lunes, 12 de diciembre de 2011

BALDÍO


Otra vez ese olor, otra vez alguna de esas criaturas erigidas por casi todas las atractivas pestilencias del mundo más allá de la tapia, habrá traspuesto los límites de su zona de influencia, entrado en esta selva y dejado su mierda entre los pastos altos.

No es extraño que no se despertara con todo el ruido que debió haber hecho el intruso, se estaba volviendo un tigre viejo, y sus sentidos ya no eran los de antes. Sus dominios eran acotados, pero relativamente seguros, dotados de una espesura que lo había mantenido a salvo hasta entonces. Alguna que otra vez una avanzada de cachorros de la especie que gobierna afuera, lo descubrió, durante una incursión, en lo alto de la higuera que ocupa el centro del baldío, mientras comía esas dulcísimas anémonas coronadas por la miel cronométrica de la perfecta sazón, lo cagaron a piedrazos, gritándole con fiereza; logró escapar sólo gracias a la fuerza y elasticidad, casi aérea, de sus miembros, saltó hacia las endebles y deprimidas ramas del parco ceibo, describiendo una hipérbola desprolija, y usándolas como catapulta para alcanzar el laurel, siempre más alto, más oscuro, más impenetrable que el resto y merced a los estallidos de las piedras contra sus hojas quebradizas, más fragante también, para conquistar un árbol finito, distante y sin nombre de la otra punta, al que, a menos que fueran brujos, les sería imposible llegar.

Hay una criatura con mucho pelo en la cara que salta la tapia bastante seguido, cada una semana, pongamos, y se coloca un pequeño y controlado incendio en la boca, él mismo se ocupa de encenderlo, y el tigre huele ese humo resinoso y perfumado que le recuerda, con equívoca nostalgia, los años que vivió, antes de encontrar este vergel, entre esas sucias entidades capaces de casi cualquier cosa (y me está sobrando un casi); la criatura barbada en cuestión, terminado que ha de aspirar su incendio, toma con delicadeza unas cinco o seis hojas del laurel y regresa por donde vino, con agilidad inusual y un ánimo mejor. Los dominios del tigre tienen un efecto mágico sobre él.

Se aleja del olor, tiene caminos prefijados, senderitos de rama en rama, del laurel al ceibo, del ceibo a la higuera, de la higuera al fresno y del fresno al paraíso viejo y lleno de flores blancas con rayitas violeta que se caen de pasarles cerca nomás. Su perfume tiene algo de sabio, de inteligente al menos (si se me permite el ex abrupto) y mitiga, como esperaba, el escatol que erosiona el aire como la vibración de un panal.

Se adormece, el ruido de las máquinas, afuera, sería simplemente somnífero, si no fuera por los bocinazos extemporáneos que producen en su corazón pequeños y acollarados infartos de miocardio.

Siente hambre, es un sentimiento que lo asalta con la violencia del látigo de un beluario chasqueando junto a su oreja o tocándola directamente; al abrir los ojos ve a su objetivo de unos meses a esta parte: un cardenal pertinaz que, una vez al día, o día por medio, consigue escapar de sus intentos de mandárselo. A veces ve nada más que la mancha roja a través de la enramada, y cuando llega, lo sigiloso que su apetito le permite, al lugar que había calculado, sólo resulta la flor del ceibo, colocada, como a propósito, de determinada manera; se repetirá muchas veces más esto, en tanto no escarmienta; otra veces se acerca sin fe ninguna , para sacarse la dudad nada más y la flor resulta ser el copete nervioso y carmesí del cardenal en cuestión, que aprovecha la hesitación para, ligero, volar de ahí.

Tiene hambre, sus sentidos se aguzan, los ojos cazan polillas como alfileres; el pájaro ha sido imprudente esta vez, está regalado en una rama del fresno, tomándose un descanso en lo más áspero de la tarde, cuando el calor aprieta y escoge con un dedo prototipos alados para ir bajándolos del cielo, plantándolos aquí y allá, sobre el césped como un tributo para las multitudinarias colonias de hormigas, que de esta forma no roerán el sol ni se lo llevarán, de a cachitos, al interior de la tierra.

Lo observa incrédulo, con las ranuras de los ojos fijas en él, como si pretendiera hechizarlo: muchas veces ha corroborado ese poder, algo mermado en él por la bizquera y la edad, pájaros fascinados dejándose simplemente tomar, ofreciendo el sacrificio de su existencia, encantados, al maravilloso cazador que fuera.

Sin preparar las patas ni nada, olvidando los rudimentos básicos que dicta su amplia experiencia en la materia, sale impulsado por el mero resorte de la oportunidad, oh, desperdiciada nuevamente. Equivoca la rama de propulsión y no alcanza a tomarse de nada, cae simplemente, sobre una piedra cae; al mismo tiempo el cardenal decide que está bien de holganza por el momento y emprende una retirada que su habilidad hace parecer de una simpleza extensiva a todas las conformaciones biológicas de la naturaleza, hasta el polen puede, hasta las moscas vuelan, casi se hace solo en su caso, como coser y cantar, es humillante para un tigre viejo, herido sobre la puntiaguda piedra, ver su despegue, su soltarse casi del árbol y caer hacia arriba como un fruto antigravitacional, y sobre su paralizado cuerpo yacente la proyección correspondiente al recorte oscuro de su sombra, ver.

Se aduerme, cuánto tiempo habrá pasado, un sonido animal lo despierta, tiene la boca seca, desearía sólo, algo tan fácil de realizar hasta hace un momento, ir al riacho del fondo, la pérdida permanente de agua junto al muro enmohecido y tapizado de helechos pequeños y en general espiralados, en sus puntas, y beber hasta vomitar. Cuando sus ojos se desnublan ve a esas dos criaturas de cuerpos hiperblancos, casi transparentes, como las termitas de los troncos podridos que él conoce de sobra, cogiendo de una forma aparatosa, inarmónica, deseperada, torpe, muy de su especie, como si tuvieran un acceso conjunto de epilepsia; se muerden, rugen como oseznos, se dañan; y aun así nada los detiene: cogen sobre latas oxidadas, sobre pedazos de vidrios de botellas que llueven a diario del otro lado: entre ambos parecen levantar, con la fuerza de su lubricidad, la pesada, negra y grave roca del placer cerebral, que sólo se alcanza en la cumbre, para después, dejarse caer como los pájaros-cadáver sobre el más verde pastizal que imaginarse pueda, apenas cenicientos por el reingreso a la atmósfera, galvanizados, con la blanda y estólida sonrisa aun en la boca, como residuo de una felicidad acaso breve, pero que continuaría valiendo la pena aunque atrajera sobre sus pecaminosos cuerpos, esos pecios cósmicos, la muerte irrenunciable y última que hiberna en algún lugar de sus mentes, resaltando como perlas.

El tigre se acuerda de los otros tigres que solían abordarlo, y de las primeras lechigadas, esos cachorros achispados jugando con sus orejas todo el tiempo, cazando según sus enseñanzas, trepando la tapia, yéndose, recuerda también, aunque preferiría no hacerlo, esa camada que debió sacrificar con el filo siempre nuevo de sus zarpas, porque los intrusos los habían mancillado con su hedor acariciándolos.

Qué seca está su boca, qué seca, bebería su almizclado orín, nunca experimentó algo semejante, pero tampoco había muerto nunca antes, era nuevo, era.

Las criaturas se pusieron sus sobrepieles de colores, se sacudieron entre sí de hojas secas y bichosbolita, se arreglaron las guedejas desmarañadas, y descubrieron el cuerpo del gato con el espinazo roto; el ojo abierto y húmedo del animal agonizante parecía contenerlos, a ellos y al mundo; la hembra dijo algo imposible de entender, el macho comenzó a mirar el suelo alrededor, buscar una cosa, dio unos pasos y volvió con algo en la mano, una piedra cúbica, un viejo y mohoso adoquín sacrificial.

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