sábado, 17 de diciembre de 2011

NI EL AIRE LAS DESPIERTA


(Para Laura, mientras sueña)

Cuando Laura me cuenta, a través de la ligustrina, su sueño de las mariposas amarillas, qué tengo que hacer: ¿permanecer en silencio?, ¿soñar con ella?, ¿intentar verlas revolotear desde los mismísimos sintagmas de su discurso?; hago eso y mucho más, precisamente porque no sé qué hacer; observo, por ejemplo, cómo resurge ella de la tristeza que la aqueja hace unos días y cuya causa, por supuesto, no he indagado; cómo parece, otra vez, mientras me lo cuenta, la que yo quisiera que fuera siempre.

El día la reanima, eso sí lo sé, yo, que no soy más que un buen vecino (o eso pretendo) y acaso un poco su amigo; la veo irse con su hijo a juntar moras al parque, o volverse chiquita en la perspectiva de fuga de nuestra calle, y me quedo pensativo y un poco melancólico, como al final de alguna de Chaplin. Lo cierto es que las mariposas, las benditas mariposas amarillas no me abandonan por el resto del día; siento que Laura se libera de la carga de llevarlas pegadas en los ojos, bajo la lengua, en los bolsillos de las bermudas o flotando en el plato de sopa que precede, casi siempre, a las comidas verdaderas y me deja todo el fardo a mí, que soy un hombre, no diría gordo, grande más bien, corpulento, y me alcanza y me sobra con tener que llevarme a cuestas a cada sitio al que pretendo ir; tengo ese aspecto de zafio granjero norteamericano, un poco adventista, y este, nuestro pueblo bonaerense favorece el símil. Laura, en cambio, es delgada como una náyade, y su nariz un prodigio de la naturaleza (nunca se lo dije, ni se lo voy a decir, para que no recaiga sobre ella la arruga desfiguradora del envanecimiento, pero tengo en mucho su nariz) que hace fosforecer de envidia a las estatuas de la estación de trenes, por la noche; lleva el pelo suelto o en dos trenzas muy largas a los costados y tiene tatuada en toda una pierna una enredadera de flores rojas que parece echar raíces donde apoya, más de unos segundos, su pequeño pie. No sé si contribuye esta semblanza a los propósitos, si es que los hay, del relato, que cuente estas minucias que sólo a mí y a unos pocos más nos importan, pero, sendo sinceros, no es mucho más lo que sé de su vida; soy su vecino, y, ya lo dije, en lo que me toca, su amigo, pero mi curiosidad no pasa de la puertita blanca que da a su patio y sólo recojo lo que me cuenta, cuando salimos a la mañana temprano, casi al mismo tiempo, a ver en qué condiciones están los augurios meteorológicos del cielo que nos cubre: nos saludamos y sin dejar de mirar para arriba y en lo lueñe, me cuenta, casi siempre con las mismas palabras su sueño de las mariposas amarillas.

Laura es eminentemente rockera, vive con mucha gente en una antigua casona que fuera casco de una vieja estancia de épocas más prósperas que enriquecían a unos pocos, y es la suya una especie de familia en la que siempre están agregándose nuevos miembros, su ocupación favorita, además de lo estrictamente pecuniario (hace unas regias empanadas de carne cortada a cuchillo en la pizzería de la Plaza Principal y unas de humita para chuparse los dedos, tiene una mano bárbara para las empanadas y por eso y para verla trabajar, voy seguido al boliche, y pruebo mi buena docena mientras apuro una ginebra ) es la fotografía, siempre anda con la cámara al cuello, sacándole a una puesta de sol, a un yuyito y más que nada a su hijo, de quien son, en general, las fotos que me muestra. También hace retratos de sí misma, y le da vergüenza enseñarlos, pero, tengo que decir, que entre el montoncito de las que me arrima al cerco rumoroso de avispas, siempre alguna se cuela, queriendo o sin querer y veo en la concentración de su autofoto la tristeza de estos días, latente, imbuida por el atorbellinado entusiasmo que es su esencia.

A pesar de todo, y como el sueño de las mariposas es casi lo único que compartimos (yo creo que no está del todo despierta cuando me lo cuenta, es de trasnochar o seguir de largo (la rockerita) y no estoy seguro de que sepa que todos los días me dice lo mismo) yo lo acepto y casi lo espero, porque, quiéralo o no, he asumido una rara responsabilidad de vecino con su hijo y con ella, y porque la atención que le presto, limpia de polvo y paja, y nueva como una hoja intacta, cada día, para que ella escriba lo que quiera, es una de las formas, por qué no, que adopta el cariño que les tengo.

Miro las vetas de pastilla Refresco del cielo chivilcoyano al amanecer y escucho una vez más las mariposas que ningún viento será capaz, lo que queda de este día tan bueno como cualquier otro que promete ser precioso, de despegar de mi ropa, ni aun la última de ellas que quede prendida, porque sé la forma en que se agarran de las fibras, conozco sus patitas vellosas y he visto la ausencia inteligente que se refleja en la plateada oscuridad de esa mirada extraterrestre que intentan ocultar, como la mano del gaucho la flama del mecherito que enciende su cigarro, con los más puros pigmentos de la tierra.

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