jueves, 5 de enero de 2012

FETUS IN FETU


“Me hablan de palabras, pero no se trata de palabras, se trata de la duración del espíritu.

Esa corteza de palabras que cae, no hay que imaginarse que el alma no esté implicada en ella. Junto al espíritu está la vida, está el ser humano en cuyo círculo ese espíritu gira, ligado a él por una multitud de hilos…” A.Artaud.

Si lo conté tantas veces es porque busco la verosimilitud en la repetición; me fastidia ese viso de relato de Ciencia Ficción que se le adhiere enseguida; tengo la esperanza de que si llego a contarlo las veces necesarias se van a convencer de que lo que digo no falta a ninguno de los incisos en el estatuto de las verdades rubricadas por esos hombres comunes: los oyentes. No sé realmente si alguien utiliza ya estos viejos aparatos de radioaficionado; lo encontré en el vivero de esta casa que ocupo hace años, y recién un mes atrás, harto de masticar las flores y los tallos merced al aburrimiento que me embargaba, decidí probarlo y funcionaba. Quizá esté hablando solo, pero un poco también lo hago por poner en orden las palabras del relato, que se desordenan cada vez que termino de desarrollarlo en una forma coherente. Hablar es poner todos los patitos en fila; pero basta pestañear o trabucarse un poco, para que comiencen a zangolotear otra vez y chocar contra las paredes, rompiéndolo todo.

Odio los preámbulos, y cada tarde que lo cuento invento alguno y me odio por eso, y siempre repito que me odio y toda la historia esta que me tiene harto: ¡al grano!, carajo, me llamo.

Lo cuento como si estuviera sucediendo, como hace la gente de campo: entonces me levanto en la noche, no se oye ni un grillo afuera, me gusta echar una meadita al sereno y contemplar las oscuras extensiones y sus cielos estrellados; pero mientras riego las begonias y los pensamientos, no va que veo un punto de luz en lo lueñe (arcaísmo dilecto de Juanele), me mojo, en el apuro, los pieses, pero tengo que ir a verlo, tengo que saber a qué responde. Siempre quise decir ¿quién vive?, ir hacia la luz era un quién vive, a su manera.

Piso boñiga blanda y olorosa, piso piedras, cardos enormes, meto la pierna en un pozo profundo. La luz, siempre un punto, no cambia nunca de tamaño, aunque corra, como si fuera lo que resultó que era, algo clavado en la córnea de mi ojo derecho. Cómo no me dí cuenta de que si giraba la cabeza el punto se movía. Vuelvo a casa, siempre atrás del punto, enciendo la luz, veo unas huellas de barro desde la puerta hasta donde estoy, hasta darme cuenta de que pertenecen a mis pisadas, me sobresalto. Acercando la cara al espejo del botiquín veo el punto más de cerca, es apenas un pinchazo en la carpa de un circo por donde parece escaparse una luz que viene de adentro. Me saco una foto y la amplifico varias veces en la computadora, algo se define, un poco borroso, es un cristal facetado, un fragmento de estrella o una estrella, propiamente, que no guardara las debidas proporciones: de chico había creído, al revés que los antiguos, que las constelaciones estaban en el ojo y no eran agujeros en el cubre ojos del sueño de un dios enorme y malintencionado. Me tranquilizo agradeciendo la ausencia de dolor, y prometiendo asistir al Santa Lucía a la mañana siguiente.

Esa noche sueño con unos de esos “Hombre lobo”, tipos que nacen cubiertos de pelos, no recuerdo ningún detalle del sueño , sólo que me pica todo el cuerpo cuando despierto inundado por la luz, como si se hubiera roto al fin el tegumento que endicaba toda la dorada yema del sol; pienso que el cristal creció durante la noche hasta ganar toda la superficie del ojo; no, es bien entrada la mañana, nada más. Me sucede algo que no me había pasado nunca, rompo en un llanto desesperado, mi desconsuelo es tanto y tan sin razón, que me veo de afuera, me gustaría animarme con ese pudor que sienten los hombres ante el impulso natural de acompañar el sufrimiento de otro hombre que llora y que generalmente se traduce en secas palmadas en el hombro.

Debo haber llorado mis buenos veinte minutos y estoy agotado; preferiría roturar quince hectáreas de campo con una cucharita de postre que volver a intentarlo. La tristeza sin su motivo es como esos efectos de que hablaba Nietzsche, independientes de sus causas. Al menos el punto del ojo parece haber desaparecido, quizá sólo se vea de noche como las luciérnagas aniquiladas por los agroquímicos del aire, como sus fantasmas, entonces, encendiéndose y apagándose en la memoria; ahora acá, pronto un poco más en otra parte: qué milagrosa era esa reaparición, como si entraran y salieran de los pliegues aterciopelados de la purasombra, bajo los ciruelos anestesiados de esas horas tardías, en que las potencias del sueño planificaban las avanzadas del día siguiente sobre los arrugados mapas de la materia.

La imagen del hombre peludo me acompaña todo este día, experiencias previas respecto del Santa Lucía me eximen de visitarlo, seguramente hay gente haciendo cola desde las tres de la mañana. Voy directamente al Hospital De Agudos de Haedo. En la sala de espera me asalta otra vez el llanto extemporáneo, pero esta vez a los gritos; me da vergüenza, pero no puedo evitarlo, asustar a los chicos, ¡hombre grande! Un hombre de seguridad, viejo, se apiada de mi alma, me da dos secas palmadas en el hombro, me alza de los sobacos, venga. Me lleva al cuartito de limpieza, me convida con un vaso de agua fresca, fresquísima, la más rica que probé nunca; me pregunta qué me pasa, estoy a punto de colar una palabra entre la acatarrada cortina de abalorios de mi llanto, de intentar algo a modo de explicación, seguramente un invento, cuando me desmayo.

Despierto dentro del cilindro de Resonancias Magnéticas por Imágenes (RMI), oigo zumbidos y golpeteos, no tengo el anillo ni la cadenita con la medalla milagrosa, que llevo no por cristiano sino porque me recuerda al cutis de una novia que quise.

Con los resultados en la mano el médico me observa, es una junta de médicos en realidad y estoy en una habitación más grande; todos me miran como si saliera un cuerno de mi frente, toco, no, no tengo un cuerno, qué suerte. Carraspean alternativamente, se empujan para darse confianza, no pinta muy bien el pronóstico; decíselo vos, no, te toca a vos; como para darme ánimos no está el asunto. ¿Qué tengo? Pregunta mi boca, independiente de los tirones de una voluntad que pide prudencia, y no saber, sobre todo seguir sin saber.

Bueno, arranca el jefe de médicos, vea, me muestra una de las imágenes, en ella se ve un cráneo, el mío, el cerebro alojado en su cavidad habitual y una como piedra oscura engastada en el centro. Los miro, no es cáncer, me dice el jefe, el papel tiembla en su mano, si fuera un carcinoma no estaríamos con estas caras, la gente tiene cánceres de todo tipo, es lo más normal del mundo. Sr Martino, voy a pedirle que vea esta ampliación del elemento anómalo que porta en su cráneo; las palabras duras, recias, casi científicas, le dan ínfulas; lo separan del sujeto al que anunciaría, probablemente una tragedia: La Cosa Negra comienza a revelar sus pormenores, hay algo como una cara, sorprendentemente parecida a la mía, pero víctima de una compresión que la vuelve monstruosa; los ojos están cerrados como si durmiera, duerme, el pelo enmarañado la cabeza cubierta, la frente, los hombros, y debajo de unas extremidades escondidas, como una nube de polvo negra, una enredadera carbónica. Veo unas uñas encaracoladas en las manos que se toman de lo que podrían ser unas piernas, como si se tirara “bomba” al natatorio de mis neuronas, o debo decir: nuestras. Hay en su grupa un apéndice, una cola de gato o algo por el estilo, es su divisa, lo que lo distingue del hombre que ocupa.

¿Qué significa esto?, pregunta mi boca, otra vez por su cuenta, procesada la pregunta por el mismo cerebro que contiene la incógnita. Bueno, dice aflautando la voz, otro de los médicos (en lo profundo, hijos de puta, están contentos de que no se trate de su propia anomalía la que exponen las fotos) pasamos toda la mañana, Sr Martino (uhhh, qué correcto, “Señor”, andate a la mierda, forro) discutiendo el tema (soy un tema, qué divino, lo que debí esperar para que los Temas se ocuparan de mí, mirá Mamá, soy un Tema) y llegamos a dos conclusiones encontradas, por tanto a ninguna (soy un Tema inconcluso, intratable, generador de discordias, algo es algo) por un lado podría tratarse de un Fetus in Fetu, un gemelo al que usted, o la cigota embrionaria de lo que usted fuera en sus comienzos, en esto de volverse materia, incorporó, en el útero de su madre, plegándose, ovalándose a su alrededor, y tornándolo parte de su futura complexión. Es raro, pero sucede cada tanto, en general basta con extirparlo, pero nunca, que sepamos, se había dado el caso de que se ubicara en el cerebro de alguien. La otra postura, y esperamos no herir ninguna creencia religiosa merced a la que usted pudiera engañarse respecto a los designios de una existencia, básicamente disparatada y sin ningún sentido, es la de que se trataría de la primera concreción efectiva de un alma humana. (Carraspeá, puto, carraspeá ahora, dale, te está saliendo todo derechito, encolumnado como un poema) carraspea; los antiguos, prosigue, creían que se trataba de una sustancia espiritual e inmortal, capaz de entender, querer y sentir, creían también que confería al cuerpo los datos morales de una supuesta realidad fantasmática que traía una ética dada e indubitable, como si se tratara de un filtro o un selectivo campo de fuerza. Bueno, quizá no sea algo TAN espiritual, después de todo. Y, conocerá esa expresión “venírsele a uno el alma al piso” bueno, a usted parece habérsele subido a la cabeza (no hay nada como un médico gracioso, como hundirle la cara en una chapa ardiente, hacérsela vuelta y vuelta) Todos comienzan a reír dando alaridos, ululando como hienas, se revuelcan en el suelo, lloran, se patean unos a otros, histéricamente. Cuando logran aplacar el arrebato sardónico, el médico jefe me dice que piensan seguir con los estudios, por supuesto, quieren intentar algo “revolucionario”, introducir una sonda por mi nariz, al modo de los embalsamadores egipcios (lo dice tan suelto de cuerpo) y pinchar el alma con una aguja para ver si se despierta; estamos ansiosos, me dice (¡Pobres!) por saber qué pasará, más que nada, con su conciencia en particular, Sr Martino (¡cómo me adorna!), si se divide o se duplica; quizá tengamos un premio Nobel entre manos (afortunados) quién le dice. Si pudiéramos tomar una muestra, por pequeña que fuera, y clonarla, imagino sobre esta mesa, ya lo estoy viendo (ah, los ojos, ¡cómo le sueñan!) dos almas rabiosas agarrándose como ratas, mordiéndose -porque no se ven, pero tiene dientes su alma, Sr Martino- o incluso, imagínese (me imagino, no se preocupe que me imagino) apareándose. ¿y dice que los primeros síntomas fueron unas luces en el ojo, unos cristales? Imagínese la descendencia, sus implicancias, el milagro inaudito de esa primera lechigada de almas In Vitro, todas iguales.

1 comentario:

  1. me encanto la frase inicial de Artaud y el cuadro, la belleza de las formas..

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