jueves, 8 de diciembre de 2011

AEROPLANO ROJO


En la vereda, lo normal: chicos jugando un veinticinco, el verdulero, rengo apostado en la puerta de su negocio de desmejorada mercadería permanente, metiéndose en lo que no le importa; otros chicos dibujando con pedazos de cemento, ladrillo o tizas de colores (en el mejor de los casos) sobre los ásperos baldosones que pelan sus rodillas, figuras o palabras que después someten a tu escrutinio presuntamente experto: Las mujeres, acaso demasiado jóvenes para recibir ese nombre, pasan de a dos o más vociferando para llamar la atención, arrastrando tras de sus escasos atavíos la limadura de ensombrecido oro de los corazones estuprosos de hombres que mezan falsos bigotes aceitados con la mirada aborregada por el insomnio instantáneo que vela sus mentes.

En otras palabras: el barrio, con sus pasajes, sus imprecisos horarios, la traslación de sus sombras como decenas de relojes de sol amontonados, sus vaivenes, sus intríngulis, y sus asesinatos en serie.

Y por el cielo de cartulina azul invariable el runrún desfasado del aeroplano rojo que abandona la maraña óptica de los tipales y emprende la travesía misteriosa y rectilínea hacia alguna parte que, esperamos, su imposible piloto conozca. Pasa casi todos los días (quizá todos los días pero algunos me encuentra lo suficientemente distraído para no notarlo) y siempre muy alto. Antes era gris sucio o algo parecido, ahora está pintado de un carmesí intenso, brillante, como un plato, destinado a llamar la atención de los adorables ociosos que abundan en las calles y que lo observan, desde sus pies de plomo, con una vaga icárea nostalgia. Rojo como un beso sin boca.

Con los chicos, aburridos o desencantados, que boyan sin propósito en este reservorio de huérfanos entre los que me cuento (la mayoría con padres) arriesgamos hipótesis y un poco cedemos a la invitación a soñar de ese cangrejo hermoso y liviano como la pluma desprendida de un guacamayo rojo: si no lo condujera nadie, si arrojara cosas que no necesitamos, o una Coca helada o juegos de mesa con las piezas ya colocadas en sus tableros, o una número cinco que rebotara lo indecible (otra vez al cielo de vuelta) o si se arrojara el piloto en paracaídas y descendiera hasta la X frente al negocio de Carmelo para comprar un buen kilo de naranjas de ombligo para comer mientras vuela, con los pies descalzos sobre el tablero de los instrumentos, cómo volvería a subir a su avión en marcha, con un cohete en la espalda, claro, con un petardo en el culo, se le ocurre a otro y todos festejamos aparatosamente tu acierto.

Cuando los chicos del barrio se ríen a mí me parece que el sol tiene más helio para quemar y brilla más fuerte sobre nuestras pieles coloradas por las primeras exposiciones después del invierno.

Pensamos construir una escalera finita y larga para esperar al aeroplano en lo alto y pararlo como a un taxi, o agarrarnos del alerón de atrás, y unos a los pies de otro, en cadena, hasta el suelo, impedir que se vaya, dejándonos cada tarde, los ojos llenos de sueños y nada más que dientes en la boca. Fingimos desentendernos antes de que su sonido se extinga, miramos, haciéndonos los tontos, los ajustados shorts de las chicas que miran sobre sus hombros y saben y comentan respecto de la vana esperanza de agarrarlas un día ya terriblemente expertas y cansadas.

Cada día parece, entonces, el reescrito capítulo inicial de la misma novela de siempre, y termina sin la certidumbre de que el viento vaya a volver a rizar las hojas de los álamos albos, o que el aeroplano rojo pervierta otra vez la ardorosa mansedumbre del aire.

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