domingo, 1 de enero de 2012

SE AGITA EL REÑIDERO DE LOS SIOMES


En el fondo sé qué me impulsa, como sé, más o menos, qué lleva como a un rayo a esta Chevy hacia el conurbano bonaerense; pero no estoy dispuesto a confesarlo así, tan abiertamente, desde el vamos, como hace ella quemando combustible. Si fuéramos por partes sería algo así: hace años, no sé muy bien cómo (y eso no se pregunta) caí en esto de las riñas de zombies. Fue una casualidad; estaba en algún lugar, sentado contra un árbol, en un estado de ebriedad verdaderamente calamitoso; tanto, que pasaron unos tipos y ya me estaban cargando en su camioneta, cuando pude tener suficiente presencia de ánimo para convencerlos de que no era un muerto viviente; se sintieron desilusionados, se entiende, pues ya habían vislumbrado el negocio que harían con mi carne; pero eran gente expansiva y pronto se estaban riendo de la confusión, me invitaron a recuperar el equilibrio, yendo con ellos a una de estas famosas riñas que se hacían en forma clandestina en los extramuros de la ciudad; además, me dijeron, de que era peligroso estarse un rato largo en la vereda, la competencia era brava, y cada vez levantaban cadáveres más frescos, aún latientes: gente, como se la llama habitualmente. En la cabina de la camioneta sebera en cuya caja llevaban varias entidades apenas semovientes, me dieron a beber un café amargo y denso como petróleo que me despertó como un puño negro a la altura del estómago.

En un campito de Hurlingham ya se había juntado bocha de gente, era importante el número de aficionados a las riñas, sabía, de oídas, que la actividad había desplazado al TC del segundo lugar de las preferencias deportivas de la gente de provincias. A un costado del campito, a pleno sol, se alzaban las jaulas numeradas; en otro sector estaban los stands improvisados de compra y venta de pertrechos y repuestos para los arneses de sustentación; y un poco más allá, la importante zona de remates de zombies donde se armaban unas roscas tremendas. Era la crema de la crema de las matufias descubiertas.

Tratándose de un deporte que va por las afueras de la ley, aunque diversas instituciones, principalmente la policial, se vean beneficiadas con sus irrigaciones en metálico, amerita, me parece, una exposición didáctica para los legos en la materia, que, no vayan a creer, son unos cuantos; las drogas, o residuos de su síntesis, que se meten los pibitos en la sangre, produjeron primero una importante tasa de mortalidad (por supuesto en las capas bajas y medias de la población) después, como descubrieron que era más rentable mantenerlos con vida como clientes cautivos (qué cliente no lo es) tornaron más sofisticadas esas porquerías espurias que les vendían, incluyendo el peligroso conservante denominado VG-talina en el mundillo de las “cocinas” donde se llevan a cabo todos esos experimentos. La vegetalina confería una prolongada condición, entre animada y vegetativa a sus usuarios, causándoles, hacia el final, una muerte que no era ni mucho menos “el fin de la animación”, todo lo contrario, las víctimas, para regocijo de los laboratoristas se movían más que cuando estaban vivas (me estoy acordando del muerto que nadaba en la pileta de Raymond Roussel) No sé muy bien cómo se sucedieron las cosas, pero me es dable imaginarlo: en los barrios se habrá visto la belicosidad natural de estas entidades cuasihumanas (rémora multiplicada de su antigua condición de humanos totales) que dos por tres se trenzaban en grescas siomes, se habrán divertido de lo lindo haciéndolos agarrarse como dos perros machos, alguien habrá inventado el arnés (que merece párrafo aparte) para volverlo más atractivo, podía tornarse, está bien, un poco monótono; de ahí a la apuestas había un paso: a que gana el de la cara torcida, no para mí que gana el otro, te apuesto lo que quieras…etcoétera.

Hay dos clases de arneses y por tanto dos categorías de riña, está el ARNÉS SIMPLE, que mediante un casquete sobre la cabeza del zombie traduce en movimientos de piernas y brazos los impulsos de violencia remanentes de su electroctroencefalograma plano, y está el ARNÉS A RADIOCONTROL, en este caso el casquete posee una antenita telescópica que recibe las ordenes del mando conducido por su propietario. Hasta acá la explicación.

La primera riña que ví me pareció un poco cruenta, a menos que uno esté en un grado muy bajo de humanidad, eso es generalmente lo que pasa, algo en el conjunto, un componente extraño fue cautivando mi espíritu, arrastrándolo como una avalancha. La siguiente ya la presencié con otros ojos, qué paliza se daban esos dos; algunos poseían un artilugio que les permitía accionar sus quijadas y morder a los caídos, otros sabían cómo desconectar el cable de alimentación del arnés de su oponente, o buscaban inutilizar la antenita y transformar al otro en un mero paquete, una bolsa de entrenamiento.

Pero, permítanme que, en avanzado estado de narración como nos hallamos, diga, celebre, confiese, aquello que me impulsa a semejante velocidad, violando todas las normas de tránsito, y no es otra cosa que ese sentimiento a veces pecaminoso que los poetas llaman amor: nebulosa inexplicable y varia, que me llevó puesto el día de que hablo. A la arena hollada por decenas de furiosos pies salió una zombie de una belleza pasmosa, no daba crédito a mis ojos (ah, paz, paz de los lugares comunes), era la criatura de sueños que aun no había soñado; todo se acomodó en mi interior, todo ese material caótico y disperso que parecía desconectado del concierto biológico de lo que me gustaba llamar Yo, regresó a SU lugar, como la filmación de los destrozos de un tornado pasada en reversa; cada hoja volviendo a la rama de su árbol, cada cabello tornando a su sitio en el peinado, cada techo a su casa, cada humo a su fuego, succionado; Ya no pude sino desear poseerla; era además una excelente luchadora, nadie le había tocado la nariz aún.

Cuando le quitaron el arnés y la cubrieron con un ungüento especial para la preservación de la mermante elastina de su piel, pude contemplar, como contempla la gloria de un amanecer normal la persona que estuvo confinada por años a una caja de papel, la profunda palidez de su cuerpo desnudo, pero desnudo como están los desollados, era la piel espectral del fantasma, generalmente pasajero, de la belleza, lo que veía debajo de la piel innoble, sucia, y superficial. No podía respirar, yo, yo, en la forma refleja que acostumbro, tenía que dar ordenes expresas a mi organismo para que continuara con sus funciones habituales; los ojos se me humedecieron mitad emoción mitad asfixia: Cuando volvió a su jaula, tenía entonces puesta la mordaza de terciopelo y cuero que evitaba que se estropeara los dientes mordisqueando los barrotes que, para su furia, la apresaban, pude hablar con quien resultó su cuidador, no su dueño. Me dijo que la zombie no estaba para nada a la venta, que su propietario era celoso hasta la demencia de su luchadora estrella y en una risa de dientes apretados, como si no bromeara en absoluto, dijo que iba a tener que matarlo para arrebatársela; algo que parecía haber dado tantas vueltas por su cabeza hasta marearlo.

Perdí el poco de razón que, mal que mal, me había acompañado hasta entonces; mi sistema de pensamientos se acomodó a esa idea única y excluyente que parecía sustituir toda posibilidad de desear otra cosa.

Porque vivimos mientras tanto, vivimos como si viviéramos realmente; hasta que un accidente de tránsito o un amor de frente nos transforma en estos seres extraños, intratables, abominados, por qué no, y descubrimos que vivir vivir era esto y no esa triste persistencia de la carne que es como mirar un barco hasta que se hunde. Yo había sido un zombie hasta conocerla y no puedo ya vivir de otra manera sabiendo eso, porque sin el expediente que ella representa mi vida es nada;

Yendo a ver sin pérdida de tiempo al señor Duhalde, su legítimo (¡y una mierda!) propietario, y ante su negativa rotunda a desprenderse de tan necesario joyel, di con las ricas fuentes de desesperación que ni remotamente sospechaba quedaran en mí. Decidí quemar los últimos cartuchos en la exhibición que hacen hoy en el reñidero de Monte Caraza. Invitado personalmente por el perverso Sr Duhalde (se me ocurre que sospecha, y hace bien, que todos desean lo que posee, y prefiere tener a los adoradores cerca, que furtivos y dispersos) mientras hablábamos junto a la jaula de Remedios (tal es su nombre) y yo sudaba copiosamente viéndolo acariciarla con un dedo de felpa violeta al final de una larga vara de álamo; exponía mientras tanto, con floreo exasperante, las razones de su negativa: es como una hija para mí- decía, en tanto Remedios se dejaba rascar unas veces la cabeza, otras en los hombros, pero, por alguna razón, nunca en la vulva; cuando el dedo largo del Sr Duhalde intentó explorar esas zonas vedadas, ella golpeó espantosamente jaula con la cabeza. Fue notorio el embarazo del hombre, que tenía, claramente, intensiones de tomarse algunas libertades con su hija putativa. Supuse que no haría nada antes de la exhibición, pero no pasaría mucho tiempo después de concluida sin que le echara mano, estaba en un estado de exaltación semejante al mío pero de otro orden. Además de que la fiereza de la criatura lo obligaría a someterla de forma violenta y no estaba bien visto en la esferas altas, donde las inteligencias se apunan fácilmente, que un Señor del Conurbano tuviera trato carnal con una muerta viviente; aparte de que Remedios era famosa en el circuito de las riñas, no podía aparecer marcada, de la noche a la mañana, llena de magullones, y menos ahora tenía en mí a un galán decidido a jugarse el hollejo por ella.

Llego temprano al estud. Charlo con fingida despreocupación con el cuidador que sonríe cómplice; es, de todos, quien mejor comprende mi pasión (siempre me ha avergonzado estar ante quienes adivinan o perciben mis pulsiones físicas más secretas) Sin decir agua va me entrega una cerbatana con un dardo especial para dormirla, no entres hasta que estés seguro, me dice, es brava. Dejame que me despida cuando la duermas, es lo último que le escucho, y comprendo que está perdida y deseperanzadamente enamorado de la zombie.

Apunto, soplo y acierto en una de sus musculosas piernas. Se remueve apenas, sin aparente demostración de dolor. Al rato su cabeza cae a un lado. Veo venir, con un sombrero blanco y un traje claro al Sr Duhalde que se sorprende apartosamente al verme junto a la jaula. Busca al cuidador revoleando los ojos; creo que le pasa algo- le digo- está como dormida. Los zombies no duermen, imbécil- me contesta haciéndome a un lado bruscamente, mientras busca la llavecita correcta entre el centenar que tiene en su llavero de propietario. Cuando logra abrir la jaula se acerca a Remedios, se inclina sobre ella como si hubiera llegado el momento tan esperado por su concupiscencia; inesperadamente ella abre los ojos más grandes que me ha sido dado ver en el reino animal (y conste que conozco esos platos playos de los calamares gigantes de los mares del norte), había estado fingiendo, era astuta, como un escuerzo, se corre con increíble facilidad el cubreboca y le hinca en el cuello la funda metálica de sus dientes reforzados; el Sr Duhalde cae y se desangra en tres o cuatro espasmos arteriales, la sangre encharca el suelo cubierto de alfalfa y deposiciones de zombie, semejantes a las de la cabra. Remedios se pone de pie, camina, la sigo, la guío hasta el auto, se deja conducir, le abro la puerta del acompañante, se la cierro como todo un caballero, y salgo picando, dedicando un último y fugaz pensamiento para el cuidador, sintiendo, con regusto amargo, tener que faltar a mi promesa.

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