jueves, 29 de marzo de 2012

EL BOSQUIMANO


“but there´s no hand

To take me home”

Robert Lowell

Andar solo, siempre solo, es algo, carajo, difícil de sobrellevar para el caminante. El vagabundo de los bosques, sentado sobre una piedra helada y húmeda, acerca las manos a la ceniza caliente de un fuego del que gozaron otros hombres que dejaron alrededor las huellas de sus cuerpos tendidos y restos de piel y grasa del almuerzo.

El aire huele a pantera.

Levanta la vista cansada hacia las copas de los árboles donde los extraños habrán posado, hasta rendirse al sueño, ojos aborregados por alcoholes de pésima calidad.

El paisaje carece de importancia.

Mastica un poco de los restos, fabrica saliva, engatusa el hambre que siempre es excesiva, como demasiado para un solo hombre; mira lo lueñe, como si lo hubiera, como si existieran las distancias es ese mundo de hojas estorbas y añagazas de toda índole. Olor del humo, acerca algunas ramas, nunca del todo secas y revive una pequeña flama de los rescoldos. Arroja encima, desollada a cuchillo, una rata de río que traía en el bolsillo de la campera. Silba una canción que le produce nostalgias de una infancia imposible; acaso no siempre fuera el caminante, el bosquimano, el ciruja, el incalificable. Cuántos años hace que no cruza palabra con otro de su especie; imposible recordarlo, quién llevaría semejante guarismo en la cabeza, ocupando su cerebro, sediento de luminarias, en esas sumatorias idiotas.

El bosque parece no tener fin, ser infinitos imbricados bosques, uno encimado al otro como tejas; nada se repite aunque parezca, siempre se está en presencia de lo otro, otro es el suelo que el paso siguiente pisa: el vagabundo encuentra una casa, una choza. Sus botas enlodadas resuenan en las tablas de la entrada, como golpes dados desde el interior de un instrumento de cuerda.

Huele, y eso de oler así, con los ojos entornados, es una costumbre animal que el propio bosque, ese continuum invariable, le fue contagiando: identifica partículas de adrenalina, de semen, de testosterona y, lejanamente, como un eco inextricable de hembra joven.

Hay una lata humeando en alguna parte, escupe sobre la resina que hierve, el gallo se fríe en las brasas de trementina. Qué cansancio, milenios tantos, carajo, pesan sobre sus párpados gruesos como pétalos tropicales. La humedad del bosque circula entre los huesos de esponja en lugar de sangre y ya casi ni sueña; apenas unas imágenes imprecisas que le espantan el verdadero sueño y se dispersan como mosquitas de mingitorio, cuando sus ojos barren la mierda del nuevo día, en tanto despierta.

Ama toda esa inmundicia, no podría, acaso sí, acaso podría, vivir sin ella. Se recuesta en el colchón de paja repleta de parásitos, suelta el aire, se mesa la barba, quizá la rata estaba envenenada; a veces vienen cosas oscuras en el agua, hilillos de diesel o deletéreos jugos de animal corrompido en alguna de sus orillas, retenido talvez por las lentas ramas que se sumergen: la rata abreva con su sed de rata y en el bosquimano enfermo culmina la cadena.

Se diría que la naturaleza busca al hombre para anularlo, darle, en la cerviz, el golpe de gracia, palo y a la bolsa, que no quede uno sano no quede. Pero el bosquimano sabe largamente lo que vale la roña de sus congéneres; se observa las manos, esas uñas capaces de abrir un jabato de medio a medio y pelarlo como un durazno; sensibles a su vez, oh manos músicas, a la primera piel del agua, a la melodía de las gotas que se escurren al salir de ella, notas solitarias, dejos temporarios.

Está mareado, la peste produce algo de alegría en la carne, una sonrisa estólida, el deseo de morir de euforia; la muerte intoxica más que el miedo y las noches floripondias. Delira, y en su delirio figura una mujer, un ser Madre que le enjuga la fiebre con un trapo de agua gélida. Sus pechos huelen a leche agria, son grandes, de nodriza, enormes. Es vieja como un mono, y lenta y segura como una noria, sus movimientos caen donde deben, de una forma necesaria como las revoluciones solares y sus maneras no tienen historia.

Le da de beber algo, acaso sus propios orines minerales enfriados en la ventana, lo besa ruidosa y lenguadamente en la boca, un poco aprovechándose de la laxitud de su condición: sucede o es memoria, es ocasión antigua, por tanto un poco imaginaria también; Bosquimano no nota la diferencia, carajo, pero qué importa, si el agua del trapo, fantasma o no, samaritana, le baja la fiebre, y es una sensación adorable.

La Nodriza machaca unas flores, unos seres en el mortero dorado; escupe dentro y macera; aplica el emplasto en el pecho del enfermo, en su frente, en las ingles y sobre algunos sectores más donde los poros de la piel del delirante se han abierto, producto de la copiosa exudación, como esporangios de los helechales. La medicina gana rápidamente el torrente sanguinario (sic) y sobreviene el sueño.

Un sol calado por sucesivos cernedores de hojas se clava como espinas de cacto en el único ojo espabilado del convaleciente, y un poco en lo ajado de sus labios. Le raspa la garganta: cuánto hace que no habla; quizá ni le salga ya, una voz; un poco de miel de avispa, un poco de oro licuefacto, de panal y se le animaría; pero con la gargantilla espina y porca ni pensarlo; quizá hasta se rompa algo, una pieza fundamental para quién sabe qué maniobra, como finísimo cristal de ampolla medicinal.

Dónde estás Nodriza, madre argumental; dónde, con la supuración calostra de tus pezones masticables. Ni el grillo, nadie. La casa chorreando agua, cristales de humedad cundidos por la luz de la estrella diurna, collar de melones, levantar la cabeza.

Fuera, otra vez el abstruso mundo, el bosque, la cantinela de los pájaros entramando su tela de araña para los tímpanos; y el alma, una bolsa de nylon remontada por el viento.

Se rasca la cabeza, siente el ras-ras dentro del cráneo.

Son los hombres que vuelven, los humanos, y cada uno que pasa a su lado lo saluda con una inclinación de la cabeza; son más bajos que él; sólo el último le toca el hombro, lo invita a pasar, y le pregunta si se siente mejor; responde con una tos, una carraspera: mejor, sí, mejor. Se sientan todos en el suelo, él aún sorprendido del sonido de su propia voz; preparan una bebida caliente que beben en latas de conserva. El vagabundo observa sus cuerpos moviéndose, sus risas espontáneas; recibe y recicla la evolución de la charla, el perfume repelente de sus alientos, como brisa del véspero. Llora algo, de una emoción extraña. La bebida lo enardece, es cierto, pero aunque temple sus cuerdas vocales, no es eso; poco a poco participa en la conversa. Se trata de leñadores, asesinos de bosque, alegres mercenarios a sueldo de constructores de casas, de barcos, de muebles, de escarbadientes o simple leña destinada a mantener temperados los cuerpos de hombres que deberán sudar en lo suyo para hacerse con ella. Pero ríen, ríen como niños barbudos y encebados. De uno en uno van quedando dormidos; el bosquimano cabecea pero permanece despierto, ha tomado una resolución terrible.

Hay algo fuera, lo sabe ni bien pone un pie en la tierra apisonada, algo escondido que lo observa; el vagabundo sabe de qué se trata, lo sabe de sobra; su vieja enemiga, la enviada del bosque, la del trabajo sucio, la fiera negra.

Vuelca brasas de la lata en el suelo, arrima pasto seco, enciende un pedazo de trapo atado a un palo; lleva la flama hasta el techo de la choza y observa hasta que prende, renuente al principio, luego declarado, rugiente.

El bosquimano se interna en la espesura, sabiendo como supo siempre que ha sido hallado por la pantera; huele su expectación, su impaciencia, tiene un cuchillo grande en la cintura, pero no va a usarlo esta vez. De alguna oscura manera sabe que llegó su hora, y que el bosque nunca se equivoca, porque todo es él.

martes, 27 de marzo de 2012

SI AUN SE VE


No sé vivir

Ni sé saber

Aprendo pero

Aprendo entiendo

Pero

Entiendo

Y pedir sé

Perdón pedir

Como se exprime

Sobre el sol

De marzo

El corazón

Ridículo de un hombre

II

Nacer quisiera nacer

Pero no de nuevo

No otra la misma vez sino

Para dorarme

Bajo la mano

Enorme ísima

De tu bondad

De mí

No puedo remontar

La piedra negra

De mi error

Todo lo demás es

Bello incendio

Verdadera dotación

Es amistad

Inundación de luz

Color

Estoy por aquí

Si aun me ves.

martes, 13 de marzo de 2012

LA SONRISA DE ARAMUCIA AL FINAL


No se equivoquen de luz, dijo Lucrecia a los especímenes que se multiplicaban como esporas entre sus manos, porque, si se equivocan, están fritos, ¿me entienden? Y tratándose de la Hembra de la Colina, podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que hablaba en serio.

La prueba a que sometía a sus “cositas de mamá” era sencilla: al final de un largo corredor de los tantos de la casona impenetrable que la Dama ocupaba en las afueras del pueblo, había una pared, en la pared dos agujeros lo suficientemente grandes como para que cupiera cualquiera de las criaturas que participaban, y de ambos agujeros surgía idéntica luz. Los especímenes debían precipitarse por el corredor y elegir rápidamente, sin pensar, uno de los dos agujeros; en caso de equivocarse se transformaban en el alimento de la Dama, porque tras la luz había una freidora industrial destinada a cocinarlos; si acertaban tenían ocasión de vivir hasta la prueba del día siguiente, lo que quiere decir, más o menos, diferir una muerte por completo inevitable.

Esta vez había caído en una de las trampas, que los esbirros de Lucrecia colocaban en los alrededores boscosos de la casa, una deidad menor, especie de hada emplumada, de bello rostro infantil y cabellos azules, como eran azules los tulipanes y los tordos; su nombre: Aramucia, y escuchaba a la Dama con una mezcla de asombro e incredulidad que hora se inclinaba más hacia un lado, hora hacia el otro.

Cuando dieron la largada, corrió atolondradamente, siguiendo, como pudo, las escuetas instrucciones. Como criatura cuasi mágica, gustaba de viajar a grandes velocidades, pero el expediente de poder morir en la llegada la intimidaba un poco; a pesar de su carácter enérgico y su fama de guerrera de los bosques: morir no le gusta a nadie; aunque algunos fanfarroneen con ideas contrarias y propugnen la muerte como una escapatoria válida. Lucrecia tenía claro este comportamiento de los especímenes y en ese conocimiento radicaba la crueldad de su método.

Se consideraba veterano a cualquier ejemplar que hubiera sobrevivido a dos o más de estos Sálvese Quien Pueda, y había en sus rostros, en sus hocicos a veces, una como resignación monstruosa que horrorizaba a los principiantes. En ocasiones el sistema de desgano de los veteranos rendía sus frutos y volvían a salvarse; elegían bien de pura pachorra; a la larga ni estaban seguros de querer ver el cielo estrellado de la noche siguiente, y como el azar es jodido como él solo, parecía elegirlos a propósito para que sobrevivieran, en detrimento de los enérgicos desesperados que clavaban uñas, codos, pezuñas, garras y dientes de sable para hacerse un lugarcito en la boca del agujero luminoso que creían correcto.

Mientras tanto Lucrecia se arreglaba las cutículas, levantando de cuando en cuando su vista de párpados pesados como telones de carne, hacia la secreta favorita entre todas las criaturas que corrían esa vez, y a la que podría haber salvado apenas con un guiño de esa suerte equívoca; pero no sería así, porque no era la forma en que funcionaba sus apetitos.

Cuando Aramucia salió con bien del asunto, la Dama le ofreció su mano de uñas largas y manicuradas, alabastrinas, sin ningún esmalte, para que subiera a ella como un pajarito domesticado. La deidad puso sus diminutos pies en las falanges cadavéricas de la Doña, sudando un perfume frío y pimentado que hizo picar las fosas nasales de su anfitriona. Lucrecia reprimió un estornudo tras otro, y acarició con la punta de uno de sus dedos la pelusa durazna del rostro de la niña: algunas proporciones se modificaron en su cuerpo al solo contacto de su dermis mágica; se le pusieron rígidos los pezones y se le hincho la vulva oscuramente mamífera, rezumando un blanquecino humor acre que comenzó a gotear de la esterilla del banco en que pasaba la mayor parte del tiempo. Sintió deseos de lamer el hada, de pasarle a todo lo largo la áspera lengua; Aramucia temblaba frente a su cara de hiena. Y viendo peligrar su integridad metafísica, decidió utilizar, contra la concupiscencia creciente de la bruja, un arma específica de las de su especie, y de la que sólo podía valerse una vez en la vida: morirse.

Claro que se trataba de un deceso temporario, pero lo mismo había sus riesgos. Cuando la Dama decidió tomarla, empuñarla finalmente como a un lingam, para entregarse al placer con ella, al sabotaje del quietismo que aquejaba sus horas horribles, Aramucia cayó redonda, una cosa blanda en la rodilla de la vieja. Inmediatamente su color y su textura de durazno viraron al nervado verde de lo rarefacto; y su perfume de pera silvestre entre las manos del que sueña se transformó en el de un escualo descompuesto en un cuarto pequeño. Lucrecia se tapó la nariz, ofendida, aquello era repugnante, quiso arrojarlo de sí, pero fragmentos mucilaginosos se adherían al canto de su mano. Reculó cayó de espaldas con todo y silla, el hedor era insoportable; hizo abrir todas las ventanas y se retiró a sus aposentos sin comer los especímenes que ya estarían crocantes en la freidora, tenía el estómago revuelto.

Minutos después los pegotes de hada se transformaron en pulvísculos verdemetalizados que flotaban morosamente en el aire viciado y fétido que salía de la casa por los amplios ventanales; y ya bajo la radiación de las estrellas que cintilaban fuera, las partículas se unieron, se trenzaron y reconstituyeron un hada intacta, que sólo despertó del trance, posándose como una hoja de arce bajo una mata de aloe cuyas flores anaranjadas habían sido arrancadas con crueldad, una vez que el procedimiento estuvo completo; oyó el bosque rumoroso, se puso en pie y caminó trastabillando un poco, sin entender del todo qué era aquél expediente nuevo de resucitar de entre lo destinado al olvido más completo de todas las memorias al mismo tiempo. Algunos metros más allá asistió a la apertura de una magnolia entre las oscuras petrolíferas hojas de su árbol, y recordó algo, pudo acordarse, una especie de secreto; aspiró profundamente y con los ojos cerrados, el perfume de ese fantasma albo; sonrió con una dulzura inaudita, tan bellamente, tan apenas que algunas estrellas olvidaron sus revoluciones milenarias y se clavaron sin estruendo en la tierra húmida del sereno; como semillas se clavaron, semillas de las que nadie podría aseverar si surgirían estrafalarias y monstruosas guías, ni si germinaría alguna vez algo. Después de todo no tiene importancia saberlo.

Yo por las dudas formulé mi deseo, estaba cansado y como está al cumplirse puedo confiarlo a los que acaso leen esto, cada uno en su propio presente: y fue qué este desgobernado relato se terminara, llegando a buen puerto, sea lo que sea que quiera decir eso.

De todo, me quedo con la sonrisa de Aramucia resucitada, al final, casi puedo tocarla con este dedo, ¿ven?

domingo, 11 de marzo de 2012

UNA BELLA DISTORSIÓN


Es la historia de la distorsión, un poco, la de estos pibes que se conocieron en el colegio y desearon primero nunca más separarse y besarse luego, a escondidas, en el baño de los varones. Machitos ambos no podían permitirse aun el lujo de hacerlo abiertamente, desajustando los oscuros cánones religiosos, y ni siquiera, reinantes en el espacio apestado de la falsa vida ordinaria.

En su casa, en su cama Luis pensaba en Manuel sin parar y Manuel sin descanso en Luis. Y cuando se juntaban para hacer la tarea, se recostaban en el suelo, muy juntos, tanto, que a veces los ojos del otro se fusionaban en uno solo grande o cambiaban de lugar en la cara, encimándose un poco. Horas pasaban en bizca contemplación, besándose de tanto en tanto cuando se acordaban de que estaban vivos ellos también, además, y respiraban hondamente como si suspiraran. Manuel tenía rulos oscuros que Luis enroscaba en su dedo como el cable del teléfono cuando pasaban largas horas hablando de nada, contraviniendo las órdenes expresas de sus padres que ya miraban el asunto con desconfianza. El pelo de Luis, en cambio, era finísimo, lacio y castaño, Manuel lo tomaba entre sus dedos y veía su rojiza materia al trasluz de la ventana tras la que probablemente discurriera todavía la insoportable y anodina vida de los que no eran ellos, esos seres superfluos, innecesarios, que no se arrojaban al suelo a la primera de cambio, ni se alimentaban de caricias e imágenes que pronto conquistarían otras religiones de la carne. Tres semanas estuvieron prácticamente sin dejar de mirarse, ni hacer caso de los golpes salvajes a la puerta del cuarto, ni a nada. Tres semanas hasta que consiguieron separarlos, dividiendo la naranja única de sus rostros en dos desgarradas mitades, expuesta la hórrida pulpa extraviada, los ojos ciclópeos que uno a otro se navegaban. Hubo resolución forzada de que no volvieran a verse, por el bien, decían los antiguos humanoides, de la inmunda especie a la que supuestamente representaban y que les había dado cobijo en su aún más innoble comunidad, destinada, nada menos y nada más, que a la multiplicación de hasta sus más ínfimos retazos biogenéticos.

Manuel se chocaba contra los muebles y las cosas caían de sus manos, igual Luis en su casa de amputado. Los llevaron a sendos oculistas en sitios bien distantes para no correr el riesgo de que se encontraran. No hubo cristal recetado ni intervención quirúrgica capaz de corregir aquel milagro de la óptica –o “defecto” como lo mentaban los especialistas- y debieron seguir dándoles de comer en la boca, rectificar a cada rato sus derroteros erráticos, poner barandas ante cada escalera. Se les enseñó el método braille para que no discontinuaran sus estudios; fallaron en casi todos los exámenes y en los respectivos y desesperados intentos de amasijar a sus padres mientras dormían: Manuel con un cuchillo de cocina, probado su filo en uno de los pulgares y el regusto metálico de la sangre; y Luis con una pala de jardín pesadísima de barro que solo consiguió que despertara medio barrio merced a los golpes infructuosos que daba contra el mobiliario. Manuel en cambio apuñaló y apuñaló hasta que estuvo exhausto y en condiciones de darse cuenta de que había destripado el colchón de su propia cama.

Veían formas, nebulosas de luces distantes, colores enrevesados, pero nada con precisión. Aprendieron a manejarse con los ojos cerrados, a ser ciegos y, de grandes ya, la vida insípida que llevaron los encontró trabajando en institutos para niños con deficiencias similares. Su dedicación les valió cierto renombre en el mundillo académico y algún que otro estólido romance.

En ocasión de un Congreso del Ojo, volvieron a estar, ambos, por primera vez en más de cuarenta años, bajo un mismo techo y quiso la casualidad, que nunca parece tal, la muy puta, que los sentaran en la misma mesa larga. Durante uno de los raros momentos de silencio que se dieron, Manuel sintió algo parecido a un escalofrío al oír una tos que le resultaba familiar, de una forma imprecisa, vaga, como si atravesara un tiempo algodonoso hasta llegar ahí, borroneada, extraña. Se levantó y fue acercándose tomado de los respaldos de las sillas de sus colegas hacia donde de tiempo en tiempo la tos se repetía y delineaba una forma cada vez más nítida en su memoria; en un punto sintió que el sonido vibraba en la silla que sus manos tenían agarrada. La de la derecha estaba vacía y se sentó en ella, mirando siempre al frente, mirando o lo que fuera que hacían sus ojos desencajados, jugando sus dedos nerviosos con un corcho húmedo en la punta. Gradualmente fue girando la cabeza hacia la izquierda, cuidando de que ningún engranaje del cuello delatara el movimiento que se quería solapado, y se quedó frente a una sombra, la sombra de una cabeza de bordes nublados que había percibido algo también respecto de la otra sombra que se le enfrentaba, acaso la presencia caliente de su aliento y comenzó a girar a su vez sobre el flexible eje de su cogote arrugado. Se acercó un poco, ambos se acercaron y esos ojos inútiles, durante décadas tantas, volvieron a enfocarse en la misma estrella de esos ojos fusionados, encimados, en el agûita prodigiosa que no habían olvidado, volcada en su sangre, como disparos a lo profundo del espacio. Se acercaron más, lloraron sus nombres, sus mutuos nombres inviolados, y se besaron ante el silencio creciente de los otros, que era, más que una censura, la onda de choque de una bomba que anulaba todo, que borraba de la faz de la tierra lo que no fuera ese beso en cuya orbita aquello que aun tenía algún valor continuaba girando.