jueves, 24 de noviembre de 2011

LA ROSA MASTICABLE


Hasta el instante de sacudirme Lorna había estado soñando despierto, en la perezosa roja, con una piedra caliente en la mano-la había recogido del pasto, cundida por el sol quemante de la siesta, y, aún después del sueño, conservaba algo del calor que rápidamente, como un perfume, se disipaba-Qué, qué, fue lo único que alcancé a decir, sin poder ocultar el fastidio de que me arrancaran, como un fruto promisorio y aún verde, de mi ensimismamiento.

Ese es el perro, dijo Lorna señalando con su dedo largo, acusador, de uña prolija, corta, que ahora brillaba tímida, opacamente saludable y que alguna vez, de chica, había cubierto de pétalos de malvón rojo-increíble para que pareciera pintada, esa y las demás, según atesoraba ella el recuerdo, e intentaba transmitirlo para que conociera algo de la etapa dorada, inimaginable, del tiempo previo a que nos conociéramos, su paraíso perdido, salvaje, de uñas pintadas; el recuerdo, indirecto, ascendía por el aire, frente a mi nariz, en espiral, como el viento acarrearía, según la leyenda personal de mi novia, el falso esmalte de sus uñas, como aún perdía calor la piedra.

Qué perro, pregunté sabiendo que era estúpido, veía UN perro, pero quería saber de que carajo me estaba hablando, con qué se venía ahora…

El que se come las rosas, Gabriel, dónde estás…

Recordé vagamente algo sobre un cierto perro lotófago, pero pervivía en los destellos eléctricos de mi memoria, en descargas erráticas y extemporáneas, y podía tratarse, en igualdad de rangos, de hilachas de un sueño tenido cuándo, de algo leído en alguna página perdida de un millar de libros de los que apenas conservaba algo, o pura imaginación instantánea, o nada de eso y todo lo contrario, cómo podía saberlo, así, de sopetón, podía ser, como era, una preocupación de Lorna (prefiero usar su nombre que llamarla novia o mujer, aunque a veces se me escape, o caiga en las trampas de las convenciones)

Ah, el perro, dije por decir algo, ¿qué querés que haga? ¿Qué lo corra?, era un perro como cualquier perro, y estaba ahí, a diferencia de otros que no estaban, estacionado mas que parado, sus ojos parecían de un vidrio pegajoso (como frasco que tuvo miel) y nos borraban completamente del paisaje: había el fondo del jardín, el nogal mecido por una brisa tímida, la perezosa roja, la lona liviana que ondeaba como queriendo librarse de los clavos con que mi abuelo la había fijado a los listones como una mariposa -ese abuelo que al fin, como una trufa gigante y secreta, se descomponía ocioso en su tumba- el banquito con las cosas para el mate, los libros, los cuadernos, las hojas dibujadas sobre las que el viento de vez en cuando tenía alguna conquista, pero nadie, nadie había o parecía haber para ese perro que quería ser de cerámica estacionado ahí.

Levanté la piedra para asustarlo y no se le movió un bigote, no pestañeó siquiera, Dejalo en paz al perro, dije, no le hace mal a ninguno….

Se come los rosales de tu abuela, Gabriel, no de la mía…

Qué manía, Lorna, la de engastar mi nombre en cada frase, si hubiera mucha gente, todavía, pero descontando al perro estábamos solos y quería decirle que los rosales ya no existían porque mi abuela, sí, la mía, ya no existía; estábamos ahí, en la casa de los veranos infinitos de mi infancia (qué poco y qué falsa me suena esta palabra para definir aquello) para ultimar los arreglos para la venta de todo aquello que se había soltado de la órbita de su protección al morir ella; los rosales y mi abuela habían estado unidos por una relación íntima, simbiótica e incomunicable y esas criaturas retorcidas, quebradizas, anquilosadas que veíamos a los costados del sendero de baldosones, podían escupir de cuando en cuando una rosa anaranjada, blanca o roja, pero de ninguna manera llamarse SUS rosales.

Esta noche me quedo fuera, dije, para ver por dónde se mete (tenía ganas de decir se dentra)

A mí me da miedo, miralo, dijo ella.

Se le ven las costillas, Vida, es un cusquito sin nadie que le pase la mano por el lomo, como decía el poema, no creo que pudiera, aunque quisiera, hacerle daño a nadie…

La piedra en la mano, ya a la temperatura de la sombra de la nuez, me recordó lo que había estado soñando, distante, con los ojos abiertos y enmielados, como el perro ese estacionado: el tipo al que había llamado padre cuando era chico, el hijo de la abuela que regaba los rosales, caminaba delante, no se trataba de un ámbito definido, era al aire libre, la orilla de algo; yo le pegaba en la nuca con otro algo, o ese mismo que llevaba en la mano, el duplicado hipnagógico de esa piedra que había sostenido el tiempo que duró el sueño y más allá también; el tipo caía hacia delante, el pelo empapado de sangre oscura como el Kero, era algo que tenía que hacerse y yo lo sabía bien; las sacudidas de Lorna evitaron que acabara definitivamente con aquello que tenía que hacerse…lo que me rompe las pelotas de los sueños, es ese airecillo psicologista que queda en la boca al contarlos, o en la inteligencia, como si la intensión hubiese sido en realidad torturarles un significado, acusación falsa en mi caso.

Tarde, después de cenar en la mesa de mis abuelos, alimentos cocinados en sus sartenes y sus ollas y puestas en esos platos desconchados de una forma familiar, como las arrugas de la mano que veo mientras escribo de estas cosas, un día después de todo, bajo la misma nuez, entonces oscura, apenas visible en su trasfondo de estrellas, me fumo un Tickson (como lo llamaban unos amigos de otra vida) sentado en el banco de azulejos partidos que antes había en cada casa. Sin haberlo notado estaba siguiendo desde hacía un rato la labor de masticación del perro flaco, amarillento, ebúrneo de luna, junto a las rosas. Comía lentamente, con ausente delectación, había un cierto perfume que la trituración que sus muelas apenas audibles hacían con los pétalos, liberaba en el aire puro, purísimo, de la noche.

Cuando el canuto me quemó las yemas lo tiré entre unas dalias sombrías y hermosas del cantero, contemple la extinción de su brasa que tardo lo que el led de un aparto desenchufado en apagarse.

Extemporáneamente corrí hacia el fondo, profiriendo gritos aterradores, con la misma piedra asombrosamente en la misma mano; el perro comenzó a correr antes de saber muy bien qué pasaba, había estado soñando despierto, mientras con delectación ausente masticaba las rosas de mi abuela. Salió por un agujero en al alambre, invisible tras el laurel.

Seguí gritando un rato, riéndome, riéndome como un chico, no podía parar de reírme, ni siquiera cuando vi asomada a Lorna por el mosquitero de la casa, con un plato en una mano y un repasador en la otra; lo cierto es que no podía parar de reírme, era algo que tenía que ser, reír hasta que todas las estrellas parpadearan al mismo tiempo.

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