sábado, 7 de enero de 2012

MARIPOSAS CHINAS


No era simple odio hacia su vecino, ni se trataba de erigir un demencial sistema de agresiones como se establecía a veces entre dos seres pertenecientes a una misma rama zoológica. Ya de chico había descubierto que las personas estaban rellenas de guata; una capa superficial de sangre y adentro esa espuma plástica y en ocasiones, sólo algunos elegidos, poseía un par de cascabeles: una señora se había caído del colectivo, tenía una pierna rota y a través de la piel como de cuerina tajeada, escapaba esa especie de barba de papá Noel artificial. Así que, después de eso era difícil engañarlo, hacerlo pasar por tonto; al revés, desde entonces no había dejado de ver conjuras en todo: una flor abriendo no era una flor nada más, era una trampa de perfume, un órgano de extremada sensualidad , un llamamiento para ciertas especies utilitarias, un mero, y no tan mero, medio de proliferación; podría decirse, según él, en lugar de “querida, te regalo esta flor”, “te ofrezco, mi vida, este imán para bichos sobreexitados” .

Y cuánto más complejo era con muñecotes rellenos de guata como Normando Van Pasto, un hombre grande que criaba mariposas de colores en el departamento de al lado. Estaba seguro de que su vecino tenía algo más que guata en el cerebro; una bolita de vidrio, o una estúpida piedra; siempre se lo imaginaba vestido con una malla de bailarina, no sabía por qué, girando entre sus insectos alados, y tarareando un horrísono valsecito. Quería conocer a su enemigo natural: el vecino; cuanto más cerca estuviera más natural se volvía y más enemigo; Van Pasto era el humano que tenía más a tiro para descargar el deprecio que sentía por esa especie de juguetes grotescos y obsoletos a la que pertenecía.

Compró un libro sobre mariposas y una enredadera que, según el volumen, atraía a las anaranjadas que, curvando su abdomen, depositaban los huevos en sus hojas palmeadas. Decidió criarlas él mismo. A las pocas semanas ya debería estar toda la planta minada de gusanos, estómagos con boca que comían día y noche, noche y día, ganando tamaño, preparándose para dar el salto en el trampolín biológico.

Ubicó la maceta junto a la ventana que recibía más y mejor las radiaciones de la hornalla solar, tendió con piolines unas guías para que pudieran, sus tentáculos, trepar con mayor facilidad. La regó todos los días. Pronto el marco de esa ventana desprendía vistosas sombras estrelladas, que conferían vida al suelo y a los muebles y se imprimían en su ropa cuando se arrimaba en busca de los benditos gusanos.

Nunca vio a las tales mariposas desovando, pero con el tiempo comenzó a notar que las hojas presentaban recortes en algunos bordes o estaban agujereadas en el centro. Poco después los gusanos fueron visibles, ganaron detalles, el tiempo actuaba sobre ellos como una lupa. Eran esas criaturas largas, claro, que ya conocía, negras, con dos o tres listas turquesa recorriendo sus cuerpos como un pijama; estaban cubiertos de espinas relucientes y avanzaban uniendo y desplegando pares de patas que más parecían tacos demediados. Cuando tuvieron el suficiente tamaño los metió en un frasco vacío de café instantáneo. Intentó primero tomar uno con una pinza, pero estaba fuertemente prendido al tallo, se quedó, entonces, con alguna de sus espinas y del gusano brotó una gota verde azulada, como néctar de su dolor. Para los siguientes cambió de técnica, los empujaba con una palito de helado hasta que se dejaban caer vueltos unas espirales estriadas. Arrancó hojas de la planta que ya había florecido atrayendo a las abejas y otras especies que no servían a sus fines, por tanto eran excesivas, molestas, innecesarias, y las espantaba con un pulverizador que dejaba en el aire, al tocar la persiana caliente, un riquísimo perfume de lluvia.

Completó el frasco con las hojas, colocó algunos palos como aconsejaba el libro y realizo los agujeros pertinentes en la tapa roscada. Los gusanos comían por un lado y cagaban por el otro, como todo el mundo; las pelotitas verde petróleo se fueron acumulando en el fondo y pronto hubo como una bruma de hongos hecha de delicadísima filigrana blanca. Todo ocurría muy rápido, si se olvidaba de mirar, cuando volvía a hacerlo ya había dos o tres gusanos colgados de cabeza, de la tapa o de los palos, como murciélagos curvados al final, como jotas mayúsculas. Temblaban a distintas frecuencias, exudaban el capullo color chala de los intersticios de sus segmentos, como si se envolvieran en una hojita seca cada uno; y se balanceaban si otro gusano los tocaba o les pasaba lo suficientemente cerca: a trasluz se veía una joroba hueca destinada a albergar el bulto de las alas futuras.

Tenía su componente siniestro aquello, alienígena por lo menos, eran diminutos Houdinis dentro de camisas de fuerza, hechas con lino de momia, en cuyo interior pasarían semanas transformándose en otras cosas, sin copiarse, ni nada, todos la misma: un escapismo de voladoras.

Una de esas mañanas estaba por tomarse un mate, ahí, ahí, con la boca hecha una O, cuando por el rabillo del ojo le pareció ver, no había encendido la luz aún, algo grande moviéndose dentro del frasco inviolable de los gusanos; sintió una repulsión refleja, un repelús; miró mejor y comprendió que había eclosionado una mariposa perfecta, toda ella mariposa, que aleteaba secándose; sus alas todavía no se habían inflado y parecían abanicos plegados; poco a poco ganaron su rigidez aerodinámica, y, siempre mostrando el envés claro, fue una sorpresa (aunque el libro se lo advirtiera con decenas de fotos) ver la cara externa de esas alas anaranjadas, sus ocelos plateados, la felpita del lomo y los rayban´s inexpresivos, espejados; presentaba a su vez una delgadísima probóscide, como una pieza de un reloj roto, saliendo de su boca. Abrió el frasco con cuidado para que no se rompieran las otras crisálidas y ofreció un dedo a la mariposa, se le subió aleteando a mayor velocidad, como si pretendiera llevárselo volando. Notó que del capullo abierto en la punta, casi del hojaldre de un arrolladito primavera, había salido un líquido rojo oscuro, como de sangre, que asperjaba los hongos del fondo. Dejó la mariposa en la planta y al rato, como hacían casi todo esos bichos, se había ido. Lo mismo sucedió con todas, hasta la última.

Ya estaba listo para enfrentarse al nefasto Van Pasto en igualdad de entomológicas condiciones, consideraba.

Aporreó su puerta, puños y patadas le daba, era una criatura verdaderamente enajenada, un sujeto peligroso y su paranoia no era de gran ayuda, teniendo en cuenta el conjunto.

Normando, un hombre de natural cortés, abrió la puerta con una sonrisa en la boca y un faso en la mano; tenía los ojitos achinados por el efecto sedativo de la marihuana y su aspecto oriental era reforzado por la bata de seda fucsia, recorrida por infinitas formas, que llevaba puesta. Vecino, pase. Fue lo que dijo y nuestro encabritado se vio sujeto, maniatado, por los dulces cordeles de la cortesía. Pasó, y comprobó que entraba más luz de la que esperaba, más luz de la que había visto nunca en su vida, en realidad, ni siquiera mirando directamente el sol. Normando le ofreció uno de los anteojos oscuros que tenía sobre la mesa y él se puso otros espejados, como los de sus mariposas. El vecino, ahora podía verlo, cultivaba plantas también, eran las plantas que producían aquello que fumaba. Se trataba de especimenes enormes, como los trífidos de Wyndham, rematados en unos penachos violeta, como barrocos glandes hipotérmicos. Por toda la estancia volaban, efectivamente, mariposas, pero eran raras, muy raras; parecían tener cosas escritas en las alas, fotos de gente, y sus colores no ser simétricos.

El suelo estaba lleno de revistas. Hágase una-dijo Normando y le tendió unas enormes tijeras de sastre. Una qué-dijo el vecino- un poco embriagado ya por el perfume de las flores llenas de gotículas de resina, donde a veces se pegaban los insectos. Una mariposa, cariño- le aclaró sonriendo como sólo los chicos homosexuales sonríen, adorablemente, por supuesto. Recorte una, la que quiera, le señaló las revistas, le mostro también cómo se hacía; arrancó una hoja, la dobló en dos y recortó la silueta de un ala, de un lado grande y redonda, fina, larga y abierta del otro. Al desplegar el papel la mariposa que formaba escapó de su mano con nerviosismo y flotó graciosa y se perdió entre otras, volando. Ahora, si me disculpa, dijo Normando; se envolvió con la bata y se dejó caer por la ventana.

Algunos desde sus cubículos de vivienda dicen que escucharon su grito mientras caía, reía como un demonio, dijeron otros.

Ahora el vecino espera, sin confesarlo, que aparezca por su ventana, con las alas de seda fucsia desplegadas, para llevarlo de ahí, como al dedo gigante en que primero se posara.

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