jueves, 15 de diciembre de 2011

VIOLÍN EN BOLSA


Lo que extrañó del nuevo vecino, cuando lo vieron bajar del auto estrafalario sobre el que, en una pila inestable, como un paquete de galletitas mojadas o mil platos en la mano de un mozo ebrio, traía todas las cosas de la mudanza, fue, no sólo la cantidad, sino el increíble volumen del pelo que cubría su cabeza: hacían cincuenta grados a la sombra, los pelícanos se cocinaban en el aire y caían listos en los platos de los hambreados que agradecían sin levantar los ojos del plato ni cerrar del todo la boca; el agua se evaporaba del vaso antes de llegar a los labios y el tipo tenía una virulana afro, del tamaño de un planeta pequeño o una pelota de playa septentrionándole el cráneo; y no parecía molestarle en absoluto, porque bajó, uno a uno, los muebles de la parrilla del auto sin que se le cayera una sola gota de sudor ni ponerse colorado: su piel pálida, acaso olivácea, como enferma, continuaba lisa, seca y estable, como la de un cadáver holgazán, después de realizada la mayor parte del trabajo. Saludó con cortesía a los chicos que fueron animándosele ante las pruebas, bastante irrefutables, que la repetición de sus idas y venidas, ofrecía respecto de su pacificidad y aún de su inocencia candorosa. Cargando una pesada mesa, él solo, saludaba con una media sonrisa en los labios, (sólo habría podido calibrársela con un micrómetro), a esta manga de hermosos pendejos que se empujaban entre sí, incrédulos, y se reían salubérrimos sin hurtarle los ojos. Le parecía agradable la compañía espontánea de esos vagos naturales y volvía a saludarlos cunado retornaba, casi ingrávido, como flotando, sin el lastre de un sofá de dos cuerpos o una cama de una y media plazas que llevó verticalmente, un instante antes, haciendo gala de una fuerza y un equilibrio prodigiosos.

Lo que acabó de arrobar a los niños, de disponerlos para siempre a su favor fue ( y ni hablemos del robo que impidió, digamos sobre eso nada más que la señora Aksarlian, del timbre G, casi la última puerta, vio volar sobre su cabeza un enorme pez de cerámica, esmaltado en un naranja brillante, que fue a estrellarse en la nuca del descuidista que ya había ganado, a la carrera, sus buenos ochenta metros de cuadra) que Juan Chivo, a diferencia de todas las demás personas que, poseyendo un automóvil, o bien lo dejaban estacionado dónde podían o alquilaban para él un garage con más comodidades de las que gozaban en sus propios cubículos de vivienda, comenzó a desarmar el suyo empezando por el paragolpes delantero, y desguasándolo hasta el último tornillo de la última rueda, llevándoselo para adentro, al interior de su nueva morada. No podían creer lo que veían, este tipo era el paraíso en persona, lo que había hecho era el colmo de lo práctico, tan improbable que daba la vuelta entera al árbol de la lógica, maravilloso y práctico era. Sus padres, durante las distintas cenas en las que el ejército de niños se veía, por causas etarias y de sangre, repartido, no vieron aquello con los mismos ojos; lo menos que dijeron de él, sin haberlo visto en sus vidas ni aún haberlo conocido, sólo valiéndose de los datos que sus hijos, confiados y divertidos, les proporcionaran, , fue que se trataba de un loco o de un pelotudo importante, una de dos, como les gustaba rematar esas sentencias, generalmente, irrevocables. Los chicos supieron, cada uno por su lado y después todos juntos, del abismo insalvable que los separaba de sus padres, esas criaturas abombadas, incapaces ya de preocuparse por comprender, y decidieron, sin someterlo a votación ni nada que se le parezca, tácitamente, callar todo lo referente al extraño, que los tenía, como a estúpidas gallinas, hipnotizados.

Por las tardes él se sentaba en la vereda, a la vista de todos, con la espalda contra la fachada del conventillo y hacía para ellos, con una jarra de agua jabonosa y la pipa de caña que siempre estaba fumando, hermosas burbujas llenas de humo, igualitas al ojo con cataratas de la señora Nélida, que flotaban brevemente en el aire y se reventaban en sus pelos, sus narices y sus bocas, liberando, como un beso, el perfume de aquel sujeto al que era injusto ya llamar un extraño; o hacía llover con dos palabras que siempre eran otras, no valía usar dos veces las mismas y no podía enseñárselas porque sólo diciéndolas él, al azar de su imaginación, cumplían esa función pluvial; o atraía a las palomas que se pasaban la voz hasta zonas remotas de la ciudad y acudían de a miles al abarrotado plátano que levantaba las baldosas de la vereda con las manos nudosas y crispadas de sus raíces, para escuchar las tristes y extranjeras melodías de Juan Chivo, fabricando a su alrededor el campo de fuerza de su silencio de personas educadas; hacía también gente o animalitos de papel plegado que, al desdoblarse, representaban, en las baldosas calientes escenas en movimiento, faenas complejas y coordinadas que se producían cuando ya parecía que no harían más nada: una, por ejemplo, implicaba a una vaca que movía la cola en su corral y se inclinaba a ramonear un poco de pasto de flecos de papel satinado, cuando menos lo esperaban, del rancho junto al corral salía un chacarero con un balde también de papel en una mano y una banquito en la otra, caminaba como un pequeño robot (técnicamente lo era), entraba en el corral se sentaba en el banquito y realizaba, como tomando las diminutas ubres del animal, la maquinal tarea del ordeñe. La vaca movía su cola hasta sacarle el sombrero, el chacarero miraba el cielo en busca de las nubes que propiciaran la lluvia, como si esperara que Juan Chivo, ya que los había creado con los infinitos dobleces de su gracia, hiciera llover para él. Otra escena era representada por una señora que compraba naranjas, un perro meaba los cajoncitos perfectamente diseñados, el verdulero lo corría con un palo y la mujer aprovechaba para agenciarse algunas frutas gratis, como si planeara una ensalada para esa noche. A veces, un viento inesperado derribaba los pequeños teatros y las figuras se deshacían en torbellinos como molinitos girando. Los chicos reían como si hubiese explotado en sus bocas el triangulito de una felicidad permanente y pirotécnica. A la hora de la siesta bailaba la sombra de los plátanos, bamboleando la enormidad de aquella peluca suya (eso lo supieron después) aplaudiendo y saltando, procurando no tocar los radiosos intervalos de insolada vereda y a veces, tanta era su dicha, bailaba llorando.

De mañana salía en cueros, con una malla, un toallón rojo y blanco, a lunares y una gorra de látex que apenas lograba comprimir su pelambre, se iba, taciturno, a la pileta municipal; nadaba durante horas, uno de los chicos lo había visto durante un partido de fútbol en el club, a veces pasaba largos minutos bajo el agua, excitando su corazón, temiendo que Juan Chivo fuera a morirse justo ese día, teniéndolo por testigo nada más que a él, y emergía de repente, como un delfín en alta mar y volvía a sumergirse describiendo el arco perfecto que los geómetras se morían por formular.

Lo de la peluca lo supieron cierta vez, mientras lo espiaban por la cerradura de su puerta, ellos consideraban que no era del todo leal lo que hacían, teniendo en cuenta que él nunca ponía llave y los tenía formalmente invitados a pasar cuando quisieran, como Panchos por su casa, habían sido sus palabras, pero los padres, con ese poder omnisciente y tiránico del que no gozarían por siempre, se los tenían prohibido, temiendo no se sabía muy bien qué cosas que musitaban, entre dientes. Lo vieron sentarse extenuado en su sofá, los que veían lo relataban, quitarse la peluca, acicalarla concienzudamente, como hacen con sus redes los pescadores, acariciarla, darle agua de beber en un recipiente y en otro algo para comer. La peluca rodó un rato, apareciendo y desapareciendo del horizonte de acotada visión de los curiosos y pareció dormirse, luego de encontrar una posición propicia. Pero eso no fue, ni lejos, lo más extraño que vieron esa vez: en lugar de orejas, en la cabeza perfectamente calva de Juan Chivo, se implantaban unas coquetas agallas de escualo, que se abrían y cerraban al ritmo de su respiración dual. Esto tampoco se lo contaron a sus padres, esto menos que ninguna otra cosa, sólo faltaba que lo tildaran de monstruo. Un poco se asustaron, pero cuando lo vieron llorar con la cara entre las manos abiertas, debieron irse corriendo para que no se escuchara su propio llanto.

El menos borracho de los padres decidió indagar al notar la perturbación de su hijo durante la cena; la ocultación de un secreto puso al descubierto otro, acaso menos verdadero, y el niño confesó cualquier cosa respecto del extraño ¿Te tocó?, preguntó el padre ¿Dije que si te tocó, carajo? El nene asustado con tanto golpe de puño a la mesa debió haber hecho que sí con la cabeza, sabiendo que cometía un error, porque el padre derribó la silla al levantarse, salió de la casa y reunió a todo aquel que se cruzaba en su camino, difundiendo la supuesta noticia: dispuestos a creer lo que fuera lo vecinos, que no tenían nada que hacer, hicieron causa común con él, tiraron abajo la puerta de Juan y lo lincharon a conciencia, lo dejaron casi muerto de la paliza, le rompieron todas las costillas y una más y si no siguieron hasta matarlo, cebados por la sangre como estaban, fue porque apareció un policía (otra institución familiarizada con el perfume del rojo cruor) en medio de esta fiesta popular.

Esa noche, en la calle, no sé sabe cómo, ni, roto como estaba, sacando fuerzas de dónde, Juan Chivo ensambló, no su auto, sino una especie de helicóptero barroco, con las mísmas partes y se fue volando, como vino, tan subitáneamente.

Los muebles que dejó fueron quemados más tarde ese día, por los vecinos, en el medio de la calle cortada, entre las cámaras de televisión y un puesto de choripanes ad hoc

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