domingo, 18 de diciembre de 2011

MIRÁ COMO TIEMBLO


“Muerdo todavía y aunque poco se puede ya,

Mi sonrisa guarda un amor que asustaría a dios.”

Susana Thenon

A pesar de que la cantina estaba hasta las tetas, y el espectáculo del enano domador de osos (era un solo oso en realidad) se hallaba en marcha, Sr Casco leía el diario, con relativa tranquilidad, en una de las tantas simpáticas mesitas redondas del local, en medio del bullicio de los ebrios, la proyección de botellas sin dueño fijo ni destinatario adivinable, y la grata compañía de la bellísima Dorotea, una mujer que parecía despegada, como una estampilla, de una amenazante carta prostibularia de los dichosos y virulentos años veinte: una boca como una frutilla fosforescente partida al medio, unas pestañas, perfectamente enclavadas en el dobladillo algo violado de sus párpados, largas como cortos sus sueños, como separaditos aguijonazos de una seducción terminal; ella pintaba retratos de toda la gente, en servilletas de papel-casi-aire marca Apenas, o en sedas para ensamblar cigarrillos de florcitas prolijamente desmenuzadas con los dedos, que llenaban el antro de un perfume como de ahorcado de invierno en un bosque que exudaba trementina; los dibujos cobraban vida, en realidad cada trazo, hasta configurar una forma reconocible por el ojo humano, viboreaba ciegamente sobre la hojita en busca del conjunto armónico, hasta que se parecía al original en algo, y seguía bailando hasta que acababa de cuajar la pintura, invento de Sr Casco un poco para tenerla entretenida y otro poco (coadyuvado esto por el expediente anterior) para que no le estuviera, noche y día, día y noche, rompiendo las bolas con que se aburría.

Ella pintaba y pintaba con artístico frenesí, esquivando malamente los botellazos (alguno le daba) y sonreía sonreía con esa adorable y babosa gesticulación de los estúpidos, mientras el enano acarreaba a un oso tamaño dolmen por el escenario y su novio (última y no tan flamante adquisición, un poco vaqueteado estaba, nuestro héroe infinitamente secundario) leía y leía con creciente nerviosismo las noticias entre pésimas y demenciales que plagaban el pasquín de textos mendaces, armados merced a párrafos apócrifos, logrados mediante frases incorrectas, forjadas con palabras impronunciables, fabricadas por artesanos epilépticos con truchas letras. Y, aun, sabiéndolo, Sr Casco, como lo sabía, saltaba, con cada crimen, impulsado por los resortes del más pueril de los asombros, de su silla truculenta, se le entintaban los ojos de sangre, la boca se le llenaba con la espuma de mil jabones y pronto la realidad exterior dejaba de importarle. Levantaba los ojos aguanosos del artículo, insultaba un poco gratuitamente a Dorotea que no había hecho nada malo, y sonreía a su pesar, más que nunca, como si se lo hiciera a propósito, como si su fosforescencia natural acreciera; luego dedicaba Sr Casco algún vistazo perdido como una piedra de la que nada se supiera luego de arrojada, y volvía a entrar en las cálidas aguas (cálidas como si mil niños de pecho hubieran orinado en su natatorio) de, uno tras otro, los inmundos articulistas del diario LA MORTALIDAD ES DOBLE MANO; en uno de los tantos, los inmasticables, rezaba por ejemplo:

“En un accidente ocurrido en la tardemedidíanoche de ayer, entre un fotógrafo de mala sobriedad y un camello renegado, en las inmediaciones de una plaza como cualquier otra, murió una persona se sexo dudoso (inimaginable), que por lo que informan las fuentes policiales, que, excepto cuando se equivocan, aciertan siempre, no tuvo ninguna participación, más que como víctima, en el accidente, ni tendrá mucho más que hacer en esta tierra sin dios, que comenzar a descomponerse en sus menores partículas corpóreas, a partir de ahora (y no antes de que yo termine de contarlo y la edición salga a la venta); heder a conciencia para todos los hombres de buena voluntad que tengan el mal gusto de querer (o aun necesitar) verla. El nombre del cadáver que no nos dice gran cosa respecto de su género ( además de carecer de importancia para el propio cadáver que se lo diga o no correctamente, o que, por ejemplo, se cambien de lugar las quince comas que lo conforman de manera tácita) es Dorotea D´or Otty, y publicamos la foto bajo un velo negro que va de regalo con la edición matutina del diario, para que nuestros lectores no tengan que presenciar, como si estuvieran en el lugar de los hechos, bastante hemos tenido nosotros que hacerlo, y tal la fidelidad de la toma, la monstruosa “forma” a que quedó reducido su cuerpo.”

Que su novieta estuviera a su lado pintando esas caritas horribles que valsaban locamente, no parecía desmentir para él los dichos del diario, la equivocada debía ser ella, qué hacía que no estaba muerta, cómo se atrevía a mojarle la oreja al santo rezo de los diarios, oh, incuestionables, con su pecaminosa alegría estroboscópica. Vete, le dijo, apenas mascullando, ¡Qué te vetas!, derribó la silla, la mesa, las pinturas y, de un tortazo, a la mismísima Dorotea: la maquinita de su sonrisa funcionaba aun mientras fenecía ella, y continuó haciéndolo cunado cesó completamente la animación de su cuerpo. La multitud que llenaba el salón reparó el estropicio como limpian de migas las hormigas el mantel un día de campo.

Ahora reparemos, si somos capaces de hacer abstracción de lo sucedido, por un instante, y aun con la alharaca generalizada: único habitat natural del hombre expansivo, sano, miserable, en el enano Arenas y su oso bipolar Braulio, que continuaron su número, lo que lleva al crochet la trama insípida del relato, en una actitud que francamente no debería recibir otro nombre que profesional. Arenas era un enano de tipo acondroplásico, de rostro cuyas partes parecían no guardar relación entre sí y un reputado mal genio que podía tornarlo una criatura feroz, así chiquito como era, a la primera de cambio. Braulio en cambio era un oso, un oso-oso, un oso marca oso, ni pardo, ni polar, ni mimoso: un oso (con todas y cada una de las tres letras de las que sólo quedarían dos si tuviéramos en cuenta la iteración de una de ellas) sin catalogar.

Se sabe, es lo que se cuenta (si no fuera cierto ¿notaríamos la diferencia? Creo que si se nos presentara la verdad no seríamos capaces de reconocerla: enorme, velluda y llena de zarpas como el oso que nos ocupa) que fue cazado por el propio Arenas en los Bosques de Palermo, donde, al parecer, y bajo las arcadas del tren elevado, ahora transformadas en comercios redituables, alguna vez abundaron los de sus especie, en franca competencia con los entrañables cirujas que descubrían todos los días el fuego y si tenían suerte cocinaban algo encima de sus flamas milagrosas, un plantígrado, por ejemplo, con pelos y todo, y cuando el aire conseguía enfriar aquellas cosa ardiente (nunca aguantaban tanto) comían de su carne mantecosa, como quien toma un helado de crema del cielo o del injustamente difamado pistachio, al que nunca pudieron probarle las propiedades siniestras que se le adjudican.

Bueno, un oso, todo el mundo sabe lo que es un oso, y a no invocarlo tanto, que nadie quiere uno debajo de su cama, sobre todo si ha llovido, el perfume de su piel húmeda es, no lo digo yo, como el acre salvajismo de mil panteras en celo y no hay heladera que resista sus embates, ojala sólo famélicos.

El acto consistía, básicamente en un enano (qué chistoso, y qué chiquitito, miralo, y además qué feo) y un oso (uh, ah, qué peligroso, mirá como tiemblo) haciendo casi nada, su mera presencia, la forma, que no lo era pero lo parecía, fortuita en que habían sido reunidos sus cuerpos en un escenario, como, sobre una mesa de disección, recuerdos de vacaciones diferentes, era de suficiente elocuencia dramática, y garpaba en lo referente al pathos inherente a toda buena representación de lo que sea. Si hacían algo era para no aburrirse ellos del espectáculo, acaso paupérrimo, que llevaban a cabo, y no tener que presenciar una noche más el contrapunto deprimente que hacían los pelotudos que configuraban la audiencia, un ato de malabaristas dipsomaníacos que no encontraban otra utilidad a los muebles y objetos del salón (incluyendo banderines, viejas pinturas al óleo que, bajo capas de grasa, jugaban al mar y los desembarcos, muebles, menaje, cubertería y mil cosas más) incluyendo a algún mozo más dormido que despierto, que arrojarlos por el aire, comprobar una vez más, de las otras no guardaban memoria, si con una ayudita volaban.

Pero ese día, este del relato en particular, algo llamó, hacia el rabillo del ojo, la atención de Arenas: de entre el ovillo de forajidos, en medio de la nube de vidrio molido y vómito atomizado, vio erigirse, como a una ninfa, la mujer más bella del mundo, que no era otra que nuestra Dorotea, de reciente fallecimiento, a la que habían vuelto a poner de pie las pinturas mágicas inventadas por Sr Casco, su asesino- para servirle, mucho gusto- ; no sólo se había levantado, que eso en sí ya habría sido bastante, sino que además bailaba de una forma que habría hecho sonrojar al mismísimo Dionisos, y sonreía como la luz de los comienzos del universo, pero con un rictus que habría aterrorizado a cualquiera, menos al enano Arenas, ese cazador de osos de Palermo, ya bastante curtido en casi todo; saltó la traílla de Braulio, le concedió la libertad después de tantos años juntos en El Mundo del Espectáculo, y en su caso la libertad era el don de matar, un don connatural a los de su especie, fuera esta la que fuere, y tanto había reprimido ese instinto luminoso y capaz de apasionar a una almeja, que comenzó a recuperar el tiempo perdido, si le metía pata podía alcanzar el número que tenía en mente (un número secreto, celosamente guardado por los osos, como una idea fija) y le entró ahí nomás a los parroquianos, saltó y empezó a arañarlos, hacerles flecos en la carne, era tan, tan fácil comérselos que parecía mentira, además acostumbrado como estaba por su domador a beber de cuando en cuando una copita de jerez berreta , no le chocó el gusto a formaldehído que tenían sus músculos magros.

En tanto Arenas saltó del escenario que era bajito, pero para sus piernas retacas no tanto, y se abrió paso a los cachetazos entre un público aterrorizado por el pánico de la masacre, pero que no atinaba muy bien la dirección a tomar, ni la opinión que tener; raptó para sí a la bailarina muerta, la bella como nunca bella Dorotea, con quién pasó esa noche y las veintitrés inolvidables siguientes, sin salir de la habitación que tenía, para el oso y él, reservada en los altos.

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