lunes, 5 de diciembre de 2011

¿LOBO ESTÁS?


Para Ana, que salió airosa.

Nuestra Maud, nuestra bella Maud, subió a su bici y echó a andar, ignorante del revuelo en los corazones que provocaba su paso por la vereda y también del hecho de ser una criatura eminentemente bella. Iba rumbo a las imágenes, se proponía sacar unas lindas fotos del Paseo Ribereño.

El barrio estaba vacío, el equipo de fútbol local podía salir campeón ese día y todo mundo estaba en casa mirando el partido, de manera que no había un alma en la calle. Esto produjo en Maud (Divert, su apellido: Maud Divertida le decían en el colegio) un doble sentimiento de alegría y de inquietud. El paseo de río tenía muchos escondrijos y tras ellos podía haber un sin fin de peligros, aunque, en general, lo que había eran perros pulgosos durmiendo la siesta. El sol tocaba cada cosa despegándola como una calcomanía del papel de su sombra, el agua rizada duplicaba el mundo, el cielo era la imitación del agua y Maud pensó que todo era tan brillante como si apenas fuera la mácula irisada en la lente de una cámara más grande, imposible de ver; los rayos de su bici giraban de una forma armónica que la sombra proyectada replicaba con absoluta fidelidad: cómo dibujará tan rápido, pensó quizá.

La inquietud no desapareció por completo, se detuvo en el puente gris y disparó sobre todo, quería llevarse pruebas de aquella vaga plenitud: un perro mirando en dirección de algún sonido inaudible o un perfume fantasma, las grúas amarillas y rojas listas para ponerse a caminar como esas máquinas arácnidas de La Guerra de Los Mundos, el color imposible del cielo sumándose al rumor indolente del agua, el silencio que no era el silencio, y a sí misma, la bella Maud; quería dejar registro del aspecto que tenía su cuerpo en ese momento dado del que era única testigo, y acaso continente; algo de los sentimientos, también, de la inminencia del peligro, quedó impreso en el seño gatuno de sus ojos verdes, en el contorno castaño que fijó en la lente de la cámara digital, el cabello algo corto, revuelto, oscuro y saludable, cubriendo parte de su rostro amazónico al socaire de ese viento que corría libremente por aquel solar abandonado.

La sensación de peligro se hizo más intensa y ella desoyó, como solía, las alarmas, desestimó peligrosamente la posibilidad de que algo malo ocurriera en un día como ese, incapaz, por eso mismo, de pensar que ese sol que levantaba en vilo su alma como a un cuerpo extremadamente liviano, haciéndole cosquillas, había alumbrado, indiferente, cosas verdaderamente terribles.

Se sacó otras tantas fotos y al resto del mundo, a su alrededor, que parecía emanar de ella, como para que la calma de la actitud que adoptaba se transmitiera a las potencias siniestras que ocultaban los rincones, y desistieran de abordarla, volverse virtualmente invisible para ellas.

Todo ello se tradujo en tres niños que quisieron arrebatarle la bici y la cámara; consiguió, con cintura, sortearlos. Llegó a un puesto de prefectura, no para denunciarlos ni nada, ellos qué culpa tenían; sintiéndose en parte culpable, Maud la buena y bella Maud de nuestra historia, defendiendo su postura frente a una doña que pretendía que diera intervención a unos hombres armados, balas para los niños quería decir, látigo.

Ya en su casa, oyendo el ensordecedor estallido bélico de los hinchas festejando, absurdos, en la calle, la bicicleta quieta en un rincón como un caballo embalsamado, no iba a llorar, al menos parecía que no iba a llorar, pero entre las fichas de colores que se barajaban en su mente algo había cambiado; mirando las fotos no sabía qué pensar, mirando la luz que ya no estaba en los ventanales.

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