miércoles, 14 de diciembre de 2011

GALLITO CIEGO


Ya había marcado al azar el número de veinte, treinta o cuarenta mujeres de la guía, y, con la mayoría, la conversación había sido lacónica y cruenta: Hola?/ Estoy triste, enfermo de tristeza, incurable/ Quién habla?/ Te necesito/ Pero, quién carajo habla?/No me trates así, no lo merezco…y entonces, o le cortaban sin insultarlo, o lo insultaban antes de cortarle; pero nadie, ni una sola, había sentido piedad, o al menos curiosidad, por la aflicción del extraño.

Algunos números no correspondían a un abonado en servicio, en otros no contestaba nadie, o se habían mudado; en uno se trató de una nonagenaria muerta hacía una semana, lo supo por un sobrino nieto de la occisa, que estaba parando un tiempo en ese departamento y tenía voz de asustado, como si hubiese pasado la noche acosándolo su fantasma. Quiso decirle que estaba triste, pero se contuvo, tenía que ser una mujer, era la regla, además de que sólo las mujeres, imaginaba, podían resolver la tristeza que ellas mismas provocaban; un sentimiento nómada, que conducía al insomnio y la anemia. Hacía días que se le revolvía el estómago al primer bocado, tenía taquicardia y vivía nervioso, desesperado, al borde, trillado, de sus lágrimas. Alguna vez, la imagen de gritar arrancándose mechones de pelo de la cabeza y correr denudo por la avenida que bordeaba, de cabo a rabo, la ciudad, representó para su mente un soporte bastante aproximado de los sentimientos que lo embargaban como a un inmueble en esos instantes, no eran eso exactamente, pero se les acercaba bastante.

Cerró la guía, volvió a abrirla en cualquier parte, siguiendo el procedimiento aleatorio que se había impuesto -ya le había sucedido, increíblemente, llamar dos veces a la misma persona- y poniendo un dedo ciego en algún punto acertó con el nombre de una mujer (muchas veces sólo había una inicial, o dos, después del apellido, y no llamar, no cerciorarse, le dejaba la sensación de haber perdido una valiosa oportunidad, de, por ejemplo, cambiar su existencia, volverla otra, mejorar: creía en sandeces tales como “el amor de su vida” o “ el que busca encuentra”, cuando la realidad le enrostraba, todos y cada uno de sus días, que esos amores de subida cobraban ese nombre póstumamente y que solamente el que encontraba encontraba; no había formulas efectivas, ni puertas preestablecidas, así que decidió entrar al mundo por la ventana, o por el teléfono en este caso) Hupert, Isabel, era la elegida esa vez; le sonaba, vagamente, quizá ya la hubiese llamado; tenía la descorazonadora sensación de haber marcado todos los números del planeta, qué haría cuando se acabaran, cuando no quedara ni uno (debió pensar primero en ir tachándolos, ahora era tarde), continuaba sin esperanzas, por la inercia de una tristeza que seguía, como una flecha declinante, la segunda mitad de su trayecto. El dedo marcó los guarismos tras los que se escondía el ignoto ser, sonó tres, cuatro, cinco veces y atendió el contestador; la voz de la mujer era muy hermosa, cantarina, algo gutural, con un dejo extranjero, como si se tratara de una lengua aprendida tardíamente. Ya otras veces se había topado con un contestador, pero había limitado su participación a guardar silencio, dentro de la grabación, o a pedir disculpas, pero nunca había soltado su remanido speech. Sería la voz de la tal Isabel, su extranjería, vaya uno a saber, pero esa vez decidió decir lo suyo, dejar un registro de su tristeza en la requebradas notas de una voz infinitamente conmovida: Estoy triste, Isabel, infinitamente triste, y te necesito.

Cuando cortó estaba llorando, con puchero y todo, como cuando era chico; sabía que su mal era incurable, lo único que siempre había funcionado, como una tregua, era marear a la tristeza, distraerla, hacerla girar como al gallito ciego, desorientarla y aprovechar sus traspiés, reírse de ella, de ese interregno de felicidad.

Bebió lo que quedaba de agua en el vaso, Agua, dijo al final y miró el vidrio sucio a trasluz, Agua, y era extraño, como la sed, necesitarla. Lo sobresaltó la incursión del teléfono sonando, las primeras notas destempladas eran siempre un anticlímax, la daga de lo inesperado punzando el corazón, esa bola de sangre.

Atendió temblando, tragó saliva y preguntó lo que tenía que preguntar, temiendo y rogando que fuera Isabel, su bellísima voz. Estoy triste-dijo otra voz-enferma de tristeza, casi muerta- el corazón se le hinchaba hacia arriba, le dolía como un chichón; no fue piedad por la desconocida lo que sintió, ni nada, ni siquiera el más mínimo cariz de empatía o compasión, qué se jodiera, pensó, para triste estoy yo, la suya debía ser una tristeza de morondanga. No vive más acá, equivocado, se murió. Fue lo que dijo, eso y no otra cosa; cortó antes de tener que escuchar las disculpas o lo que fuera. Le dio bronca que alguien estuviese usando su procedimiento y aun su latiguillo lastimero. Se cubrió los ojos, todos estamos tristes, dijo, y se zambulló otra vez en las turbulentas aguas amarillas.

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