jueves, 29 de diciembre de 2011

CANTAN LOS PERROS


Es el rumor de lo que crece lo que no me deja dormir, porque lo que muere es como música, produce unas armonías más pacíficas; en cambio lo que nace, lo que se desarrolla, es voraz, y hace un ruido de papel de caramelo en la oreja, de zumbido de mosca pertinaz en el mingitorio; el césped, prolífico, eructa y eructa, cada brizna su inodoro regüeldo; un registro vocal caótico, la dama de noche, esa flor gigante que sólo abre al cobijo de las sombras, escupe desde su gramófono albo, la fritanga de un millón de grillos, lamentándose con sus violines a cuerda.

De día, el aria heavy del sol atenía esta pluriactividad psiquiátrica, pero en cuanto veo que su rodaja de limón se transforma en una de naranja, y que se precipita hacia el abismo horizontal de esta tierra cuadrada, me entran los temblores, pongo la tele bien alta, los programas más imbéciles del planeta; pero como la noche anterior dormí mal, y horriblemente la anterior a esa y así hasta el origen de los tiempos que me atañen, empiezo a cabecear y no puedo dormir con ese ruido, apago la tele, me hundo como una piedra en la almohada, ah, la cabeza de fuego en la extinción de la gomaespuma. Y cuando estoy a punto de lograr se me confiera la gracia de la inocencia total, conquistan mi palacio cerebral lo primeros ecos de afuera; en el jardín, los árboles, insaciables, chupando nutrientes del suelo, la enamorada del muro bramando, el bebé de los vecinos, que aumenta de volumen a pasos agigantados, produciendo un sonido de agujereadora intentando horadar un muro; en cambio su abuela, en la habitación de al lado, si pudiera oírsela, tocaría algo como una canción de cuna con la cajita musical de su decrepitud. El jazmín de país aplaude y aplaude, como cincuenta pares de manos que gozaran del espectáculo de escucharse a sí mismas. Hay unas dalias oscuras abriendo, que arrancan como motos de una cilindrada imposible, y unas margaritas como ollas cayendo, con platos y copas viniéndose al suelo.

Y qué ruido no harán mis ojeras de cartón corrugado.

Casi siempre opto por levantarme; hago mate y me siento afuera, en la mesa del patio, dejo, con total pasividad, que los vampíreos mosquitos se harten con la sangre de mi insomnio, que intenten dormir ellos con ese veneno que me han robado; trato de jugar a reconocer en ese despelote orquestal qué sonido corresponde a quién, pero mi cerebro es un bollo de crealina saliendo de entre los dedos de un puño mojado, y algunos cachitos se quedan pegados a la trama cerrada y negra de las ramas del fondo.

Cierta noche se me ocurrió una idea, había oído el dulce silbo de una paloma muerta bajo un árbol, me había sentado a imbuirme en él, pues no se detenía nunca; también el sonido del mar en un escarabajo llevado a lomo de hormiga; las flores mustias de un jarrón tocando algo de Debussy, como gotas de agua de azahar cayendo sobre una campana de una piedra finísima: agarré mi carretilla y me llegué hasta la avenida, donde en general, esas criaturas difíciles de disculpar que somos los humanos, arrojan a sus mascotas amadas cuando mueren, como si fueran basura, ni siquiera concediéndoles, a cambio de años de devoción y fidelidad, el beneficio de un hoyo en la tierra, donde trinar en calma hasta el último de sus átomos. Abren una puerta del auto y sin detenerse, fuera la bolsa negra, o así nomás, desnudas, despatarradas, atroces. En verano la hedentina es inaguantable, produce esa impresión característica que tiene su nombre: “olor a perro muerto”. Supe tener uno que se escapaba durante las salidas y volvía ungido en esas grasas pútridas, el olor le duraba semanas en el cuerpo, aunque lo bañara cien veces; nunca supe la razón de ese gusto orgiástico que tenía por revolcarse en el cadáver de sus congéneres, quizá fuera, aunque lo dudo, un gesto de infatuación, de supremacía de lo que vive sobre lo que ya no parece ni siquiera cierto: el cadáver como la falsificación de un perro.

La primera vez subí a mi carretilla a tres de estos residuos familiares, vomité más de una vez, y por supuesto no puede quitar la puzza de mi cuarto durante más de un mes, el olor parecía venir directamente de mis nervios impregnados, negros.

Ahora me limito a esperar sentado contra un árbol, como la dama de noche, al cobijo de la oscuridad reinante, que pase alguno de estos hijos de puta y arroje su paquete a la banquina polvorienta, se deshaga de los menudos del pollo de su culpa; y no crean que se va con las manos vacías, no señor, se lleva algo también, porque con mi rifle de aire comprimido, y muy buena puntería, le regalo una bolita de plomo a la altura del cuello, esperando no sin malignidad, que gane el torrente sanguíneo y desemboque en la hueca ocarina de su enfermo corazón cerámico.

Cuando tengo tres o cuatro, siempre mejor cuatro, llevo la pesada carga a casa; distribuyo los cuerpos alrededor de mi cama y me recuesto, al minuto siento cómo asciende lentamente la melodía somnífera; porque los cadáveres acuerdan un canto único, tocan todos la misma, y me olvido de los borbollones de afuera; ya mañana daré debida sepultura a estas bestias merecedoras y amables, pero, por lo pronto, ¡vean!, ¡vean cómo caigo, cómo me pierdo dentro de la mullida sonrisa de este sueño necesario!

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