miércoles, 21 de diciembre de 2011

UN LUJO INNECESARIO


Caí de noche al rancho como peludo de regalo, me recebieron los perros ladrando, unos chuchos flacos que evidenciaban la ancestral reserva de ferocidad de su esqueleto, casi a la vista a través del cuero, mostrándome los dientes anaranjados. Se encendió una luz en los adentros de la vivienda y de un grito recio, telúrico-cavernario el hombre me sacó el perrerío de los garrones que me venían masticando; uno por lo menos se llevo un lindo souvenir de mi pie en los costillares, se perdió el último chillando adolorido en lo escuro como una rata con hambre.

El dueño de casa y acaso también de las tierras y el cielo acribillado de estrellas donde estaba engastada como se escupe una perla en el barro, me miró torcido entre los rayos del farol a kerosene que me acercaba a la cara tanto que sentía el calor de la lumbre chamuscándome los bigotes, rulitos se les hacían en las puntas; mi cara debía ser una cosa informe y desacostumbrada para el paisano, como una raíz de pronto desenterrada (quién si no un monstruo se iba dejar cair por estos lares) y se tenia la lata en el piolín de las bombachas tristonas y agujereadas que llevaba, a dios gracias, puestas. Cuando estaba por decir mis excusas, se oyó detrás la voz preguntona de una mujer Qué lo que pasa Fernado, Andate pa´dentro voh, le rispondió el tal Fernando. Después me miró en lo blanco del ojo como para auscultarme la galladura, y adelantó la pera interrogante, cosa de qué carajos hacía yo a esas horas molestando su sueño de tiro bajo.

Le expliqué a lo que iba, y le entregué la caja que siendo mi mandado, había estado relojeando. La observó con porfía como si fuera una bomba y la sostuvo, sopesándola, entre dos manos que parecían chapas de cobres arregladas a martillazos. Abrió la caja alargando el ojo como si fuera a tirarlo adentro para que viera de más cerca y extrajo el casco plateado con su pequeña y gruesa antenita telescópica. Quéhesto- me escupió en la cara-ehunchiste, un juguete, quéhesto- le expliqué que tenía que elegir a uno de su familia, él mismo podía ser, y ponerle la antena atada con las cinchitas bajo la quijada. Lo demás se haría solo.

Violín en bolsa me fui como quien se va, ante las miradas atentas del los perros, ojos independientes de los cuerpos a que pertenecían, como relumbrones colgados de la sombra; esperarían que el amo entrara al rancho para echárseme encima.

II

Quién era, me preguntó la bruja cuando entré al rancho, afuerita se oyó la ladradera de los perros contra el estranio, me lo imaginé corriendo en la escuridá y me dio como un regocijo imenso, un pelotudo, un caído ´el catre; trajo esto, no sé ni de parte de quién lo trajo, me hinchó las pelotas; ehun antena, dijo, que te la pongas de sombrero a ver qué resulta. Cuando Miriam vio lo que le mostraba, sintió paura, no lo entendía de nadas y me pareció que entoavía era una hembra joven y hermosa como cuando la apremié en la cuneta, aquella noche, hará cosa de mil años. Arrebatada como es, sabiendo que no le quedaba otra y un poco para sacarse el entripao se encasquetó el artefacto en menos de lo que chifla un gato al que le pisan la cola, curiosa como una hiena la negra esta, mi esposa, y con los dientes que le quedan, todos iguales.

La antena parece que era de adorno nomás, porque nada dificultoso ni estrafalario hacía la desorejada que no fueran las monerías de siempre que está encerrada, amen del calabacín que llevaba empuesto en la cabezota.

Resultó que de noche era la cosa, ya entrado en las aguitas del sueño, revoltosas, me despertó el espectáculo de unos sonidos inusuales, arrancando porque Miriam no estaba al otro lado del cuero donde echábamos cada noche nuestras humanidades. Era claro que afuera algo estaría pasando, se oía el gemido frenético de los perros y un sonido, repetido, que no acertaba.

Miriam se había dormido con el chiche puesto y ahora, casi empelota saltaba por los sembrados de lechuga capuchina y los de remolacha, entre el tresbolillo de los tomatales y las parras enanas, propio como una liebre con seis patas; tenía piedras en las manos, cosas que brillaban como luces malas; de cuando en cuando arrojaba una a algo y se inclinaba más allá a recogerlo, su cadáver, además de al guijarro fosforescente que le había disparado; los perros guardaban respetuosa distancia, no logrando encajar aquella actividad, como no fuera un juego, en sus mentes subalimentadas, y estaría también ese olor de lo que la loca cazaba y metía, paso siguiente, en el bolsillo del delantal que fuera de su madre.

Recorrió los campos recién arados, también alumbrada por la luna cuando las nubes se corrían, mirándolo todo, buscando indicios con suspicacia estrafalaria. Con algunas piedritas apretadas en la mano, se vino caminando despacio, cuando consideró concluida su tarea sonámbula. La acompañé a la casa sin tocarla ni decirle palabra; en la mesa, al lado del farol que encendí fue depositando los ángeles, eran unas cositas negras y blandas, como guantes de hule cerrados, como bolsas de petróleo con forma de estrella: Hay que ponerlos en un fresco, con agua, para la buena suerte-dijo por todo comentario, y se fue a dormir lo que le faltaba. Traje agua del pozo, llené un frasco de esos de aceitunas en vinagre y arrojé dentro los ángeles: movían lentamente los romos tentáculos y desprendían una casi luz azulina, estaban dormidos, parecía, no muertos.

Esa noche Miriam quedó preñada y durante el año ni un rabanito dieron los campos, no sé de qué suerte me hablan.

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