domingo, 11 de diciembre de 2011

NADIE LEÍA MIS CUENTOS


Ya nadie leía mis cuentos, los escribía casi por una rara inercia que venía de las oscuras corrientes de un pasado más o menos remoto; yo era su actualización constante, la forma de su movimiento. Por eso no me preocupó el asunto del pájaro azul de Prusia que se paró en cada ventana la noche que pasé en vela, sentado en el puente que cruza la avenida, viendo bajar la luna, girar las estrellas , pasar los satélites de telecomunicaciones , con la paciencia de quien ve abrirse una magnolia: Armate de paciencia, aconsejaba mi abuela, acercando las sillitas de observar magnolias al árbol oscuro y grande, observala, no pestañees siquiera, armate y luego desarmate con ella.

La magnolia se abría, el viento acercaba hasta nuestros hocicos la invisible cascada de limones frotados para sacarle lustre como a la Lámpara Maravillosa. Dentro de la flor, de los recortes de piel de ángel de sus pétalos de caolín, había una ahusada lamparita, cubierta de rígidos bucles de estatua, cada vez más del color del vello púbico de la hermana rubia de un compañero de colegio, a la que ví desnuda una vez, sólo una vez, y durante un segundo, por casualidad, cuando le abrí sin tocar la puerta del baño: un color que no podía separarse del tinte automático de sus iris de asombro y de pánico. Los bucles, esas agujas de crochet del centro de la flor caerían antes de que terminara el día, no podíamos dejar el sitio hasta entonces, al menos yo no podía, la abuela traía la comida al jardín de atrás, el agua (nada de perfumes de frutas exprimidas que se pusieran a lidiar en mi olfato con La Reina Magnolia, durante su gloriosa y fugaz coronación. Traía una pelela de loza para que hiciera pis mientras ella, se cubría el costado de la cara, para no ver, o giraba malhumorada la silla haciendo todo el ruido posible. Después se llevaba el recipiente, acercando disimuladamente el contenido a su nariz supersensible para averiguar si últimamente me había masturbado. Yo oía, poniéndome un poco de todos colores, el sonido del líquido semejante al cobre agitándose dentro de la pelela al tranco aparatoso de mi abuela de vuelta a la casa. La magnolia se oxidaba pronto gracias a su demasiado perfume, la quemaba como un ácido, como la cara de un hombre que había visto en un policial negro arrojarse vitriolo a sí mismo. Esos ácidos, me enseñaba mi abuela cada año, estaban destinados a llamar al Pájaro Azul de Prusia de los Cuentos a través de la atmósfera, por eso eran tan fuertes, tenían que serlo. La distancia, explicaba gesticulando lo menos posible, pero dibujando mucho, en el aire, con un dedo de cada mano, era semejante, o incluso mayor, a que si el pájaro hubiese tenido que salir de una rama de la cara Este del árbol, para, dando la vuelta al mundo, posarse en una de su cara contraria.

Esa noche del puente en que la luna era, a su manera, una magnolia que hacía soñar a los perros con ser lobos, inyectando un tumor de plata en sus cerebros ideales, torturándolos hasta que aullaban, gritaban, y se contestaban unos a otros desde sus distintos puestos en la contienda terrestre por la conquista de la misma noche de que hablo, deteniéndose apenas para escuchar los otros mensajes, por lejanos que fueran, y contestarlos correctamente, era de vital importancia no equivocarse, quién sabe qué desastres, qué inconcebibles desequilibrios habría acarreado un descuido semejante; esa noche, digo, el aire olía a la tipas que hay a patadas por dentro y por fuera de ese barrio forrado de su nieve de florcitas de papel crepé amarillo intensas, a las que el sol del día siguiente no tardaría en desteñir hasta volver casi blancas, sobre todo en los bordes de sus pétalos disueltos.

Ví al pájaro apenas azul de tan negro cruzar varias veces el cielo cundido por la luz de esa rótula fosforescente que decía, románticos adoradores del anonimato, mala suerte para los ladrones. Al otro día, más largo o más corto, todos los habitantes de la tierra ( el pájaro fue siguiendo la sombra sobre el rodamiento del planeta) escribieron un cuento; se levantaron siguiendo el impulso natural en cualesquiera escritor promedio (al menos en su caso un impulso más consuetudinariamente identificable) y en hojas A4, en frontispicios de libros polvorientos que había en sus casas, en los márgenes amarillos de los diarios viejos como pétalos de magnolias, en el revés de fotocopias, en las mismas manos, en las mesas de las cocinas, en el suelo, en el agua de lavar, con un dedo, en cualquier parte, contaron su historia, lo que trasnochados vieron, lo que creyeron ver, lo que soñaron, en otras palabras: su versión de los hechos.

Cada quien creía que su cuento era el mejor, el más verdadero, el más fiel.

El pájaro ya se había ido y no volveríamos a verlo. Todos concluyeron, y yo también, que lo habían capturado con los lazos de su caligrafía, entintada o mímica y hubo quien con una antropológica fe ciega compendió en una antología, de la que esta versión mía forma parte, la mayoría de las que pudo recolectar, que no fueron todas ni mucho menos, algunas estaban escritas en las hojas de los árboles y se volvían ilegibles con el paso de las estaciones, se mezclaban y dispersaban, otras enredadas en los cables del tendido eléctrico, como barriletes desgraciados, allí morían, o se quemaban, sin que sus dueños se dieran cuenta, en el apuro por encontrar material para encender el carbón de los asados o simplemente porque no fueron facilitados por sus autores, algunos contenían ciertos visos venéreos que perturbaban a sus escribas, o porque estos habían salido, cinco minutos, para hacer una diligencia.

Nadie leyó mi cuento, igual destino tuvieron los anteriores; aquellos que compraron la antología, ese negocio que hizo millonaria a poca gente, sólo buscaban su propio nombre en el índice y se dirigían a la página que indicaba la línea de puntos para leer a SU pájaro azul en letra de molde; el ave mecánica, artificial, fallida de los otros no tenía, para ellos, el más mínimo interés, que se ocuparan de ellas, de alimentarlas, sus dueños.

El pájaro azul de Prusia de los cuentos es mío, mío, mío, y aunque no pueda dar pruebas de ello podría jurar que se paró en la ventana de ahí, esa que ven.

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