lunes, 16 de julio de 2012

BALDIO




Echo dios de mi
Almácigo
Dos tiros en las patas
Respiro el aire helado
El dejo a pólvora
Tengo los borceguíes
Mojados
Y los pájaros reanudan ya
El canto de la inocencia
¡Vieron que no era necesario!
Sé que cayó unos lotes más allá
Porque lo encontraron
Los caranchos que no pierden
El tiempo
Siento el rumor de lo que
Crece: el maíz,
Los tomatales milagrosos
Como bombas inestables
El verdor, el sol magistral
Oftálmico
Y yo, de pie acá, como un hombre
Todo
El corazón realizando su
Faena nocturna
Y casi el sabor de una mujer
Que creo recordar
En la boca, casi
Que creo tener
Lleva un dedo metálico
Terminado en punta
Lo hunde cada vez más
Profundamente en la carne
De su muslo
Gira sin disfrutarlo
Me tortura sin placer…

domingo, 24 de junio de 2012

QUÉ SE CURTAN


Los ojos de ese color apenas de los pétalos de las dalias secas, atravesados por el sol enfrascado de la cocina, fuma sentada mientras observa la tierra infértil, fea, del piso del patio levantado por los albañiles esa mañana. Estas últimas semanas son ahora una sustancia nebulosa, no cierta, probablemente el último tramo de esa vida con posibilidad de fuga- no que la puerta esa se haya cerrado definitivamente, pero sí la especulación permanente con su uso inmediato al primer conflicto que surgiera con él- cuando el bailarín que compró el sótano vino con el planteo y la cuestión de las manchas de humedad, las filtraciones y las cucarachas grandes como platos, y la arquitecta trajo las muestras de baldosones con que  reemplazar los originales, su cuerpo ingrávido, elástico y fácilmente mudable, se vio sujeto como una mosca en el aire; todos, la arquitecta, él, el bailarín, la interpelaban o interpelaban algo que se suponía ella ponía frente a sus bocas como cuerpo de alguien, como su representante en la tierra, en el suelo levantado; era hora de instalarse en su propia forma o huir, no ser vuelta a ver jamás de los jamases.
La decisión de inmiscuirse en la elección de unas baldosas alternativas, mejores, que mantuvieran el valor de la casa, unas con zarcillos art Nouveau –esos últimos días se había vuelto una experta en la porcelana jerga- tejía unos hilos más profundos que aquellos que delataban las  magras evidencias: era una experiencia solitaria, su vida siempre había sido una experiencia solitaria, su fantasía de salvoconducto, algo mágico que la sacara de un juego que podía volverse más monótono y podrido; y seguía siendo así mientras observaba esos cuadrados de cemento pintado que le mostraba la vendedora y cotejaba precios y los consultaba con él, porque el bailarín se hacía cargo de los baldosones feos, pero ella quería un suelo para echarse, un suelo para duplicar con ojos de una miel más pura la profunda insensibilidad de esos cielos que irían rotando a partir de entonces, sobre su cabeza, con aire de mutantes e ínfulas de eternos.
 El amigo le había contado la tarde anterior cosas de años, y ambos las habían contemplado con incredulidad y amnesia; no podían creer en ellas, ni siquiera que hubieran sucedido del todo como esas cosas que se quiere definitivas; eran poros de información, guarismos precarios, fuera de forma; quiere decir que los músculos que los mantenían funcionando, roídos, o pasados por alto, se habían ido desintegrando en pequeñas implosiones de olvido, dejando esas entidades inválidas por todo saldo: recuerdos, datos, falsificaciones del sueño y la memoria, demasiado sofisticados para el juego de la vida diaria.
 Con los ojos como pétalos secos y el suelo levantado, a través del humo asiático de su cigarro ella sonríe con  amargura suficiente para crear un mundo novedoso y estable; el buraco para escapar tapado con estantes de libros y chucherías que se fueron juntando. Se pasa la mano por los párpados cuando oye la llave de la puerta, borra esas pupas de luz que delatarían el lugar donde se encuentra, el pozo donde su transparencia se esconde de caricias y de fantasmas.

jueves, 7 de junio de 2012

ARRANCAR




 “Porque a vida, a vida, a vida,
A vida só é possível
Reinventada”
                     Cecília Meireles


Qué espera el tesoro de carne latiente
Del invierno que afelpa los vidrios con su piel
Aisladora y transparente
Oh músculo de la felicidad, desollado
Un zorro de sarna caliente un ovillo de pelos
Húmedos con olor de animal
Infamado
Ardo en poemas para recalentarme estas manos
Incipientes
Qué esperan de mí los sabores
Las texturas que las cosas y las criaturas
Ostentan como espinas disfrazadas
Oh trillada espera de las maneras trilladoras
De cada mañana
Innominable
Qué quiere la sangre que aún chorrea
Melodramática de esos dos cuerpos
Encofrados en su auto
Arrollados desde anoche por un tren en
Ciudadela
Qué quiere el gran ojo ciego del cielo
Que clarea
Qué esperan los fragmentos blancos del cuadro
Sin terminar que están ahí con su reproche neutro
Mucilaginoso cepo
De una alma improbable
Qué espera la música que suena con arte de
Moscardón neural en mi oreja de greda
Qué espera el filoso balasto bajo los pies desnudos
Del ciruja que fui que soy
Si se vive, lo adivino en cada respiración que
Podría ser última
Como si alguna vez, realmente, fuéramos a volar
O a hacer esas locuras que sabemos necesitamos
Hacer porque si no para qué tanto respirar
Qué quieren quiénes
Para empezar tendríamos
(oh mayestático plural)
Que pararnos en cuatro patas, abandonar esta hoja insípida
Y correr, correr sin detenernos jamás
Más rápido que esas balas que nadie va a disparar
Porque realmente y es inmundo y liberador
A nadie le importa tanto lo que podamos hacer
Llegado el remoto remotísimo caso de que hagamos algo
Alguna vez
Por ejemplo arrancar, transformarnos en esas mierdas gloriosas
Que todos buscan para coger o asesinar

martes, 5 de junio de 2012

CUANDO OIGO LA PALABRA CULTURA SACO MI PISTOLA




Que estás ahí sol ya lo sé
Pero tu silencio no me toca:
Cuánta delicadeza para ser esa bola roja
De excrementos nada más
Sin embargo, yo lo veo
Los pajaritos se incineran en el aire
Están hechos con hilos de verdad
No como yo
Pensado en oros de placer y acabar
Y realizado en flojo de barro
Y fleco de hiedra
Cantado como fue mi cagamiento
Por todas las
Aborteras del baile
Bendecido de cuerpo entero con nylon
De mozzarella y flujo de perra
Dónde estabas cuando estos ojos de vidrio
Vieron por primera vez vieron
Digo bien
La luz negra del futuro
En que siempre viviría
Ni siquiera riéndote
De mí estarías
O confiándome apenas
Que en el futuro nada se dejaría
Acariciar por dedos concientes
O que lo manipulado perdería
(Me hubieras alvertido)
Como chinchillas asustadas
Los pelos nomás pulsarlo
Pero lo cierto es que como lindo es lindo
Este día
Y  digan lo que digan
Y como quieran decirlo
La realidad es de una materia prolija
Y no se viaja con poemas al presente
Qué estúpido el que lo siguiera creyendo
Otra vuelta de calesita nomás
Dando con la cabeza
En lo expuesto de su ruina
Pero cuando oigo la palabra cultura
Y con perdón de la rima
Me  toco instantáneamente 
La pija.   

miércoles, 30 de mayo de 2012

SU AVE


SU AVE


Y así la fertilidad me encuentre como bacterias
Su cuerpo muerto
Como hongos la buena leña amaneciente
Y cante yo el mundo renovado de mis ojos
Que ven la clara y afelpada desnudez de una mujer
Perfumada por su propio deseo
Sobre mí que soy un perro tantas veces acariciado
Yo el biológico
El que acuna su cabeza nimbada de pelo prolijamente
Separado
El que besa su boca hibridada por los floricultores
Del sueño
Derríbese, entonces,
El milagro de esta calma nocturna nuestra
Sobre la triste materia que nos sobra
Y deje esto en el aire del ámbito el ruido del ala
Del ave de los pasadizos
Al desprenderse de toda la curtiembre de su forma
A mí que contemplo silente el vino de sus
Ojos reposados, pénsiles de sombra
Que huelo el limón ligero de sus sobacos
Con aire de connoisseur
Que la muerdo apenas como quien tienta una magnolia
En lo alto y peligroso de su árbol
A mí, hombre, humano de esta tierra absolutamente
Mancillada e hidropónica
El arrullo venga de toda la incredulidad del cosmos
Y la vea fosforecer de amor
Así, tan simple
Como el fuego fatuo de los cementerios

lunes, 16 de abril de 2012

LA RISA FOSFORESCENTE DE LO NIÑOS SUBTERRÁNEOS


“El futuro no es más que un muerto que, extendiéndose, vuelve.”

Xavier Forneret

Después de la tormenta las casas que quedaron en pie comenzaron a sufrir toda clase de calamidades. Las estructuras definitivamente modificadas, grietas profundísimas en el suelo de los baños, que había que saltar para no caer en abismos virtualmente sin fin; habitaciones separadas del cuerpo general de las construcciones, que dejaban ver a cualquiera que paseara de madrugada su perro, o lo que fuera, el sueño desordenado de los durmientes, adentro de esa cáscara de nuez; zonas electrificadas por cables chispeantes que emitían destellos a toda hora, obnubilando las corneas de los distraídos, y deteniendo momentánea o permanentemente el corazón de los arriesgados; televisores y radios transmitiendo collages de programas venidos quién sabe de qué puntos distantes del planetoide; rincones de las viviendas donde hacían varios grados bajo cero lindando con otros en los que había que quedarse literalmente en cueros para tolerar la calor; agua barrosa saliendo de las canillas; borborigmos extraños, casi mensajeros, en las descargas de los inodoros y en los desagotes. Y si a todo esto le sumamos las plagas que asolaron por entonces al barrio LA PROPIEDAD, podemos hacernos una pálida idea del estado de desequilibrio nervioso en que se hallaban los vecinos, agravado por la confusión de los medicamentos, el desencuentro de los blisters con sus cajas correspondientes y aun la desaparición de los botiquines, a los que, como a oráculos, acudían los fieles químicos, para paliar el sufrimiento de sus almas e inducir a sus cuerpos a adoptar un estadio vegetativo de la conciencia y soportar, así, las desavenencias climatológicas, como verdaderas plantas.

Muchas personas se vieron instaladas en familias que no recordaban como propias -y lo bien que hacían, porque no lo eran- probablemente transportadas en la suavísima hamaca paraguaya de uno de los tantos tornados que visitaron el barrio esa noche fatídica. A nadie le parecieron particularmente extrañas estas mudanzas, por la sola razón de que TODO era extraño, todo había cambiado y la identidad, la pertenencia a un núcleo familiar determinado, era apenas un dato más, una minucia junto a lo verdaderamente estructural del caso.

Así que, como acertadamente aconsejaba la guardia civil, nadie toco nada, o tocaron lo menos posible, porque una cosa más que cambiara de lugar, podía desencadenar un reordenamiento sin fin, y los objetos, si bien en distinto orden que aquel que guardaban las memorias de sus propietarios, parecían haberse estabilizado en cierta precaria forma y los familiares intercambiados prefirieron quedarse en el molde, tratando de encariñarse lo antes posible con sus familias protéticas, igual a como sus anfitriones hacían la vista gorda respecto de su, digámoslo así, naturaleza extranjera.

Algunos niños, siempre eran niños, habían quedado bajo los escombros, sin daño aparente; los maestros -tampoco ellos iban a alterar la posición de ninguna de las piezas que componían el derrumbe- seguían educándolos a domicilio, casa por casa, porque a los estudiantes sepultados en vida se les complicaba y bastante el expediente de trasladarse a un establecimiento del que por otro lado no quedaba más que una nube de polvo; y recibían las respuestas, a veces erradas, a sus preguntas, a veces difíciles, a través de los bloques de mampostería siniestrada.

Algunas personas hablaban no se sabía desde dónde que se habían metido; y sus voces salían de los calefones, de los almohadones del sillón o de un cajón de la cómoda; parecían haber mudado de dimensión.

Las primeras en llegar, en nubes negras que ocultaban el sol, fueron las Moscas; venidas de algún lugar a posarse sobre toda cosa: allí donde se mirara había una lamiendo sus patas o simplemente detenida en espera de la mano que inútilmente la espantara. Entraban en las bocas de los que dormían, en las narices, resbalaban en la convexa y húmeda superficie de los ojos abiertos, desorbitados, como pistas de patinaje hemisféricas: moscas en la sopa, clásicas; pero también en los rejuntes culinarios y en los platos de tiesísima polenta, esos frisbees incomibles, anaranjados. Racimos de moscas colgando de las lámparas, de crochet negro, vendimiados por los revueltos cabellos de los seres traslaticios, las personas, que, aún sin para qué, se empeñaban en seguir haciendo cosas. Moscas, moscas, más moscas que cosas, moscas siempre volando, moscas impertérritas.

Hubo Invasión de Libélulas: aeroplanos crocantes, como cornalitos fritos, dando cabezazos contra las pocas ventanas que quedaban sin romper; allí donde hubiera un vidrio estaban ellas chocando, rebotando y persistiendo en su error; esperando, talvez, el milagro de la traspasabilidad; eran apenas hojita autumnales, papel de armar cigarrillos de precarísima autonomía de volar: ideas fijas con élitros.

Hubo La Noche de las Luciérnagas, había tantas que parecía de día y hubo que salir, los que tenían jardines, con anteojos negros, para poder ver algo; porque se dieron casos de ceguera permanente entre los que salieron a los guapo, o con los brazos en alto, rogando que los abdujeran los extraterrestres a quienes adjudicaban tamaña luminiscencia; que vinieran, por fin a desenquistarlos de este mundo de mierda por el cuál no abrigaban ya ninguna esperanza: entonces las que rebotaron fueron las gentes, las gentes chocadoras.

Hubo La Tardecita de las Mariposas, que pintaron el cielo de amarillo-fin-del-mundo; el Mediodía de los Bichos Bolita hubo también, personas resbalando en esas canicas que llenaban el suelo y sus agujeritos, microarmadillos grises, acordeonados, telescópicos.

La Media Hora de los Bichos Verdes del Melón debió durar más, pero nadie prestaba atención al tiempo, tan lindos eran, esos tipitos curiosos, con sus pompones rojos en las antenas y la elegancia con que aterrizaban sobre todo lo que guardara alguna relación con su fruta dilecta; y eso incluía el pechamen de las comadronas, el de las hembritas prematuramente siliconadas y las calvas lustrosas de algunos hombres apesadumbrados por todo, y mañosos como diez teros.

Hubo el Amanecer de las Arañas: una como bruma por todos lados, se quedaba pegada a las caras; las viejas y las encajeras aprovecharon el hilván resistente como el acero (o más) para conseguir esos pespuntes traslúcidos con los que siempre habían soñado: una desgracia con suerte, murmuraban, al contemplar satisfechas los dobladillos tanto tiempo adeudados a polleras mil veces restañadas.

Finalmente vinieron ellas, las marciales, las N/N, las supernumerarias, la marabunteas Hormigas, las que ponían los pelos de punta. Llegaron en oleadas rojas y negras, que traían flotando las cosas que arrastraban; flujo y reflujo de obreras hambrientas, recortando y recortando el collage espurio de todo lo recortable; hacían agujeros hasta en los cristales de los anteojos de los que se habían dormido leyendo; con sus tenazas de diamante arremetieron contra todo lo que estuviera forrado de piel viviente, y pronto dieron con los niños sepultados bajo los escombros, por los finísimos intersticios entre las piedras. Cortaban a las criaturas en piezas transportables y las llevaban el hileras sinuosas, establecidas mediante secreciones ácidas; volvían a armarlos como a rompecabezas en el increíble hervidero que era el hormiguero que formaban bajo tierra. Niños perfectos hasta en el mínimo detalle, niños inertes, que pronto eran cubiertos, en los alvéolos que los cobijaban, por la filigrana blanca del hongo que era el verdadero sustento del formicario. Ejércitos de embalsamadores mantenían a los niños en su forma humanoide, limpiándolos de hongos indeseables y de toda clase de bacterias, con antibióticos específicos perfeccionados durante milenios.

Los insectos acabaron llevándose todo y a todos, no se salvó nadie; no quedaron ni los muebles, ni las piedritas del camino dejaron, desapareció hasta el cartelón de entrada del barrio privado. Hay la presunción de que el complejo habitacional La Propiedad, lleva una segunda vida subterránea, una especie de pantomima de títeres familiares digitados por las hormigas mediante cabestros y poleas: hombres que hacen como que conversan de cosas intrascendentes, niños que simulan jugar en las puertas de las casas restauradas con camioncitos de juguete llevando falsa tierra, mujeres cocinando cenas fantasmagóricas, u hojeando revistas pasadas de moda; todo alumbrado por las fosforescencia del omnisciente dios hongo.

No se sabe con seguridad qué hicieron estos ajetreados insectos con la tierra que hubo que sacar para que todo eso cupiera en las entrañas cálidas del suelo y, como nadie se acuerda de nada ni de nadie y las tormentas van y vienen cumpliendo su labor extraña, ha comenzado, encima de este, la construcción de un nuevo barrio, destinado, según el enorme letrero ubicado al frente de los terrenos arrasados, a hacer felices a un sinnúmero de familias jóvenes: los dibujos muestran personas efectivamente sonrientes, ignorantes del cumplimiento de las leyes naturales de la devastación general y cíclica que reina sobre todo lo viviente, hay perros expectantes que mueven sus colas a la espera de las genialidades que harán a continuación esos dueños que no piensan soltar la sonrisa que atraparon en sus bocas, como hacen los osos con los salmones en su parábola contracorriente.

De noche, en los terrenos húmedos del sereno, entre las palas mecánicas y a la luz de aisladas lamparitas que penden de cables, bailan los niños que escapan de sus confinamientos subterráneos, hacen una ronda que resultaría macabra si no fuera tan hermoso verlos sonreír, mostrar ese tesoro de fosforescencia telúrica que esponja sus dientes. No es dado a todo el mundo contemplar su danza, por eso lo cuento, yo, testigo privilegiado, laburante demorado en su siesta larga, para que puedan, por lo menos, imaginarlo.

lunes, 9 de abril de 2012

DEL MAR


“La hermosa nadadora que tenía miedo del coral

Esta mañana se despierta” Robert Desnos.

Dábamos una fiesta en casa, me acuerdo, y ya era la hora en que empezaba a lamentar haberla organizado; Fátima estaba en su salsa, la veía, a través de los ventanales, reír entre los invitados, reír como hacía rato no se reía; bebía su daikiri de durazno; escuchaba las ocurrencias de esos imbéciles que la rodeaban rápidamente como moscas y reía con algunos cristales de azúcar húmeda brillando en sus labios; por ese lado me alegraba de dar la fiesta; contento de verla otra vez contenta, qué se yo, no hay mucho más para explicar; ¿no iba a saber yo lo bueno que era estar cerca de ella, cerca nada más? Preferí quedarme afuera, en lo oscuro, con la botella de ron en una mano y el vaso en la otra, ornamental, y que la fiesta se hiciera sola.

El mar estaba un poco picado y su sonido me serenaba; no había luna así que no podía verlo, sólo lo escuchaba: Miré hacia la luz, hacia la fiesta como quien observa la vida en un acuario: Fátima tocaba el brazo de un sujeto mientras hablaban, había hecho su elección y con caricias solapadas lo marcaba, como hacen los perros cuando mean los árboles. Sé que mi comparación no es del todo justa, no lo es con ella; pero puedo permitirme esta clase de licencias cuando estoy solo.

Me adentré un poco más en lo oscuro; el mar rugía desde su inmenso costillar de león, y yo era una liebre alcoholizada, incauta. Me atrajo un perfume, como de crema para manos, algo así, no sé con qué compararlo; venía con la brisa del mar, era difícil decir de dónde. Cuando dejé de olerlo, oí un rumor, un quejido, me acerqué y ví una silueta blanca, su piel fosforecía como un hongo; una mujer en traje de baño enterizo, rojo, con una gorra de látex azul con lunares blancos, se examinaba un rasguño en la pierna izquierda hecho con las espinas de esos matorrales que eran lo único que se daba entre los arenales; lamió la sangre de su dedo antes de levantar la cabeza y mirarme: era de una belleza paranormal y clásica a un tiempo, a lo Audrey Hepburn. Esperé que sonriera en consonancia con el símil cinematográfico que mi cerebro sumergido en ron había establecido para ella; pero su cara fue la del horror absoluto y donde miré, luego de parpadear una breve vez, ya no estaba. Seguí el impulso de correrla, de alguna manera veía sus huellas en la arena, como si me asistiera la luz señera de una estrella surgida para la ocasión. Las pisadas se adentraban en el mar, las últimas rebozaban de una espuma que el viento desmenuzaba como barbas de enanos; me parecía verla entre las olas grises, pero creo que fue más mi imaginación que otra cosa.

Desperté con el sol en la cara, mojado y aterido, con la botella vacía a un costado. El mar estaba más calmo, y seguí la costa buscando el cuerpo sin vida de la Nadadora, pero no ví más que aguasvivas, algas y pecios de pequeños naufragios. Me imaginé reanimándola, ella escupiendo agua, abrazándome, su salvador, y sonriendo por fin a lo Audrey Hepburn. No podía quitarme la imagen de su cara de la cabeza, como si la sintiera, tatuada, sobre la mía.

Mientras volvía a casa apareció Fátima buscándome, dónde te metiste, me fui por ahí, me quedé dormido en la arena, qué tonto, te perdiste la fiesta, está toda en tu cara, mirá, le dije y la besé, besé su boca de mujer feliz, desconcertada; estaba realmente bella, deslumbrante, me conmovía ese rostro cuando estaba cundido de dicha física, de plenitud corporal, la amaba, carajo, y mi corazón enloquecido, como la aguja imantada de las brújulas de los barcos que se acercan al Polo Norte, giraba sin dirección; todo yo me desgobernaba en su proximidad, y se me despelotaba la sintaxis. Me abrazó con fuerza, como sabía que me gustaba, la subí a mis espaldas y fuimos así hasta la casa, riendo ambos, ella espoleándome con los talones como a un caballo.

Me dí la ducha hirviendo que necesitaba, comí algo y dormimos hasta bien entrada la tarde.

Pasaron unos cuántos días en que buscaba excusas para quedarme sentado en la cocina mirando el océano por la ventana; hojeando los diarios por si había noticias de ella en alguna costa remota, la foto en blanco y negro de algunos pescadores junto a su cuerpo mordido por los escualos. Pero nada. Salía a dar paseos solitarios por la playa, cada vez más prolongados, con la linterna en la mano: lo más parecido a ella que encontré fue a dos chicos cogiendo en una depresión de la arena y a una tortuga gigantesca desovando en las sombras; todas escenas que la naturaleza quería secretas y que avergonzaron la luz que inoportunamente revelaba su materia aun sin cuajar.

Había dejado de buscarla y una noche, en que ciertas urgencias me condujeron al baño, me entretuve, como solía, mirando por la ventana la parte del jardín que permanecía iluminada; cuando la imagen de ella corriendo me cortó el chorro; pasó por la luz como alma que lleva el diablo; parecía huir de algo. No abandoné mi puesto de vigilancia, y ella volvió a aparecer, corriendo, pero se detuvo esta vez donde podía verla; olió unas rosas, pero curiosamente se inclinó por las dalias; de alguna manera me gustó su elección, siempre había sentido una rara enemistad por las rosas, quizá por molestarme su reinado indeclinable junto a las otras especies subalternas; las dalias, en cambio, eran más salvajes, más desmesuradas, más punks. La Nadadora tenía toda la cara hundida dentro de esos suavísimos pompones bordó. Llevado por uno de esos estúpidos impulsos que a veces comandan, como baldazos, mi sangre, bajé corriendo las escaleras, salí por la puerta de atrás y me acerqué sin ser oído. Ella parecía haberse dormido inclinada sobre las flores; cuando estuve junto a su cuerpo olímpicamente blanco, sentí en todas las células de mi nariz el fuerte olor a pez fresco que venía de ella, era reconfortante y salobre. Por un momento pensé que vería tras sus orejas o intercalada con las costillas, la hilera de branquias abriéndose y cerrándose.

No lo había notado, pero entre las dalias había un ojo y estaba mirándome; no se atrevía a mover un músculo de su cuerpo. Retrocedí dos o tres pasos, tal vez más, para darle confianza y se enderezó rápidamente, sin dejar de mirarme en ningún momento, sobre todo las manos. En ese puro instante de contemplación mutua, ese interregno de las biologías encontradas, yo era un monstruo de deseo, hasta con el pelo de mi cabeza la deseaba; mis ojos debían ser de un agua fiera, estancada; el corazón golpeaba como una piedra un pedazo de chapa: mi cuerpo; todo yo cimbreaba al ritmo galopante de su tam-tam ; era y no era algo sexual, parecía introducirse en toda esa ecuación el deseo de comérmela; eso sí que era nuevo para mí. Dí un paso hacia ella, fascinándola con la mirada como un encantador de serpientes; dí otro paso y el tercero que nos separaba; sujeté sus brazos fríos; sabía que de haber querido liberarse no habría tenido inconvenientes: era alta, fuerte y su espalda doblaba a la mía en tamaño. Su boca roja, como de niña con escarlatina, fue besada, se diría que por primera vez, a juzgar de la torpeza inicial con que gesticulaba; las rodillas se le aflojaron cuando colé una mano entre el elástico y la costura de su maya roja. Sus piernas tenían la fuerza de las de un luchador grecorromano y varias veces estuve a punto de perder el conocimiento bajo su increíble presión; el placer le arrancaba unos alaridos agudísimos que debían oírse a unos cuántos kilómetros de distancia, y sus dientes lastimaban mi boca; de pronto era yo el fascinado por la música de su gozo y con gusto habría dejado que me devorara, sin oponer resistencia. Sus tetas parecían moverse a voluntad, como gordos tentáculos y los pezones me acariciaban de una forma adorable. No sé por qué me acordé de un verso en que Leopardi se preguntaba, creo que era Leopardi, QUAND´É COM´OR, LA VITA? Cuándo es como oro la vida; y resolví que entonces, que entonces era, con ella, sobre el césped verde, superiluminado y el desparramo de pétalos de dalia.

Eones permanecimos trenzados en esa coreografía de algas; los cerebros introducidos en dulce vinagre, viajando por el cosmos como rocas meteóricas; el mundo era apenas la estela vaporosa de aquello que pasaba.

Sé que en un momento ví la cara de Fátima en la ventana del baño, me miraba, sin expresión, y en algún punto la Nadadora se desmontó y corrió con la maya en la mano; lo último que ví fueron sus nalgas poderosas hundiéndose en la luz porosa y azul del aire que había amanecido sin que nos diéramos cuenta.

No supe más de ella, y, en comparación con ese instante, qué ha sido, si no morir, la vida desde entonces.

jueves, 5 de abril de 2012

EL MAGO


Es hora del espectáculo y el mago no llegó aun. El dueño del bar transpira; mira el reloj redondo sobre los estantes de las bebidas, pregunta a la encargada si recibió alguna llamada y vuelve la vista a ese campo de batalla en miniatura, esa maqueta: las mesas, los seres deseosos, necesitados, frustrantes; cada uno con su capricho y el bagre que le pica; expansivos, solitarios, hartos de la persona que tienen enfrente, o impacientes por meterles mano.

La puerta de vidrio se abre, suenan, como cada vez, las campanitas, y entra, con su valijita de madera descamada, El Mago. Viene acelerado, musita un saludo nervioso al pasar junto a la mirada de reconvención del dueño, cuyo bigote se encrespa como el lomo de un gato irritado; se acomoda la ropa, las solapas del saco; la encargada percibe a cierta distancia el olor rancio, fórmico, de su sudor, y las arrugas en las prendas delatan que acostumbra dormir vestido, quizá hasta con los zapatos puestos. El barman le arrima el medio vaso de ginebra que bebe consuetudinariamente antes de salir a escena. Se aclara la garganta, aunque no va a usarla durante los próximos treinta y siete minutos; rectifica la posición del mechón de pelo rebelde a las potestades del aceite Cocinero con que se peina y sube los tres escalones hasta el pequeño escenario, generalmente destinado a la silla de un ventrílocuo o un comediante.

Recién después de dejar la valija a un costado se detiene en el centro del escenario, levanta la cabeza, cierra histriónicamente los ojos en señal de concentración; respira profundamente, abre los ojos y observa su valija, la señala con el brazo derecho estirado; la mirada de la audiencia, los pocos que prestan atención, se dirige también a la valija que tiembla como si tuviera un animal salvaje dentro. El Mago muestra la palma, pide algo, la valija de madera incrementa sus vibraciones; se acerca al Mago mediante un salto que sorprende y espanta a los circunstantes. Él observa con enojo el comportamiento de la valija, le indica que retorne a su rincón; ella se le acerca un poco más; la gente no sabe si reír o permanecer alerta; podría haber cualquier cosa adentro de esa caja, cualquier cosa que cupiera, y con los plegamientos indicados se diría que todo cabe, el mundo completo con sus continentes y sus mares.

El Mago se impacienta, intenta amedrentarla con un pisotón, pero la valija no responde a la violencia. La lleva, entonces, mediante pequeñas patadas al sitio inicialmente asignado para ella. Retorna al centro del escenario y repite la maniobra de los ojos cerrados y la inspiración profunda; estira la mano, señala y pide otra vez; la valija se precipita sobre él en dos saltos; El Mago huye en redondo, siempre sobre las tablas; la valija lo persigue abriéndose y cerrándose, cada vez más rápido, como si quisiera morderlo. El Mago se detiene, la valija también se detiene, se invierten los roles cuando El Mago comienza a perseguirla; hay un conato de segunda inversión, pero él la captura y la fija a su rincón, tras el cortinado, con martillo y clavos, que lleva ex profeso en una de las mangas. Repite otra vez lo de la concentración y toda la historia; señala, pide y la valija se abre a medias. El mago eleva lentamente su palma y del interior surgen unas aves metálicas, unas palomas coloridamente esmaltadas.

Las palomas flotan, ni revolotean ni vuelan, flotan siguiendo la bisectriz imaginaria del brazo del Mago. La mano hace un giro rápido y corta las cuerdas invisibles que impiden a las aves volar al arbitrio de sus deseos emplumados. Las palomas giran y giran, cada vez más rápido, pasan zumbando peligrosamente por entre las mesas de los comensales; a una mujer le corta la oreja la punta de un ala afilada como una Gillette, sangra sobre su blanca blusa sangra.

El dueño del bar tiene la cara colorada de furor, sale vapor de su bisoñé.

Finalmente, y luego de acelerar lo indecible, las aves explotan contra el suelo, las mesas, el escenario y estrepitósamente contra la pared de botellas bajo el reloj, proyectando esquirlas de todos los colores. Los mozos y las mozas corren a sofocar, aquí y allá, pequeños incendios.

El Mago en tanto continúa impertérrito, como si nada hubiera pasado. Hace trucos con pelotitas de ping pong que salen de su culo y su boca. Trucos clásicos con naipes, pero con alguna estrafalaria y novedosa vuelta de tuerca. Saca del aire una paloma verdadera y se la come viva frente a todos. A juzgar por la cara del dueño estos números no son los convenidos en el contrato. El Mago se chupa los dedos, se limpia con un pañuelo de seda verde y se prepara para la parte final de su presentación.

La valija que había cerrado, inadvertida, sus fauces, vuelve a temblar a una indicación del Mago; se niega a ceder, pero la magia es poderosa y no tiene opción: se abre. De dentro se yergue un niño, en realidad sólo su cabeza es de un niño corriente, su cuerpo en cambio es el de un androide: se trata de El Petizo, un engendro de piel y cables que El mago raramente muestra.

Se han tejido, respecto de su relación con El Petizo, un millar de historias a cuál más truculenta, que por supuesto, El mago jamás se encarga de desmentir o transparentar.

El niño se acerca parsimonioso, casi reverente, podría pronunciar la palabra Padre y no resultaría extraño. Se detiene junto al Mago que le tiende la mano, el niño la toma y pasean juntos por el escenario, conversando en voz muy baja de mil cosas diferentes. El Mago sonríe mostrando el colmillo, junto al que faltan ambas piezas dentarias: ha de ser, por el aspecto avejentado que le confiere, que es parco en semejantes gestualidades extremas.

Levanta al chico en brazos, lo arroja al aire y vuelve a tomarlo antes de que caiga; el chico ríe una risa grabada por un niño verdadero. Juegan y bailan como harían un Padre y un Hijo estando solos; como si no estuviera todo ese público que ahora incluye a curiosos que no consumen, a bomberos y a policías.

El Mago Duerme al chico en brazos y lo recuesta en el suelo, apoyando su cabeza en el saco de mago varias veces doblado. Se sienta sobre la valija nuevamente cerrada y pasa las páginas de un diario imaginario; pasa, a su vez, por la lengua, reflejamente, la yema del índice de la mano para que se adhieran las hojas. Mira un reloj que no lleva y se dirige a ver a su hijo, como si hubiese dormido por horas y fuera tiempo de despertarlo. Le acaricia una mano para ir ingresando, mansamente, en su sueño; luego el pelo, el pecho; cada vez más alarmado lo sacude por los hombros; se oyen dentro cositas sueltas, como engranes o piedras; se desprende un brazo que cae con ruido de tubería metálica; luego caen el otro brazo y las piernas. De uno de los agujeros sale un ratón que olisquea el aire; El Mago lo mira con ojos aguanosos, con el glaucoma de la tristeza doble; estrecha el torso y la cabeza sin dejar de seguir la huida del roedor que desaparece en un agujero cualquiera de las tablas.

El público casi no respira; el dueño del bar se enjuga una lagrima incipiente, fingiendo tener una basurita; las mozas lloran abiertamente, igual los bomberos, los policías, la mujer de la oreja cercenada y el enfermero que la venda.

El Mago se pone en pie, rompe la escena lacrimógena, recompone sus ropas, hace un gesto mermerizador al montón de tejido y fierros en que se ha transformado El Petizo y su cuerpo se reensambla; el ratón vuelve sobre sus pasos y se introduce en el niño antes de que cierre; el androide realiza, rebobinando, los juegos y los saltos en el aire y la risa grabada, pero esta vez sin su partenaire, que simplemente digita y observa.

Las palomas se rearman como avefenix, giran en sentido inverso al que lo hicieran antes; el ala que cortó la oreja de la señora, la cicatriza; las palomas retornan a la valija, la valija gira por el escenario, se acerca, se aleja, corre y se estaciona donde debe. El mago, de pie, envarado, observa al público atónito, y luego de un breve interregno, les hace un sonoro corte de manga, y rectifica, antes de desaparecer, el mechón rebelde que cae sobre su frente, acaso demasiado amplia.

martes, 3 de abril de 2012

MIMBRE


“Et souviens-toi que ta pauvre

Mémoire entre sés doigts gourds laissa filer le

Poisson d´or” René Daumal

Me persiguen con perros. No dije nada, nada. Solamente hice a tiempo de agarrar la foto y huir por la ventana; después de la golpiza de ese día me dieron por inválido y descuidaron la vigilancia.

Robé un pantalón y una camisa del tendedero de una casa, además de a jabón de lavar, las prendas huelen hoy a desesperación y a miedo; es un perfume que enloquece el olfato de los ovejeros alemanes.

Descanso lo mínimo indispensable; mastico alguna cosa, algunas bayas rojas, rogando que no sean ni purgantes ni venenosas. Miro la foto, paso el dedo por sus labios, por la lasitud inquebrantable de su pelo y sigo la marcha; no hay tiempo para nada, es una sustancia más escasa, el tiempo, que el diamante; ahora deben estar buscándome los otros también, bien porque piensan que abrí la boca o bien para asegurarse de que no lo haga; estoy hasta las manos, abandonado hasta de mi sombra, que sólo aparece en los raros momentos en que la luna o el sol se muestran. Sólo tengo la foto de la desconocida; la encontré en una grieta del calabozo donde me tenían todo el tiempo que no estaban torturándome; me resulta familiar, después de las horas que pasé mirándola y hasta hablándole. La mañana en que me fugué me la encontraron entre la ropa; no necesitaban motivos para quemarme las bolas o molerme la cara con sus manoplas cromadas; pero ese día los tuvieron, y con razones se ensañaban; qué estoy diciendo, siempre se ensañaban.

También pensé que me moría, el corazón se contraía y dilataba como un fuelle escarchado; veía de cuando en cuando, entre los puñetazos y las patadas a las costillas, la cara de ella en la foto caída al suelo; y se me pasó por la cabeza la idea de dejarme ir, como si eso me asegurara encontrarla, unirme a ella, quedarse de este lado era un esfuerzo de la conciencia; y cuando me escapé con la foto por todo pertrecho, comprendiendo por la huida misma que no estaba muerto del todo, era eso lo que tenía en mente: , ir tras ninguna pista y dar con ella. Pero en el mundo de los vivos hallar a alguien, por más destinado que se crea estar a encontrarlo es tarea más ardua que la simple ilusoria reunión de las almas en ese reino hipotético de los definitivamente derrotados.

A la hora y algo de andar huyendo, comenzó el telón de fondo de la gritería de los perros, que sólo deja de oírse cuando cambia el viento; pero sé que siguen incansables, obedientes, esclavizados, con sus bocas llenas de dientes y las blandas lenguas afuera, girando.

Los ojos de la mujer son amarillos en la foto, y el pelo es tan oscuro que se funde con el fondo negro. Me mira a mí, me está mirando ahora, es una toma que actualiza su mirada cada vez que me detengo a contemplarla, se refresca; pero a quién miraba en el momento de ser tomada. Tiene puesta una blusa con flores rojas, grandes, y unos encajes redondos alrededor del cuello; su cuello es estilizado, como de garza de mármol. No puedo evitar pensar que me mira a mí, sé que debe sonar un poco demencial, abre un túnel en la masa blanda del tiempo, en la rigidez insuperable de la fijación de las sales de plata que componen toda su estructura plana; sabe lo que estoy haciendo y, aun, lo que estoy pensando; es una cualidad mágica que le permite tomarse ciertas atribuciones con mi alma. No me gusta que me sondeen tan adentro; hay cosas que preferiría permanecieran en las sombras; ni siquiera yo quiero saber mucho de ellas, saber que están ahí, sí, para tenerlas cortas; pero echarles la alborotadora luz de una mirada atenta no podría, sino, acarrear cosas malas.

Aprovecho el río que cruzo para darme un baño; ella me mira desde una piedra, junto a mi ropa; me gustaría encontrar a la que fue su modelo corpórea; pero de estar viva se extrañaría de toda la historia que se teje a sus espaldas, por un millonésimo fragmento de su imagen, hallado en una grieta del muro de confinamiento de un preso no declarado, como las sadianas 120 jornadas de Sodoma.

No sé de dónde saco fuerzas para escalar esta pared de roca, probablemente atestada de de sierpes y alacranes; huir comporta sus propias reglas, sus insumos básicos y aún sus remotos yacimientos de energía de emergencia; se trata de salvar el hollejo; qué podría haber más allá que fuera tan de vida o muerte; ser la presa de los cazadores modifica las condiciones biológicas de los antiguas seres que fuéramos. Pasamos la vida corriéndonos de ese lugar, esquivándolo, haciendo las cosas “bien”, y de un día para el otro, sin comerla ni beberla, estamos en la mira de todas las armas al mismo tiempo.

No hagan ruido los que leen, el más mínimo; oigo pasos, alguien se acerca, la distancia entre un ruido y el siguiente delata su sigilo, su acechanza. Ya lo veo, es un milico, un pibe con cara de miedo, bisoño, probablemente recién ingresado a la fuerza. Tengo una piedra grande y redondeada en las manos; el tipo pasa junto a mi árbol y la descargo en su cabeza con las últimas fuerzas que me quedan; del pelo surge, en oleosos borbollones, la roja yema de su cráneo –sin tanta literatura: sangre- El labio le tiembla mientras muere, palidece como una flor que se abre. Si faltaba algo para terminar de condenarme era esto; hay que ver cómo se ponen cuando les matan a uno; a qué tanto escándalo, si son todos iguales; aunque algunos más iguales que otros (el chiste no es mío).

Estoy agotado, ahora sí que no doy más; me escondo detrás de unos arbustos; pasa el tiempo, pero no soy buen instrumento para mesurarlo: podrían ser segundos o años. Pierdo y recupero alternativamente la conciencia.

Despierto y veo la cabeza enorme de un tapir, me mira de costado con uno de sus ojitos pequeños y brillantes, nimbado de luz como un arcángel; se diría condolido, piadoso de mi situación calamitosa, mi rodamiento hacia lo bajo.

Soy sordo a los perros, a veces ni me acuerdo de que estaba escapando, como si bastara olvidarse para anular la doble pesquisa, la condición fugitiva de todo hombre.

Miro la foto, se la muestro al tapir pero ya no está; ella comprende, comparte mi trance; hay cielo, hay ovejeros abriendo y cerrando sus fauces con colmillos en cadena como sierras mecánicas, por todos lados; escupen espuma blanca y densa, hongos. Hay fuego cruzado entre los bandos, y el trofeo es mi carne; oigo mi respiración como uñas pasadas por una caja de cartón corrugado. Quede quien quede en posesión de este cuerpo regalado, no se las cederé, no daré ella a cambio, no haré traición de su imagen.

Mientras los perros saltan, ladran, mordisquean nerviosos y mueren balaceados, yo corto cachitos de la foto y los mastico lentamente, como un rumiante, rumio la foto de ella, y pienso en la palabra MIMBRE, no sé por qué, no sé lo que signifique acá, pero es la palabra exacta, correcta, la que corresponde, de una vez y por todas, al momento. Es de mimbre este presente.

jueves, 29 de marzo de 2012

EL BOSQUIMANO


“but there´s no hand

To take me home”

Robert Lowell

Andar solo, siempre solo, es algo, carajo, difícil de sobrellevar para el caminante. El vagabundo de los bosques, sentado sobre una piedra helada y húmeda, acerca las manos a la ceniza caliente de un fuego del que gozaron otros hombres que dejaron alrededor las huellas de sus cuerpos tendidos y restos de piel y grasa del almuerzo.

El aire huele a pantera.

Levanta la vista cansada hacia las copas de los árboles donde los extraños habrán posado, hasta rendirse al sueño, ojos aborregados por alcoholes de pésima calidad.

El paisaje carece de importancia.

Mastica un poco de los restos, fabrica saliva, engatusa el hambre que siempre es excesiva, como demasiado para un solo hombre; mira lo lueñe, como si lo hubiera, como si existieran las distancias es ese mundo de hojas estorbas y añagazas de toda índole. Olor del humo, acerca algunas ramas, nunca del todo secas y revive una pequeña flama de los rescoldos. Arroja encima, desollada a cuchillo, una rata de río que traía en el bolsillo de la campera. Silba una canción que le produce nostalgias de una infancia imposible; acaso no siempre fuera el caminante, el bosquimano, el ciruja, el incalificable. Cuántos años hace que no cruza palabra con otro de su especie; imposible recordarlo, quién llevaría semejante guarismo en la cabeza, ocupando su cerebro, sediento de luminarias, en esas sumatorias idiotas.

El bosque parece no tener fin, ser infinitos imbricados bosques, uno encimado al otro como tejas; nada se repite aunque parezca, siempre se está en presencia de lo otro, otro es el suelo que el paso siguiente pisa: el vagabundo encuentra una casa, una choza. Sus botas enlodadas resuenan en las tablas de la entrada, como golpes dados desde el interior de un instrumento de cuerda.

Huele, y eso de oler así, con los ojos entornados, es una costumbre animal que el propio bosque, ese continuum invariable, le fue contagiando: identifica partículas de adrenalina, de semen, de testosterona y, lejanamente, como un eco inextricable de hembra joven.

Hay una lata humeando en alguna parte, escupe sobre la resina que hierve, el gallo se fríe en las brasas de trementina. Qué cansancio, milenios tantos, carajo, pesan sobre sus párpados gruesos como pétalos tropicales. La humedad del bosque circula entre los huesos de esponja en lugar de sangre y ya casi ni sueña; apenas unas imágenes imprecisas que le espantan el verdadero sueño y se dispersan como mosquitas de mingitorio, cuando sus ojos barren la mierda del nuevo día, en tanto despierta.

Ama toda esa inmundicia, no podría, acaso sí, acaso podría, vivir sin ella. Se recuesta en el colchón de paja repleta de parásitos, suelta el aire, se mesa la barba, quizá la rata estaba envenenada; a veces vienen cosas oscuras en el agua, hilillos de diesel o deletéreos jugos de animal corrompido en alguna de sus orillas, retenido talvez por las lentas ramas que se sumergen: la rata abreva con su sed de rata y en el bosquimano enfermo culmina la cadena.

Se diría que la naturaleza busca al hombre para anularlo, darle, en la cerviz, el golpe de gracia, palo y a la bolsa, que no quede uno sano no quede. Pero el bosquimano sabe largamente lo que vale la roña de sus congéneres; se observa las manos, esas uñas capaces de abrir un jabato de medio a medio y pelarlo como un durazno; sensibles a su vez, oh manos músicas, a la primera piel del agua, a la melodía de las gotas que se escurren al salir de ella, notas solitarias, dejos temporarios.

Está mareado, la peste produce algo de alegría en la carne, una sonrisa estólida, el deseo de morir de euforia; la muerte intoxica más que el miedo y las noches floripondias. Delira, y en su delirio figura una mujer, un ser Madre que le enjuga la fiebre con un trapo de agua gélida. Sus pechos huelen a leche agria, son grandes, de nodriza, enormes. Es vieja como un mono, y lenta y segura como una noria, sus movimientos caen donde deben, de una forma necesaria como las revoluciones solares y sus maneras no tienen historia.

Le da de beber algo, acaso sus propios orines minerales enfriados en la ventana, lo besa ruidosa y lenguadamente en la boca, un poco aprovechándose de la laxitud de su condición: sucede o es memoria, es ocasión antigua, por tanto un poco imaginaria también; Bosquimano no nota la diferencia, carajo, pero qué importa, si el agua del trapo, fantasma o no, samaritana, le baja la fiebre, y es una sensación adorable.

La Nodriza machaca unas flores, unos seres en el mortero dorado; escupe dentro y macera; aplica el emplasto en el pecho del enfermo, en su frente, en las ingles y sobre algunos sectores más donde los poros de la piel del delirante se han abierto, producto de la copiosa exudación, como esporangios de los helechales. La medicina gana rápidamente el torrente sanguinario (sic) y sobreviene el sueño.

Un sol calado por sucesivos cernedores de hojas se clava como espinas de cacto en el único ojo espabilado del convaleciente, y un poco en lo ajado de sus labios. Le raspa la garganta: cuánto hace que no habla; quizá ni le salga ya, una voz; un poco de miel de avispa, un poco de oro licuefacto, de panal y se le animaría; pero con la gargantilla espina y porca ni pensarlo; quizá hasta se rompa algo, una pieza fundamental para quién sabe qué maniobra, como finísimo cristal de ampolla medicinal.

Dónde estás Nodriza, madre argumental; dónde, con la supuración calostra de tus pezones masticables. Ni el grillo, nadie. La casa chorreando agua, cristales de humedad cundidos por la luz de la estrella diurna, collar de melones, levantar la cabeza.

Fuera, otra vez el abstruso mundo, el bosque, la cantinela de los pájaros entramando su tela de araña para los tímpanos; y el alma, una bolsa de nylon remontada por el viento.

Se rasca la cabeza, siente el ras-ras dentro del cráneo.

Son los hombres que vuelven, los humanos, y cada uno que pasa a su lado lo saluda con una inclinación de la cabeza; son más bajos que él; sólo el último le toca el hombro, lo invita a pasar, y le pregunta si se siente mejor; responde con una tos, una carraspera: mejor, sí, mejor. Se sientan todos en el suelo, él aún sorprendido del sonido de su propia voz; preparan una bebida caliente que beben en latas de conserva. El vagabundo observa sus cuerpos moviéndose, sus risas espontáneas; recibe y recicla la evolución de la charla, el perfume repelente de sus alientos, como brisa del véspero. Llora algo, de una emoción extraña. La bebida lo enardece, es cierto, pero aunque temple sus cuerdas vocales, no es eso; poco a poco participa en la conversa. Se trata de leñadores, asesinos de bosque, alegres mercenarios a sueldo de constructores de casas, de barcos, de muebles, de escarbadientes o simple leña destinada a mantener temperados los cuerpos de hombres que deberán sudar en lo suyo para hacerse con ella. Pero ríen, ríen como niños barbudos y encebados. De uno en uno van quedando dormidos; el bosquimano cabecea pero permanece despierto, ha tomado una resolución terrible.

Hay algo fuera, lo sabe ni bien pone un pie en la tierra apisonada, algo escondido que lo observa; el vagabundo sabe de qué se trata, lo sabe de sobra; su vieja enemiga, la enviada del bosque, la del trabajo sucio, la fiera negra.

Vuelca brasas de la lata en el suelo, arrima pasto seco, enciende un pedazo de trapo atado a un palo; lleva la flama hasta el techo de la choza y observa hasta que prende, renuente al principio, luego declarado, rugiente.

El bosquimano se interna en la espesura, sabiendo como supo siempre que ha sido hallado por la pantera; huele su expectación, su impaciencia, tiene un cuchillo grande en la cintura, pero no va a usarlo esta vez. De alguna oscura manera sabe que llegó su hora, y que el bosque nunca se equivoca, porque todo es él.

martes, 27 de marzo de 2012

SI AUN SE VE


No sé vivir

Ni sé saber

Aprendo pero

Aprendo entiendo

Pero

Entiendo

Y pedir sé

Perdón pedir

Como se exprime

Sobre el sol

De marzo

El corazón

Ridículo de un hombre

II

Nacer quisiera nacer

Pero no de nuevo

No otra la misma vez sino

Para dorarme

Bajo la mano

Enorme ísima

De tu bondad

De mí

No puedo remontar

La piedra negra

De mi error

Todo lo demás es

Bello incendio

Verdadera dotación

Es amistad

Inundación de luz

Color

Estoy por aquí

Si aun me ves.

martes, 13 de marzo de 2012

LA SONRISA DE ARAMUCIA AL FINAL


No se equivoquen de luz, dijo Lucrecia a los especímenes que se multiplicaban como esporas entre sus manos, porque, si se equivocan, están fritos, ¿me entienden? Y tratándose de la Hembra de la Colina, podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que hablaba en serio.

La prueba a que sometía a sus “cositas de mamá” era sencilla: al final de un largo corredor de los tantos de la casona impenetrable que la Dama ocupaba en las afueras del pueblo, había una pared, en la pared dos agujeros lo suficientemente grandes como para que cupiera cualquiera de las criaturas que participaban, y de ambos agujeros surgía idéntica luz. Los especímenes debían precipitarse por el corredor y elegir rápidamente, sin pensar, uno de los dos agujeros; en caso de equivocarse se transformaban en el alimento de la Dama, porque tras la luz había una freidora industrial destinada a cocinarlos; si acertaban tenían ocasión de vivir hasta la prueba del día siguiente, lo que quiere decir, más o menos, diferir una muerte por completo inevitable.

Esta vez había caído en una de las trampas, que los esbirros de Lucrecia colocaban en los alrededores boscosos de la casa, una deidad menor, especie de hada emplumada, de bello rostro infantil y cabellos azules, como eran azules los tulipanes y los tordos; su nombre: Aramucia, y escuchaba a la Dama con una mezcla de asombro e incredulidad que hora se inclinaba más hacia un lado, hora hacia el otro.

Cuando dieron la largada, corrió atolondradamente, siguiendo, como pudo, las escuetas instrucciones. Como criatura cuasi mágica, gustaba de viajar a grandes velocidades, pero el expediente de poder morir en la llegada la intimidaba un poco; a pesar de su carácter enérgico y su fama de guerrera de los bosques: morir no le gusta a nadie; aunque algunos fanfarroneen con ideas contrarias y propugnen la muerte como una escapatoria válida. Lucrecia tenía claro este comportamiento de los especímenes y en ese conocimiento radicaba la crueldad de su método.

Se consideraba veterano a cualquier ejemplar que hubiera sobrevivido a dos o más de estos Sálvese Quien Pueda, y había en sus rostros, en sus hocicos a veces, una como resignación monstruosa que horrorizaba a los principiantes. En ocasiones el sistema de desgano de los veteranos rendía sus frutos y volvían a salvarse; elegían bien de pura pachorra; a la larga ni estaban seguros de querer ver el cielo estrellado de la noche siguiente, y como el azar es jodido como él solo, parecía elegirlos a propósito para que sobrevivieran, en detrimento de los enérgicos desesperados que clavaban uñas, codos, pezuñas, garras y dientes de sable para hacerse un lugarcito en la boca del agujero luminoso que creían correcto.

Mientras tanto Lucrecia se arreglaba las cutículas, levantando de cuando en cuando su vista de párpados pesados como telones de carne, hacia la secreta favorita entre todas las criaturas que corrían esa vez, y a la que podría haber salvado apenas con un guiño de esa suerte equívoca; pero no sería así, porque no era la forma en que funcionaba sus apetitos.

Cuando Aramucia salió con bien del asunto, la Dama le ofreció su mano de uñas largas y manicuradas, alabastrinas, sin ningún esmalte, para que subiera a ella como un pajarito domesticado. La deidad puso sus diminutos pies en las falanges cadavéricas de la Doña, sudando un perfume frío y pimentado que hizo picar las fosas nasales de su anfitriona. Lucrecia reprimió un estornudo tras otro, y acarició con la punta de uno de sus dedos la pelusa durazna del rostro de la niña: algunas proporciones se modificaron en su cuerpo al solo contacto de su dermis mágica; se le pusieron rígidos los pezones y se le hincho la vulva oscuramente mamífera, rezumando un blanquecino humor acre que comenzó a gotear de la esterilla del banco en que pasaba la mayor parte del tiempo. Sintió deseos de lamer el hada, de pasarle a todo lo largo la áspera lengua; Aramucia temblaba frente a su cara de hiena. Y viendo peligrar su integridad metafísica, decidió utilizar, contra la concupiscencia creciente de la bruja, un arma específica de las de su especie, y de la que sólo podía valerse una vez en la vida: morirse.

Claro que se trataba de un deceso temporario, pero lo mismo había sus riesgos. Cuando la Dama decidió tomarla, empuñarla finalmente como a un lingam, para entregarse al placer con ella, al sabotaje del quietismo que aquejaba sus horas horribles, Aramucia cayó redonda, una cosa blanda en la rodilla de la vieja. Inmediatamente su color y su textura de durazno viraron al nervado verde de lo rarefacto; y su perfume de pera silvestre entre las manos del que sueña se transformó en el de un escualo descompuesto en un cuarto pequeño. Lucrecia se tapó la nariz, ofendida, aquello era repugnante, quiso arrojarlo de sí, pero fragmentos mucilaginosos se adherían al canto de su mano. Reculó cayó de espaldas con todo y silla, el hedor era insoportable; hizo abrir todas las ventanas y se retiró a sus aposentos sin comer los especímenes que ya estarían crocantes en la freidora, tenía el estómago revuelto.

Minutos después los pegotes de hada se transformaron en pulvísculos verdemetalizados que flotaban morosamente en el aire viciado y fétido que salía de la casa por los amplios ventanales; y ya bajo la radiación de las estrellas que cintilaban fuera, las partículas se unieron, se trenzaron y reconstituyeron un hada intacta, que sólo despertó del trance, posándose como una hoja de arce bajo una mata de aloe cuyas flores anaranjadas habían sido arrancadas con crueldad, una vez que el procedimiento estuvo completo; oyó el bosque rumoroso, se puso en pie y caminó trastabillando un poco, sin entender del todo qué era aquél expediente nuevo de resucitar de entre lo destinado al olvido más completo de todas las memorias al mismo tiempo. Algunos metros más allá asistió a la apertura de una magnolia entre las oscuras petrolíferas hojas de su árbol, y recordó algo, pudo acordarse, una especie de secreto; aspiró profundamente y con los ojos cerrados, el perfume de ese fantasma albo; sonrió con una dulzura inaudita, tan bellamente, tan apenas que algunas estrellas olvidaron sus revoluciones milenarias y se clavaron sin estruendo en la tierra húmida del sereno; como semillas se clavaron, semillas de las que nadie podría aseverar si surgirían estrafalarias y monstruosas guías, ni si germinaría alguna vez algo. Después de todo no tiene importancia saberlo.

Yo por las dudas formulé mi deseo, estaba cansado y como está al cumplirse puedo confiarlo a los que acaso leen esto, cada uno en su propio presente: y fue qué este desgobernado relato se terminara, llegando a buen puerto, sea lo que sea que quiera decir eso.

De todo, me quedo con la sonrisa de Aramucia resucitada, al final, casi puedo tocarla con este dedo, ¿ven?

domingo, 11 de marzo de 2012

UNA BELLA DISTORSIÓN


Es la historia de la distorsión, un poco, la de estos pibes que se conocieron en el colegio y desearon primero nunca más separarse y besarse luego, a escondidas, en el baño de los varones. Machitos ambos no podían permitirse aun el lujo de hacerlo abiertamente, desajustando los oscuros cánones religiosos, y ni siquiera, reinantes en el espacio apestado de la falsa vida ordinaria.

En su casa, en su cama Luis pensaba en Manuel sin parar y Manuel sin descanso en Luis. Y cuando se juntaban para hacer la tarea, se recostaban en el suelo, muy juntos, tanto, que a veces los ojos del otro se fusionaban en uno solo grande o cambiaban de lugar en la cara, encimándose un poco. Horas pasaban en bizca contemplación, besándose de tanto en tanto cuando se acordaban de que estaban vivos ellos también, además, y respiraban hondamente como si suspiraran. Manuel tenía rulos oscuros que Luis enroscaba en su dedo como el cable del teléfono cuando pasaban largas horas hablando de nada, contraviniendo las órdenes expresas de sus padres que ya miraban el asunto con desconfianza. El pelo de Luis, en cambio, era finísimo, lacio y castaño, Manuel lo tomaba entre sus dedos y veía su rojiza materia al trasluz de la ventana tras la que probablemente discurriera todavía la insoportable y anodina vida de los que no eran ellos, esos seres superfluos, innecesarios, que no se arrojaban al suelo a la primera de cambio, ni se alimentaban de caricias e imágenes que pronto conquistarían otras religiones de la carne. Tres semanas estuvieron prácticamente sin dejar de mirarse, ni hacer caso de los golpes salvajes a la puerta del cuarto, ni a nada. Tres semanas hasta que consiguieron separarlos, dividiendo la naranja única de sus rostros en dos desgarradas mitades, expuesta la hórrida pulpa extraviada, los ojos ciclópeos que uno a otro se navegaban. Hubo resolución forzada de que no volvieran a verse, por el bien, decían los antiguos humanoides, de la inmunda especie a la que supuestamente representaban y que les había dado cobijo en su aún más innoble comunidad, destinada, nada menos y nada más, que a la multiplicación de hasta sus más ínfimos retazos biogenéticos.

Manuel se chocaba contra los muebles y las cosas caían de sus manos, igual Luis en su casa de amputado. Los llevaron a sendos oculistas en sitios bien distantes para no correr el riesgo de que se encontraran. No hubo cristal recetado ni intervención quirúrgica capaz de corregir aquel milagro de la óptica –o “defecto” como lo mentaban los especialistas- y debieron seguir dándoles de comer en la boca, rectificar a cada rato sus derroteros erráticos, poner barandas ante cada escalera. Se les enseñó el método braille para que no discontinuaran sus estudios; fallaron en casi todos los exámenes y en los respectivos y desesperados intentos de amasijar a sus padres mientras dormían: Manuel con un cuchillo de cocina, probado su filo en uno de los pulgares y el regusto metálico de la sangre; y Luis con una pala de jardín pesadísima de barro que solo consiguió que despertara medio barrio merced a los golpes infructuosos que daba contra el mobiliario. Manuel en cambio apuñaló y apuñaló hasta que estuvo exhausto y en condiciones de darse cuenta de que había destripado el colchón de su propia cama.

Veían formas, nebulosas de luces distantes, colores enrevesados, pero nada con precisión. Aprendieron a manejarse con los ojos cerrados, a ser ciegos y, de grandes ya, la vida insípida que llevaron los encontró trabajando en institutos para niños con deficiencias similares. Su dedicación les valió cierto renombre en el mundillo académico y algún que otro estólido romance.

En ocasión de un Congreso del Ojo, volvieron a estar, ambos, por primera vez en más de cuarenta años, bajo un mismo techo y quiso la casualidad, que nunca parece tal, la muy puta, que los sentaran en la misma mesa larga. Durante uno de los raros momentos de silencio que se dieron, Manuel sintió algo parecido a un escalofrío al oír una tos que le resultaba familiar, de una forma imprecisa, vaga, como si atravesara un tiempo algodonoso hasta llegar ahí, borroneada, extraña. Se levantó y fue acercándose tomado de los respaldos de las sillas de sus colegas hacia donde de tiempo en tiempo la tos se repetía y delineaba una forma cada vez más nítida en su memoria; en un punto sintió que el sonido vibraba en la silla que sus manos tenían agarrada. La de la derecha estaba vacía y se sentó en ella, mirando siempre al frente, mirando o lo que fuera que hacían sus ojos desencajados, jugando sus dedos nerviosos con un corcho húmedo en la punta. Gradualmente fue girando la cabeza hacia la izquierda, cuidando de que ningún engranaje del cuello delatara el movimiento que se quería solapado, y se quedó frente a una sombra, la sombra de una cabeza de bordes nublados que había percibido algo también respecto de la otra sombra que se le enfrentaba, acaso la presencia caliente de su aliento y comenzó a girar a su vez sobre el flexible eje de su cogote arrugado. Se acercó un poco, ambos se acercaron y esos ojos inútiles, durante décadas tantas, volvieron a enfocarse en la misma estrella de esos ojos fusionados, encimados, en el agûita prodigiosa que no habían olvidado, volcada en su sangre, como disparos a lo profundo del espacio. Se acercaron más, lloraron sus nombres, sus mutuos nombres inviolados, y se besaron ante el silencio creciente de los otros, que era, más que una censura, la onda de choque de una bomba que anulaba todo, que borraba de la faz de la tierra lo que no fuera ese beso en cuya orbita aquello que aun tenía algún valor continuaba girando.