jueves, 22 de diciembre de 2011

LIGAMENTOS CRUZADOS


Es un atardecer como solían ser aquellos que mejor recuerdo, cuando, en una casa igual a esta, todo se abismaba adorablemente y parecía acabarse el tiempo de la promesa hecha por las primeras luces de un día que corría, irrevocablemente, a estrellarse contra una pared. La hora en que con el abuelo salíamos al frente a ver pasar los autos y mirar a la gente tardía que paseaba sus perros por el terraplén de enfrente, más allá de las vías, casi muertas, donde jugábamos mis hermanos y yo a arrojarnos el balasto.

Todo ha desparecido, menos la semejanza de las tardes, que para un observador desatento podrían parecer todas iguales; siempre renegué, para mis adentros, de la melancolía barata y obvia inherente a esta hora de colgar la diversión, darse un baño y alistarse para una muerte provisoria.

La génesis de mi proyecto, o de la posibilidad de llevarlo a cabo, se remonta a un período de esto que llevo y que jamás me animaría a llamar vida -otros han vivido, no yo- en que me hallaba entregado a una supervivencia errática que incluía, entre otras cosas, todas las variantes de juego: riñas de gallos y aun más aberrantes peleas de perros, donde una vez apuñalé a un hombre que fue capaz de utilizar a una rottweiler en avanzado estado de preñez para la competencia, salí de allí con algunos billetes en la mano cubierta de sangre y lágrimas en los ojos, gordas. Aposté esos pocos pesos a los burros, perdí todo menos uno de diez que di a un tipo que estaba peor que yo y andaba suplicando para un cartón de vino que le permitiera mantenerse derecho. Sólo más tarde, repasando los hechos, recordé que había preguntado mi nombre y mi dirección para devolverme lo prestado, mientras me lo decía miraba en el fondo desolado de mi espíritu, digamos, ese lugar donde una piedra blanca, flotante, aun en las peores situaciones, todavía se sollama en un amor que parece sobrepasarme. Pasaron meses de los que no guardo otra memoria que un par de cicatrices a la altura de los riñones y alguna entre las costillas. Estaba tirado en el suelo de un departamento, que bien podía ser el mío, completamente desamoblado, entre papeles de diario y una tortuga que caminaba frenéticamente de un lado a otro como un autito a fricción, cuando tiraron la puerta abajo. Se trataba de un hombre elegante, recién afeitado, que olía deliciosamente a agua de colonia, me sentí en falta frente a la corrección de su aspecto. Puso uno de mis brazos sobre su cuello y me levantó del suelo como si pesara lo que un montoncito de paja, era fuerte bajo su traje y aparentemente bien intencionado. Aunque no recuerdo el trayecto, desperté luego de dos o tres días en una clínica cuya limpieza me pareció ofensiva, antinatural, nada era naturalmente tan blanco, ni siquiera las magnolias recién abiertas. Luego de traerme una fragante sopa de zapallo, la enfermera me hizo entrega de un sobre cerrado que sólo decía mi nombre, que era ese si mal no recuerdo; dentro del sobre había una escueta nota que decía Gracias, bajo una sarta de números, el nombre de un banco y la firma de un tal Sr Dickens. Quizá fuera una broma, pero la sopa era real, su salobridad lo era, quizás fuera, después de todo, con en Greatest expectations.

Me vi cubierto, de la noche a la mañana, de más dinero del que podía gastar en dos vidas como esa y lo primero que se me ocurrió fue comprar unas hectáreas de tierra fértil en la Pampa húmeda, donde, borrosamente, ya comenzaba a delinearse el germen de esta idea.

Hice allanar el terreno, construir casas enfrente, de acuerdo a las fotos que fui recolectando entre parientes y vecinos; tendí rieles de un extremo al otro, ya oxidados artesanalmente, planté las especies indicadas de árboles, tracé la circunvolución pavimentada tal y como la había frente a la casa de mi abuela; después las casas propias de la cuadra, la variedad de flores de cada jardín y cada entrada; en la mayoría de los casos aquellas que no desentonaran con lo borroso de algunos recuerdos, macetas de cemento pintadas de rojo con esqueléticos malvones que parecían haber sobrevivido a explosiones de tipo atómico, geranios en latas de YPF, y de todo en los canteros; y por último la casa y los detalles de la casa donde había pasado casi todos lo veranos de mi infancia y uno de cada dos fines de semana. Conseguí las baldosas rojas y negras para el patio y mandé a fabricar aquellas italianas del cuarto de los chicos y las del hall de entrada, un diseño muy antiguo que se repetía, increíblemente, en la casa donde vivió de chica mi abuela, en General Pico con su padre guardabarreras. Respeté el desnivel de la cocina, el machimbre oscuro del cielorraso , la hamaca chirriante del jardín, los perfumes y colores de los rosales, los alambres que estaban antes de que a los vecinos se les ocurriera levantar esos muros protectores de una intimidad que habría de ser chata hasta el hartazgo, como si los construyeran nada más que para crear una sombra de duda, una sospecha de sucesos importantes, la natural curiosidad sobre eventos que nada tendrían de extraordinarios a no ser su calidad de secretos: bebían secretamente sopa, tiraban secretamente la cadena del baño, escupían en el suelo, pero secretamente. La ligustrina hirviendo de avispas, el mandarino al que una helada temprana dejara esmirriado para siempre, el pomelo, las dos paltas, la nuez enorme de cuyo deshojamiento la abuela se quejaba cada otoño con el rastrillo en la mano, y cuyas flores con forma de ocres gusanos se prendían a cada cosa que hubiese debajo formando un colchón muy agradable para pisar descalzos, el jazminero, el limonero que tenía siempre preocupado al abuelo-que no prestaba gran atención a las plantas, a no ser esa- cuando encontraba agujeros en las hojas, o se caían los azahares prematuramente o se retorcían las puntas abrillantadas por una enfermedad extraña que venía del suelo, los ciruelos injertados del fondo, la escoliosis del sendero de baldosones que cruzaba el tramo del medio, el tanque de agua verdosa atestado de ninfas de mosquitos que nadaban graciosamente y a la menor sombra, en la superficie, huían hacia el fondoimpenetrable; la mesa de azulejos partidos, el toldo de aluminio pintado que se abría y se cerraba haciendo girar una manivela larga rematada en un gancho; la parrilla derruida, mal revocada; y todo cuanto guardaba, más o menos, mi memoria fue recuperado. Los muebles hechos por mi abuelo, lustrados a mano, su banco de carpintero de lapacho, el baño chiquito y oscuro con sus mosquitas particulares que te entretenían mientras estabas meando.

Lo más complicado fue duplicar a mis abuelos, contraté actores sacados de exhaustivos castings, pero no funcionaba, no eran ellos, ni tenían su voz; pensé en contratar a Gunther Von Hagens, el creador del procedimiento de plastinación de los cadáveres, pero no creía que lo que quedaba del soporte físico de mis abuelos diera para algo más que una película de zombies. Mandé, entonces, a Bélgica fotos de ellos para que un artista de renombre hiciera reproducciones de sus cuerpos en cera. Di detalladas indicaciones sobre las posturas en que necesitaba sus muñecos, uno de proyección íntima que el pudor me ha impedido poner en escena nunca (observar la torpe cópula que diera inicio a uno de los recodos de mi estirpe lumpenproletaria); para la mañana tengo a la abuela sentada a la mesa tomando su matecocido con pan, y al abuelo leyendo el diario que le prestaba la vecina. Para la media mañana una abuela cortando florcitas para los santos y un abuelo reparando la pata de una silla en el galpón; para el mediodía una abuela sirviendo la comida y un abuelo sentado en la cabecera mirando el noticiero; para la siesta una abuela fregando en el piletón de afuera, o baldeando descalza las baldosas rojas y negras, con ese olorcito como de lluvia que sube del suelo recalentado, y otra colgando en la soga, a pleno sol, los repasadores gastados y un abuelo durmiendo la mona mientras tanto. Para la tarde mate bajo la nuez o la antigua higuera, y para esta hora en que la luz recoge poco a poco o de golpe los naipes de lo dado, una abuela preparando la cena y un abuelo en la entrada, viendo pasar los autos, quizá los colores que le recuerdan a esos muestrarios de enchapados atados con una piola que venían con los nombres de las maderas atrás y esos otros muestrarios con los colores artificiales, que yo detentaba alucinado.

Ahora que está todo, y que sentado en la mesa del comedor veo la calle idéntica a través de la puerta abierta y bulle el agua verdadera en la olla verdadera y el abuelo mira los autos acodado al pilarcito encalado donde de noche los gatos atorrantes dejan sus preciosas y delicadas huellas negras, creo que es el momento de replicar al cielo hueco su afrenta y armar un bueno y salutífero incendio, acabar con esto y bailar alrededor. Sí, creo que es eso.

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