domingo, 4 de diciembre de 2011

BLANCA PRINCESA DE NÚNCA


“Blanca princesa de nunca

¡Duerme por la noche oscura!”

F.G.Lorca

Jugando a las adivinanzas con la penumbra de ese cuarto jamás habríamos dado con la clave de lo que allí dormitaba (dormía la mona) si es que uso la expresión correcta. A simple vista podíamos concluir que se trataba de una mujer descansando y nada más, un cuerpo desnudo, marmóreo, algo entrado en carnes; pero el expediente de extrañeza lo añadía esa especie de proyector en el espaldar de la cama, enfocado sobre ella; se veían en su abanico de luz, demasiado brillante, las partículas de polvo que no puede sino haber en el interior de cualquier morada habitable, y los hilos de titanio ciego de esa luminiscencia extremada parecían tensionarse y aflojarse no sólo siguiendo el movimiento torácico de su respiración, sino provocándolo como el fuelle de un respirador artificial. Y es que, preciso es decirlo, esa mujer (que jurídicamente no era tal) de carne de mármol, apetecible como una foca albina para cualesquier priápico macho en diez kilómetros a la redonda, estaba médicamente muerta.

Pero ahí no acaba el cuento, ni acá tampoco: qué nos quedaría sino callar respetuosamente al respecto y salir como intrusos de su ámbito de difunta; porque (siempre hay un por qué como hay un pero) ese ingenioso mecanismo lumínico enfocado sobre su cuerpo proyectaba las imágenes de sobrevida y aun, como veremos, animaba su cuerpo incluso para el amor, mediante un complicado sistema de cartuchos que contenían secuencias de imágenes para responder a casi cualquier requerimiento de la vida diaria de, como diría una propaganda de yogurt descremado, una mujer moderna- que no dista mucho, no vallamos a creer, de las faenas de una hembra medieval-. El sistema del respaldo era el de la noche, de día se calzaba un arnés a los hombros con un pequeño proyector que la rebañaba en la luz de su graciosa motilidad.

Había cartuchos operativos que le permitían hacer cosas como esa (cambiar de proyector), había a su vez un cartucho, vital, que era el de discernimiento (todas las grabaciones, porque también hay que decirlo, quien inventara el sistema-su nombre no será dado en este informe pues merced a un buen número de demandas tanatológicas preferiría mantenerse en el anonimato-utilizó a una actriz como modelo de comportamiento, filmándola durante años, endeudándose más de la cuenta, para registrar todas, o casi todas, las posibilidades de lo real) que le confería una especie de mediano arbitrio sobre sus propios sentimientos y alguna que otra toma de decisión respecto del cartucho a escoger. Las grabaciones a veces se empelotaban de tal forma que, en general, era una lotería aquello que su cuerpo haría después de tomar uno con sus bellas manos de uñas esculpidas (había muchos, muchísimos cartuchos de higiene personal que incluían abluciones, peluquería y maquillaje) la suerte, en general, regía su conducta, pero nada, al parecer, regía su suerte. Porque, he también de consignarlo, bastaba un segundo sin proyección para que su cuerpo cayera como una bolsa de papas cae, como una mujer a la que cortaran la cuerda de su ahorcamiento. La máquina proveía, para esta ilusión de continuidad, una doble cartuchera para que se incrustara (fea palabra) el nuevo cartucho sin sacar el anterior que, luego de proyectar conjuntamente su imagen, volviéndola doble, borrosa y superpuesta, salía expulsado con la tintineante, inopinada energía de un pan lactal de su tostadora.

La proyección de la noche culminaba con ella despertando, incorporándose con el pesado lastre, aún , como una Sísifo, de los falsos sueños que hubiera soñado y la instancia ineluctable de colocarse el arnés, ecajar el cartucho operativo sin salirse de la luz del espaldar mientras la nueva fuente levantaba su brazo para apagar el “velador”, desenchufar el cargador de su equipo para el largo día que le esperaba, esas inextensas horas de muerte.

El inventor, o fabricante (se trata de la misma persona) en un destello de macabro humor había grabado para ella, a la sazón, frases de conversación tales como: “al final del día termino muerta” o “lo que mata es la calor” o “qué pudrición”. Esas libertades sobre su condición divertían a las amistades de Patricia, habituadas a esa especie de steadycam que llevaba sobre los hombros, siempre y cuando fueran esporádicas, y de ello se había ocupado especialmente, ni lento ni perezoso, el anónimo fabricante, no se dijera de él que era un pesado, un ingrato y, aún, corto de imaginación; además de que sí era, como en efecto era, su intensión medular, que el prototipo tuviera éxito propagandístico, necesitaba que Pato (Patito/Paty) no aburriera a los convidados con bromas iterativas respecto de su naturaleza de semoviente occisa. La idea (el negocio en ciernes) era proponer a la gente (clientela incipiente, ignorante de serlo) que contratara sus servicios, estos tales consistían básicamente en proporcionar, durante cuatro o cinco meses un equipo de camarógrafos, libretistas, continuistas y un par de directores para que siguieran a la persona escogida por el cliente (podía tratarse del cliente mismo) durante el tiempo estipulado para que de allí saliera la materia prima de los cartuchos para su PLAYMOVIL, y con ello conferir, a su muerto preferido, una sobrevida si bien a la larga repetitiva, al menos más consoladora (quería creer) que la desaparición subitánea y terrena de su cuerpo. Necesariamente el repertorio era acotado, pero, más tarde o más temprano, el de los vivos vivientes también lo es, hay un momento en la vida en que ya no hay nada que decir que valga la pena, y darse cuenta de eso requería un cerebro más o menos lúcido, cuánta gente que conocemos no sabe que su tiempo de hablar se terminó, y cuán disfrazada de delicadeza está nuestra crueldad para no dárselo a entender, cuantos de nosotros seremos uno de sus desesperados epítomes.

Hoy tocaba para Patricia, con el arnés ya puesto, llorar sentada en la cama, la cara hundida entre las manos, desvanecida, estos programados arranques de tristeza eran una circunstancia inesperada que ocurría periódicamente. Era fuerte y se pondría bien pronto, y aunque esto dimensione mi crueldad, no le quedaba otra.

Para conversar con las personas Patricia utilizaba un cartucho “inteligente” que procesaba la información recibida y liberaba los sintagmas más acordes a la contestación esperada, o aquellos que propusieran un tema adecuado sobre el que departir en un ámbito tal.

Sí, ahora, extemporáneamente sonara el timbre ¿lo oiría?, la máquina, atenta a todas las señales eléctricas (y el prototipo estaba para descubrir y corregir todas la falencias de su funcionamiento, con cámaras que monitoreando hasta el interior de su inodoro) accionaría el cartucho inteligente que pertenecía a su disco rígido y Patriacia diría ¿Quién podrá ser a estas horas? Y contestará Ya bajo o simplemente fingirá no estar guardando silencio y quedándose inmóvil en su lugar para no ser notada.

A veces, no se sabía aún por qué, Patricia se tildaba ante el espejo, como una perdiz obnubilada, no bebía ni nada (la hidrataban preparados de vaselina y anticongelantes que ella misma se inyectaba con el cartucho de mantenimiento), su imagen, se diría, la desconcertaba: Esa soy yo, y esta quién es/ Esta soy yo, esa quién es, parecía decir alternativamente. En esa imagen del espejo las muertas eran dos, siento volver sobre el tema, pero falta un dato importante a los efectos de redondear este informe: la actriz de quién se habían “extraído” las imágenes que daban la ilusión de vida a ese cuerpo yerto, había muerto unos meses antes, atropellada en una bocacalle por un camión que transportaba desfibriladores. Su última línea, decían, fue un insulto que no iba dirigido a nadie en particular, sino, católica ella, al conjunto inextenso de la Creación y aún al mismísimo dios en que creía a medias.

El artefacto que nos ocupa se le había ocurrido al inventor leyendo por segunda vez una de sus novelas favoritas “La Invención de Morel”, aunque la actividad relacionada con la fabricación y la puesta en marcha de su máquina distara mucho de la magia de aquel lapso maravilloso cuya duración obedecía al reducido número de páginas del libro, él estaba satisfecho con haber hecho algo, lo posible, en esa dirección; de cierta manera se sentía un tipo afortunado-tal me lo ha dicho permitiéndome burlar, contándolo, la intimidad, apenas, bajo cuyo acuerdo accedió a las entrevistas- con un agujero en algún lugar que por cuestiones prácticas denominaremos con el abstruso apelativo de alma, al no poder besar a esa mujer de la isla, todos los días al mismo sol sobre la misma piedra, esa proyección hermosa y repetitiva de la máquina de Morel como una coincidencia mágica que se activaba leyendo un número determinado de símbolos impresos en letra de molde.

Tocaron efectivamente el timbre y se accionó la seguidilla de mecanismos de los que hablábamos (oh personería mayestática) más arriba. Quien tocaba, a esas horas, era Santiago, un novio de la actriz a la que el fabricante había vampirizado las imágenes de los cartuchos; uno de esos sujetos que no conseguían procesar los rechazos y construían alrededor de su amor inmensurable el fantasma horripilante de una relación que, unívoca, no era tal.

Ingrid, la actriz, lo había conocido en una fiesta; nada del otro mundo, no descollaba en nada, pero algo en su melancólico desamparo activó en ella el procedimiento de rescate instantáneo, y se lo llevó a la cama así como así, hizo de él lo que quiso, lo exprimió, lo dio vuelta como a una media, le inoculó en la tela tejida con saliva a su alrededor el veneno licuador de las preciosas atenciones y sus efectivos parlamentos, luego se lo bebió como a un licor espeso y acre, como a un vaso de sperma. El pibe quedó loco, salió a la calle dando vueltas como un trompo, se vieron durante unas pocas semanas hasta que ella, movida por el insoportable y decadente aburrimiento que siempre la asaltaba cuando quedaba presa en la chata trama del tiempo, le dio el esperable golpe de gracia.

Si bien se trataba de una perpetua actriz secundaria, él se enteró de su violenta muerte por la televisión, la imagen de su cuerpo espectacularmente aplastado por el camión de desfibriladores, el rodamiento de la masa encefálica sobre el macadán hasta los pies de una testigo que lloraba inconsolablemente para las cámaras, describiéndolo como un caniche mojado que se le acercaba pidiendo algo, un perrito decapitado, un cerebro sin patas, qué voy a hacer-decía-qué voy a hacer con esto adentro-se señalaba la cabeza, quería arrancar esos fotogramas siniestros que se le habían colado hasta el inextirpable archivo de imágenes de su memoria.

El amador eterno anduvo por la calle días enteros hasta salirse completamente de su sistema de hábitos para entrar en otra constelación consuetudinaria. Durmió entre los bojes de las plazas, comiendo de las bolsas de basura de Mc Donalds: hamburguesas con las recortadas medialunas de las marcas de otros dientes, complaciéndose, como de la propia crapulencia, en beber el agua dudosa directo del cordón, como hacían los perros, sus parientes. Andaba con una jauría de guachos que primero lo habían olido con desconfianza, se dejó identificar mediante una inspección exhaustiva que no dejó nada por olisquear ni por lamer; debió trenzarse a mordidas con un macho grande para que dejara de mostrarle todo el tiempo los dientes y exigiera de él prerrogativas especiales, además de sobre los alimentos que encontraba; muchas hembras le ofrecían sus vulvas hinchadas, listas, rezumantes, pero desdeñaba esas faenas, ya no podía querer a nadie, ni siquiera a la hermosa marroncita de ancas fuertes, que protegía al conjunto con su estampa matriarcal de hiena; Ella era la única que parecía comprenderlo y por las noches, cuando establecían campamento en sitios de los más dispares, lo consolaba lamiéndole las orejas, la boca de olor fuerte y rancio, y aun el sexo inerte con la dorada pupa de la última micción.

Ya no veía a la gente, ni siquiera a los chicos que le tiraban piedras como a la loca de Lautrèamont, eran configuraciones odorosas que se rearmaban en su mente como bultos de sinestesia y dolor. Hasta que, echado en un banco de la plaza, con los otros de su especie, se acercó nuestro prototipo, Patricia, y le pasó la mano por el lomo, sin hacer distingos, como el perro que era, y sus ojos se reabrieron, como dos bolitas de naftalina bailando en un meadero, al reconocer, nimbada por los reflujos solares, el rostro de su Ingrid sobre es cuerpo que olía a otra cosa, a manoseado maniquí de feria americana.

La grabación del cartucho de acariciar un perro sólo contenía esas dos o tres pasadas de mano a pelo y redropelo sobre el espinazo del animal, y para salir a pasear Patricia llevaba un bolso con todos los necesarios para el Viajero Ocasional y el Paseandero. Siguió su camino, mirando asombrada las margaritas de los setos (que en italiano querían llamarse perlas), saludando a las parejas que enzarzadas como pulpos se comían las bocas en bancos repletos de inscripciones, nombres de quiénes, abiertos con navajas automáticas sin prestarle atención a la demente saludadora. En general no muchos contestaban su saludo y aún menos le hablaban.

Santiago la siguió, volviendo a adoptar, con una lumbalgia horripilante, la vertical del homínido en los diagramas evolutivos que traían algunos libros de ciencia. Fue tras ella todo el trayecto hasta el edificio, como en un sueño, la vio desde fuera subir al ascensor y desaparecer hasta el último fragmento de la retrasada y grácil cinta encarnada de su escarpín.

Robó un jabón de lavar, se sumergió en la fuente del parque, se quitó la ropa que llevaba pegada, la fregó contra el cemento hasta que estuvieron decentes; La hiena madre lo observaba, las patas delanteras sobre el borde, con algo entre curiosidad y tristeza; El fingió no notarla, pero lloró un poco, que en ese contexto inestable y undívago y ácueo era nada, la vio, nublada, alejarse con su tropa de desencantados sintiéndose una basura, un ingrato. Se lavó a conciencia las partes, se afeitó con un vidrio de botella cortándose en mil lugares por lo tembloroso del espejo en que la imagen fiel de su ánimo se duplicaba. Su desnudez, por alguna abstrusa razón, parecía ofender a los hombres. Se lavó la sangre del rostro otra vez humano, se vistió con la ropa empapada.

Durmió en la comisaría con tipos que olían peor que los perros que se morían de algo, por la noche, de cualquier cosa. Uno le convidó una tuca y el humo apenas resinoso del paraguayo prensado se adhirió a sus bronquios y al corazón de viejas rientes imágenes que vivían confinadas, tiradas en algún rincón. Apoyó la cabeza contra la pared y lloró de gratitud, otro poco, mariconeando, gracias, viejo, dijo al pibe que había compartido lo único que tenía, la amabilidad de los hombres lo desarmaba, siempre le había pasado, querer odiarlos y después esto. Al pibe también se le llenaron los ojos de lágrimas (la puta que nos parió, dijo, hurtando su cara a la luz que venía de afuera, avergonzado, riendo para disimular).

A la mañana lo largaron, se despidió del otro con un abrazo cauto de hombres, lo del pibe iba para largo. Fue a lo de Patricia (Ingrid) tocó el timbre después de sonsacarle el piso al portero, era él quien páginas atrás tocaba, y ya bajo dijo la voz metálica de la grabación a través de la rejilla de bronce.

Intercambiaron un par de palabras, el diálogo entrecortado de los confundidos, los que caminan sobre huevos podridos. La máquina adoptó el modo confiado, merced a que a pesar de los titubeos del chico, la familiaridad con que le hablaba sugirió al cartucho inteligente que conocía a la mujer de la filmación y hasta era muy probable, concluyó el programa, que estuvieran saliendo cuando las imágenes fueron tomadas, esas horas largas durante las que ella se alejaba dejándolo un poco huérfano cada vez. Él observó su cuerpo y a la máquina en la plurifacetada imagen que ofrecían las paredes espejadas del ascensor en que subían, oía el zumbido del mecanismo lumínico, se vio a sí mismo mirando. La voz de chicharra a la hora de la siesta que salía de la boca de ella, ofreciéndole asiento o algo para tomar, no consiguió arredrar las flamígeras erupciones de su corazón, sagrado de verla, la irredimible materia que hacía su forma.

Se sentó, bebió lo que fuera que le dieron, con los dientes congelados, sin dejar de mirar un segundo a la rediviva, asombrado pero confiando en esa facultad de su alma como en tantas otras de que era capaz el milagro de las relaciones con humanos. Sin muchos preámbulos, pues en la básica composición de la inteligencia supuesta del mecanismo se había resuelto que Santiago, tal como se había presentado, venía para eso, ella se quitó la ropa, la proyección de sus prendas, sustituyéndolas por un baño de luz desnuda. Tomó el cartucho que rezaba “IN PURIBUS” escrito con marcador negro sobre la etiqueta blanca, lo colocó en sus sitio y la máquina escupió el otro accionando un resorte. Se sentó en la cama, separó las piernas, expuso un sexo de onduladas pálpebras apenas asimétricas , y un clítoris del tamaño de una falange que santiago reconoció al instante, y una peluca prolijamente recortada sin dejar de ser profusa, semicircular como el dial de una radio vieja que transmitiera desde sus crines pubis, el vientre un poco abultado (almohadillado) para resistir los embates de un macho necesitado como él, cuya biología comenzaba a responder a la visión de aquella concha sobrenatural como se esperaba de ella.

Los brazos de Ingrid (Patricia) lo invitaban a subir a bordo, a constreñirla con la fuerza de esa fusión imposible de todos los tiempos, apenas la momentánea alógena soldadura de la fruición.

Realizó, Santiago, su labor, desde fuera talvez un poco maquinal, desde su lugar sencillamente epifánica, y se echó de lado, ahuecado y exhausto. Ella había estado helada como un pulpo de mármol, como un riel de escarcha; había besado su boca, había mordido su labio para que reaccionara. La certeza que inundó su inteligencia en lo alto de la ola venérea que lo transportaba era ahora indeleble, no podía comunicarla, pero embarraba sus ojos desde adentro, aquello era peor que perderla, peor que que se hubiera muerto.

El inventor, desde su sala de monitoreo tomaba debida nota de los resultados del experimento romántico, muchos tornillos que ajustar era lo que decía el movimiento doblemente lateral de su cabeza al contarmelo.

Santiago siguió viniendo de vez en cuando a reconvencerse, y era siempre la misma infalible decepción. Con el tiempo se limitó a seguirla, a contemplar sus movimientos habituales, reconocibles, pero extraños, afectados de cierta dosis de falsedad, la forma en que apretaba la fruta en el mercadito, la de sonreírle a los vendedores de zapatos y de mirarse coqueta en cualquier superficie reflejante. Sólo para remover el serpentario en que se había transformado la tesorería frágil, fragilísima de su memoria parecía hacerlo.

Se quedó mirando cuando al cruzar la plaza desierta el fantasma de Ingrid fue asaltado por la jauría que fuera suya, los vio desgarrar su carne como telas podridas, los conservantes la habían vuelto incomible, inmunda, así que los perros se limitaron a desensamblarla, a desguazar el cadáver de Patricia.

Santiago vio, a su vez, que la hiena, al margen de la operación que había dispuesto lo miraba, fue apenas un encuentro de sus ojos, un remedio insano, un esclarecimiento impensable y una purificación de su propio fantasma en la tierra.

El holograma de Ingrid sin asidero vibraba un poco en el suelo desde la máquina caída, se proyectaba en lo lomos de los animales buitreros, caminaba, saludaba, sonreía, sin dirección.

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