Es la historia de la distorsión, un poco, la de estos pibes que se conocieron en el colegio y desearon primero nunca más separarse y besarse luego, a escondidas, en el baño de los varones. Machitos ambos no podían permitirse aun el lujo de hacerlo abiertamente, desajustando los oscuros cánones religiosos, y ni siquiera, reinantes en el espacio apestado de la falsa vida ordinaria.
En su casa, en su cama Luis pensaba en Manuel sin parar y Manuel sin descanso en Luis. Y cuando se juntaban para hacer la tarea, se recostaban en el suelo, muy juntos, tanto, que a veces los ojos del otro se fusionaban en uno solo grande o cambiaban de lugar en la cara, encimándose un poco. Horas pasaban en bizca contemplación, besándose de tanto en tanto cuando se acordaban de que estaban vivos ellos también, además, y respiraban hondamente como si suspiraran. Manuel tenía rulos oscuros que Luis enroscaba en su dedo como el cable del teléfono cuando pasaban largas horas hablando de nada, contraviniendo las órdenes expresas de sus padres que ya miraban el asunto con desconfianza. El pelo de Luis, en cambio, era finísimo, lacio y castaño, Manuel lo tomaba entre sus dedos y veía su rojiza materia al trasluz de la ventana tras la que probablemente discurriera todavía la insoportable y anodina vida de los que no eran ellos, esos seres superfluos, innecesarios, que no se arrojaban al suelo a la primera de cambio, ni se alimentaban de caricias e imágenes que pronto conquistarían otras religiones de la carne. Tres semanas estuvieron prácticamente sin dejar de mirarse, ni hacer caso de los golpes salvajes a la puerta del cuarto, ni a nada. Tres semanas hasta que consiguieron separarlos, dividiendo la naranja única de sus rostros en dos desgarradas mitades, expuesta la hórrida pulpa extraviada, los ojos ciclópeos que uno a otro se navegaban. Hubo resolución forzada de que no volvieran a verse, por el bien, decían los antiguos humanoides, de la inmunda especie a la que supuestamente representaban y que les había dado cobijo en su aún más innoble comunidad, destinada, nada menos y nada más, que a la multiplicación de hasta sus más ínfimos retazos biogenéticos.
Manuel se chocaba contra los muebles y las cosas caían de sus manos, igual Luis en su casa de amputado. Los llevaron a sendos oculistas en sitios bien distantes para no correr el riesgo de que se encontraran. No hubo cristal recetado ni intervención quirúrgica capaz de corregir aquel milagro de la óptica –o “defecto” como lo mentaban los especialistas- y debieron seguir dándoles de comer en la boca, rectificar a cada rato sus derroteros erráticos, poner barandas ante cada escalera. Se les enseñó el método braille para que no discontinuaran sus estudios; fallaron en casi todos los exámenes y en los respectivos y desesperados intentos de amasijar a sus padres mientras dormían: Manuel con un cuchillo de cocina, probado su filo en uno de los pulgares y el regusto metálico de la sangre; y Luis con una pala de jardín pesadísima de barro que solo consiguió que despertara medio barrio merced a los golpes infructuosos que daba contra el mobiliario. Manuel en cambio apuñaló y apuñaló hasta que estuvo exhausto y en condiciones de darse cuenta de que había destripado el colchón de su propia cama.
Veían formas, nebulosas de luces distantes, colores enrevesados, pero nada con precisión. Aprendieron a manejarse con los ojos cerrados, a ser ciegos y, de grandes ya, la vida insípida que llevaron los encontró trabajando en institutos para niños con deficiencias similares. Su dedicación les valió cierto renombre en el mundillo académico y algún que otro estólido romance.
En ocasión de un Congreso del Ojo, volvieron a estar, ambos, por primera vez en más de cuarenta años, bajo un mismo techo y quiso la casualidad, que nunca parece tal, la muy puta, que los sentaran en la misma mesa larga. Durante uno de los raros momentos de silencio que se dieron, Manuel sintió algo parecido a un escalofrío al oír una tos que le resultaba familiar, de una forma imprecisa, vaga, como si atravesara un tiempo algodonoso hasta llegar ahí, borroneada, extraña. Se levantó y fue acercándose tomado de los respaldos de las sillas de sus colegas hacia donde de tiempo en tiempo la tos se repetía y delineaba una forma cada vez más nítida en su memoria; en un punto sintió que el sonido vibraba en la silla que sus manos tenían agarrada. La de la derecha estaba vacía y se sentó en ella, mirando siempre al frente, mirando o lo que fuera que hacían sus ojos desencajados, jugando sus dedos nerviosos con un corcho húmedo en la punta. Gradualmente fue girando la cabeza hacia la izquierda, cuidando de que ningún engranaje del cuello delatara el movimiento que se quería solapado, y se quedó frente a una sombra, la sombra de una cabeza de bordes nublados que había percibido algo también respecto de la otra sombra que se le enfrentaba, acaso la presencia caliente de su aliento y comenzó a girar a su vez sobre el flexible eje de su cogote arrugado. Se acercó un poco, ambos se acercaron y esos ojos inútiles, durante décadas tantas, volvieron a enfocarse en la misma estrella de esos ojos fusionados, encimados, en el agûita prodigiosa que no habían olvidado, volcada en su sangre, como disparos a lo profundo del espacio. Se acercaron más, lloraron sus nombres, sus mutuos nombres inviolados, y se besaron ante el silencio creciente de los otros, que era, más que una censura, la onda de choque de una bomba que anulaba todo, que borraba de la faz de la tierra lo que no fuera ese beso en cuya orbita aquello que aun tenía algún valor continuaba girando.
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