sábado, 10 de diciembre de 2011

DERBY


La lluvia de caballos empezó a eso de las tres. El sol en lo alto tenía también algo de inexplicable. Escuchamos primero los tremendos estampidos de sus golpes contra los toldos y el suelo, inmediatamente la orquesta disonante de las alarmas de los autos alcanzados por esas cuadrumanas moles. Resucitamos de la penumbrosa cripta de la siesta, de su aire enrarecido por la húmeda vegetación del sueño a deshora y nos asomamos a aquel panorama que excedía, con mucho, el marco de esas dos inteligencias conjuntas, era como estar debatiéndose por mirar a través del diminuto ojo de una aguja algo que no podía ser cierto.

Pero ahí estaba, sucediendo y sucediendo: caballos reventando en huesos y carnes, sobre el adoquinado, personas, sorprendidas en medio de la calle, aplastadas como tomates a martillazos de gigante; otros se aventuraban, ex profeso, para entrar sus autos y quedaban enlatadas en sus bienes o cortadas al medio como pomelos rosados, goteando aun incrédula sangre.

Los techos que soportaron se resintieron igual seriamente, caballo sobre caballo se abombaban los tinglados frágiles como sueño de ave, de una precariedad risible para tamaña contingencia.

Nos pusimos bajo la enorme mesa de roble del comedor de diario y escuchamos y un poco vimos, caballos bochando caballos, huesos y tendones disparados como lanzas contra los cristales.

No había tiempo de considerar lo increíble. Debíamos mantener unida cada complexión, para desovillar todo luego, y resguardar a aquellos compañeros de milagro con los que conversarlo largo en la hora de los supervivientes.

Lorna lloraba y gritaba con cada demoledor impacto, ese sonido incomunicable de los huesos de algo vivo trizándose, me clavaba las uñas, que usaba largas y fuertes, en la carne, no tan firme, de la espalda. Me sorprende ahora, al contarlo, ya tan suelto de cuerpo, ya tan aparentemente a salvo, haber tenido ocasión, en medio de ese desastre, de observar, a través del generoso escote de su blusa, la maravillosa cisura entre sus pechos. Podría hablar horas de las tetas de Lorna, días enteros, pero limtaré mi entusiasmo a decir que eran de una materia cálida y fresca al mismo tiempo, que estaban dotados de un humor que les era propio, cambiante en extremo (incluso incidía esto en la nada despreciable cuestión de su tamaño), pero hacer la salvedad de que siempre, siempre fueron para mí, y han seguido siéndolo, el patrón de donde se cortaba lo que yo llamaría lo más bellos que existe en esta tierra sin dios. Eran, a su manera, más inverosímiles (y cuanto más los observaba más lo eran) que los caballos cayendo. Querría, cuánto querría, nombrar la naturaleza coriácea de sus pezones, sensibles como las apomponadas flores de las mimosas, pero he de callarlo, en honor de su memoria.

Nos quedamos dormidos, abrazados, bajo la mesa, despertamos y ya era la luz de incendio distante, atenuada, del crepúsculo sobre toda cosa; me golpeé la cabeza al sentarme, ya no se oían sirenas y los chingolitos desgranaban otra vez sus melodías genéticas, igual que después de una lluvia de agua.

Desperté a Lorna que, sobresaltada, me hincó las uñas una última vez. Miramos fuera la atrocidad de una tierra sin roturar, alfombrada de un collage de indistintos cadáveres de criaturas que un día vivieran. El cielo era de papel glacé azul, y desmentía lo que pasaba a nuestro nivel. Costó un triunfo abrir la puerta, con el marco un poco salido de escuadra y una pata larga y musculosa trabándola desde afuera.

Nos asomamos a la tarde como a una aporía; miramos largamente la vida que yo aprendería a negar con tozudez de elefante marino; sobre la cabeza de Lorna cayó una última cosa, la última de todas, algo pequeño, no supe que era hasta que rebotó de su cabeza a mis manos; agarré temeroso esa papa caliente que el cielo nos arrojaba haciendo puntería con un ojo cerrado, mientras ella se desplomaba como un pequeño manzano cubierto de flores que temblaron brevemente, sobre el costillar de un alazán de labranza que yacía en la vereda, despatarrado: el pequeño expediente aéreo, resultó ser un caballito blanco, de madera, con rueditas, muy bien pintado; tenía sangre de lo que yo más había amado en la tierra, algo rayano la demencia, en una de sus patas: Pasé un dedo por la sangre y me lo llevé a los labios como pidiendo silencio; pero el silencio era otra cosa que ya no había.

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