"El polvo restañaba los pelados cráneos húmedos de los escalpados, quienes con el reborde del pelo por debajo de la herida y tonsurados hasta el hueso yacían como monjes desnudos y mutilados sobre el polvo ahogado en sangre." Cormac Mc Carthy "Meridiano de sangre."
Con el segundo empecé a tomarle el gustito, fuí más dueña de la situación esta vez, lo llevé con una soltura que me asombró, primero a mí que a nadie, y ocurrió de una forma natural, como siempre los amores inesperados. El chico estaba en el camino que sube al monte, cubierto del polvo que puede acumularse hasta la rodilla de un granjero que se durmiera en la puerta de su rancho; esperaba a su padre, enseguida me dí cuenta de que el tal no vendría, que lo había estado esperando un tiempo increible, y a todas luces había sido, como tantos, abandonado: se habían desecho de él como de un pedazo de basura, escoria, lastre. Sus párpados estaban ampollados, sus labios hinchados y rajados, como un erial requemado por el sol y dividido en dos por el temblor del silencio mejor guardado: sus exámetros imperfectos. Me dió la mano como si yo formara parte de una alucinación colectiva, la luz producida por la fritanga de su cerebro en suspensión, uno de esos fantasmas que acosan la razón en un grabado de Goya.
Lo introduje en el bosque, en sus letras de molde, tropezaba incluso con ramas que bien pudieron haber estado alguna vez allí, pero que ya no estaban. De vez en cuando gimoteaba, no había lágrimas en sus glándulas cauterizadas. ¡Upalalá!, lo senté en la piedra, el pelo hecho de alambre cenicientos no se movía, como el de esas estátuas del parque municipal que robamos una noche con Calibán ( mi sirviente) y que emplazamos en diversos parajes agrestes, endiabladamente inaccesibles, del bosque. Me senté junto a él, lo incliné hacia mí, le acaricié la entrepierna a través de la tela acartonada de su pantalón- olía orines superpuestos de un baño público, la superdorada micción del deshidrato- le ofrecí un poco de agua de mi cantimplora, le ensalivé los labios cuarteados con la lengua, la suya era una espuma pastosa, inconsistente, como foie gras. Su cadera comenzó con los indefectibles espasmos fornicatorios, y llevada acaso por un impulso de una crueldad químicamente pura, venida del meollo de mi espíritu, lo tonsuré hasta el hueso, con un movimiento quirúrgico de la muñeca izquierda, como quien abriera una calabaza; apenas se quejó, me miró horrorizado, comprendiendo, en ese sólo haz de luz, la totalidad de los fenómenos del mundo, la pupila plateada, e implacable que incinera sin razón: la renuncia de su padre, incalculable, la naturaleza del hombre, incluso la raigambre aviesa de su infinita bondad.
Una corona de pelo y sangre, el huevo amarillento del cráneo asomando del cuello de esa polera de carne, cuando descargué sobre su cuerpo impertérrito el resto de mi provisión de agua. Los ojos apenas mudaron algo su gesto inolvidable; berreaba afónicamente cuando al ver el hollejo grumoso de su cabellera en mis manos, atinó a tocar, por primera vez en su vida el hueso de su cabeza: Le corté, limpiamente, la gargánta, como para echarlo de una vez de ese mundo no hecho para él ni para nadie. Su poco convincente papel de víctima - como sucede con todos los que realmente lo son- me tenía harta, esgunfia. El gato tiene la dignidad de apartarse para morir, diñarla, como dicen en la península, pero estos seres hermosos y lesivos- lepismas- que son los hombre, gustan del escándalo y las últimas palabras; a qué, me pregunto yo, para quién, tanta celebridad.
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