jueves, 29 de diciembre de 2011

CARNE DE LEÓN


(Soy el narrador, señor/ soy el hombre que narra)

No me interesa tanto el hombre con cabeza de tapir que fuma su pipa de espuma de mar en la cuerda floja, sostenido apenas por el aliento, un poco traidor, de la concurrencia; en la vida ordinaria es un tipo sin atributos, un cero a la izquierda; tampoco me importa la mujer barbuda; qué mérito subyace en el desorden de sus hormonas, ninguno, es como tener una joroba, nada logrado con esfuerzo; no me interesan tampoco sus amoríos con el beluario lampiño que se pega un bigote majestuoso para enfrentarse a las bestias, con la conciencia de que si llegara a desenmascararlo una falla en el pegamento se lo comerían in situ como a un regio durazno; además, creo, cuando besa a la gorda debe figurarse que la barba profusa que ella apoya, contra toda su cara, le pertenece: lo transforma en un hombre hecho y derecho, en regla, que besa a una criatura lisa y perfectamente desprovista de bozo.

No me interesa tampoco la verga permanentemente tiesa de los enanos, ¡los enanos! otros tipos sin otro talento que un desperfecto en las glándulas. Respeto a la écuyère que mantiene su amazónica gracia a lomos de un caballo en la punta de un solo pie; un poco menos a los payasos; esa gente triste, triste, no me hará reír nunca, la felicidad que detentan es tan forzada y artificiosa como un perro sosteniendo una taza de té sobre su hocico reseco. No tengo que decir que no me interesan esos boludos que dan vueltas con sus motos dentro de bolas gigantes.

Me interesa alguien en particular: acérquense a esa tribuna junto a la entrada de la carpa, la de la izquierda, enfoquen los binoculares en el tercer escalón, un poco más al centro, ahora busquen al tipo del sombrero de paja, anteojos negros, que sonríe, saluda con la mano que tiene libre, ¡ese!, pues ese soy yo, ¡hola!

Me intereso por mí, por mi misión, mejor; estoy acá para ver morir a la trapecista, vengo siempre con esa esperanza: verla resbalarse, no acertar, en el aire, los tobillos de su compañero-el pelotudo por el que me dejó.-

Sigo a la compañía por todo el país, veo desde mi casa rodante, cómo desarman la carpa dejando el círculo de césped quemado de su nave extraterrestre y cómo la erigen, incansables, siempre igual, en otro emplazamiento.

He intentado perturbar su visión mientras trabaja, con un espejito de alondras, con una luz láser; he trepado hasta el trapecio, con todo y acrofobia, para cortar hasta la mitad las gruesas sogas que sustentan, cada noche, los peligros de su acto: Nada funcionó.

Hoy hice algo distinto: la dosis de somnífero que coloqué en su latita de coca-cola (no sale a la arena sin tomarse una) va a surtir efecto dentro de cinco minutos, y ya la veo subir la fina escalera, ¡es esa!, ¿ven? La de la malla blanca; tiene una agilidad de gato y la sola forma de ese cuerpo, que puede que a ustedes no les diga nada, pero que yo reconozco y extraño locamente, me da ganas de llorar a los gritos cada vez que vengo. No puedo soportar que siga sin mí, que viva al margen de aquello que teníamos y parecía eterno.

Comienza, saluda ella, saluda el otro pelotudo, cada uno con un trapecio en la otra mano; se sueltan, se balancean para ganar oscilación y velocidad, él gira en el aire, se toma de los pies de ella, vuelve a su trapecio con otras dos volteretas; ella hace lo propio, pero son dos vueltas hacia allí, las suyas, y unas tres más para acá. Se unen las manos en el centro, agarrados del trapecio apenas por los pies; ella se suelta, él la balancea, ella vuelve al trapecio que continúa yendo y viniendo, solo y blando, pero sus manos resbalan, cae como una ardilla voladora, como un mono, como una garza alcanzada por la flecha contenida de mi aliento; el ruido que hace su cabeza contra el suelo es horrible, imposible de borrar, la arena bebe su sangre con sed de desdorados milenios; pensé que iba a poder soportarlo, incluso esperaba disfrutar de la escena, pero no, no; tengo una salida, también había pensado en ella, en mis tiempos muertos: voy a colarme en la bendita jaula de las fieras y enfrentarme a los leones y los tigres, con menos éxito, talvez, que El Caballero de la Triste Figura. Ahí donde el cuento se interrumpa y el narrador diga ¡chau! Con su brazo a medio masticar.

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