lavanda”

Cómo es que no tengo ya, piensa, la posibilidad de ser un chico en una casa como esta, de sacar a pasear a una novia como ella, recibir su perfume emocionante; se siente un monstruo de tristeza, merece un poco de aquel cariño que supo recibir cuando adoraba la sublimación de los átomos del cuerpo que producían los besos de las niñas en los cumpleaños del colegio, o aquella aventura, bajo las sábanas, con una nena de su edad, hija de una amiga de su madre, en cuya casa, por razones que aun hoy se le escapan, vivieron un tiempo.

Así deberían representar a los ángeles en las manoseadas estampitas, piensa, como niñas durmiendo, con aparatos de ortodoncia, a las que acudan, para purificar sus almas, los monstruos de la especie. Piensa en llevarse un souvenir de ese sitio que será sagrado mientras dure su sueño. Podría ser cualquier cosa, un fósforo, una pelusa, una pestaña; siente lo temerario de la empresa, son claras al respecto las leyes humanas: hay penas severas por introducir una pierna en una casa ajena; pero ya visualizó la pestaña negra, junto a su cara; tiene muchísimas graciosamente entreveradas en sus párpados, de donde todo indicaría se ha desprendido aquella en un otoño temático.

Ya tiene ambos pies puestos dentro, es un intruso declarado, un enemigo del régimen, un profanador. Se acerca, se cierne sobre el milagro; oye con mayor claridad el rumor marino que sale de la caracola de esa boca pequeña y el perfume entre dulzón y acre de su aliento, como brinco de liebre, rebaña su hocico de bestia, inapresable. Toma con la pinza de sus dedos la ébana pestaña, está tomándola; fuera se escucha el discurso de un hombre borracho; camina erguido, en cueros, a grandes trancos, tiene un torso formado, casi el ideal de un cuerpo de hombre; su cabeza está rapada, y sostiene unas botellas de vino con dos dedos de cada mano, ambas botellas pendulan a sus costados, parece enojado y habla un hermoso castellano paraguayo: “Y qué si te corto el cuello-dice a todos y a nadie- yo soy un producto de lo que mierda es este barrio”; él no puede, en su lugar de intruso, sino sentirse hermanado con el Endimión furioso que acaba de pasear delante de la casa su clara elocuencia. El paraguayo arroja como si fuera un tejo, con gracia infinita, una de las botellas vacías que estalla al segundo produciendo una inmensa conmoción de perros en toda la cuadra. Él gira su cabeza aterrorizada, la niña ha abierto los ojos, el santuario se ha derrumbado, lo observa sin comprender, cuando le llega el agua al tanque decodifica la visión y grita con toda su fuerza. Él besa furiosamente su grito y sale disparado por la ventana, a diez metros recibe una bala en el isquiotibial de la pierna derecha; trastabilla pero no se detiene. En la esquina, mareado, encuentra al paraguayo que sonríe con toda la bondad del mundo en su boca y le ofrece algo: es una mandarina hueca hecha con las cáscaras que él fuera arrojando, cuando era ese tipo ileso y desgraciado: las semillas son los escrupulillos de ese cascabel asordinado, y toda la hostilidad del universo, de este y cualquier otro, corriendo hacia mañana.

jueves, 29 de diciembre de 2011

CARNE DE LEÓN


(Soy el narrador, señor/ soy el hombre que narra)

No me interesa tanto el hombre con cabeza de tapir que fuma su pipa de espuma de mar en la cuerda floja, sostenido apenas por el aliento, un poco traidor, de la concurrencia; en la vida ordinaria es un tipo sin atributos, un cero a la izquierda; tampoco me importa la mujer barbuda; qué mérito subyace en el desorden de sus hormonas, ninguno, es como tener una joroba, nada logrado con esfuerzo; no me interesan tampoco sus amoríos con el beluario lampiño que se pega un bigote majestuoso para enfrentarse a las bestias, con la conciencia de que si llegara a desenmascararlo una falla en el pegamento se lo comerían in situ como a un regio durazno; además, creo, cuando besa a la gorda debe figurarse que la barba profusa que ella apoya, contra toda su cara, le pertenece: lo transforma en un hombre hecho y derecho, en regla, que besa a una criatura lisa y perfectamente desprovista de bozo.

No me interesa tampoco la verga permanentemente tiesa de los enanos, ¡los enanos! otros tipos sin otro talento que un desperfecto en las glándulas. Respeto a la écuyère que mantiene su amazónica gracia a lomos de un caballo en la punta de un solo pie; un poco menos a los payasos; esa gente triste, triste, no me hará reír nunca, la felicidad que detentan es tan forzada y artificiosa como un perro sosteniendo una taza de té sobre su hocico reseco. No tengo que decir que no me interesan esos boludos que dan vueltas con sus motos dentro de bolas gigantes.

Me interesa alguien en particular: acérquense a esa tribuna junto a la entrada de la carpa, la de la izquierda, enfoquen los binoculares en el tercer escalón, un poco más al centro, ahora busquen al tipo del sombrero de paja, anteojos negros, que sonríe, saluda con la mano que tiene libre, ¡ese!, pues ese soy yo, ¡hola!

Me intereso por mí, por mi misión, mejor; estoy acá para ver morir a la trapecista, vengo siempre con esa esperanza: verla resbalarse, no acertar, en el aire, los tobillos de su compañero-el pelotudo por el que me dejó.-

Sigo a la compañía por todo el país, veo desde mi casa rodante, cómo desarman la carpa dejando el círculo de césped quemado de su nave extraterrestre y cómo la erigen, incansables, siempre igual, en otro emplazamiento.

He intentado perturbar su visión mientras trabaja, con un espejito de alondras, con una luz láser; he trepado hasta el trapecio, con todo y acrofobia, para cortar hasta la mitad las gruesas sogas que sustentan, cada noche, los peligros de su acto: Nada funcionó.

Hoy hice algo distinto: la dosis de somnífero que coloqué en su latita de coca-cola (no sale a la arena sin tomarse una) va a surtir efecto dentro de cinco minutos, y ya la veo subir la fina escalera, ¡es esa!, ¿ven? La de la malla blanca; tiene una agilidad de gato y la sola forma de ese cuerpo, que puede que a ustedes no les diga nada, pero que yo reconozco y extraño locamente, me da ganas de llorar a los gritos cada vez que vengo. No puedo soportar que siga sin mí, que viva al margen de aquello que teníamos y parecía eterno.

Comienza, saluda ella, saluda el otro pelotudo, cada uno con un trapecio en la otra mano; se sueltan, se balancean para ganar oscilación y velocidad, él gira en el aire, se toma de los pies de ella, vuelve a su trapecio con otras dos volteretas; ella hace lo propio, pero son dos vueltas hacia allí, las suyas, y unas tres más para acá. Se unen las manos en el centro, agarrados del trapecio apenas por los pies; ella se suelta, él la balancea, ella vuelve al trapecio que continúa yendo y viniendo, solo y blando, pero sus manos resbalan, cae como una ardilla voladora, como un mono, como una garza alcanzada por la flecha contenida de mi aliento; el ruido que hace su cabeza contra el suelo es horrible, imposible de borrar, la arena bebe su sangre con sed de desdorados milenios; pensé que iba a poder soportarlo, incluso esperaba disfrutar de la escena, pero no, no; tengo una salida, también había pensado en ella, en mis tiempos muertos: voy a colarme en la bendita jaula de las fieras y enfrentarme a los leones y los tigres, con menos éxito, talvez, que El Caballero de la Triste Figura. Ahí donde el cuento se interrumpa y el narrador diga ¡chau! Con su brazo a medio masticar.

CANTAN LOS PERROS


Es el rumor de lo que crece lo que no me deja dormir, porque lo que muere es como música, produce unas armonías más pacíficas; en cambio lo que nace, lo que se desarrolla, es voraz, y hace un ruido de papel de caramelo en la oreja, de zumbido de mosca pertinaz en el mingitorio; el césped, prolífico, eructa y eructa, cada brizna su inodoro regüeldo; un registro vocal caótico, la dama de noche, esa flor gigante que sólo abre al cobijo de las sombras, escupe desde su gramófono albo, la fritanga de un millón de grillos, lamentándose con sus violines a cuerda.

De día, el aria heavy del sol atenía esta pluriactividad psiquiátrica, pero en cuanto veo que su rodaja de limón se transforma en una de naranja, y que se precipita hacia el abismo horizontal de esta tierra cuadrada, me entran los temblores, pongo la tele bien alta, los programas más imbéciles del planeta; pero como la noche anterior dormí mal, y horriblemente la anterior a esa y así hasta el origen de los tiempos que me atañen, empiezo a cabecear y no puedo dormir con ese ruido, apago la tele, me hundo como una piedra en la almohada, ah, la cabeza de fuego en la extinción de la gomaespuma. Y cuando estoy a punto de lograr se me confiera la gracia de la inocencia total, conquistan mi palacio cerebral lo primeros ecos de afuera; en el jardín, los árboles, insaciables, chupando nutrientes del suelo, la enamorada del muro bramando, el bebé de los vecinos, que aumenta de volumen a pasos agigantados, produciendo un sonido de agujereadora intentando horadar un muro; en cambio su abuela, en la habitación de al lado, si pudiera oírsela, tocaría algo como una canción de cuna con la cajita musical de su decrepitud. El jazmín de país aplaude y aplaude, como cincuenta pares de manos que gozaran del espectáculo de escucharse a sí mismas. Hay unas dalias oscuras abriendo, que arrancan como motos de una cilindrada imposible, y unas margaritas como ollas cayendo, con platos y copas viniéndose al suelo.

Y qué ruido no harán mis ojeras de cartón corrugado.

Casi siempre opto por levantarme; hago mate y me siento afuera, en la mesa del patio, dejo, con total pasividad, que los vampíreos mosquitos se harten con la sangre de mi insomnio, que intenten dormir ellos con ese veneno que me han robado; trato de jugar a reconocer en ese despelote orquestal qué sonido corresponde a quién, pero mi cerebro es un bollo de crealina saliendo de entre los dedos de un puño mojado, y algunos cachitos se quedan pegados a la trama cerrada y negra de las ramas del fondo.

Cierta noche se me ocurrió una idea, había oído el dulce silbo de una paloma muerta bajo un árbol, me había sentado a imbuirme en él, pues no se detenía nunca; también el sonido del mar en un escarabajo llevado a lomo de hormiga; las flores mustias de un jarrón tocando algo de Debussy, como gotas de agua de azahar cayendo sobre una campana de una piedra finísima: agarré mi carretilla y me llegué hasta la avenida, donde en general, esas criaturas difíciles de disculpar que somos los humanos, arrojan a sus mascotas amadas cuando mueren, como si fueran basura, ni siquiera concediéndoles, a cambio de años de devoción y fidelidad, el beneficio de un hoyo en la tierra, donde trinar en calma hasta el último de sus átomos. Abren una puerta del auto y sin detenerse, fuera la bolsa negra, o así nomás, desnudas, despatarradas, atroces. En verano la hedentina es inaguantable, produce esa impresión característica que tiene su nombre: “olor a perro muerto”. Supe tener uno que se escapaba durante las salidas y volvía ungido en esas grasas pútridas, el olor le duraba semanas en el cuerpo, aunque lo bañara cien veces; nunca supe la razón de ese gusto orgiástico que tenía por revolcarse en el cadáver de sus congéneres, quizá fuera, aunque lo dudo, un gesto de infatuación, de supremacía de lo que vive sobre lo que ya no parece ni siquiera cierto: el cadáver como la falsificación de un perro.

La primera vez subí a mi carretilla a tres de estos residuos familiares, vomité más de una vez, y por supuesto no puede quitar la puzza de mi cuarto durante más de un mes, el olor parecía venir directamente de mis nervios impregnados, negros.

Ahora me limito a esperar sentado contra un árbol, como la dama de noche, al cobijo de la oscuridad reinante, que pase alguno de estos hijos de puta y arroje su paquete a la banquina polvorienta, se deshaga de los menudos del pollo de su culpa; y no crean que se va con las manos vacías, no señor, se lleva algo también, porque con mi rifle de aire comprimido, y muy buena puntería, le regalo una bolita de plomo a la altura del cuello, esperando no sin malignidad, que gane el torrente sanguíneo y desemboque en la hueca ocarina de su enfermo corazón cerámico.

Cuando tengo tres o cuatro, siempre mejor cuatro, llevo la pesada carga a casa; distribuyo los cuerpos alrededor de mi cama y me recuesto, al minuto siento cómo asciende lentamente la melodía somnífera; porque los cadáveres acuerdan un canto único, tocan todos la misma, y me olvido de los borbollones de afuera; ya mañana daré debida sepultura a estas bestias merecedoras y amables, pero, por lo pronto, ¡vean!, ¡vean cómo caigo, cómo me pierdo dentro de la mullida sonrisa de este sueño necesario!

jueves, 22 de diciembre de 2011

LIGAMENTOS CRUZADOS


Es un atardecer como solían ser aquellos que mejor recuerdo, cuando, en una casa igual a esta, todo se abismaba adorablemente y parecía acabarse el tiempo de la promesa hecha por las primeras luces de un día que corría, irrevocablemente, a estrellarse contra una pared. La hora en que con el abuelo salíamos al frente a ver pasar los autos y mirar a la gente tardía que paseaba sus perros por el terraplén de enfrente, más allá de las vías, casi muertas, donde jugábamos mis hermanos y yo a arrojarnos el balasto.

Todo ha desparecido, menos la semejanza de las tardes, que para un observador desatento podrían parecer todas iguales; siempre renegué, para mis adentros, de la melancolía barata y obvia inherente a esta hora de colgar la diversión, darse un baño y alistarse para una muerte provisoria.

La génesis de mi proyecto, o de la posibilidad de llevarlo a cabo, se remonta a un período de esto que llevo y que jamás me animaría a llamar vida -otros han vivido, no yo- en que me hallaba entregado a una supervivencia errática que incluía, entre otras cosas, todas las variantes de juego: riñas de gallos y aun más aberrantes peleas de perros, donde una vez apuñalé a un hombre que fue capaz de utilizar a una rottweiler en avanzado estado de preñez para la competencia, salí de allí con algunos billetes en la mano cubierta de sangre y lágrimas en los ojos, gordas. Aposté esos pocos pesos a los burros, perdí todo menos uno de diez que di a un tipo que estaba peor que yo y andaba suplicando para un cartón de vino que le permitiera mantenerse derecho. Sólo más tarde, repasando los hechos, recordé que había preguntado mi nombre y mi dirección para devolverme lo prestado, mientras me lo decía miraba en el fondo desolado de mi espíritu, digamos, ese lugar donde una piedra blanca, flotante, aun en las peores situaciones, todavía se sollama en un amor que parece sobrepasarme. Pasaron meses de los que no guardo otra memoria que un par de cicatrices a la altura de los riñones y alguna entre las costillas. Estaba tirado en el suelo de un departamento, que bien podía ser el mío, completamente desamoblado, entre papeles de diario y una tortuga que caminaba frenéticamente de un lado a otro como un autito a fricción, cuando tiraron la puerta abajo. Se trataba de un hombre elegante, recién afeitado, que olía deliciosamente a agua de colonia, me sentí en falta frente a la corrección de su aspecto. Puso uno de mis brazos sobre su cuello y me levantó del suelo como si pesara lo que un montoncito de paja, era fuerte bajo su traje y aparentemente bien intencionado. Aunque no recuerdo el trayecto, desperté luego de dos o tres días en una clínica cuya limpieza me pareció ofensiva, antinatural, nada era naturalmente tan blanco, ni siquiera las magnolias recién abiertas. Luego de traerme una fragante sopa de zapallo, la enfermera me hizo entrega de un sobre cerrado que sólo decía mi nombre, que era ese si mal no recuerdo; dentro del sobre había una escueta nota que decía Gracias, bajo una sarta de números, el nombre de un banco y la firma de un tal Sr Dickens. Quizá fuera una broma, pero la sopa era real, su salobridad lo era, quizás fuera, después de todo, con en Greatest expectations.

Me vi cubierto, de la noche a la mañana, de más dinero del que podía gastar en dos vidas como esa y lo primero que se me ocurrió fue comprar unas hectáreas de tierra fértil en la Pampa húmeda, donde, borrosamente, ya comenzaba a delinearse el germen de esta idea.

Hice allanar el terreno, construir casas enfrente, de acuerdo a las fotos que fui recolectando entre parientes y vecinos; tendí rieles de un extremo al otro, ya oxidados artesanalmente, planté las especies indicadas de árboles, tracé la circunvolución pavimentada tal y como la había frente a la casa de mi abuela; después las casas propias de la cuadra, la variedad de flores de cada jardín y cada entrada; en la mayoría de los casos aquellas que no desentonaran con lo borroso de algunos recuerdos, macetas de cemento pintadas de rojo con esqueléticos malvones que parecían haber sobrevivido a explosiones de tipo atómico, geranios en latas de YPF, y de todo en los canteros; y por último la casa y los detalles de la casa donde había pasado casi todos lo veranos de mi infancia y uno de cada dos fines de semana. Conseguí las baldosas rojas y negras para el patio y mandé a fabricar aquellas italianas del cuarto de los chicos y las del hall de entrada, un diseño muy antiguo que se repetía, increíblemente, en la casa donde vivió de chica mi abuela, en General Pico con su padre guardabarreras. Respeté el desnivel de la cocina, el machimbre oscuro del cielorraso , la hamaca chirriante del jardín, los perfumes y colores de los rosales, los alambres que estaban antes de que a los vecinos se les ocurriera levantar esos muros protectores de una intimidad que habría de ser chata hasta el hartazgo, como si los construyeran nada más que para crear una sombra de duda, una sospecha de sucesos importantes, la natural curiosidad sobre eventos que nada tendrían de extraordinarios a no ser su calidad de secretos: bebían secretamente sopa, tiraban secretamente la cadena del baño, escupían en el suelo, pero secretamente. La ligustrina hirviendo de avispas, el mandarino al que una helada temprana dejara esmirriado para siempre, el pomelo, las dos paltas, la nuez enorme de cuyo deshojamiento la abuela se quejaba cada otoño con el rastrillo en la mano, y cuyas flores con forma de ocres gusanos se prendían a cada cosa que hubiese debajo formando un colchón muy agradable para pisar descalzos, el jazminero, el limonero que tenía siempre preocupado al abuelo-que no prestaba gran atención a las plantas, a no ser esa- cuando encontraba agujeros en las hojas, o se caían los azahares prematuramente o se retorcían las puntas abrillantadas por una enfermedad extraña que venía del suelo, los ciruelos injertados del fondo, la escoliosis del sendero de baldosones que cruzaba el tramo del medio, el tanque de agua verdosa atestado de ninfas de mosquitos que nadaban graciosamente y a la menor sombra, en la superficie, huían hacia el fondoimpenetrable; la mesa de azulejos partidos, el toldo de aluminio pintado que se abría y se cerraba haciendo girar una manivela larga rematada en un gancho; la parrilla derruida, mal revocada; y todo cuanto guardaba, más o menos, mi memoria fue recuperado. Los muebles hechos por mi abuelo, lustrados a mano, su banco de carpintero de lapacho, el baño chiquito y oscuro con sus mosquitas particulares que te entretenían mientras estabas meando.

Lo más complicado fue duplicar a mis abuelos, contraté actores sacados de exhaustivos castings, pero no funcionaba, no eran ellos, ni tenían su voz; pensé en contratar a Gunther Von Hagens, el creador del procedimiento de plastinación de los cadáveres, pero no creía que lo que quedaba del soporte físico de mis abuelos diera para algo más que una película de zombies. Mandé, entonces, a Bélgica fotos de ellos para que un artista de renombre hiciera reproducciones de sus cuerpos en cera. Di detalladas indicaciones sobre las posturas en que necesitaba sus muñecos, uno de proyección íntima que el pudor me ha impedido poner en escena nunca (observar la torpe cópula que diera inicio a uno de los recodos de mi estirpe lumpenproletaria); para la mañana tengo a la abuela sentada a la mesa tomando su matecocido con pan, y al abuelo leyendo el diario que le prestaba la vecina. Para la media mañana una abuela cortando florcitas para los santos y un abuelo reparando la pata de una silla en el galpón; para el mediodía una abuela sirviendo la comida y un abuelo sentado en la cabecera mirando el noticiero; para la siesta una abuela fregando en el piletón de afuera, o baldeando descalza las baldosas rojas y negras, con ese olorcito como de lluvia que sube del suelo recalentado, y otra colgando en la soga, a pleno sol, los repasadores gastados y un abuelo durmiendo la mona mientras tanto. Para la tarde mate bajo la nuez o la antigua higuera, y para esta hora en que la luz recoge poco a poco o de golpe los naipes de lo dado, una abuela preparando la cena y un abuelo en la entrada, viendo pasar los autos, quizá los colores que le recuerdan a esos muestrarios de enchapados atados con una piola que venían con los nombres de las maderas atrás y esos otros muestrarios con los colores artificiales, que yo detentaba alucinado.

Ahora que está todo, y que sentado en la mesa del comedor veo la calle idéntica a través de la puerta abierta y bulle el agua verdadera en la olla verdadera y el abuelo mira los autos acodado al pilarcito encalado donde de noche los gatos atorrantes dejan sus preciosas y delicadas huellas negras, creo que es el momento de replicar al cielo hueco su afrenta y armar un bueno y salutífero incendio, acabar con esto y bailar alrededor. Sí, creo que es eso.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

UN LUJO INNECESARIO


Caí de noche al rancho como peludo de regalo, me recebieron los perros ladrando, unos chuchos flacos que evidenciaban la ancestral reserva de ferocidad de su esqueleto, casi a la vista a través del cuero, mostrándome los dientes anaranjados. Se encendió una luz en los adentros de la vivienda y de un grito recio, telúrico-cavernario el hombre me sacó el perrerío de los garrones que me venían masticando; uno por lo menos se llevo un lindo souvenir de mi pie en los costillares, se perdió el último chillando adolorido en lo escuro como una rata con hambre.

El dueño de casa y acaso también de las tierras y el cielo acribillado de estrellas donde estaba engastada como se escupe una perla en el barro, me miró torcido entre los rayos del farol a kerosene que me acercaba a la cara tanto que sentía el calor de la lumbre chamuscándome los bigotes, rulitos se les hacían en las puntas; mi cara debía ser una cosa informe y desacostumbrada para el paisano, como una raíz de pronto desenterrada (quién si no un monstruo se iba dejar cair por estos lares) y se tenia la lata en el piolín de las bombachas tristonas y agujereadas que llevaba, a dios gracias, puestas. Cuando estaba por decir mis excusas, se oyó detrás la voz preguntona de una mujer Qué lo que pasa Fernado, Andate pa´dentro voh, le rispondió el tal Fernando. Después me miró en lo blanco del ojo como para auscultarme la galladura, y adelantó la pera interrogante, cosa de qué carajos hacía yo a esas horas molestando su sueño de tiro bajo.

Le expliqué a lo que iba, y le entregué la caja que siendo mi mandado, había estado relojeando. La observó con porfía como si fuera una bomba y la sostuvo, sopesándola, entre dos manos que parecían chapas de cobres arregladas a martillazos. Abrió la caja alargando el ojo como si fuera a tirarlo adentro para que viera de más cerca y extrajo el casco plateado con su pequeña y gruesa antenita telescópica. Quéhesto- me escupió en la cara-ehunchiste, un juguete, quéhesto- le expliqué que tenía que elegir a uno de su familia, él mismo podía ser, y ponerle la antena atada con las cinchitas bajo la quijada. Lo demás se haría solo.

Violín en bolsa me fui como quien se va, ante las miradas atentas del los perros, ojos independientes de los cuerpos a que pertenecían, como relumbrones colgados de la sombra; esperarían que el amo entrara al rancho para echárseme encima.

II

Quién era, me preguntó la bruja cuando entré al rancho, afuerita se oyó la ladradera de los perros contra el estranio, me lo imaginé corriendo en la escuridá y me dio como un regocijo imenso, un pelotudo, un caído ´el catre; trajo esto, no sé ni de parte de quién lo trajo, me hinchó las pelotas; ehun antena, dijo, que te la pongas de sombrero a ver qué resulta. Cuando Miriam vio lo que le mostraba, sintió paura, no lo entendía de nadas y me pareció que entoavía era una hembra joven y hermosa como cuando la apremié en la cuneta, aquella noche, hará cosa de mil años. Arrebatada como es, sabiendo que no le quedaba otra y un poco para sacarse el entripao se encasquetó el artefacto en menos de lo que chifla un gato al que le pisan la cola, curiosa como una hiena la negra esta, mi esposa, y con los dientes que le quedan, todos iguales.

La antena parece que era de adorno nomás, porque nada dificultoso ni estrafalario hacía la desorejada que no fueran las monerías de siempre que está encerrada, amen del calabacín que llevaba empuesto en la cabezota.

Resultó que de noche era la cosa, ya entrado en las aguitas del sueño, revoltosas, me despertó el espectáculo de unos sonidos inusuales, arrancando porque Miriam no estaba al otro lado del cuero donde echábamos cada noche nuestras humanidades. Era claro que afuera algo estaría pasando, se oía el gemido frenético de los perros y un sonido, repetido, que no acertaba.

Miriam se había dormido con el chiche puesto y ahora, casi empelota saltaba por los sembrados de lechuga capuchina y los de remolacha, entre el tresbolillo de los tomatales y las parras enanas, propio como una liebre con seis patas; tenía piedras en las manos, cosas que brillaban como luces malas; de cuando en cuando arrojaba una a algo y se inclinaba más allá a recogerlo, su cadáver, además de al guijarro fosforescente que le había disparado; los perros guardaban respetuosa distancia, no logrando encajar aquella actividad, como no fuera un juego, en sus mentes subalimentadas, y estaría también ese olor de lo que la loca cazaba y metía, paso siguiente, en el bolsillo del delantal que fuera de su madre.

Recorrió los campos recién arados, también alumbrada por la luna cuando las nubes se corrían, mirándolo todo, buscando indicios con suspicacia estrafalaria. Con algunas piedritas apretadas en la mano, se vino caminando despacio, cuando consideró concluida su tarea sonámbula. La acompañé a la casa sin tocarla ni decirle palabra; en la mesa, al lado del farol que encendí fue depositando los ángeles, eran unas cositas negras y blandas, como guantes de hule cerrados, como bolsas de petróleo con forma de estrella: Hay que ponerlos en un fresco, con agua, para la buena suerte-dijo por todo comentario, y se fue a dormir lo que le faltaba. Traje agua del pozo, llené un frasco de esos de aceitunas en vinagre y arrojé dentro los ángeles: movían lentamente los romos tentáculos y desprendían una casi luz azulina, estaban dormidos, parecía, no muertos.

Esa noche Miriam quedó preñada y durante el año ni un rabanito dieron los campos, no sé de qué suerte me hablan.

domingo, 18 de diciembre de 2011

MIRÁ COMO TIEMBLO


“Muerdo todavía y aunque poco se puede ya,

Mi sonrisa guarda un amor que asustaría a dios.”

Susana Thenon

A pesar de que la cantina estaba hasta las tetas, y el espectáculo del enano domador de osos (era un solo oso en realidad) se hallaba en marcha, Sr Casco leía el diario, con relativa tranquilidad, en una de las tantas simpáticas mesitas redondas del local, en medio del bullicio de los ebrios, la proyección de botellas sin dueño fijo ni destinatario adivinable, y la grata compañía de la bellísima Dorotea, una mujer que parecía despegada, como una estampilla, de una amenazante carta prostibularia de los dichosos y virulentos años veinte: una boca como una frutilla fosforescente partida al medio, unas pestañas, perfectamente enclavadas en el dobladillo algo violado de sus párpados, largas como cortos sus sueños, como separaditos aguijonazos de una seducción terminal; ella pintaba retratos de toda la gente, en servilletas de papel-casi-aire marca Apenas, o en sedas para ensamblar cigarrillos de florcitas prolijamente desmenuzadas con los dedos, que llenaban el antro de un perfume como de ahorcado de invierno en un bosque que exudaba trementina; los dibujos cobraban vida, en realidad cada trazo, hasta configurar una forma reconocible por el ojo humano, viboreaba ciegamente sobre la hojita en busca del conjunto armónico, hasta que se parecía al original en algo, y seguía bailando hasta que acababa de cuajar la pintura, invento de Sr Casco un poco para tenerla entretenida y otro poco (coadyuvado esto por el expediente anterior) para que no le estuviera, noche y día, día y noche, rompiendo las bolas con que se aburría.

Ella pintaba y pintaba con artístico frenesí, esquivando malamente los botellazos (alguno le daba) y sonreía sonreía con esa adorable y babosa gesticulación de los estúpidos, mientras el enano acarreaba a un oso tamaño dolmen por el escenario y su novio (última y no tan flamante adquisición, un poco vaqueteado estaba, nuestro héroe infinitamente secundario) leía y leía con creciente nerviosismo las noticias entre pésimas y demenciales que plagaban el pasquín de textos mendaces, armados merced a párrafos apócrifos, logrados mediante frases incorrectas, forjadas con palabras impronunciables, fabricadas por artesanos epilépticos con truchas letras. Y, aun, sabiéndolo, Sr Casco, como lo sabía, saltaba, con cada crimen, impulsado por los resortes del más pueril de los asombros, de su silla truculenta, se le entintaban los ojos de sangre, la boca se le llenaba con la espuma de mil jabones y pronto la realidad exterior dejaba de importarle. Levantaba los ojos aguanosos del artículo, insultaba un poco gratuitamente a Dorotea que no había hecho nada malo, y sonreía a su pesar, más que nunca, como si se lo hiciera a propósito, como si su fosforescencia natural acreciera; luego dedicaba Sr Casco algún vistazo perdido como una piedra de la que nada se supiera luego de arrojada, y volvía a entrar en las cálidas aguas (cálidas como si mil niños de pecho hubieran orinado en su natatorio) de, uno tras otro, los inmundos articulistas del diario LA MORTALIDAD ES DOBLE MANO; en uno de los tantos, los inmasticables, rezaba por ejemplo:

“En un accidente ocurrido en la tardemedidíanoche de ayer, entre un fotógrafo de mala sobriedad y un camello renegado, en las inmediaciones de una plaza como cualquier otra, murió una persona se sexo dudoso (inimaginable), que por lo que informan las fuentes policiales, que, excepto cuando se equivocan, aciertan siempre, no tuvo ninguna participación, más que como víctima, en el accidente, ni tendrá mucho más que hacer en esta tierra sin dios, que comenzar a descomponerse en sus menores partículas corpóreas, a partir de ahora (y no antes de que yo termine de contarlo y la edición salga a la venta); heder a conciencia para todos los hombres de buena voluntad que tengan el mal gusto de querer (o aun necesitar) verla. El nombre del cadáver que no nos dice gran cosa respecto de su género ( además de carecer de importancia para el propio cadáver que se lo diga o no correctamente, o que, por ejemplo, se cambien de lugar las quince comas que lo conforman de manera tácita) es Dorotea D´or Otty, y publicamos la foto bajo un velo negro que va de regalo con la edición matutina del diario, para que nuestros lectores no tengan que presenciar, como si estuvieran en el lugar de los hechos, bastante hemos tenido nosotros que hacerlo, y tal la fidelidad de la toma, la monstruosa “forma” a que quedó reducido su cuerpo.”

Que su novieta estuviera a su lado pintando esas caritas horribles que valsaban locamente, no parecía desmentir para él los dichos del diario, la equivocada debía ser ella, qué hacía que no estaba muerta, cómo se atrevía a mojarle la oreja al santo rezo de los diarios, oh, incuestionables, con su pecaminosa alegría estroboscópica. Vete, le dijo, apenas mascullando, ¡Qué te vetas!, derribó la silla, la mesa, las pinturas y, de un tortazo, a la mismísima Dorotea: la maquinita de su sonrisa funcionaba aun mientras fenecía ella, y continuó haciéndolo cunado cesó completamente la animación de su cuerpo. La multitud que llenaba el salón reparó el estropicio como limpian de migas las hormigas el mantel un día de campo.

Ahora reparemos, si somos capaces de hacer abstracción de lo sucedido, por un instante, y aun con la alharaca generalizada: único habitat natural del hombre expansivo, sano, miserable, en el enano Arenas y su oso bipolar Braulio, que continuaron su número, lo que lleva al crochet la trama insípida del relato, en una actitud que francamente no debería recibir otro nombre que profesional. Arenas era un enano de tipo acondroplásico, de rostro cuyas partes parecían no guardar relación entre sí y un reputado mal genio que podía tornarlo una criatura feroz, así chiquito como era, a la primera de cambio. Braulio en cambio era un oso, un oso-oso, un oso marca oso, ni pardo, ni polar, ni mimoso: un oso (con todas y cada una de las tres letras de las que sólo quedarían dos si tuviéramos en cuenta la iteración de una de ellas) sin catalogar.

Se sabe, es lo que se cuenta (si no fuera cierto ¿notaríamos la diferencia? Creo que si se nos presentara la verdad no seríamos capaces de reconocerla: enorme, velluda y llena de zarpas como el oso que nos ocupa) que fue cazado por el propio Arenas en los Bosques de Palermo, donde, al parecer, y bajo las arcadas del tren elevado, ahora transformadas en comercios redituables, alguna vez abundaron los de sus especie, en franca competencia con los entrañables cirujas que descubrían todos los días el fuego y si tenían suerte cocinaban algo encima de sus flamas milagrosas, un plantígrado, por ejemplo, con pelos y todo, y cuando el aire conseguía enfriar aquellas cosa ardiente (nunca aguantaban tanto) comían de su carne mantecosa, como quien toma un helado de crema del cielo o del injustamente difamado pistachio, al que nunca pudieron probarle las propiedades siniestras que se le adjudican.

Bueno, un oso, todo el mundo sabe lo que es un oso, y a no invocarlo tanto, que nadie quiere uno debajo de su cama, sobre todo si ha llovido, el perfume de su piel húmeda es, no lo digo yo, como el acre salvajismo de mil panteras en celo y no hay heladera que resista sus embates, ojala sólo famélicos.

El acto consistía, básicamente en un enano (qué chistoso, y qué chiquitito, miralo, y además qué feo) y un oso (uh, ah, qué peligroso, mirá como tiemblo) haciendo casi nada, su mera presencia, la forma, que no lo era pero lo parecía, fortuita en que habían sido reunidos sus cuerpos en un escenario, como, sobre una mesa de disección, recuerdos de vacaciones diferentes, era de suficiente elocuencia dramática, y garpaba en lo referente al pathos inherente a toda buena representación de lo que sea. Si hacían algo era para no aburrirse ellos del espectáculo, acaso paupérrimo, que llevaban a cabo, y no tener que presenciar una noche más el contrapunto deprimente que hacían los pelotudos que configuraban la audiencia, un ato de malabaristas dipsomaníacos que no encontraban otra utilidad a los muebles y objetos del salón (incluyendo banderines, viejas pinturas al óleo que, bajo capas de grasa, jugaban al mar y los desembarcos, muebles, menaje, cubertería y mil cosas más) incluyendo a algún mozo más dormido que despierto, que arrojarlos por el aire, comprobar una vez más, de las otras no guardaban memoria, si con una ayudita volaban.

Pero ese día, este del relato en particular, algo llamó, hacia el rabillo del ojo, la atención de Arenas: de entre el ovillo de forajidos, en medio de la nube de vidrio molido y vómito atomizado, vio erigirse, como a una ninfa, la mujer más bella del mundo, que no era otra que nuestra Dorotea, de reciente fallecimiento, a la que habían vuelto a poner de pie las pinturas mágicas inventadas por Sr Casco, su asesino- para servirle, mucho gusto- ; no sólo se había levantado, que eso en sí ya habría sido bastante, sino que además bailaba de una forma que habría hecho sonrojar al mismísimo Dionisos, y sonreía como la luz de los comienzos del universo, pero con un rictus que habría aterrorizado a cualquiera, menos al enano Arenas, ese cazador de osos de Palermo, ya bastante curtido en casi todo; saltó la traílla de Braulio, le concedió la libertad después de tantos años juntos en El Mundo del Espectáculo, y en su caso la libertad era el don de matar, un don connatural a los de su especie, fuera esta la que fuere, y tanto había reprimido ese instinto luminoso y capaz de apasionar a una almeja, que comenzó a recuperar el tiempo perdido, si le metía pata podía alcanzar el número que tenía en mente (un número secreto, celosamente guardado por los osos, como una idea fija) y le entró ahí nomás a los parroquianos, saltó y empezó a arañarlos, hacerles flecos en la carne, era tan, tan fácil comérselos que parecía mentira, además acostumbrado como estaba por su domador a beber de cuando en cuando una copita de jerez berreta , no le chocó el gusto a formaldehído que tenían sus músculos magros.

En tanto Arenas saltó del escenario que era bajito, pero para sus piernas retacas no tanto, y se abrió paso a los cachetazos entre un público aterrorizado por el pánico de la masacre, pero que no atinaba muy bien la dirección a tomar, ni la opinión que tener; raptó para sí a la bailarina muerta, la bella como nunca bella Dorotea, con quién pasó esa noche y las veintitrés inolvidables siguientes, sin salir de la habitación que tenía, para el oso y él, reservada en los altos.

sábado, 17 de diciembre de 2011

NI EL AIRE LAS DESPIERTA


(Para Laura, mientras sueña)

Cuando Laura me cuenta, a través de la ligustrina, su sueño de las mariposas amarillas, qué tengo que hacer: ¿permanecer en silencio?, ¿soñar con ella?, ¿intentar verlas revolotear desde los mismísimos sintagmas de su discurso?; hago eso y mucho más, precisamente porque no sé qué hacer; observo, por ejemplo, cómo resurge ella de la tristeza que la aqueja hace unos días y cuya causa, por supuesto, no he indagado; cómo parece, otra vez, mientras me lo cuenta, la que yo quisiera que fuera siempre.

El día la reanima, eso sí lo sé, yo, que no soy más que un buen vecino (o eso pretendo) y acaso un poco su amigo; la veo irse con su hijo a juntar moras al parque, o volverse chiquita en la perspectiva de fuga de nuestra calle, y me quedo pensativo y un poco melancólico, como al final de alguna de Chaplin. Lo cierto es que las mariposas, las benditas mariposas amarillas no me abandonan por el resto del día; siento que Laura se libera de la carga de llevarlas pegadas en los ojos, bajo la lengua, en los bolsillos de las bermudas o flotando en el plato de sopa que precede, casi siempre, a las comidas verdaderas y me deja todo el fardo a mí, que soy un hombre, no diría gordo, grande más bien, corpulento, y me alcanza y me sobra con tener que llevarme a cuestas a cada sitio al que pretendo ir; tengo ese aspecto de zafio granjero norteamericano, un poco adventista, y este, nuestro pueblo bonaerense favorece el símil. Laura, en cambio, es delgada como una náyade, y su nariz un prodigio de la naturaleza (nunca se lo dije, ni se lo voy a decir, para que no recaiga sobre ella la arruga desfiguradora del envanecimiento, pero tengo en mucho su nariz) que hace fosforecer de envidia a las estatuas de la estación de trenes, por la noche; lleva el pelo suelto o en dos trenzas muy largas a los costados y tiene tatuada en toda una pierna una enredadera de flores rojas que parece echar raíces donde apoya, más de unos segundos, su pequeño pie. No sé si contribuye esta semblanza a los propósitos, si es que los hay, del relato, que cuente estas minucias que sólo a mí y a unos pocos más nos importan, pero, sendo sinceros, no es mucho más lo que sé de su vida; soy su vecino, y, ya lo dije, en lo que me toca, su amigo, pero mi curiosidad no pasa de la puertita blanca que da a su patio y sólo recojo lo que me cuenta, cuando salimos a la mañana temprano, casi al mismo tiempo, a ver en qué condiciones están los augurios meteorológicos del cielo que nos cubre: nos saludamos y sin dejar de mirar para arriba y en lo lueñe, me cuenta, casi siempre con las mismas palabras su sueño de las mariposas amarillas.

Laura es eminentemente rockera, vive con mucha gente en una antigua casona que fuera casco de una vieja estancia de épocas más prósperas que enriquecían a unos pocos, y es la suya una especie de familia en la que siempre están agregándose nuevos miembros, su ocupación favorita, además de lo estrictamente pecuniario (hace unas regias empanadas de carne cortada a cuchillo en la pizzería de la Plaza Principal y unas de humita para chuparse los dedos, tiene una mano bárbara para las empanadas y por eso y para verla trabajar, voy seguido al boliche, y pruebo mi buena docena mientras apuro una ginebra ) es la fotografía, siempre anda con la cámara al cuello, sacándole a una puesta de sol, a un yuyito y más que nada a su hijo, de quien son, en general, las fotos que me muestra. También hace retratos de sí misma, y le da vergüenza enseñarlos, pero, tengo que decir, que entre el montoncito de las que me arrima al cerco rumoroso de avispas, siempre alguna se cuela, queriendo o sin querer y veo en la concentración de su autofoto la tristeza de estos días, latente, imbuida por el atorbellinado entusiasmo que es su esencia.

A pesar de todo, y como el sueño de las mariposas es casi lo único que compartimos (yo creo que no está del todo despierta cuando me lo cuenta, es de trasnochar o seguir de largo (la rockerita) y no estoy seguro de que sepa que todos los días me dice lo mismo) yo lo acepto y casi lo espero, porque, quiéralo o no, he asumido una rara responsabilidad de vecino con su hijo y con ella, y porque la atención que le presto, limpia de polvo y paja, y nueva como una hoja intacta, cada día, para que ella escriba lo que quiera, es una de las formas, por qué no, que adopta el cariño que les tengo.

Miro las vetas de pastilla Refresco del cielo chivilcoyano al amanecer y escucho una vez más las mariposas que ningún viento será capaz, lo que queda de este día tan bueno como cualquier otro que promete ser precioso, de despegar de mi ropa, ni aun la última de ellas que quede prendida, porque sé la forma en que se agarran de las fibras, conozco sus patitas vellosas y he visto la ausencia inteligente que se refleja en la plateada oscuridad de esa mirada extraterrestre que intentan ocultar, como la mano del gaucho la flama del mecherito que enciende su cigarro, con los más puros pigmentos de la tierra.

jueves, 15 de diciembre de 2011

VIOLÍN EN BOLSA


Lo que extrañó del nuevo vecino, cuando lo vieron bajar del auto estrafalario sobre el que, en una pila inestable, como un paquete de galletitas mojadas o mil platos en la mano de un mozo ebrio, traía todas las cosas de la mudanza, fue, no sólo la cantidad, sino el increíble volumen del pelo que cubría su cabeza: hacían cincuenta grados a la sombra, los pelícanos se cocinaban en el aire y caían listos en los platos de los hambreados que agradecían sin levantar los ojos del plato ni cerrar del todo la boca; el agua se evaporaba del vaso antes de llegar a los labios y el tipo tenía una virulana afro, del tamaño de un planeta pequeño o una pelota de playa septentrionándole el cráneo; y no parecía molestarle en absoluto, porque bajó, uno a uno, los muebles de la parrilla del auto sin que se le cayera una sola gota de sudor ni ponerse colorado: su piel pálida, acaso olivácea, como enferma, continuaba lisa, seca y estable, como la de un cadáver holgazán, después de realizada la mayor parte del trabajo. Saludó con cortesía a los chicos que fueron animándosele ante las pruebas, bastante irrefutables, que la repetición de sus idas y venidas, ofrecía respecto de su pacificidad y aún de su inocencia candorosa. Cargando una pesada mesa, él solo, saludaba con una media sonrisa en los labios, (sólo habría podido calibrársela con un micrómetro), a esta manga de hermosos pendejos que se empujaban entre sí, incrédulos, y se reían salubérrimos sin hurtarle los ojos. Le parecía agradable la compañía espontánea de esos vagos naturales y volvía a saludarlos cunado retornaba, casi ingrávido, como flotando, sin el lastre de un sofá de dos cuerpos o una cama de una y media plazas que llevó verticalmente, un instante antes, haciendo gala de una fuerza y un equilibrio prodigiosos.

Lo que acabó de arrobar a los niños, de disponerlos para siempre a su favor fue ( y ni hablemos del robo que impidió, digamos sobre eso nada más que la señora Aksarlian, del timbre G, casi la última puerta, vio volar sobre su cabeza un enorme pez de cerámica, esmaltado en un naranja brillante, que fue a estrellarse en la nuca del descuidista que ya había ganado, a la carrera, sus buenos ochenta metros de cuadra) que Juan Chivo, a diferencia de todas las demás personas que, poseyendo un automóvil, o bien lo dejaban estacionado dónde podían o alquilaban para él un garage con más comodidades de las que gozaban en sus propios cubículos de vivienda, comenzó a desarmar el suyo empezando por el paragolpes delantero, y desguasándolo hasta el último tornillo de la última rueda, llevándoselo para adentro, al interior de su nueva morada. No podían creer lo que veían, este tipo era el paraíso en persona, lo que había hecho era el colmo de lo práctico, tan improbable que daba la vuelta entera al árbol de la lógica, maravilloso y práctico era. Sus padres, durante las distintas cenas en las que el ejército de niños se veía, por causas etarias y de sangre, repartido, no vieron aquello con los mismos ojos; lo menos que dijeron de él, sin haberlo visto en sus vidas ni aún haberlo conocido, sólo valiéndose de los datos que sus hijos, confiados y divertidos, les proporcionaran, , fue que se trataba de un loco o de un pelotudo importante, una de dos, como les gustaba rematar esas sentencias, generalmente, irrevocables. Los chicos supieron, cada uno por su lado y después todos juntos, del abismo insalvable que los separaba de sus padres, esas criaturas abombadas, incapaces ya de preocuparse por comprender, y decidieron, sin someterlo a votación ni nada que se le parezca, tácitamente, callar todo lo referente al extraño, que los tenía, como a estúpidas gallinas, hipnotizados.

Por las tardes él se sentaba en la vereda, a la vista de todos, con la espalda contra la fachada del conventillo y hacía para ellos, con una jarra de agua jabonosa y la pipa de caña que siempre estaba fumando, hermosas burbujas llenas de humo, igualitas al ojo con cataratas de la señora Nélida, que flotaban brevemente en el aire y se reventaban en sus pelos, sus narices y sus bocas, liberando, como un beso, el perfume de aquel sujeto al que era injusto ya llamar un extraño; o hacía llover con dos palabras que siempre eran otras, no valía usar dos veces las mismas y no podía enseñárselas porque sólo diciéndolas él, al azar de su imaginación, cumplían esa función pluvial; o atraía a las palomas que se pasaban la voz hasta zonas remotas de la ciudad y acudían de a miles al abarrotado plátano que levantaba las baldosas de la vereda con las manos nudosas y crispadas de sus raíces, para escuchar las tristes y extranjeras melodías de Juan Chivo, fabricando a su alrededor el campo de fuerza de su silencio de personas educadas; hacía también gente o animalitos de papel plegado que, al desdoblarse, representaban, en las baldosas calientes escenas en movimiento, faenas complejas y coordinadas que se producían cuando ya parecía que no harían más nada: una, por ejemplo, implicaba a una vaca que movía la cola en su corral y se inclinaba a ramonear un poco de pasto de flecos de papel satinado, cuando menos lo esperaban, del rancho junto al corral salía un chacarero con un balde también de papel en una mano y una banquito en la otra, caminaba como un pequeño robot (técnicamente lo era), entraba en el corral se sentaba en el banquito y realizaba, como tomando las diminutas ubres del animal, la maquinal tarea del ordeñe. La vaca movía su cola hasta sacarle el sombrero, el chacarero miraba el cielo en busca de las nubes que propiciaran la lluvia, como si esperara que Juan Chivo, ya que los había creado con los infinitos dobleces de su gracia, hiciera llover para él. Otra escena era representada por una señora que compraba naranjas, un perro meaba los cajoncitos perfectamente diseñados, el verdulero lo corría con un palo y la mujer aprovechaba para agenciarse algunas frutas gratis, como si planeara una ensalada para esa noche. A veces, un viento inesperado derribaba los pequeños teatros y las figuras se deshacían en torbellinos como molinitos girando. Los chicos reían como si hubiese explotado en sus bocas el triangulito de una felicidad permanente y pirotécnica. A la hora de la siesta bailaba la sombra de los plátanos, bamboleando la enormidad de aquella peluca suya (eso lo supieron después) aplaudiendo y saltando, procurando no tocar los radiosos intervalos de insolada vereda y a veces, tanta era su dicha, bailaba llorando.

De mañana salía en cueros, con una malla, un toallón rojo y blanco, a lunares y una gorra de látex que apenas lograba comprimir su pelambre, se iba, taciturno, a la pileta municipal; nadaba durante horas, uno de los chicos lo había visto durante un partido de fútbol en el club, a veces pasaba largos minutos bajo el agua, excitando su corazón, temiendo que Juan Chivo fuera a morirse justo ese día, teniéndolo por testigo nada más que a él, y emergía de repente, como un delfín en alta mar y volvía a sumergirse describiendo el arco perfecto que los geómetras se morían por formular.

Lo de la peluca lo supieron cierta vez, mientras lo espiaban por la cerradura de su puerta, ellos consideraban que no era del todo leal lo que hacían, teniendo en cuenta que él nunca ponía llave y los tenía formalmente invitados a pasar cuando quisieran, como Panchos por su casa, habían sido sus palabras, pero los padres, con ese poder omnisciente y tiránico del que no gozarían por siempre, se los tenían prohibido, temiendo no se sabía muy bien qué cosas que musitaban, entre dientes. Lo vieron sentarse extenuado en su sofá, los que veían lo relataban, quitarse la peluca, acicalarla concienzudamente, como hacen con sus redes los pescadores, acariciarla, darle agua de beber en un recipiente y en otro algo para comer. La peluca rodó un rato, apareciendo y desapareciendo del horizonte de acotada visión de los curiosos y pareció dormirse, luego de encontrar una posición propicia. Pero eso no fue, ni lejos, lo más extraño que vieron esa vez: en lugar de orejas, en la cabeza perfectamente calva de Juan Chivo, se implantaban unas coquetas agallas de escualo, que se abrían y cerraban al ritmo de su respiración dual. Esto tampoco se lo contaron a sus padres, esto menos que ninguna otra cosa, sólo faltaba que lo tildaran de monstruo. Un poco se asustaron, pero cuando lo vieron llorar con la cara entre las manos abiertas, debieron irse corriendo para que no se escuchara su propio llanto.

El menos borracho de los padres decidió indagar al notar la perturbación de su hijo durante la cena; la ocultación de un secreto puso al descubierto otro, acaso menos verdadero, y el niño confesó cualquier cosa respecto del extraño ¿Te tocó?, preguntó el padre ¿Dije que si te tocó, carajo? El nene asustado con tanto golpe de puño a la mesa debió haber hecho que sí con la cabeza, sabiendo que cometía un error, porque el padre derribó la silla al levantarse, salió de la casa y reunió a todo aquel que se cruzaba en su camino, difundiendo la supuesta noticia: dispuestos a creer lo que fuera lo vecinos, que no tenían nada que hacer, hicieron causa común con él, tiraron abajo la puerta de Juan y lo lincharon a conciencia, lo dejaron casi muerto de la paliza, le rompieron todas las costillas y una más y si no siguieron hasta matarlo, cebados por la sangre como estaban, fue porque apareció un policía (otra institución familiarizada con el perfume del rojo cruor) en medio de esta fiesta popular.

Esa noche, en la calle, no sé sabe cómo, ni, roto como estaba, sacando fuerzas de dónde, Juan Chivo ensambló, no su auto, sino una especie de helicóptero barroco, con las mísmas partes y se fue volando, como vino, tan subitáneamente.

Los muebles que dejó fueron quemados más tarde ese día, por los vecinos, en el medio de la calle cortada, entre las cámaras de televisión y un puesto de choripanes ad hoc

miércoles, 14 de diciembre de 2011

GALLITO CIEGO


Ya había marcado al azar el número de veinte, treinta o cuarenta mujeres de la guía, y, con la mayoría, la conversación había sido lacónica y cruenta: Hola?/ Estoy triste, enfermo de tristeza, incurable/ Quién habla?/ Te necesito/ Pero, quién carajo habla?/No me trates así, no lo merezco…y entonces, o le cortaban sin insultarlo, o lo insultaban antes de cortarle; pero nadie, ni una sola, había sentido piedad, o al menos curiosidad, por la aflicción del extraño.

Algunos números no correspondían a un abonado en servicio, en otros no contestaba nadie, o se habían mudado; en uno se trató de una nonagenaria muerta hacía una semana, lo supo por un sobrino nieto de la occisa, que estaba parando un tiempo en ese departamento y tenía voz de asustado, como si hubiese pasado la noche acosándolo su fantasma. Quiso decirle que estaba triste, pero se contuvo, tenía que ser una mujer, era la regla, además de que sólo las mujeres, imaginaba, podían resolver la tristeza que ellas mismas provocaban; un sentimiento nómada, que conducía al insomnio y la anemia. Hacía días que se le revolvía el estómago al primer bocado, tenía taquicardia y vivía nervioso, desesperado, al borde, trillado, de sus lágrimas. Alguna vez, la imagen de gritar arrancándose mechones de pelo de la cabeza y correr denudo por la avenida que bordeaba, de cabo a rabo, la ciudad, representó para su mente un soporte bastante aproximado de los sentimientos que lo embargaban como a un inmueble en esos instantes, no eran eso exactamente, pero se les acercaba bastante.

Cerró la guía, volvió a abrirla en cualquier parte, siguiendo el procedimiento aleatorio que se había impuesto -ya le había sucedido, increíblemente, llamar dos veces a la misma persona- y poniendo un dedo ciego en algún punto acertó con el nombre de una mujer (muchas veces sólo había una inicial, o dos, después del apellido, y no llamar, no cerciorarse, le dejaba la sensación de haber perdido una valiosa oportunidad, de, por ejemplo, cambiar su existencia, volverla otra, mejorar: creía en sandeces tales como “el amor de su vida” o “ el que busca encuentra”, cuando la realidad le enrostraba, todos y cada uno de sus días, que esos amores de subida cobraban ese nombre póstumamente y que solamente el que encontraba encontraba; no había formulas efectivas, ni puertas preestablecidas, así que decidió entrar al mundo por la ventana, o por el teléfono en este caso) Hupert, Isabel, era la elegida esa vez; le sonaba, vagamente, quizá ya la hubiese llamado; tenía la descorazonadora sensación de haber marcado todos los números del planeta, qué haría cuando se acabaran, cuando no quedara ni uno (debió pensar primero en ir tachándolos, ahora era tarde), continuaba sin esperanzas, por la inercia de una tristeza que seguía, como una flecha declinante, la segunda mitad de su trayecto. El dedo marcó los guarismos tras los que se escondía el ignoto ser, sonó tres, cuatro, cinco veces y atendió el contestador; la voz de la mujer era muy hermosa, cantarina, algo gutural, con un dejo extranjero, como si se tratara de una lengua aprendida tardíamente. Ya otras veces se había topado con un contestador, pero había limitado su participación a guardar silencio, dentro de la grabación, o a pedir disculpas, pero nunca había soltado su remanido speech. Sería la voz de la tal Isabel, su extranjería, vaya uno a saber, pero esa vez decidió decir lo suyo, dejar un registro de su tristeza en la requebradas notas de una voz infinitamente conmovida: Estoy triste, Isabel, infinitamente triste, y te necesito.

Cuando cortó estaba llorando, con puchero y todo, como cuando era chico; sabía que su mal era incurable, lo único que siempre había funcionado, como una tregua, era marear a la tristeza, distraerla, hacerla girar como al gallito ciego, desorientarla y aprovechar sus traspiés, reírse de ella, de ese interregno de felicidad.

Bebió lo que quedaba de agua en el vaso, Agua, dijo al final y miró el vidrio sucio a trasluz, Agua, y era extraño, como la sed, necesitarla. Lo sobresaltó la incursión del teléfono sonando, las primeras notas destempladas eran siempre un anticlímax, la daga de lo inesperado punzando el corazón, esa bola de sangre.

Atendió temblando, tragó saliva y preguntó lo que tenía que preguntar, temiendo y rogando que fuera Isabel, su bellísima voz. Estoy triste-dijo otra voz-enferma de tristeza, casi muerta- el corazón se le hinchaba hacia arriba, le dolía como un chichón; no fue piedad por la desconocida lo que sintió, ni nada, ni siquiera el más mínimo cariz de empatía o compasión, qué se jodiera, pensó, para triste estoy yo, la suya debía ser una tristeza de morondanga. No vive más acá, equivocado, se murió. Fue lo que dijo, eso y no otra cosa; cortó antes de tener que escuchar las disculpas o lo que fuera. Le dio bronca que alguien estuviese usando su procedimiento y aun su latiguillo lastimero. Se cubrió los ojos, todos estamos tristes, dijo, y se zambulló otra vez en las turbulentas aguas amarillas.

lunes, 12 de diciembre de 2011

BALDÍO


Otra vez ese olor, otra vez alguna de esas criaturas erigidas por casi todas las atractivas pestilencias del mundo más allá de la tapia, habrá traspuesto los límites de su zona de influencia, entrado en esta selva y dejado su mierda entre los pastos altos.

No es extraño que no se despertara con todo el ruido que debió haber hecho el intruso, se estaba volviendo un tigre viejo, y sus sentidos ya no eran los de antes. Sus dominios eran acotados, pero relativamente seguros, dotados de una espesura que lo había mantenido a salvo hasta entonces. Alguna que otra vez una avanzada de cachorros de la especie que gobierna afuera, lo descubrió, durante una incursión, en lo alto de la higuera que ocupa el centro del baldío, mientras comía esas dulcísimas anémonas coronadas por la miel cronométrica de la perfecta sazón, lo cagaron a piedrazos, gritándole con fiereza; logró escapar sólo gracias a la fuerza y elasticidad, casi aérea, de sus miembros, saltó hacia las endebles y deprimidas ramas del parco ceibo, describiendo una hipérbola desprolija, y usándolas como catapulta para alcanzar el laurel, siempre más alto, más oscuro, más impenetrable que el resto y merced a los estallidos de las piedras contra sus hojas quebradizas, más fragante también, para conquistar un árbol finito, distante y sin nombre de la otra punta, al que, a menos que fueran brujos, les sería imposible llegar.

Hay una criatura con mucho pelo en la cara que salta la tapia bastante seguido, cada una semana, pongamos, y se coloca un pequeño y controlado incendio en la boca, él mismo se ocupa de encenderlo, y el tigre huele ese humo resinoso y perfumado que le recuerda, con equívoca nostalgia, los años que vivió, antes de encontrar este vergel, entre esas sucias entidades capaces de casi cualquier cosa (y me está sobrando un casi); la criatura barbada en cuestión, terminado que ha de aspirar su incendio, toma con delicadeza unas cinco o seis hojas del laurel y regresa por donde vino, con agilidad inusual y un ánimo mejor. Los dominios del tigre tienen un efecto mágico sobre él.

Se aleja del olor, tiene caminos prefijados, senderitos de rama en rama, del laurel al ceibo, del ceibo a la higuera, de la higuera al fresno y del fresno al paraíso viejo y lleno de flores blancas con rayitas violeta que se caen de pasarles cerca nomás. Su perfume tiene algo de sabio, de inteligente al menos (si se me permite el ex abrupto) y mitiga, como esperaba, el escatol que erosiona el aire como la vibración de un panal.

Se adormece, el ruido de las máquinas, afuera, sería simplemente somnífero, si no fuera por los bocinazos extemporáneos que producen en su corazón pequeños y acollarados infartos de miocardio.

Siente hambre, es un sentimiento que lo asalta con la violencia del látigo de un beluario chasqueando junto a su oreja o tocándola directamente; al abrir los ojos ve a su objetivo de unos meses a esta parte: un cardenal pertinaz que, una vez al día, o día por medio, consigue escapar de sus intentos de mandárselo. A veces ve nada más que la mancha roja a través de la enramada, y cuando llega, lo sigiloso que su apetito le permite, al lugar que había calculado, sólo resulta la flor del ceibo, colocada, como a propósito, de determinada manera; se repetirá muchas veces más esto, en tanto no escarmienta; otra veces se acerca sin fe ninguna , para sacarse la dudad nada más y la flor resulta ser el copete nervioso y carmesí del cardenal en cuestión, que aprovecha la hesitación para, ligero, volar de ahí.

Tiene hambre, sus sentidos se aguzan, los ojos cazan polillas como alfileres; el pájaro ha sido imprudente esta vez, está regalado en una rama del fresno, tomándose un descanso en lo más áspero de la tarde, cuando el calor aprieta y escoge con un dedo prototipos alados para ir bajándolos del cielo, plantándolos aquí y allá, sobre el césped como un tributo para las multitudinarias colonias de hormigas, que de esta forma no roerán el sol ni se lo llevarán, de a cachitos, al interior de la tierra.

Lo observa incrédulo, con las ranuras de los ojos fijas en él, como si pretendiera hechizarlo: muchas veces ha corroborado ese poder, algo mermado en él por la bizquera y la edad, pájaros fascinados dejándose simplemente tomar, ofreciendo el sacrificio de su existencia, encantados, al maravilloso cazador que fuera.

Sin preparar las patas ni nada, olvidando los rudimentos básicos que dicta su amplia experiencia en la materia, sale impulsado por el mero resorte de la oportunidad, oh, desperdiciada nuevamente. Equivoca la rama de propulsión y no alcanza a tomarse de nada, cae simplemente, sobre una piedra cae; al mismo tiempo el cardenal decide que está bien de holganza por el momento y emprende una retirada que su habilidad hace parecer de una simpleza extensiva a todas las conformaciones biológicas de la naturaleza, hasta el polen puede, hasta las moscas vuelan, casi se hace solo en su caso, como coser y cantar, es humillante para un tigre viejo, herido sobre la puntiaguda piedra, ver su despegue, su soltarse casi del árbol y caer hacia arriba como un fruto antigravitacional, y sobre su paralizado cuerpo yacente la proyección correspondiente al recorte oscuro de su sombra, ver.

Se aduerme, cuánto tiempo habrá pasado, un sonido animal lo despierta, tiene la boca seca, desearía sólo, algo tan fácil de realizar hasta hace un momento, ir al riacho del fondo, la pérdida permanente de agua junto al muro enmohecido y tapizado de helechos pequeños y en general espiralados, en sus puntas, y beber hasta vomitar. Cuando sus ojos se desnublan ve a esas dos criaturas de cuerpos hiperblancos, casi transparentes, como las termitas de los troncos podridos que él conoce de sobra, cogiendo de una forma aparatosa, inarmónica, deseperada, torpe, muy de su especie, como si tuvieran un acceso conjunto de epilepsia; se muerden, rugen como oseznos, se dañan; y aun así nada los detiene: cogen sobre latas oxidadas, sobre pedazos de vidrios de botellas que llueven a diario del otro lado: entre ambos parecen levantar, con la fuerza de su lubricidad, la pesada, negra y grave roca del placer cerebral, que sólo se alcanza en la cumbre, para después, dejarse caer como los pájaros-cadáver sobre el más verde pastizal que imaginarse pueda, apenas cenicientos por el reingreso a la atmósfera, galvanizados, con la blanda y estólida sonrisa aun en la boca, como residuo de una felicidad acaso breve, pero que continuaría valiendo la pena aunque atrajera sobre sus pecaminosos cuerpos, esos pecios cósmicos, la muerte irrenunciable y última que hiberna en algún lugar de sus mentes, resaltando como perlas.

El tigre se acuerda de los otros tigres que solían abordarlo, y de las primeras lechigadas, esos cachorros achispados jugando con sus orejas todo el tiempo, cazando según sus enseñanzas, trepando la tapia, yéndose, recuerda también, aunque preferiría no hacerlo, esa camada que debió sacrificar con el filo siempre nuevo de sus zarpas, porque los intrusos los habían mancillado con su hedor acariciándolos.

Qué seca está su boca, qué seca, bebería su almizclado orín, nunca experimentó algo semejante, pero tampoco había muerto nunca antes, era nuevo, era.

Las criaturas se pusieron sus sobrepieles de colores, se sacudieron entre sí de hojas secas y bichosbolita, se arreglaron las guedejas desmarañadas, y descubrieron el cuerpo del gato con el espinazo roto; el ojo abierto y húmedo del animal agonizante parecía contenerlos, a ellos y al mundo; la hembra dijo algo imposible de entender, el macho comenzó a mirar el suelo alrededor, buscar una cosa, dio unos pasos y volvió con algo en la mano, una piedra cúbica, un viejo y mohoso adoquín sacrificial.

domingo, 11 de diciembre de 2011

NADIE LEÍA MIS CUENTOS


Ya nadie leía mis cuentos, los escribía casi por una rara inercia que venía de las oscuras corrientes de un pasado más o menos remoto; yo era su actualización constante, la forma de su movimiento. Por eso no me preocupó el asunto del pájaro azul de Prusia que se paró en cada ventana la noche que pasé en vela, sentado en el puente que cruza la avenida, viendo bajar la luna, girar las estrellas , pasar los satélites de telecomunicaciones , con la paciencia de quien ve abrirse una magnolia: Armate de paciencia, aconsejaba mi abuela, acercando las sillitas de observar magnolias al árbol oscuro y grande, observala, no pestañees siquiera, armate y luego desarmate con ella.

La magnolia se abría, el viento acercaba hasta nuestros hocicos la invisible cascada de limones frotados para sacarle lustre como a la Lámpara Maravillosa. Dentro de la flor, de los recortes de piel de ángel de sus pétalos de caolín, había una ahusada lamparita, cubierta de rígidos bucles de estatua, cada vez más del color del vello púbico de la hermana rubia de un compañero de colegio, a la que ví desnuda una vez, sólo una vez, y durante un segundo, por casualidad, cuando le abrí sin tocar la puerta del baño: un color que no podía separarse del tinte automático de sus iris de asombro y de pánico. Los bucles, esas agujas de crochet del centro de la flor caerían antes de que terminara el día, no podíamos dejar el sitio hasta entonces, al menos yo no podía, la abuela traía la comida al jardín de atrás, el agua (nada de perfumes de frutas exprimidas que se pusieran a lidiar en mi olfato con La Reina Magnolia, durante su gloriosa y fugaz coronación. Traía una pelela de loza para que hiciera pis mientras ella, se cubría el costado de la cara, para no ver, o giraba malhumorada la silla haciendo todo el ruido posible. Después se llevaba el recipiente, acercando disimuladamente el contenido a su nariz supersensible para averiguar si últimamente me había masturbado. Yo oía, poniéndome un poco de todos colores, el sonido del líquido semejante al cobre agitándose dentro de la pelela al tranco aparatoso de mi abuela de vuelta a la casa. La magnolia se oxidaba pronto gracias a su demasiado perfume, la quemaba como un ácido, como la cara de un hombre que había visto en un policial negro arrojarse vitriolo a sí mismo. Esos ácidos, me enseñaba mi abuela cada año, estaban destinados a llamar al Pájaro Azul de Prusia de los Cuentos a través de la atmósfera, por eso eran tan fuertes, tenían que serlo. La distancia, explicaba gesticulando lo menos posible, pero dibujando mucho, en el aire, con un dedo de cada mano, era semejante, o incluso mayor, a que si el pájaro hubiese tenido que salir de una rama de la cara Este del árbol, para, dando la vuelta al mundo, posarse en una de su cara contraria.

Esa noche del puente en que la luna era, a su manera, una magnolia que hacía soñar a los perros con ser lobos, inyectando un tumor de plata en sus cerebros ideales, torturándolos hasta que aullaban, gritaban, y se contestaban unos a otros desde sus distintos puestos en la contienda terrestre por la conquista de la misma noche de que hablo, deteniéndose apenas para escuchar los otros mensajes, por lejanos que fueran, y contestarlos correctamente, era de vital importancia no equivocarse, quién sabe qué desastres, qué inconcebibles desequilibrios habría acarreado un descuido semejante; esa noche, digo, el aire olía a la tipas que hay a patadas por dentro y por fuera de ese barrio forrado de su nieve de florcitas de papel crepé amarillo intensas, a las que el sol del día siguiente no tardaría en desteñir hasta volver casi blancas, sobre todo en los bordes de sus pétalos disueltos.

Ví al pájaro apenas azul de tan negro cruzar varias veces el cielo cundido por la luz de esa rótula fosforescente que decía, románticos adoradores del anonimato, mala suerte para los ladrones. Al otro día, más largo o más corto, todos los habitantes de la tierra ( el pájaro fue siguiendo la sombra sobre el rodamiento del planeta) escribieron un cuento; se levantaron siguiendo el impulso natural en cualesquiera escritor promedio (al menos en su caso un impulso más consuetudinariamente identificable) y en hojas A4, en frontispicios de libros polvorientos que había en sus casas, en los márgenes amarillos de los diarios viejos como pétalos de magnolias, en el revés de fotocopias, en las mismas manos, en las mesas de las cocinas, en el suelo, en el agua de lavar, con un dedo, en cualquier parte, contaron su historia, lo que trasnochados vieron, lo que creyeron ver, lo que soñaron, en otras palabras: su versión de los hechos.

Cada quien creía que su cuento era el mejor, el más verdadero, el más fiel.

El pájaro ya se había ido y no volveríamos a verlo. Todos concluyeron, y yo también, que lo habían capturado con los lazos de su caligrafía, entintada o mímica y hubo quien con una antropológica fe ciega compendió en una antología, de la que esta versión mía forma parte, la mayoría de las que pudo recolectar, que no fueron todas ni mucho menos, algunas estaban escritas en las hojas de los árboles y se volvían ilegibles con el paso de las estaciones, se mezclaban y dispersaban, otras enredadas en los cables del tendido eléctrico, como barriletes desgraciados, allí morían, o se quemaban, sin que sus dueños se dieran cuenta, en el apuro por encontrar material para encender el carbón de los asados o simplemente porque no fueron facilitados por sus autores, algunos contenían ciertos visos venéreos que perturbaban a sus escribas, o porque estos habían salido, cinco minutos, para hacer una diligencia.

Nadie leyó mi cuento, igual destino tuvieron los anteriores; aquellos que compraron la antología, ese negocio que hizo millonaria a poca gente, sólo buscaban su propio nombre en el índice y se dirigían a la página que indicaba la línea de puntos para leer a SU pájaro azul en letra de molde; el ave mecánica, artificial, fallida de los otros no tenía, para ellos, el más mínimo interés, que se ocuparan de ellas, de alimentarlas, sus dueños.

El pájaro azul de Prusia de los cuentos es mío, mío, mío, y aunque no pueda dar pruebas de ello podría jurar que se paró en la ventana de ahí, esa que ven.