domingo, 24 de junio de 2012

QUÉ SE CURTAN


Los ojos de ese color apenas de los pétalos de las dalias secas, atravesados por el sol enfrascado de la cocina, fuma sentada mientras observa la tierra infértil, fea, del piso del patio levantado por los albañiles esa mañana. Estas últimas semanas son ahora una sustancia nebulosa, no cierta, probablemente el último tramo de esa vida con posibilidad de fuga- no que la puerta esa se haya cerrado definitivamente, pero sí la especulación permanente con su uso inmediato al primer conflicto que surgiera con él- cuando el bailarín que compró el sótano vino con el planteo y la cuestión de las manchas de humedad, las filtraciones y las cucarachas grandes como platos, y la arquitecta trajo las muestras de baldosones con que  reemplazar los originales, su cuerpo ingrávido, elástico y fácilmente mudable, se vio sujeto como una mosca en el aire; todos, la arquitecta, él, el bailarín, la interpelaban o interpelaban algo que se suponía ella ponía frente a sus bocas como cuerpo de alguien, como su representante en la tierra, en el suelo levantado; era hora de instalarse en su propia forma o huir, no ser vuelta a ver jamás de los jamases.
La decisión de inmiscuirse en la elección de unas baldosas alternativas, mejores, que mantuvieran el valor de la casa, unas con zarcillos art Nouveau –esos últimos días se había vuelto una experta en la porcelana jerga- tejía unos hilos más profundos que aquellos que delataban las  magras evidencias: era una experiencia solitaria, su vida siempre había sido una experiencia solitaria, su fantasía de salvoconducto, algo mágico que la sacara de un juego que podía volverse más monótono y podrido; y seguía siendo así mientras observaba esos cuadrados de cemento pintado que le mostraba la vendedora y cotejaba precios y los consultaba con él, porque el bailarín se hacía cargo de los baldosones feos, pero ella quería un suelo para echarse, un suelo para duplicar con ojos de una miel más pura la profunda insensibilidad de esos cielos que irían rotando a partir de entonces, sobre su cabeza, con aire de mutantes e ínfulas de eternos.
 El amigo le había contado la tarde anterior cosas de años, y ambos las habían contemplado con incredulidad y amnesia; no podían creer en ellas, ni siquiera que hubieran sucedido del todo como esas cosas que se quiere definitivas; eran poros de información, guarismos precarios, fuera de forma; quiere decir que los músculos que los mantenían funcionando, roídos, o pasados por alto, se habían ido desintegrando en pequeñas implosiones de olvido, dejando esas entidades inválidas por todo saldo: recuerdos, datos, falsificaciones del sueño y la memoria, demasiado sofisticados para el juego de la vida diaria.
 Con los ojos como pétalos secos y el suelo levantado, a través del humo asiático de su cigarro ella sonríe con  amargura suficiente para crear un mundo novedoso y estable; el buraco para escapar tapado con estantes de libros y chucherías que se fueron juntando. Se pasa la mano por los párpados cuando oye la llave de la puerta, borra esas pupas de luz que delatarían el lugar donde se encuentra, el pozo donde su transparencia se esconde de caricias y de fantasmas.

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