martes, 13 de marzo de 2012

LA SONRISA DE ARAMUCIA AL FINAL


No se equivoquen de luz, dijo Lucrecia a los especímenes que se multiplicaban como esporas entre sus manos, porque, si se equivocan, están fritos, ¿me entienden? Y tratándose de la Hembra de la Colina, podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que hablaba en serio.

La prueba a que sometía a sus “cositas de mamá” era sencilla: al final de un largo corredor de los tantos de la casona impenetrable que la Dama ocupaba en las afueras del pueblo, había una pared, en la pared dos agujeros lo suficientemente grandes como para que cupiera cualquiera de las criaturas que participaban, y de ambos agujeros surgía idéntica luz. Los especímenes debían precipitarse por el corredor y elegir rápidamente, sin pensar, uno de los dos agujeros; en caso de equivocarse se transformaban en el alimento de la Dama, porque tras la luz había una freidora industrial destinada a cocinarlos; si acertaban tenían ocasión de vivir hasta la prueba del día siguiente, lo que quiere decir, más o menos, diferir una muerte por completo inevitable.

Esta vez había caído en una de las trampas, que los esbirros de Lucrecia colocaban en los alrededores boscosos de la casa, una deidad menor, especie de hada emplumada, de bello rostro infantil y cabellos azules, como eran azules los tulipanes y los tordos; su nombre: Aramucia, y escuchaba a la Dama con una mezcla de asombro e incredulidad que hora se inclinaba más hacia un lado, hora hacia el otro.

Cuando dieron la largada, corrió atolondradamente, siguiendo, como pudo, las escuetas instrucciones. Como criatura cuasi mágica, gustaba de viajar a grandes velocidades, pero el expediente de poder morir en la llegada la intimidaba un poco; a pesar de su carácter enérgico y su fama de guerrera de los bosques: morir no le gusta a nadie; aunque algunos fanfarroneen con ideas contrarias y propugnen la muerte como una escapatoria válida. Lucrecia tenía claro este comportamiento de los especímenes y en ese conocimiento radicaba la crueldad de su método.

Se consideraba veterano a cualquier ejemplar que hubiera sobrevivido a dos o más de estos Sálvese Quien Pueda, y había en sus rostros, en sus hocicos a veces, una como resignación monstruosa que horrorizaba a los principiantes. En ocasiones el sistema de desgano de los veteranos rendía sus frutos y volvían a salvarse; elegían bien de pura pachorra; a la larga ni estaban seguros de querer ver el cielo estrellado de la noche siguiente, y como el azar es jodido como él solo, parecía elegirlos a propósito para que sobrevivieran, en detrimento de los enérgicos desesperados que clavaban uñas, codos, pezuñas, garras y dientes de sable para hacerse un lugarcito en la boca del agujero luminoso que creían correcto.

Mientras tanto Lucrecia se arreglaba las cutículas, levantando de cuando en cuando su vista de párpados pesados como telones de carne, hacia la secreta favorita entre todas las criaturas que corrían esa vez, y a la que podría haber salvado apenas con un guiño de esa suerte equívoca; pero no sería así, porque no era la forma en que funcionaba sus apetitos.

Cuando Aramucia salió con bien del asunto, la Dama le ofreció su mano de uñas largas y manicuradas, alabastrinas, sin ningún esmalte, para que subiera a ella como un pajarito domesticado. La deidad puso sus diminutos pies en las falanges cadavéricas de la Doña, sudando un perfume frío y pimentado que hizo picar las fosas nasales de su anfitriona. Lucrecia reprimió un estornudo tras otro, y acarició con la punta de uno de sus dedos la pelusa durazna del rostro de la niña: algunas proporciones se modificaron en su cuerpo al solo contacto de su dermis mágica; se le pusieron rígidos los pezones y se le hincho la vulva oscuramente mamífera, rezumando un blanquecino humor acre que comenzó a gotear de la esterilla del banco en que pasaba la mayor parte del tiempo. Sintió deseos de lamer el hada, de pasarle a todo lo largo la áspera lengua; Aramucia temblaba frente a su cara de hiena. Y viendo peligrar su integridad metafísica, decidió utilizar, contra la concupiscencia creciente de la bruja, un arma específica de las de su especie, y de la que sólo podía valerse una vez en la vida: morirse.

Claro que se trataba de un deceso temporario, pero lo mismo había sus riesgos. Cuando la Dama decidió tomarla, empuñarla finalmente como a un lingam, para entregarse al placer con ella, al sabotaje del quietismo que aquejaba sus horas horribles, Aramucia cayó redonda, una cosa blanda en la rodilla de la vieja. Inmediatamente su color y su textura de durazno viraron al nervado verde de lo rarefacto; y su perfume de pera silvestre entre las manos del que sueña se transformó en el de un escualo descompuesto en un cuarto pequeño. Lucrecia se tapó la nariz, ofendida, aquello era repugnante, quiso arrojarlo de sí, pero fragmentos mucilaginosos se adherían al canto de su mano. Reculó cayó de espaldas con todo y silla, el hedor era insoportable; hizo abrir todas las ventanas y se retiró a sus aposentos sin comer los especímenes que ya estarían crocantes en la freidora, tenía el estómago revuelto.

Minutos después los pegotes de hada se transformaron en pulvísculos verdemetalizados que flotaban morosamente en el aire viciado y fétido que salía de la casa por los amplios ventanales; y ya bajo la radiación de las estrellas que cintilaban fuera, las partículas se unieron, se trenzaron y reconstituyeron un hada intacta, que sólo despertó del trance, posándose como una hoja de arce bajo una mata de aloe cuyas flores anaranjadas habían sido arrancadas con crueldad, una vez que el procedimiento estuvo completo; oyó el bosque rumoroso, se puso en pie y caminó trastabillando un poco, sin entender del todo qué era aquél expediente nuevo de resucitar de entre lo destinado al olvido más completo de todas las memorias al mismo tiempo. Algunos metros más allá asistió a la apertura de una magnolia entre las oscuras petrolíferas hojas de su árbol, y recordó algo, pudo acordarse, una especie de secreto; aspiró profundamente y con los ojos cerrados, el perfume de ese fantasma albo; sonrió con una dulzura inaudita, tan bellamente, tan apenas que algunas estrellas olvidaron sus revoluciones milenarias y se clavaron sin estruendo en la tierra húmida del sereno; como semillas se clavaron, semillas de las que nadie podría aseverar si surgirían estrafalarias y monstruosas guías, ni si germinaría alguna vez algo. Después de todo no tiene importancia saberlo.

Yo por las dudas formulé mi deseo, estaba cansado y como está al cumplirse puedo confiarlo a los que acaso leen esto, cada uno en su propio presente: y fue qué este desgobernado relato se terminara, llegando a buen puerto, sea lo que sea que quiera decir eso.

De todo, me quedo con la sonrisa de Aramucia resucitada, al final, casi puedo tocarla con este dedo, ¿ven?

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